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Salmo 21 (22). Dios mío, Dios mío

Muy cercano al cuarto cántico del Siervo (Is 53), este salmo expresa con una intensidad impresionante el sufrimiento físico de un hombre que además se siente despreciado por los suyos y abandonado por Dios. Pero lo más increíble es que desde este sufrimiento extremo el orante se eleva a una esperanza triunfante que desemboca en la acción de gracias, la alabanza y la adoración. Tras la invocación inicial (vv.2-3), aparecen los motivos en que apoya la súplica (vv.4-12). Los vv.13-22 describen con imágenes muy expresivas lo terrible de su sufrimiento, que culmina en una acción de gracias universal (vv.23-32).
Las palabras iniciales del salmo (v.2) aparecen en labios de Jesús en la cruz (Mt 27,46) y numerosas expresiones del mismo las encontramos en los relatos de la pasión de los diversos evangelistas. Ello significa que podemos «escuchar» a Jesús orando el salmo completo. Los atroces sufrimientos no le llevan a encerrarse en sí mismo, sino que le abren al Padre en una confianza heroica. Pero lo más admirable es escuchar al Crucificado dar gracias e invitar a todos a alabar al Padre en la certeza de ser escuchado (vv.23ss); más aún, esta invitación se transforma en certeza de que «las familias de los pueblos» «volverán al Señor» y «en su presencia se postrarán» (v.28); también los muertos le adorarán (v.30), y contarán su justicia las generaciones futuras, «descendencia» de Cristo, «pueblo que ha de nacer» (vv.31-32) de su costado abierto.
Adoración de Cristo y del Padre universal en el espacio, en el tiempo y en la eternidad. Incluso podemos leer las palabras «los desvalidos comerán hasta saciarse» en referencia al Cuerpo de Cristo que será dado en alimento gracias a su muerte y resurrección… En lo más atroz de su sufrimiento, Cristo se goza en la fecundidad desbordante de su redención.
De este modo aprendemos que también nuestro sufrimiento puede ser entendido y vivido con un sentido nuevo. Cristo lo ha tomado y transformado desde dentro. Nuestro dolor no sólo no es maldición o castigo, sino que es ocasión de una confianza más genuina en el amor de Dios. Lejos de angustiarnos, puede ensanchar nuestro corazón en la adoración y la gratitud desde el momento en que tenemos la certeza de que nuestro sufrimiento es fecundo y fuente de vida para muchos (Col 1,24; 2Cor 4,10-12).