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6. Castidad en la virginidad

Sigo hablando de la castidad. Pero al tratar esta vez de su realización virginal, he de mostrar otros misterios de la vida de la gracia que, integrando ciertamente la castidad, y precisamente en su realidad más perfecta, van mucho más allá que esa virtud concreta. En lo que sigue, celibato y virginidad tendrán una misma significación.

–Cristo fue célibe, «permaneció toda su vida en estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres» (Pablo VI, enc. 1967, Sacerdotalis coelibatus 21). Es verdad que Dios dijo al principio de la creación: «no es bueno que el hombre esté sólo» (Gén 2,18), y le creó una esposa. Pero Jesucristo, el Hijo encarnado, vive siempre como hijo, en unión filial con el Padre: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,32). En Él la virginidad, desconocida en el Antiguo Testamento como valor religioso, se realiza y se revela a los hombres, haciéndola posible para los que a ella son llamados. Él no vino al mundo para unirse conyugalmente con una persona humana, con una mujer concreta, sino para unirse con toda la humanidad, dándose entero a todos los hombres. Por eso la virginidad es el estado de vida elegido por Cristo.

–Cristo es el Esposo de la Iglesia. Jesucristo se une a la Iglesia tomándola como Esposa, como cuerpo suyo propio. Se une, pues, muy especialmente a toda aquella parte de la humanidad que, por obra de la gracia, cree en Él, le reconoce como Hijo unigénito de Dios, nacido eternamente del Padre, antes de todos los siglos; y le recibe como Enviado de Dios, como Salvador único del mundo. Y toda la humanidad está llamada a desposarse con Cristo por la fe y la caridad, es decir, por obra del Espíritu Santo. Sólo así puede renacer y salir de sus innumerables males.

La Biblia nos muestra a Yavé como esposo fiel que se une con su pueblo en una Alianza de amor profundo, único e indisoluble (Is 54,4-8; 61,10; 62,4s; Jer 2,2. 20; 31,3; Ez 16 y 23; Os 1-3; Cantar; Sal 44; Sir 15,2; Sab 8,2). Y en la plenitud de los tiempos, las bodas entre Dios y la humanidad se consuman en Cristo Esposo. Por eso los apóstoles, los misioneros primeros, son «los amigos del novio» (Mc 2,19), son los que trabajan por desposar a la humanidad con Cristo (2Cor 11,2). Y la Iglesia es la Esposa (Ef 5,25.32), la Esposa del Cordero, purificada, amada y santificada por su Esposo (Ap 19,7ss; 20,9; 21,2 9ss; 22,17). Por eso los cristianos son los invitados a las bodas del Esposo (Mt 22,2-14; Lc 14,15-24), los que esperan con las lámparas de la oración y de la esperanza su segunda venida, como las vírgenes prudentes (Mt 25,1-13). Y la Esposa vive anhelando siempre, en todos los siglos, la venida final del Cristo glorioso: «el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que escucha, diga: Ven… Ven, Señor Jesús» (Ap 22, 17.20).

La tradición patrística, litúrgica y teológica han visto en la unión conyugal de Cristo con la Iglesia la síntesis de los más altos valores evangélicos, porque no hay amor mayor que el amor esponsal.

–El Esposo elige a su Esposa, y la Iglesia es la Señora elegida (2Jn 1). No se eligen los hermanos, ni los padres: la esposa sí es elegida.

–La Iglesia, en cuanto Esposa, está unida al Señor, pero es distinta de él.

–El mutuo amor que une a Cristo y la Iglesia hace que ésta sea fiel, siempre obediente, y permanentemente fecunda en hijos para Dios.

–Entre Esposo y Esposa hay una intimidad total, forman «una sola carne» (Mt 19,5; Ef 5,31).

–Los Esposos están siempre unidos en una colaboración constante, pues «Cristo, esposo humilde y fiel, no quiere hacer nada sin su Esposa» (Isaac de la Estrella: Vat. II, SC 7b). Por último,

–a la Esposa le corresponde estar femeninamente velada, y orientar las miradas del mundo hacia Cristo, el Señor, no hacia sí misma. Como dijo el Sínodo de 1985, «la Iglesia se hace más creíble si, hablando menos de sí misma, predica más y más a Cristo crucificado [1Cor 2,2]» (II,A,2).

