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Catequesis 16-20

16. Inocencia, felicidad, pureza de corazón (30-I-80)

1. La realidad del don y del acto de donar, delineada en los primeros capítulos del Génesis, como de la creación, confirma que la irradiación del amor es parte integrante de este mismo misterio. Sólo el amor crea el bien y, en definitiva, sólo puede ser percibido en todas sus dimensiones y perfiles a través de las cosas creadas y sobre todo del hombre. Su presencia es como el resultado final de la hermenéutica del don que aquí estamos realizando. La felicidad originaria, el «principio» beatificante del hombre a quien Dios creó «varón y mujer» (Gén 1, 27), el significado esponsalicio del cuerpo en su desnudez originaria: todo esto expresa el arraigo en el amor. Este donar coherente, que se remonta hasta las raíces más profundas de la conciencia y de la subconciencia, a los últimos estratos de la existencia subjetiva de ambos, varón y mujer, y que se refleja en su recíproca «experiencia del cuerpo», da testimonio del arraigo en el amor. Los primeros versículos del la Biblia hablan tanto de ello, que disipan toda duda. Hablan no sólo de la creación del mundo, sino también de la gracia, esto es, de la comunicación de la santidad, de la irradiación del Espíritu, que produce un estado especial de «espiritualización» en ese hombre, que de hecho fue el primero. En el lenguaje bíblico, esto es, en el lenguaje de la revelación, la calificación de «primero» significa precisamente «de Dios»: «Adán, hijo de Dios» (cf. Lc 3, 38).

2. La felicidad es el arraigarse en el amor. La felicidad originaria nos habla del «principio» del hombre, que surgió del amor y ha dado comienzo al amor. Y esto sucedió de modo irrevocable, a pesar del pecado sucesivo y de la muerte. A su tiempo, Cristo será testigo de este amor irreversible del Creador y Padre, que ya se había manifestado en el misterio de la creación y en la gracia de la inocencia originaria. Y por esto también el «principio» común del varón y de la mujer, es decir, la verdad originaria de su cuerpo en la masculinidad y feminidad, hacia el que dirige nuestra atención el Génesis 2, 25, no conoce la vergüenza. Este «principio» se puede definir también como inmunidad originaria y beatificante de la vergüenza por efecto del amor.

3. Esta inmunidad nos orienta hacia el misterio de la inocencia originaria del hombre. Es un misterio de su existencia, anterior a la ciencia del bien y del mal, y como «al margen» de ésta. El hecho de que el hombre exista en este mundo, antecedentemente a la ruptura de la primera Alianza con su Creador, pertenece a la plenitud del misterio de la creación. Si, como hemos dicho antes, la creación es un don hecho al hombre, entonces su plenitud es la dimensión más profunda y determinada de la gracia, esto es, de la participación en la vida íntima de Dios, en su santidad. Esta es también en el hombre fundamento interior y fuente de su inocencia originaria. Con este concepto -y más precisamente con el de «justicia originaria»-, la teología define el estado del hombre antes del pecado original. En el presente análisis del «principio», que nos allana los caminos indispensables para la comprensión de la teología del cuerpo, debemos detenernos sobre el misterio del estado originario del hombre. En efecto, precisamente esa conciencia del cuerpo -más aún, la conciencia del significado del cuerpo-, que tratamos de iluminar a través del análisis del «principio», revela la peculiaridad de la inocencia originaria.

Lo que se manifiesta quizá mayormente en el Génesis 2, 25, es precisamente el misterio de esta inocencia, que tanto el hombre como la mujer llevan desde los orígenes, cada uno en sí mismo. Su mismo cuerpo es testigo, en cierto sentido, «ocular» de esta característica. Es significativo que la afirmación encerrada en el Génesis 2, 25 -acerca de la desnudez recíprocamente libre de vergüenza-, sea una enunciación única en su género dentro de toda la Biblia, tanto, que no se repetirá jamás. Al contrario, podemos citar muchos textos en los que la desnudez está unida a la vergüenza, o incluso, en sentido todavía más fuerte, a la «ignominia» (1). En este amplio contexto son mucho más claras las razones para descubrir en el Génesis 2, 25 una huella particular del misterio de la inocencia originaria y un factor especial de su irradiación en el sujeto humano. Esta inocencia pertenece a la dimensión de la gracia contenida en el misterio de la creación, es decir, a ese misterioso don hecho a lo más íntimo del hombre -al «corazón» humano- que permite a ambos, varón y mujer, existir desde el «principio» en la recíproca relación del don desinteresado de sí. En esto está encerrada la revelación y a la vez el descubrimiento del significado «esponsalicio» del cuerpo en su masculinidad y feminidad. Se comprende por qué hablamos, en este caso, de revelación y a la vez del descubrimiento. Desde el punto de vista de nuestro análisis, es esencial que el descubrimiento esponsalicio del cuerpo, que leemos en el testimonio del libro del Génesis, se realice a través de la inocencia originaria; más aún, este descubrimiento es quien la revela y la hace patente.

