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Salmo 135 (136). Es eterna su misericordia

Es un magnífico himno de alabanza y acción de gracias en forma de letanía. Los judíos la recitaban por Pascua como reconocimiento al Dios que pasó y pasa derramando bendiciones sobre su pueblo. Tras la invitación inicial (vv. 1-3) se agradece el don de la creación (vv. 4-9) y las intervenciones de Dios en la historia de Israel (vv.10-25), para concluir como había empezado (v.26). Al pueblo de Israel le gustaba detallar uno a uno los motivos para el agradecimiento; en efecto, su misericordia no es algo abstracto o genérico, sino que se concreta en multitud de detalles. Todas las realidades naturales y los acontecimientos de la historia del pueblo aparecen envueltos en esta misericordia, en este amor de Dios, que es eterno, porque Dios mismo «es amor» (1Jn 4,16).
El corazón humano de Cristo vive agradecido: «En aquel momento, Jesús, lleno de gozo en el Espíritu Santo, dijo: Yo te bendigo, Padre…» (Lc 10,21); «Padre, te doy gracias…» (Jn 11,41). Experimenta la gratitud porque constantemente resuena en su corazón la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo amado» (Mc 1,11), se sabe rodeado por la ternura, la bondad y el amor del Padre.
Si el pueblo de Israel podía alabar y agradecer la misericordia de Dios manifestada en la creación, en la liberación de Egipto y en el don de la tierra, ¡cuánto más nosotros, que en Cristo hemos sido liberados de la esclavitud del pecado (Rom 6,6.14.22) y del miedo a la muerte (Hb 2,15), hemos sido constituidos «ciudadanos del cielo» ((Fil 3,20) y estamos ya «sentados con Cristo en el cielo» (Ef 2,4-6)! Más aún, el salmo queda abierto y pide ser completado por las maravillas que Dios ha realizado en la historia de la Iglesia, una historia de conversión y santidad de alcance inconmensurable, porque se trata de «una multitud inmensa que nadie podía contar de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9).
Y pide ser prolongado con nuestra propia historia personal, que es también una historia de gracia y salvación. Es lo que apunta san Ignacio en la «Contemplación para alcanzar amor»: sólo si aprendemos a descubrir los signos y detalles del amor de Dios en nuestra vida podremos convencernos de verdad de que Dios nos ama y podremos corresponderle, pues «si no conocemos que recibimos no despertamos a amar» (Sta. Teresa). Más aún: este amor de Dios que nos cuida en la vida cotidiana (v.25), precisamente porque es eterno, va a seguir actuando; el salmo queda abierto también al futuro: la experiencia de lo recibido nos abre con confianza a lo que está por venir. Verdaderamente nada ni nadie «podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,29).