* * *

–Cristo Esposo se une con todos los cristianos en alianza conyugal indisoluble.En el principio, viendo Dios que «no es bueno que el hombre esté solo», decide: «Voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2,18. 20), y nace el matrimonio; Adán y Eva están creados el uno para el otro. Ahora, en el tiempo de la Iglesia, Dios ha dispuesto para el hombre en Jesucristo una ayuda en todo semejante a él, menos en el pecado (Heb 2,17; 4,15), Jesucristo, el Señor, y por eso ha dispuesto para los cristianos dos vías posibles, las dos maravillosas: el celibato y el matrimonio sacramental. Antes de Cristo la virginidad no tenía sentido, y más bien era considerada como un estado deplorable, como una desgracia.

En el matrimonio,el cristiano halla en su cónyuge una sensibilización sacramental de Cristo Esposo. Por eso la alianza conyugal cristiana, porque está fortalecida y configurada en el amor esponsal de Cristo-Iglesia, logra ser indisoluble, fecunda y fiel (Ef 5,22-33; Juan Pablo II, catequesis 28-VII-1982ss).

En el celibato, el cristiano, sin mediación humana sacramental, se une conyugalmente a Cristo Esposo, y dejando casa, padres, hermanos, mujer, hijos, campos, barca y redes –todo lo que tenía o hubiera podido tener–, viene a formar con él una sola vida (Gén 2,24; Lc 18,28-29). Como dice Pablo VI, de este modo Cristo «ha abierto un camino nuevo,en el que la criatura humana, adhiriéndose total y directamente al Señor, y preocupada solamente de Él y de sus cosas (1Cor 7,33-35), manifiesta de modo más claro y completo la realidad profundamente innovadora del Nuevo Testamento» (S.Coelib. 20).

La virginidad-el celibato se entienden a la luz del matrimonio. En efecto, el sentido más profundo del celibato evangélico ha de verse en la unión inmediata de la persona con Cristo Esposo. Jesús mismo dice que el camino del celibato-virginidad se toma «por amor de mi nombre», «por amor de mí y del Evangelio», «por amor al reino de Dios» (Mt 19,29; cf. 19,12; Mc 10,29; Lc 18,29). Está claro, por amor a mí:el celibato es ante todo un enamoramiento de Cristo. Por él los cristianos vienen a ser sus «compañeros» (Mc 3,14), sus «amigos» (Jn 15,15), sus «hermanos» (20,17), sus «embajadores» (2Cor 5,20), y serán llamados con razón «los que estaban con Jesús» (Hch 4,13). Todas esas expresiones son aplicables a todos los cristianos; pero su primera realización y expresión fue referida precisamente a los apóstoles: ellos, para unirse más plenamente a Cristo y quedar libremente a su servicio, lo dejan «todo», familia y trabajo, lo que tenían y lo que hubieran podido tener.

Las principales coordenadas en las que se inscribe generalmente la vida de los cristianos son el matrimonio y el trabajo, que proceden del orden creacional. –El matrimonio, «creced, multiplicáos, dominad la tierra» (Gén 1,28), halla en Cristo, en la restauración del mundo por su gracia, la plenitud de su ser. –El celibato, dejando matrimonio y trabajos y tomando el celibato y la pobreza, sigue de cerca a Cristo, dedicándose a Él totalmente: «designó a doce, para que le acompañaran (compañeros) y para enviarlos a predicar (colaboradores)» (Mc 3,14). Dejan todo, matrimonio y trabajo, familia, barca y redes, oficina de impuestos, y siguen a Jesús (Mt 19,27). Es una forma de vida nueva y distinta, instrituida y querida por el Señor: «venid conmigo, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19).