4. La inocencia originaria pertenece al misterio del humano, del que se separó después el hombre «histórico» cometiendo el pecado original. Pero esto no significa que no esté en disposición de acercarse a ese misterio mediante su ciencia teológica. El hombre «histórico» trata de comprender el misterio de la inocencia originaria cómo a través de un contraste, esto es, remontándose a la experiencia de la propia culpa y del propio estado pecaminoso (2). Trata de comprender la inocencia originaria como característica esencial para la teología del cuerpo, partiendo de la experiencia de la vergüenza; efectivamente, el mismo texto bíblico lo orienta así. La inocencia originaria es, pues, lo que , esto es, en sus mismas raíces, excluye la vergüenza del cuerpo en la relación varón-mujer, elimina su necesidad en el hombre, en su corazón, o sea, en su conciencia. Aunque la inocencia originaria hable sobre todo del don del Creador, de la gracia que ha hecho posible al hombre vivir el sentido de la donación primaria del mundo, y en particular el sentido de la donación recíproca del uno al otro a través de la masculinidad y feminidad en este mundo, sin embargo esta inocencia parece referirse ante todo al estado interior del humano, de la voluntad humana. Al menos indirectamente, en ella está incluida la revelación y el descubrimiento de toda la dimensión de la conciencia -obviamente, antes del conocimiento del bien y del mal-. En cierto sentido, se entiende como rectitud originaria.

5. En el prisma de nuestro «a posteriori histórico» tratamos de reconstruir, en cierto modo, la característica de la inocencia originaria, entendida cual contenido de la experiencia recíproca del cuerpo como experiencia de su significado esponsalicio (según el testimonio del Génesis 2, 23-25). Puesto que la felicidad y la inocencia están inscritas en el marco de la comunión de las personas, como si se tratase de dos hilos convergentes de la existencia del hombre en el mismo misterio de la creación, la conciencia beatificante del significado del cuerpo -esto es, del significado esponsalicio de la masculinidad y feminidad humanas- está condicionada por la inocencia originaria. No parece que haya impedimento alguno para entender aquí esa inocencia originaria como una particular , que conserva una fidelidad interior al don según el significado esponsalicio del cuerpo. Por consiguiente, la inocencia originaria, concebida así, se manifiesta como un testimonio tranquilo de la conciencia que (en este caso) precede a cualquier experiencia del bien y del mal; y sin embargo este testimonio sereno de la conciencia es algo mucho más beatificante. Efectivamente, se puede decir que la conciencia del significado esponsalicio del cuerpo, en su masculinidad y feminidad, se hace beatificante sólo por medio de este testimonio.

Dedicaremos a la próxima meditación a este tema, esto es, al vínculo que, en el análisis del hombre, se delinea entre su inocencia (pureza de corazón) y su felicidad.

(1) La «desnudez», en el sentido de «falta de vestido», en el antiguo Oriente Medio significaba el estado de abyección de los hombres privados de libertad: esclavos, prisioneros de guerra o condenados, los que no gozaban de la protección de la ley. La desnudez de las mujeres se consideraba deshonor (cf., por ejemplo, las amenazas de los Profetas: Oseas 1, 2, y Ezequiel 23, 26. 29).

El hombre libre, atento a su dignidad, debía vestirse suntuosamente: cuanta mayor cola tengan los vestidos, tanto más alta era la dignidad (cf., por ejemplo, el vestido de José, que inspiraba celos en sus hermanos; o de los fariseos, que alargaban sus franjas).

El segundo significado de la «desnudez» , en sentido eufemístico, se refería al acto sexual. La palabra hebrea cerwat significa un vacío espacial (por ejemplo, del paisaje), falta de vestido, expolio, pero no comportaba nada de oprobioso.

(2) «Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago... Pero entonces ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado, que mora en mí. Pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien que está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado, que habita en mí. Por consiguiente, tengo en mí esta ley: que, queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros.

¡Desdichado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7, 14-15. 17-24; cf.: «Video meliora proboque; deteriora sequor», Ovidio, Metamorph. VII, 20).

17. Donación mutua en la felicidad de la inocencia (6-II-80/10-II-80)

1. Proseguimos el examen de ese «principio», al que Jesús se remitió en su conversación con los fariseos sobre el matrimonio. Esta reflexión nos exige traspasar los umbrales de la historia del hombre y llegar hasta el estado de inocencia originaria. Para captar el significado de esta inocencia, nos basamos, de algún modo, en la experiencia del hombre «histórico», en el testimonio de su corazón, de su conciencia.

