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Salmo 122 (123). A Ti levanto mis ojos

Oración breve, pero de una intensidad extraordinaria. Toda ella está teñida de expectación por lo que Dios hará en respuesta a la confianza absoluta que el pueblo deposita en Él. La súplica sólo se apoya en la misericordia, es decir, en la bondad generosa de Dios, de la que los orantes lo esperan todo. La actitud es la del mendigo consciente de no merecer aquello que implora (cfr. Hch 3,3-5).
En la gran oración sacerdotal, Jesús levanta los ojos al cielo (Jn 17,1), lo mismo que antes de la resurrección de Lázaro (Jn 11,41) o de la multiplicación de los panes (Mt 14,19). Es signo de su total confianza en el Padre. El salmo combina el singular (v.1) con el plural (resto del salmo): podemos contemplar así al Sumo Sacerdote intercediendo por y con la Iglesia; los desprecios y sarcasmos que esta sufre, el Hijo de Dios los ha hecho suyos por la encarnación.
Frente a los peligros internos y externos, la Iglesia –y en ella cada uno de nosotros– somos invitados a clavar los ojos en el Señor, esperándolo todo de Él. A diferencia de los discípulos que pusieron sus ojos en lo terrible de la tempestad (y por eso fueron recriminados por Jesús, pues indicaba falta de fe: Mc 4,35-40), las palabras del salmo nos arrastran a levantar la mirada a Cristo y permanecer con los ojos fijos en Él (Hb 12,2), aunque a nuestro alrededor ruja la tormenta. Sólo así puede avanzar la Iglesia peregrina –este es un salmo de peregrinación– en medio de las dificultades del mundo. Los ojos levantados hacia el cielo son signo de la persona entera que se abre a Dios mediante la esperanza.
El apoyo de esta súplica es la misericordia. Aun cuando no nos atrevamos a levantar los ojos al cielo por la conciencia de nuestra indignidad, como el publicano, nuestra oración será siempre: «Ten compasión de mí» (Lc 18,13; Mt 15,22), «ten compasión de nosotros» (Mt 20,30). El corazón de Dios no se resiste ante esta súplica humilde y confiada.
El final del v.2, que también se puede traducir «hasta que se apiade de nosotros», subraya igualmente la insistencia y perseverancia –que brotan de la misma confianza– en la súplica (cfr. Mt 15,22-28; Lc 11,5-8; 18,1-8).