Ya en la Iglesia primera,el Espíritu Santo suscita hombres «continenti», «asceti»,y mujeres «virgines»,que hacen suya la forma de vida del Bautista, Jesús y los Doce (Hch 21,9; San Ignacio de Antioquía: Esmirniotas 13,1; San Justino, I Apología 15). Los Padres entienden la virginidad como una consagración (consecratio) y una dedicación (dicatio) exclusiva al Señor. Vírgenes son «las que se han dedicado a Cristo» (San Cipriano: ML 4,443). En efecto, «la virginidad no merece honores por sí misma, sino por estar dedicada a Dios» (San Agustín: 40,400). «La costumbre de la Iglesia católica es llamar «esposas de Cristo» a las vírgenes» (San Atanasio: MG 25,640). Y por eso no es raro que la infracción del voto de virginidad sea considerada como un «adulterio» (San Cipriano: ML 4,459).

–La relación entre matrimonio y virginidad nos puede iluminar la naturaleza espiritual de ésta. Aristótoles explica el progreso del pensamiento por un movimiento espiritual que parte de lo conocido y llega a lo desconocido. En nuestro caso, el matrimonio es una realidad conocida, y de ella partimos para conocer la virginidad. Resumo así algunas notas fundamentales de la virginidad cristiana.

–La virginidad es un consejo y una gracia. Es un consejo,y por tanto «un medio más seguro y fácil para lograr que aquéllos a quienes ha sido concedido alcancen más segura y fácilmente la perfección evangélica y el reino de los cielos» (Pío XII, Sacra virginitas 20). Y es una gracia,una gracia personal que Dios da sólo a algunos, a quienes elige para esa vida (Mt 19,11-12). Por tanto, no se piense que Cristo invita a todos los cristianos a la virginidad, y que únicamente «los más generosos» la aceptan, mientras que «los menos generosos» se van al matrimonio. Sería entonces el hombre –más o menos generoso– el que elegiría su vocación, en contra de lo dicho por el Señor: «no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15,16). El celibato, la virginidad, son siempre un don, una gracia.

–La virginidad no es un sacramento, mientras que el matrimonio lo es. La razón es clara. El matrimonio es sacramento porque es signode la unión de Cristo con la Iglesia. La virginidad en cambio es esa misma realidad significada: es unión inmediata con Cristo Esposo, y por eso no tiene condición sacramental. Cuando en el cielo cesen los sacramentos, cesa el matrimonio (Mt 22, 30), pero no cesa la virginidad, que permanece inalterada. De ahí que los Padres suelen dar a la vida celestial el nombre de vida angélica.

–«Es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio» (Trento 1563 Dz 1810). La virginidad «es mejor» (1Cor 7,35) no sólo porque posee una estructura objetiva superior, por su fin más excelente (STh II-II,152, 3-4), sino también porque, teniendo en cuenta la fragilidad del hombre, ofrece una vía ascética privilegiada, en la que es más fácil guardar para el Señor «el corazón indiviso» (1Cor 7,32-34; cf. Sacra virg. 11; Vaticano II, LG 42c; OT 10ab; Juan Pablo II, 23 y 30-VI-1982).

–«De la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio en modo alguno se sigue que sea imprescindible para alcanzar la perfección cristiana» (Sacra virg. 20). Sabemos bien que todoslos cristianos están llamados por Dios a la santidad (Mt 5,48; LG 39-42), y que el matrimonio cristiano tiene en sí mismo el espíritu de la virginidad evangélica. Debemos, pues, guardarnos de contraponer virginidad y matrimonio, pues ambos estados de vida se complementan profundamente (Sacerdotalis coelibatus 50, 57, 96-97).

Hay que guardarse, sin embargo, de un celibato orgulloso, pues Dios a veces da la virginidad a los que más le aman, pero otras veces la da, como camino más fácil y seguro, a cristianos flacos en el amor, para que no se le pierdan. Y es siempre Dios el que concede sus dones y el que lleva la iniciativa en los cristianos. A otros les dará el matrimonio, camino más difícil, porque los ha hecho fuertes en el amor, y sabe que con su gracia podrán santificarse en él.

–El cristiano soltero no aparece tipificado en el Evangelio. La condición adulta se realiza en el cristiano por una vinculación personal con Cristo, sea en matrimonio, sea en celibato. Soltero significa en su sentido etimológico, solutus,suelto, no vinculado. Por tanto, el soltero cristiano ha de configurar espiritualmente su vida o bien según el matrimonio, o bien según el celibato.