2. Siguiendo la línea del «a posteriori histórico», tratamos de reconstruir la peculiaridad de la inocencia originaria encerrada en la experiencia recíproca del cuerpo y de su significado esponsalicio, según lo que afirma el Génesis 2, 23-25. La situación aquí descrita revela la experiencia beatificante del significado del cuerpo que, en el ámbito del misterio de la creación, logra el hombre, por decirlo así, en lo complementario que hay en él de masculino y femenino. Sin embargo, en las raíces de esta experiencia debe estar la libertad interior del don, unida sobre todo a la inocencia; la voluntad humana es originariamente inocente y, de este modo, se facilita la reciprocidad e intercambio del don del cuerpo, según su masculinidad y feminidad, como don de la persona. Consiguientemente, la inocencia de que habla el Génesis 2, 25, se puede definir como inocencia de la recíproca experiencia del cuerpo. La frase: «Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello», expresa precisamente esa inocencia en la recíproca «experiencia del cuerpo», inocencia que inspiraba el interior intercambio del don de la persona que, en la relación recíproca, realiza concretamente el significado esponsalicio de la masculinidad y feminidad. Así, pues, para comprender la inocencia de la mutua experiencia del cuerpo, debemos tratar de esclarecer en qué consiste la inocencia interior en el intercambio del don de la persona. Este intercambio constituye, efectivamente, la verdadera fuente de la experiencia de la inocencia.

3. Podemos decir que la inocencia interior (esto es, la rectitud de intención) en el intercambio del don consiste en una recíproca «aceptación» del otro, tal que corresponda a la esencia misma del don: de este modo, la donación mutua crea la comunión de las personas. Por esto, se trata de «acoger» al otro ser humano y de «aceptarlo», precisamente porque en esta relación mutua de que habla el Génesis 2, 23-25, el varón y la mujer se convierten en don el uno para el otro, mediante toda la verdad y la evidencia de su propio cuerpo, en su masculinidad y feminidad. Se trata, pues, de una «aceptación» o «acogida» tal que exprese y sostenga en la desnudez recíproca el significado del don y por eso profundice la dignidad recíproca de él. Esa dignidad corresponde profundamente al hecho de que el Creador ha querido (y continuamente quiere) al hombre, varón y mujer, por sí mismo. La inocencia «del corazón» y, por consiguiente, la inocencia de la experiencia significa participación moral en el eterno y permanente acto de la voluntad de Dios.

Lo contrario de esta «acogida» o «aceptación» del otro ser humano como don sería una privación del don mismo y por esto un trastrueque e incluso una reducción del otro a «objeto para mí mismo» (objeto de concupiscencia, de «apropiación indebida», etc.). No trataremos ahora detalladamente de esta multiforme, presumible antítesis del don. Pero es necesario constatar ya aquí, en el contexto del Génesis 2, 23-25, que producir tal extorsión al otro ser humano en su don (a la mujer por parte del varón y viceversa) y reducirlo interiormente a mero «objeto para mí», debería señalar precisamente el comienzo de la vergüenza. Efectivamente, ésta corresponde a una amenaza inferida al don en su intimidad personal y testimonia el derrumbamiento interior de la inocencia en la experiencia recíproca.

4. Según el Génesis 2, 25, «el hombre y la mujer no sentían vergüenza». Esto nos permite llegar a la conclusión de que el intercambio del don, en el que participa toda su humanidad, alma y cuerpo, feminidad y masculinidad, se realiza conservando la característica interior (esto es, precisamente la inocencia) de la donación de sí y de la aceptación del otro como don. Estas dos funciones de intercambio mutuo están profundamente vinculadas en todo el proceso del «don de sí»: el donar y el aceptar el don se compenetran, de tal manera que el mismo donar se convierte en aceptar, y el aceptar se transforma en donar.

5. El Génesis 2,23-25 nos permite deducir que la mujer, la cual en el misterio de la creación fue «dada» al hombre por el Creador, es «acogida», o sea, aceptada por él como don, gracias a la inocencia originaria. El texto bíblico es totalmente claro y límpido en este punto. Al mismo tiempo, la aceptación de la mujer por parte del hombre y el mismo modo de aceptarla se convierten como en una primera donación, de suerte que la mujer donándose (desde el primer momento en que en el misterio de la creación fue «dada» al hombre por parte del Creador) «se descubre» a la vez «a sí misma», gracias al hecho de que ha sido aceptada y acogida, y gracia al modo con que ha sido recibida por el hombre. Ella se encuentra, pues, a sí misma en el propio donarse («a través de un don sincero de sí», Gaudium et spes, 24), cuando es aceptada tal como la ha querido el Creador, esto es, «por sí misma», a través de su humanidad y feminidad; cuando en esta aceptación se asegura toda la dignidad del don, mediante la ofrenda de lo que ella es en toda la verdad de su humanidad y en toda la realidad de su cuerpo y de su sexo, de su feminidad, ella llega a la profundidad íntima de su persona y a la posesión plena de sí. Añadamos que este encontrarse a sí mismos en el propio don se convierte en fuente de un nuevo don de sí, que crece en virtud de la disposición interior al intercambio del don y en la medida en que encuentra una igual e incluso más profunda aceptación y acogida, como fruto de una cada vez más intensa conciencia del don mismo.

6. Parece que el segundo relato de la creación haya asignado al hombre «desde el principio» la función de quien sobre todo recibe el don (cf. especialmente Génesis 2, 23). La mujer está confiada «desde el principio» a sus ojos, a su conciencia, a su sensibilidad, a su «corazón»; él, en cambio, debe asegurar, de cierto modo, el proceso mismo del intercambio del don, la recíproca compenetración del dar y del recibir en don, la cual, precisamente a través de su reciprocidad, crea una auténtica comunión de personas.

