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Salmo 132 (133). ¡Qué dulzura los hermanos unidos!

Con dos imágenes sugerentes (el aroma del ungüento que desde la cabeza impregna todo el cuerpo, y el rocío que desde las cumbres refresca y fecunda la tierra), el salmo canta y celebra la belleza de la fraternidad. Es significativo que las dos imágenes indican un movimiento descendente: la unión entre los hermanos es un don de Dios, fruto de su bendición.
Lo que el salmo canta lo realiza de una manera sublime la efusión del Espíritu en Pentecostés (el ungüento que desde la cabeza –Cristo– impregna todo el cuerpo –la Iglesia–). Gracias al don del Espíritu (Hch 2), los cristianos son verdaderamente hermanos, tienen un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32) y poseen todo en común (Hch 2,44-45; 4,34-36). Es algo reiterado en el N.T.: somos un solo cuerpo (1Cor 12,12ss; Rom 12,4ss), somos uno en Cristo (Gal 3,28). Cierto que esta unidad puede ser perdida y rota, y por eso se convierte en objeto de exhortación (Ef 4,1-6; Fil 1,27; 2,1-4; Col 3,12-15) y de súplica (Jn 17, 21-23). Pero el salmo la contempla como una realidad gozosa y la celebra con júbilo.
Somos –como Iglesia– «el buen olor de Cristo» (2Cor 2,14s), en la medida en que nos dejamos ungir por su Espíritu. La acción del Espíritu Santo unifica; por eso las divisiones son contradictorias con nuestro ser Iglesia (1Cor 1,11ss), lo mismo que los pleitos (1Cor 6,6ss): son «mal olor» que aleja de Cristo y de la Iglesia.
Como salmo de peregrinación, este bello poema nos indica que sólo unida puede la Iglesia avanzar adecuadamente hacia la Patria celeste.