También es cierto que la Providencia dispone en ocasiones la vida de algunos cristianos de tal modo que no cristalizan ni en uno ni en otro estado, sino que participan de ellos en una forma mixta. Pues bien, así realizada, la vida del soltero puede ser –y no pocas veces lo es– altamente plena, santificante y fecunda, cuando la persona realiza la total entrega de sí misma a Dios y al prójimo en formas diversas. El cristiano, entonces, se desarrolla del todo, pues se entrega en caridad sincera y establemente, no eventual y caprichosamente. Cuando el cristiano hace así la entrega de sí mismo, se vincula a Cristo y al prójimo en modos análogos al del matrimonio o al de la virginidad. Por tanto, ya no realiza el tipo de soltero, peyorativamente entendido como solutus, el que está suelto, el que no se debe a nadie, ni se compromete con ninguno.

* * *

–Los valores del celibato evangélico son inmensos. La virginidad es un misterio de gracia, una forma de vida que no viene del Génesis, sino del Evangelio, como ya indiqué; es una situación que en la vida temporal anticipa la vida celestial, y que implica dedicación a Cristo, consagración a la Iglesia, pobreza y renuncia, contemplación y apostolado.

–El celibato es una forma de pobreza: es no teneresposa, hijos, hogar, donde reclinar la cabeza (Lc 9,58). El celibato, siendo pobreza, participa de todos los valores de la pobreza evangélica. El celibato no es tener mujer, hijos y campos «como si no se tuvieran» (1Cor 7,29-31). Es no tener esos bienes, para tener más al Señor: «el Señor es el lote de mi heredad y mi copa, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 15,5-6). En este salmo encuadra San Jerónimo, por ejemplo, la condición del clero cristiano, que viene expresada en su misma etimología («kleros, en griego; sors en latín»): «El que posee al Señor, y dice con el profeta «el Señor es mi parte», nada debe poseer aparte del Señor. Pues si uno poseyera algo además del Señor, ya el Señor no sería su heredad» (ML 22,531).

–El celibato es amor total a Jesucristo, que permite «unirse más al Señor, libres de impedimentos» (1Cor 7,35). Es, pues, enamoramiento de Cristo Esposo, que debe excluir toda fuga afectiva y toda compensación ilícita. La unión virginal con Cristo Esposo es tan perfecta, que a su imagen debe ser la unión conyugal del matrimonio cristiano (Ef 5,22-33). Sin embargo, como ya he dicho, conocemos más el amor conyugal que el amor virginal, más misterioso, y por eso iluminamos éste con analogías tomadas de aquél.

Como la esposa enamorada se alegra en su esposo, la virgen cristiana ha de alegrarse siempre en el Señor (Flp 4,4). «Los santos Padres exhortan a las vírgenes a que amen a su divino Esposo con más afecto aún que amarían a su propio marido, si estuvieran unidas en matrimonio; y les aconsejan también que se sometan a Su voluntad siempre, y tanto en el pensamiento como en el obrar» (Sacra virg. 7).

Una buena esposa ordena todos los elementos de su vida –trabajos, casa, vestidos, aficiones, viajes, amistades– siempre en función del amor a su marido; y ésta es, evidentemente, la actitud espiritual que deben tener la virgen y el célibe consagrados a Cristo.

No es bueno que la esposa esté sola, sino que Dios quiso que se apoyara en la ayuda de un cónyuge, semejante a ella (Gén 2,18-24); tampoco es bueno que la virgen esté sola, sino que viva siempre en la esponsal compañía de Cristo, la ayuda semejante a ella en todo, menos en el pecado, que el Padre le ha dado (Heb 2,17; 4,15).

La esposa busca en el esposo la consolación de sus penas; y la virgen ha de acostumbrarse a buscar inmediatamente en Cristo Esposo la confortación que necesita en sus penas, que, como dice San Ignacio de Loyola, «sólo es de Dios nuestro Señor dar consolación al alma sin causa precedente», esto es, sin mediación de criatura (Ejercicios 330). Aunque habrá veces que el mismo Señor quiera confortarle con la mediación de algún ángel (Lc 22,43): familiar, amigo, padre espiritual.