Si la mujer, en el misterio de la creación, es aquella que ha sido «dada» al hombre, éste, por su parte, al recibirla como don en la plena realidad de su persona y feminidad, por esto mismo la enriquece, y al mismo tiempo también él se enriquece en esta relación recíproca. El hombre se enriquece no sólo mediante ella, que le dona la propia persona y feminidad, sino también mediante la donación de sí mismo. La donación por parte del hombre, en respuesta a la de la mujer, es un enriquecimiento para él mismo; en efecto, ahí se manifiesta como la esencia específica de su masculinidad que, a través de la realidad del cuerpo y del sexo, alcanza la íntima profundidad de la «posesión de sí», gracias a la cual es capaz tanto de darse a sí mismo como de recibir el don del otro. El hombre, pues, no sólo acepta el don, sino que a la vez es acogido como don por la mujer, en la revelación de la interior esencia espiritual de su masculinidad, juntamente con toda la verdad de su cuerpo y de su sexo. Al ser aceptado así, se enriquece por esta aceptación y acogida del don de la propia masculinidad. A continuación, esta aceptación, en la que el hombre se encuentra a sí mismo a través del «don sincero de sí», se convierte para él en fuente de un nuevo y más profundo enriquecimiento de la mujer con él. El intercambio es recíproco, y en él se revelan y crecen los efectos mutuos del «don sincero» y del «encuentro de sí».

De este modo, siguiendo las huellas del «a posteriori histórico» -y sobre todo siguiendo las huellas de los corazones humanos-, podemos reproducir y casi reconstruir ese recíproco intercambio del don de la persona, que está descrito en el antiguo texto, tan rico y profundo, del libro del Génesis.

18. Vocación original al matrimonio (13-II-80/17-II-80)

1. La meditación siguiente presupone cuanto ya se sabe por los diversos análisis hechos hasta ahora. Estos brotan de la respuesta que dio Jesús a sus interlocutores (Evangelio de San Mateo, 19, 3-9 y de San Marcos, 10, 1-12), que le habían presentado una cuestión sobre el matrimonio, sobre su indisolubilidad y unidad. El Maestro les había recomendado considerar atentamente lo que era «desde el principio». Y precisamente por esto, en el ciclo de nuestras meditaciones hasta hoy, hemos intentado reproducir de algún modo la realidad de la unión, o mejor, de la comunión de personas, vivida «desde el principio» por el hombre y por la mujer. A continuación hemos tratado de penetrar en el contenido del conciso versículo 25 del Génesis 2: «Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, sin avergonzarse de ello».

Estas palabras hacen referencia al don de la inocencia originaria, revelando su carácter de manera, por así decir, sintética. La teología, basándose en esto, ha construido la imagen global de la inocencia y de la justicia originaria del hombre, antes del pecado original, aplicando el método de la objetivación, específico de la metafísica y de la antropología metafísica. En el presente análisis tratamos más bien de tomar en consideración el aspecto de la subjetividad humana; ésta, por lo demás, parece encontrarse más cercana a los textos originarios, especialmente al segundo relato de la creación, esto es, al yahvista.

2. Independientemente de una cierta diversidad de interpretación, parece bastante claro que «la experiencia del cuerpo», como podemos deducir del texto arcaico del Gén 2, 23, y más aún del Gén 2, 25, indica un grado de «espiritualización» del hombre, diverso del de que habla el mismo texto después del pecado (cf. Gén 3) y que nosotros conocemos por la experiencia del hombre «histórico». Es una medida diversa de «espiritualización», que comporta otra composición de las fuerzas interiores del hombre mismo, como otra relación cuerpo-alma, otras proporciones internas entre la sensitividad, la espiritualidad, la afectividad, es decir, otro grado de sensibilidad interior hacia los dones del Espíritu Santo. Todo esto condiciona el estado de inocencia originaria del hombre y a la vez lo determina, permitiéndonos también comprender el relato del Génesis. La teología y también él Magisterio de la Iglesia han dado una forma propia a estas verdades fundamentales (1).

3. Al emprender el análisis del «principio» según la dimensión de la teología del cuerpo, lo hacemos basándonos en las palabras de Cristo, con las que El mismo se refirió a ese «principio». Cuando dijo: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer?» (Mt 19, 4), nos mandó y nos manda siempre retornar a la profundidad del misterio de la creación. Y lo hacemos teniendo plena conciencia del don de la inocencia originaria, propia del hombre antes del pecado original. Aunque una barrera insuperable nos aparte de lo que el hombre fue entonces como varón y mujer, mediante el don de la gracia unida al misterio de la creación, y de lo que ambos fueron el uno para el otro, como don recíproco, sin embargo, intentamos comprender ese estado de inocencia originaria en conexión con el estado histórico del hombre después del pecado original: «status naturæ lapsæ simul et redemptæ».

