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Presenta una situación generalizada de injusticia (vv.1-4: «No hay uno que obre bien, ni uno solo») que proviene del olvido de Dios («no invocan al Señor», no le buscan). Pero Dios está presente y actúa (vv.5-6); en ello se apoya la súplica ardiente del salmista («¡ojalá venga desde Sión la salvación de Israel!») y la certeza de su intervención salvífica portadora de gozo («cuando el Señor cambie la suerte de su pueblo, se alegrará Jacob, se gozará Israel»: v.7).
La visión del salmo parece pesimista. Sin embargo, el NT la confirma y la amplía. Particularmente san Pablo dedicará los primeros capítulos de la carta a los Romanos a demostrar que «todos están bajo el pecado» (Rom 3,10), que «todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (3,23); más aún, indicará la raíz de este mal: la inmoralidad que inunda el mundo proviene de no reconocer a Dios y de no glorificarle, de dejarle en la práctica fuera de la vida (1,21 ss); el olvido de Dios es la causa de la ceguera de los hombres, que los vuelve necios y esclavos de todo tipo de desórdenes y pecados. San Juan, por su parte, exclamará: «el mundo entero yace en poder del maligno» (1Jn 5,19).
Ante la inundación del pecado, Dios está dispuesto a ofrecer la salvación de todos si encuentra algunos justos (Gen 18,16-32). Más aún, Dios perdonaría a Jerusalén si hallara en ella un solo justo (Jer 5,1; Ez 22,30). Pero no lo hay, como resalta nuestro salmo. Sólo la aparición del Justo (Hch 3,14), el Siervo de Yahveh, justificará a muchos con su sufrimiento (Is 53; cfr. Rom 3,21-26; 1Cor 1,30). Con Él, efectivamente ha venido la salvación de Israel (y de todos los pueblos) y el Señor ha cambiado la suerte de su pueblo (v.7) de pecadora en justa. Gracias a Cristo, «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5,12-21).
El cristiano no es pesimista ni optimista. Contempla el mal del mundo en toda su hondura y extensión, en toda su gravedad. Pero no se desanima, sino que clama al Salvador («¡ojalá venga…!»), pero desde la certeza de que ya ha venido y desde el deseo de que su salvación alcance a todos, ya que «no se nos ha dado otro nombre en el que podamos ser salvos» (Hch 4,12). Este es un salmo para la nueva evangelización: Cristo aceptado e invocado en cada corazón cambiará la suerte de nuestro mundo, renovará la faz de la tierra. Y ello «desde Sión» (v.7), es decir, desde la Iglesia.