Una buena esposa no se permite vinculaciones afectivas con otra persona, si lesionan, aunque sea mínimamente, el amor con su esposo; e igualmente un célibe no debe estimar que tiene derecho a compensaciones afectivas que lesionen, aunque sea sólo un poco, el amor con Cristo.

En fin, una buena esposa no debe buscar sino agradar a Cristo Esposo agradando a su marido; y del mismo modo «el célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido. La mujer no casada y la doncella sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu» (1Cor 7,32-34).

–El celibato, como enamoramiento de Cristo, produce una gran autonomía afectiva. Las hostilidades del mundo, lo mismo que los eventuales halagos y éxitos, al corazón centrado en Cristo por la virginidad le traen sin cuidado: no se goza, ni se duele, ni espera, ni teme nada de este mundo, «con tal de gozar a Cristo» (Flp 3,8). Esto es lo absoluto, lo único necesario (Lc 10,42), y todo lo demás queda trivializado, son sólo añadiduras (Mt 6,33). En el amor de Cristo, para el corazón célibe, todo lo del mundo queda por un lado oscurecidoy por otro iluminado.

Oscurecido.«Cuanto tuve por ventaja lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo» (Flp 3,7-8). Cuando sale el Sol, empalidecen las estrellas, hasta desaparecer. Esto es sabido: cuando una persona se enamora, todas las aficiones que tenía –amigos, viajes, deportes, etc.–, todo queda relativizado, algunas aficiones siguen, otras se transforman, algunas desaparecen, y todas quedan completamente a merced del amor. Así le pasó a Santa Teresa con Jesús: «De ver a Cristo me quedó impresa su grandísima hermosura», y ese amor le dejó el corazón libre de ciertas atracciones de criaturas, que antes la habían atado: «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [el corazón]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía» (Vida 37,4).

Iluminado.Al corazón que se enamora de Cristo, todas las cosas del mundo se le transfiguran y embellecen. Y así se abre a una indecible ternura universal. Y es que el Cristo Amado, en palabras de San Juan de la Cruz, «mil gracias derramando – pasó por estos sotos con presura – e, yéndolos mirando, – con sola su figura – vestidos los dejó de hermosura» (Canc. entre el alma y el Esposo).

–El celibato es una ofrenda sacrificial hecha a Dios. Hay en la virginidad renuncia,dejarlo todo, no tener, perder la vida por amor a Cristo (Lc 9,24; 18, 28); y hay consagración, dedicación total a Dios. Esta condición sacrificial y cultual del celibato se manifiesta claramente en el Ritual de consagración de vírgenes. Efectivamente, el celibato es sacrificio, y por eso conviene tanto al sacerdote, ministro de la eucaristía. Así, viviendo con fidelidad el celibato, «el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto» (Sacerdotalis coelib. 29).

–El celibato «acrecienta la idoneidad para oír la Palabra de Dios y para la oración» (Sacerdotal. coelib. 27). La oración, el trato íntimo y amistoso con el Señor, hace posible el celibato. Pero a su vez el celibato es una situación privilegiada para la vida de oración, pues mientras que el casado también ha de «ocuparse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer» (1Cor 7,33), «la virginidad se ordena al bien del alma según la vida contemplativa, que consiste en “ocuparse de las cosas de Dios”» (STh II-II, 152,4; cf. 1Cor 7,32). Es significativo que la Iglesia, en su disciplina tradicional, ha unido normalmente la obligación de las Horas litúrgicas con la profesión del celibato y la virginidad. Según la norma de San Pedro, los que han sido elegidos por Cristo para la vida apostólica, en calidad de compañeros y colaboradores, deben «dedicarse a la oración y al ministerio de la palabra» (Hch 6,4; cf. Mc 3,14).

–El celibato es seguimiento e imitación de Cristo. Quienes lo viven «siguen al Cordero adondequiera que vaya» (Ap 14,4), esto es, se configuran a él y a su modo de vida en todo.