Por medio de la categoría del «a posteriori histórico», tratamos de llegar al sentido originario del cuerpo, y de captar el vínculo existente entre él y la índole de la inocencia originaria en la «experiencia del cuerpo», como se hace notar de manera tan significativa en el relato del libro del Génesis. Llegamos a la conclusión de que es importante y esencial precisar este vínculo, no sólo en relación con la «prehistoria teológica» del hombre, donde la convivencia del varón y de la mujer estaba casi completamente penetrada por la gracia de la inocencia originaria, sino también en relación a su posibilidad de revelarnos las raíces permanentes del aspecto humano y sobre todo teológico del ethos del cuerpo.

4. El hombre entra en el mundo y casi en la trama íntima de su porvenir y de su historia, con la conciencia del significado esponsalicio del propio cuerpo, de la propia masculinidad y feminidad. La inocencia originaria dice que ese significado está condicionado «étnicamente» y además que, por su parte, constituye el porvenir del ethos humano. Esto es muy importante para la teología del cuerpo: es la razón por la que debemos construir esta teología «desde el principio», siguiendo cuidadosamente las indicaciones de las palabras de Cristo.

En el misterio de la creación, el hombre y la mujer han sido «dados» por el Creador, de modo particular, el uno al otro, y esto no sólo en la dimensión de la primera pareja humana y de la primera comunión de personas, sino en toda la perspectiva de la existencia del género humano y de la familia humana. El hecho fundamental de esta existencia del hombre en cada una de las etapas de su historia es que Dios «los creó varón y mujer»; efectivamente, siempre los crea de este modo y siempre son así. La comprensión de los significados fundamentales, encerrados en el misterio mismo de la creación, como el significado esponsalicio del cuerpo (y de los condicionamientos fundamentales de este significado) es importante e indispensable para conocer quién es el hombre y quién debe ser, y por lo tanto cómo debería plasmar la propia actividad. Es cosa esencial e importante para el porvenir del ethos humano.

5. El Génesis 2, 24 constata que los dos, varón y mujer, han sido creados para el matrimonio: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne». De este modo se abre una gran perspectiva creadora: que es precisamente la perspectiva de la existencia del hombre, que se renueva continuamente por medio de la «procreación» (se podría decir de la «autorreprodución»). Esta perspectiva está profundamente arraigada en la conciencia de la humanidad (cf. Gén 2, 23) y también en la conciencia particular del significado esponsalicio del cuerpo (cf. Gén 2, 25). El varón y la mujer, antes de convertirse en marido y esposa (en concreto hablará de ello a continuación el Gén 4, 1) surgen del misterio de la creación ante todo como hermano y hermana en la misma humanidad. La comprensión del significado esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y feminidad revela lo íntimo de su libertad, que es libertad de don. De aquí arranca esa comunión de personas, en la que ambos se encuentran y se dan recíprocamente en la plenitud de su subjetividad. Así ambos crecen como personas-sujetos, y crecen recíprocamente el uno para el otro, incluso a través de su cuerpo y a través de esa «desnudez» libre de vergüenza. En esta comunión de personas está perfectamente asegurada toda la profundidad de la soledad originaria del hombre (del primero y de todos) y, al mismo tiempo, esta soledad viene a ser penetrada y ampliada de modo maravilloso por el don del «otro». Si el hombre y la mujer dejan de ser recíprocamente don desinteresado, como lo eran el uno para el otro en el misterio de la creación, entonces se da cuenta de que «están desnudos» (cf. Gén 3). Y entonces nacerá en sus corazones la vergüenza de esa desnudez, que no habían sentido en el estado de inocencia originaria.

Volveremos todavía sobre este tema.

(1) «Si quis non confitetur primun hominem Adam, cum mandatum Dei in paradiso fuisset transgressus, statim sanctitatem et justitiam, in qua constitutus fuerat, amisisse... anathema sit» (Conc Trident., sess V, cap. 1, 2; DB 788, 789).

«Protoparentes in statu sanctitatis et justitiæ constituti fuerunt (...). Status justitiæ originalis protoparentibus collatus, erat gratuitus et vere supernaturalis (...). Protoparentes constituti sunt in statu naturæ integræ, id est, immunes a concupiscentia, ignorantia, dolore et morte... singularique felicitate gaudebant (...). Dona integritatis protoparentibus collata, erant gratuita et præternaturalia» (A. Tanquerey, Synopsis Theologiæ Dogmaticæ, Parisiis 194324, pp. 534-549).

19. Llamados a la santidad y a la gloria (20-II-80/24-II-80)

1. El libro del Génesis pone de relieve que el hombre y la mujer han sido creados para el matrimonio: «...Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24). De este modo se abre la gran perspectiva creadora de la existencia humana, que se renueva constantemente mediante la «procreación» que es «autorreproducción». Esta perspectiva está radicada en la conciencia de la humanidad y también en la comprensión particular del significado esponsalicio del cuerpo, con su masculinidad y feminidad. Varón y mujer, en el misterio de la creación, son un don recíproco. La inocencia originaria manifiesta y a la vez determina el ethos perfecto del don.

