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El salmista arranca con una súplica por su situación personal (enfermedad, abandono, acoso, injurias: vv.2-12) para continuar abriéndose a una petición ardiente por la restauración de la ciudad santa y del pueblo (probablemente en el destierro: vv.13-23) y concluir aferrándose a la confianza, sostenida por la permanencia de Dios, que no cambia (vv.24-29).
El salmo es muy aleccionador, pues enseña a pasar del sufrimiento individual –en el que con frecuencia nos sentimos atrapados– al interés por la Iglesia entera: la caridad ensancha el corazón del orante, que experimenta el dolor por las ruinas que le rodean. A esa caridad se añade una intensa esperanza, que le lleva a anunciar la asombrosa restauración de Sión –la Iglesia–, en la cual se manifestará maravillosamente la gloria de Dios, hasta el punto de que en ella se reunirán «unánimes los pueblos y los reyes para dar culto al Señor» (v.23). Dios escuchará «las súplicas de los indefensos» (v.18) y creará un pueblo nuevo que le alabará (v.19). Las angustias del salmista por su situación personal quedan diluidas ante la certeza de un Dios que no cambia, que permanece siempre, y por tanto garantiza el futuro (vv.25-29).
Hb 1,10-12 cita los vv.26-28 para exaltar la dignidad del Hijo de Dios. La dinámica individuo-comunidad del salmo encuentra en Él su plenitud: la brevedad de una vida arrancada por la violencia injusta de sus enemigos (vv.9-12); su permanencia eterna como resucitado (v. 13; cfr. Hb 7,24-25.27); su amor misericordioso a la Iglesia que le lleva a restaurarla en la hora de la misericordia (v. 14), es decir, en la cruz; la gloria que manifiesta en su Iglesia al reconstruirla (v.17) y que se muestra incluso a los gentiles (v.16) y a las generaciones futuras (v.19), a todos los pueblos (vv.22-23), porque Cristo muerto y resucitado ha librado a los condenados a muerte (v.21) y ha creado un pueblo nuevo (v.19).
Este es uno de los siete salmos penitenciales: personal y comunitariamente hemos de estar en conversión continua; compuesta por pecadores y avanzando en medio de las oscuridades de este mundo, la Iglesia se encuentra siempre necesitada de reforma en las personas e instituciones (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 8); constantemente es reconstruida por el poder de Cristo, que crea un pueblo renovado donde sólo había ruinas.