–El celibato evangélico es un camino feliz, es una bienaventuranza. Hay también en él rasgos de sacrificio y martirio. Pero, ciertamente, en las bodas del cristiano con Cristo Esposo prevalece la tonalidad festiva, enamorada y gozosa. Al cristiano célibe hay que felicitarle, pues le ha correspondido «la mejor parte» (Lc 10,42; cf. Sal 15,5-6). San Pablo lo dice muy claramente. Los casados «pasarán tribulaciones en su carne, que yo quisiera ahorraros. Yo os querría libres de cuidados. Esto [la exhortación a la virginidad] os lo digo para vuestra conveniencia, no para tenderos un lazo. Más feliz será si permanece así, conforme a mi consejo» (1Cor 7,28.32. 35.40).

* * *

–La fecundidad de la virginidad es grande. El cristiano célibe, por su especial unión con Cristo Esposo, participa también de especial manera en el misterio fecundo de María y de la Iglesia.

María es la virgen-madre. La Madre de Cristo es la Madre de la Iglesia, y la fecundidad inmensa de su gloriosa virginidad ha venido a constituirla como Nueva Eva, «madre de todos los vivientes» (Gén 3,20). Por eso, dice Juan Pablo II, «la maternidad divina de María es también, en cierto sentido, una sobreabundante revelación de esa fecundidad en el Espíritu Santo, al cual somete el hombre su espíritu cuando elige libremente la continencia «en el cuerpo»: precisamente la continencia «por el reino de los cielos»» (24-III-1982).

Y la Iglesia, porque es la virgen-madre, no se casa con el mundo, sino que sólo reconoce como Esposo a Cristo, que «la alimenta y la abriga» (Ef 5,29). Jesucristo comunica a su Esposa una fecundidad universal. En la Iglesia Madre, «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5), nacen todos aquellos que «no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad de hombre, sino que de Dios son nacidos» (1,13). La Esposa virginal de Cristo concibe a sus hijos, como la Virgen María a su unigénito, «por obra del Espíritu Santo», y tanto mayor es su fecundidad cuando más unida se mantiene a Cristo Esposo.

La historia de la Iglesia nos muestra que el celibato cristiano participa de esa admirable fecundidad virginal de María y de la Iglesia. Los doce Apóstoles célibes, con su palabra y su sangre, pusieron el fundamento constante de una segura transformación del mundo. Los misioneros, generalmente célibes y vírgenes, entregándose enteros a Cristo y a los hombres, han dado a luz pueblos, ciudades y naciones. La contemplación mística y la especulación teológica han alcanzado sus alturas máximas en el celibato y la virginidad: San Pablo, Santo Tomás de Aquino, Santa Catalina de Siena… Pío XII, considerando la historia de la Iglesia, enumeraba asombrado los frutos incontables de la virginidad: misiones, parroquias, monasterios, escuelas y universidades, asilos y hospitales. A todos los miembros de la Iglesia y del mundo extiende su solícita eficacia la caridad virginal (Sacra virg. 12-13). Éste es un «amor todo espiritual», que Santa Teresa explica: «me diréis: «esos tales no sabrán querer». Mucho más quieren éstos, y con más pasión y más verdadero amor y más provechoso amor» (Camino Perf. 9,1; 10,2; cf. 11,1).

–Celibato y apostolado van muy unidos, como ya Jesús nos lo mostró en la misma vocación de los Doce. Los que son elegidos por Cristo para vivir como compañeros suyos, han de dedicarse a la oración, y para ser fieles colaboradores de su misión, deben aplicarse al ministerio de la palabra (Mc 3,14; Hch 6,4). Es decir, dejan matrimonio-familia para vivir en cuanto compañeros de Jesús, y dejan sus trabajos para dedicarse plenamente a ser colaboradores de Jesús y de su obra en el mundo.

El celibato ofrece un marco de oro para esa vida de oración y de predicación del Reino. El apóstol célibe, centrado exclusivamente en el amor de Cristo, encuentra la máxima fuerza y libertad para anunciar el Evangelio a los hombres. En cambio, el apóstol de vida afectiva vulnerable, llena de necesidades sentimentales, deseoso de triunfos y temeroso de persecuciones, está perdido para el servicio de la Verdad. Por eso la Iglesia ha querido unir el celibato al sacerdocio ministerial, viendo entre uno y otro un nexo de «múltiple conveniencia», aunque no sea un vínculo esencial (PO 16; cf. Sacerd. coelib.17, 18, 21, 31, 35, 44).