Hablamos de esto durante el encuentro precedente. A través del ethos del don se delinea en parte el problema de la «subjetividad» del hombre, que es un sujeto hecho a imagen y semejanza de Dios. En el relato de la creación (particularmente en el Gén 2, 23-25), «la mujer» ciertamente no es sólo «un objeto» para el varón, aun permaneciendo ambos el uno frente a la otra en toda la plenitud de su objetividad de criaturas, como «hueso de mis huesos y carne de mi carne», como varón y mujer ambos desnudos. Sólo la desnudez que hace «objeto» a la mujer para el hombre, o viceversa, es fuente de vergüenza. El hecho de que «no sentían vergüenza» quiere decir que la mujer no era un «objeto» para el varón, ni él para ella. La inocencia interior como «pureza de corazón», en cierto modo, hacía imposible que el uno fuese reducido de cualquier modo por el otro al nivel de mero objeto. Si «no sentían vergüenza» quiere decir que estaban unidos por la conciencia del don, tenían recíproca conciencia del significado esponsalicio de sus cuerpos, en lo que se expresa la libertad del don y se manifiesta toda la riqueza interior de la persona como sujeto. Esta recíproca compenetración del «yo» de las personas humanas, del varón y de la mujer, parece excluir subjetivamente cualquiera «reducción a objeto». En esto se revela el perfil subjetivo de ese amor, del que se puede decir, sin embargo, que «es objetivo» hasta el fondo, en cuanto que se nutre de la misma recíproca «objetividad» del don.

2. El hombre y la mujer, después del pecado original, perderán la gracia de la inocencia originaria. El descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo dejará de ser para ellos una simple realidad de la revelación y de la gracia. Sin embargo, este significado permanecerá como prenda dada al hombre por el ethos del don, inscrito en lo profundo del corazón humano, como eco lejano de la inocencia originaria. De ese significado esponsalicio se formará el amor humano en su verdad interior y en su autenticidad subjetiva. Y el hombre -aunque a través del velo de la vergüenza- se descubrirá allí continuamente a sí mismo como custodio del misterio del sujeto, esto es, de la libertad del don, capaz de defenderla de cualquier reducción a posiciones de puro objeto.

3. Sin embargo, por ahora, nos encontramos ante los umbrales de la historia terrena del hombre. El varón y la mujer no los han atravesado todavía hacia la ciencia del bien y del mal. Están inmersos en el misterio mismo de la creación, y la profundidad de este misterio escondido en su corazón es la inocencia, la gracia, el amor y la justicia: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). El hombre aparece en el mundo visible como la expresión más alta del don divino, porque lleva en sí la dimensión interior del don. Y con ella trae al mundo su particular semejanza con Dios, con la que trasciende y domina también su «visibilidad» en el mundo, su corporeidad, su masculinidad o feminidad, su desnudez. Un reflejo de esta semejanza es también la conciencia primordial del significado esponsalicio del cuerpo, penetrada por el misterio de la inocencia originaria.

4. Así, en esta dimensión, se constituye un sacramento primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Y éste es el misterio de la verdad y del amor, el misterio de la vida divina, de la que el hombre participa realmente. En la historia del hombre, es la inocencia originaria la que inicia esta participación y es también fuente de la felicidad originaria. El sacramento, como signo visible, se constituye con el hombre, en cuanto «cuerpo», mediante su «visible» masculinidad y feminidad. En efecto, el cuerpo, y sólo él, es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir a la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y ser así su signo.

5. Por lo tanto, en el hombre creado a imagen de Dios se ha revelado, en cierto sentido, la sacramentalidad misma de la creación, la sacramentalidad del mundo. Efectivamente, el hombre, mediante su corporeidad, su masculinidad y feminidad, se convierte en signo visible de la economía de la verdad y del amor, que tiene su fuente en Dios mismo y que ya fue revelada en el misterio de la creación. En este amplio telón de fondo comprendemos plenamente las palabras que constituyen el sacramento del matrimonio, presentes en el Génesis 2, 24 («Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne»). En este amplio telón de fondo, comprendemos además que las palabras del Génesis 2, 25 («Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello»), a través de toda la profundidad de su significado antropológico, expresan el hecho de que juntamente con el hombre entró la santidad en el mundo visible, creado para él. El sacramento del mundo, y el sacramento del hombre en el mundo, proviene de la fuente divina de la santidad, y simultáneamente está instituido para la santidad. La inocencia originaria, unida a la experiencia del significado «esponsalicio del cuerpo, es la misma santidad que permite al hombre expresarse profundamente con el propio cuerpo, y esto precisamente mediante el «don sincero» de sí mismo. La conciencia del don condiciona, en este caso, «el sacramento del cuerpo»: el hombre se siente, en su cuerpo, de varón o de mujer, sujeto de santidad.

6. Con esta conciencia del significado del propio cuerpo, el hombre, como varón y mujer, entra en el mundo como sujeto de verdad y de amor. Se puede decir que el Génesis 2, 23-25 relata como la primera fiesta de la humanidad en toda la plenitud originaria de la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo: y es una fiesta de la humanidad, que trae origen de las fuentes divinas de la verdad y del amor en el misterio mismo de la creación. Y aunque, muy pronto, sobre esta fiesta originaria se extienda el horizonte del pecado y de la muerte (cf. Gén 3), sin embargo, ya desde el misterio de la creación sacamos una primera esperanza: es decir, que el fruto de la economía divina de la verdad y del amor, que fue revelada desde «el principio», no es la muerte, sino la vida, y no es tanto la destrucción del cuerpo del hombre creado «a imagen de Dios», cuanto más bien la «llamada a la gloria» (cf. Rom 8, 30).