Y esta suma conveniencia no es meramente por razones cuantitativas: un sacerdote célibe sale más barato, tendrá más horas libres para trabajar, será más fácilmente trasladable de una a otra función, etc. No, no va por ahí esa conveniencia del celibato –aunque también ésas son condiciones exteriores favorables–, pues muchos trabajadores casados trabajan tanto o más que otros solteros. No. El celibato apostólico nace de razones cualitativas, espirituales, relacionadas con la misteriosa fecundidad de la virginidad. En efecto, el celibato «dilata hasta el infinito el horizonte del sacerdote» y le conduce a una «más alta paternidad» (Sacerd. coelib. 56; cf. 26, 30).

* * *

–El célibe necesita vivir «una ascesis particular, superior a la exigida a todos los otros fieles» (Sacerd. coelib. 70). Una ascesis en la que el amor ha de ir creciendo con los años, y que implica aspectos negativos y positivos –aunque ya sabemos que en la ascética cristiana, siempre motivada por el amor, todo es en realidad positivo, también las negaciones–.

Negativamente, el cultivo del celibato lleva consigo una fidelidad vigilante, que evite ciertas ocasiones de pecado y que no transija con determinadas costumbres del mundo. El humilde comprende fácilmente la necesidad de proteger los sentidos y el corazón de estimulaciones malas o simplemente inconvenientes (Sacra virg. 24-28).

San Agustín decía: Ya que «la virginidad es un espléndido don de Dios en los santos, es preciso velar con suma diligencia, no sea que se corrompa por la soberbia. La guardiana de la virginidad es la caridad, pero el castillo de tal guardiana es la humildad» (ML 40,415.426). No sólo el celibato, la virtud de la castidad en general, ha de guardarse en la humildad, alejándose de aquellas ocasiones próximas de pecado que son evitables. El uso abusivo de la televisión, por ejemplo, o la aceptación pasiva de modas y costumbres absolutamente indecentes no sólamente dañan con gran frecuencia la castidad, sino también –y antes– la humildad.

Positivamente, todas las virtudes cristianas: obediencia, laboriosidad, castidad, pobreza, etc., todas concurren al perfeccionamiento de la virginidad. Pero sobre todo –el amor a Jesucristo, la oración asidua, continua, prolongada, que hace crecer en el célibe «su intimidad con Cristo» (Sacerd. coelib. 75), y –el amor al prójimo,en una vida de entrega total, que halla siempre a Cristo en los hermanos. Viviendo así, la pretendida soledad del célibe no es sino una plenitud constante de compañía. Y también la devoción a María es una inmensa ayuda para la virginidad,como lo han enseñado tantos santos desde hace mucho tiempo: «Para mí –decía San Jerónimo– la virginidad es una consagración en María y en Cristo» (ML 22,405).

–El significado escatológico es en la virginidad muy especial. «El tiempo es corto. Pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29.31). «Nuestro Señor y Maestro –escribe Pablo VI– ha dicho que «en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22,30). En el mundo de los hombres, ocupados en gran número en los cuidados terrenales y dominados con gran frecuencia por los deseos de la carne (cf. 1Jn 2,16), el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos, constituye precisamente «un signo particular de los bienes celestiales» (Vat. II, PC 12), anuncia la presencia sobre la tierra de los últimos tiempos de la salvación (cf. 1Cor 7,29-31) con el advenimiento de un mundo nuevo, y anticipa de alguna manera la consumación del reino, afirmando sus valores supremos, que un día brillarán en todos los hijos de Dios» (Sacerd. coelib. 34).

–El premio del celibato es también muy especial. Los evangelios sinópticos nos refieren una escena conmovedora (Mt 19,27-30; Mc 10,28-31; Lc 18,28-30). Un día Pedro, quizá animado por sus compañeros, se atrevió a preguntarle a Jesús: «nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué tendremos?» (Mt). Y Jesús le respondió: nadie que haya dejado «casa, mujer, hermanos, padres o hijos» (Lc) «por amor de mí y del Evangelio, dejará de recibir el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madres e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero» (Mc).

Santa Teresa observa que «no acabamos de creer que aun en esta vida da Dios ciento por uno» (Vida 22,15). Pero así es, ciertamente. Y después la vida eterna.