20. El «conocerse» en la convivencia matrimonial (5-III-80/9-III-80)

1. Al conjunto de nuestros análisis, dedicados al «principio» bíblico, deseamos añadir todavía un breve pasaje, tomado del capítulo IV del libro del Génesis. Sin embargo, a este fin es necesario referirse siempre a las palabras que pronunció Cristo en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19 y Mc 10) (1), en el ámbito de las cuales se desarrollan nuestras reflexiones; éstas miran al contexto de la existencia humana, según las cuales la muerte y la consiguiente destrucción del cuerpo (ateniéndose a ese: «al polvo volverás», del Gén 3, 19) se han convertido en la suerte común del hombre. Cristo se refiere al «principio», a la dimensión originaria del misterio de la creación, en cuanto que esta dimensión ya había sido rota por el mysterium iniquitatis, esto es, por el pecado y, juntamente con él, también por la muerte: mysterium mortis. El pecado y la muerte entraron en la historia del hombre, en cierto modo, a través del corazón mismo de esa unidad, que desde el «principio» estaba formada por el hombre y por la mujer, creados y llamados a convertirse en «una sola carne» (Gén 2, 24). Ya al comienzo de nuestras meditaciones hemos constatado que Cristo, al remitirse al «principio» nos lleva, en cierto modo, más allá del límite del estado pecaminoso hereditario del hombre hasta su inocencia originaria: él nos permite así encontrar la continuidad y el vínculo que existe entre estas dos situaciones, mediante las cuales se ha producido el drama de los orígenes y también la revelación del misterio del hombre al hombre histórico. Esto, por decirlo así, nos autoriza a pasar, después de los análisis que miran al estado de la inocencia originaria, al último de ellos, es decir, al análisis del «conocimiento y de la generación». Temáticamente está íntimamente unido a la bendición de la fecundidad, inserta en el primer relato de la creación del hombre como varón y mujer (cf. Gén 1, 27-28). En cambio, históricamente ya esta inserta en ese horizonte de pecado y de muerte que, como enseña el libro del Génesis (cf. Gén 3) ha gravado sobre la conciencia del significado del cuerpo humano, junto con la transgresión de La primera Alianza con el Creador.

2. En el Génesis, 4, y todavía, pues, en el ámbito del texto yahvista, leemos: «Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo: ‘He alcanzado de Yahvé un varón’. Volvió a parir, y tuvo a Abel, su hermano» (Gén 4, 1-2). Si conectamos con el «conocimiento» ese primer hecho del nacimiento de un hombre en la tierra, lo hacemos basándonos en la traducción literal del texto, según el cual la «unión» conyugal se define precisamente como «conocimiento» De hecho, la traducción citada dice así: «Adán se unió a Eva su mujer», mientras que a la letra se debería traducir: «conoció a su mujer», lo que parece corresponder más adecuadamente al término semítico jada’ (2). Se puede ver en esto un signo de pobreza de la lengua arcaica, a la que faltaban varias expresiones para definir hechos diferenciados. No obstante, es significativo que la situación, en la que marido y mujer se unen tan íntimamente entre sí que forman «una sola carne», se defina un «conocimiento». Efectivamente, de este modo, de la misma pobreza del lenguaje parece emerger una profundidad específica de significado, que se deriva precisamente de todos los significados analizados hasta ahora.

3. Evidentemente, esto es también importante en cuanto al «arquetipo de nuestro modo de considerar al hombre corpóreo, su masculinidad y su feminidad, y por lo tanto su sexo. Efectivamente, así a través del término «conocimiento» utilizado en el Gén 4, 1-2 y frecuentemente en la Biblia, la relación conyugal del hombre y de la mujer, es decir, el hecho de que, a través de la dualidad del sexo, se conviertan en una «sola carne», ha sido elevado e introducido en la dimensión específica de las personas. El Génesis 4,1-2 habla sólo del «conocimiento» de la mujer por parte del hombre, como para subrayar sobre todo la actividad de este último. Pero se puede hablar también de la reciprocidad de este «conocimiento», en el que hombre y mujer participan mediante su cuerpo y su sexo. Añadamos que una serie de sucesivos textos bíblicos, como, por lo demás, el mismo capítulo del Génesis (cf. por ejemplo, Gén 4,17; 4, 25), hablan con el mismo lenguaje. Y esto hasta en las palabras que dijo María de Nazaret en la Anunciación: «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1, 34).

4. Así, con este bíblico «conoció», que aparece por primera vez en el Génesis 4,1-2, por una parte nos encontramos frente a la directa expresión de la intención humana (porque es propia del conocimiento) y, por otra, frente a toda la realidad de la convivencia y de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en «una sola carne». Al hablar aquí de «conocimiento», aunque sea a causa de la pobreza de la lengua, la Biblia indica la esencia más profunda de la realidad de la convivencia matrimonial. Esta esencia aparece como un componente y a la vez como un resultado de esos significados, cuya huella tratamos de seguir desde el comienzo de nuestro estudio: efectivamente, forma parte de la conciencia del significado del propio cuerpo. En el Génesis 4, 1, al convertirse en «una sola carne», el hombre y la mujer experimentan de modo particular el significado del propio cuerpo. Simultáneamente se convierten así como en el único sujeto de ese acto y de esa experiencia, aun siendo, en esta unidad, dos sujetos realmente diversos. Lo que nos autoriza, en cierto sentido, a afirmar que «el marido conoce a la mujer», o también, que ambos «se conocen» recíprocamente. Se revelan, pues, el uno a la otra, con esa específica profundidad del propio «yo» humano, que se revela precisamente también mediante su sexo, su masculinidad y feminidad. Y entonces, de manera singular, la mujer «es dada» al hombre de modo cognoscitivo, y él a ella.

5. Si debemos mantener la continuidad respecto a los análisis hechos hasta ahora (particularmente respecto a los últimos, que interpretan al hombre en la dimensión del don), es necesario observar que, según el libro del Génesis, datum y donum son equivalentes.

Sin embargo, el Génesis 4, 1-2 acentúa sobre todo el datum. En el «conocimiento» conyugal, la mujer «es dada» al hombre y él a ella, porque el cuerpo y el sexo entran directamente en la estructura y en el contenido mismo de este «conocimiento». Así, pues, la realidad de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en «una sola carne», contiene en sí un descubrimiento nuevo y, en cierto sentido, definitivo del significado del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. Pero, a propósito de este descubrimiento, ¿es justo hablar sólo de «convivencia sexual»? Es necesario tener en cuenta que cada uno de ellos, hombre y mujer, no es sólo un objeto pasivo, definido por el propio cuerpo y sexo, y de este modo determinado «por la naturaleza». Al contrario, precisamente por el hecho de ser varón y mujer, cada uno de ellos es «dado» al otro como sujeto único e irrepetible, como «yo», como persona. El sexo decide no sólo la individualidad somática del hombre, sino que define al mismo tiempo su personal identidad y ser concreto. Y precisamente en esta personal identidad y ser concreto, como irrepetible «yo» femenino-masculino, el hombre es «conocido» cuando se verifican las palabras del Génesis 2, 24: «El hombre... se unirá a su mujer y los dos vendrán a ser una sola carne». El «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1-2 y todos los textos sucesivos de la Biblia, llega a las raíces más íntimas de esta identidad y ser concreto, que el hombre y la mujer deben a su sexo. Este ser concreto significa tanto la unicidad como la irrepetibilidad de la persona.

Valía la pena, pues, reflexionar en la elocuencia del texto bíblico citado y de la palabra «conoció»; a pesar de la aparente falta de precisión terminológica, ello nos permite detenernos en la profundidad y en la dimensión de un concepto, del que frecuentemente nos priva nuestro lenguaje contemporáneo, aun cuando sea muy preciso.

(1) Es necesario tener en cuenta que, en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19, 7-9: Mc 10, 4-6), Cristo toma posición respecto a la praxis de la ley mosaica acerca del llamado «libelo de repudio». Las palabras: «por la dureza de vuestro corazón», dichas por Cristo, revelan no sólo «la historia de los corazones», sino también la complejidad de la ley positiva del Antiguo Testamento, que buscaba siempre el «compromiso humano» en este campo tan delicado.

(2) «Conocer» (jada’), en el lenguaje bíblico, no significa solamente un conocimiento meramente intelectual, sino también una experiencia concreta, como, por ejemplo, la experiencia del sufrimiento (cf. Is 53, 3), del pecado (cf. Sab 3, 13), de la guerra y de la paz (cf. Jue 3, 1; Is 59, 8). De esta experiencia nace también él juicio moral: «conocimiento del bien y del mal» (Gén 2, 9-17).

El «conocimiento» entra en el campo de las relaciones interpersonales, cuando mira a la solidaridad de familia (Dt 33, 9) y especialmente las relaciones conyugales. Precisamente refiriéndose al acto conyugal, el término subraya la paternidad de personajes ilustres y el origen de su prole (cf. Gén 4, 1. 25; 4, 17; 1 Sam 1, 19), como datos válidos para la genealogía, a la que la tradición de los sacerdotes (por herencia en Israel) daba gran importancia.

Pero el «conocimiento» podía significar también todas las otras relaciones sexuales, incluso las ilícitas (cf. Núm 31, 17; Gén 19, 5; Jue 19, 22).

En la forma negativa, el verbo denota la abstención de las relaciones sexuales, especialmente si se trata de vírgenes (cf., por ejemplo, 1 Re 2, 4; Jue 11, 39). En este campo, el Nuevo Testamento utiliza dos hebraísmos, al hablar de José (cf. Mt 1, 25) y de María (cf. Lc 1, 34).

Adquiere un significado particular el aspecto de la relación existencial del «conocimiento», cuando su sujeto u objeto es Dios mismo (por ejemplo, Sal 139; Jer 31, 34; Os 2, 22 y también Jn 14, 7-9; 17, 3).