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  • Indice
  • Introducción
  • I. La Cruz gloriosa
    • 1. El Señor quiso la Cruz (137)
    • 2. Por qué Dios quiso la Cruz (138)
  • II. La Cruz en los cristianos
    • 1. La Cruz en los cristianos. 1 (139)
    • 2. La Cruz en los cristianos. y 2 (140)
  • III. La devoción a la Cruz
    • 1. La devoción cristiana a la Cruz. 1 (141)
    • 2. La devoción a la Cruz: siglos I-II (142)
    • 3. La devoción a la Cruz: siglos II-IV (143)
    • 4. La devoción a la Cruz: siglos IV-V (144)
    • 5. La devoción a la Cruz: siglos V-VI (145)
    • 6. La devoción a la Cruz: siglos VIII-XIII (146)
    • 7. La devoción a la Cruz: siglos XIII-XIV (147)
    • 8. La devoción a la Cruz: siglos XIV-XVI (148)
    • 9. La devoción a la Cruz: siglos XVI-XVIII
    • 10. La devoción a la Cruz: siglo XVII (150)
    • 11. La devoción a la Cruz: siglos XIX-XX (151)
    • 12. La devoción a la Cruz: siglo XX, 1 (152)
    • 13. La devoción a la Cruz: siglos XX, 2 (153)
    • 14. La devoción a la Cruz: siglo XX, 3 (154)
    • 15. La devoción a la Cruz: siglo XX, y 4 (155)
    • 16. La devoción a la Cruz: siglo XVI (156)
  • IV. Cristianismo con Cruz
    • 1. Cristianismo con Cruz o sin ella. 1 (157)
    • 2. Cristianismo con Cruz o sin ella. y 2 (158)

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II. La cruz en los cristianos

1. La Cruz en los cristianos. 1

–A ver cómo nos ayuda usted a llevar la cruz de cada día.

–A ver cómo le ayudamos a Cristo a llevar su cruz, llevando la nuestra, que es también suya.

Todos los errores de hoy sobre la cruz de Cristo los encontramos iguales al considerar la cruz en los cristianos. Quienes piensan que Dios no quiso la cruz de Cristo, ni la eligió en un plan eterno providente, anunciado por los profetas, ni exigió la expiación victimal de Jesucristo para la salvación del mundo, etc., incurren en los mismos errores contra la fe católica al tratar de la cruz en los cristianos. Estos errores hacen mucho daño en los fieles a la hora de aceptar la voluntad de la Providencia divina en circunstancias muy dolorosas, y paralizan en buena medida ese ministerio de consolación que es propio de todos los cristianos (2Cor 1,3-5), especialmente de los sacerdotes, párrocos, capellanes de hospitales, etc.

No me detendré a describirlos, pues mientras que la verdad es una, los errores, graves o leves, de una u otra tendencia, son innumerables. Y solo pondré un ejemplo, tomado del libro de Pere Franquesa El sufrimiento (Barcelona, 200, 699 págs.).

«Por “dolorismo” se entiende un modo de ver que celebra el dolor como si en sí mismo tuviera razón de dignidad y mérito. La inclinación a una comprensión dolorista de la Pasión de Cristo está ampliamente inscrita en las corrientes de lenguaje y de la sensibilidad cristiana. Este fenómeno es común y poco considerado. Todo sufrimiento viene rápidamente cualificado como Cruz si se considera en orden al seguimiento de Cristo sin verificar ni las razones ni las intenciones. El peligro dolorista de la devoción al Crucifijo ha tomado un desarrollo muy notable en la época moderna y se presenta sospechoso cuando no provoca risa, al compararlo con rasgos ascéticos de otras religiones. Este clima histórico se refiere a la piedad popular del siglo XIX y principios del XX y se presenta como si el dolor tuviera valor de expiación a los ojos de Dios. En el origen de este modo de sentir está una cierta comprensión de la pasión de Jesús que tiene precedentes antiguos e ilustres, pero que asume la representativa del dolorismo católico moderno en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús traspasado y coronado de espinas. En ella se propone en una versión interiorizada del sentido moderno de la Cruz…

«Doctrinalmente no se puede presentar como visión cristiana del sufrimiento lo que es una concepción desviada y morbosa… El “dolorismo”… es una desviación espiritual en la que a veces se mezcla algo de masoquismo inconsciente. El “dolorismo” llega a concebir el dolor, aceptado y provocado, como un fin digno de ser buscado por sí mismo… Al final el «dolorismo» hace del cristiano uno de los faquires que se tienden en sus lechos de clavos» (674-675).

La verdadera teología y espiritualidad del sufrimiento, a la luz de la fe católica, ilumina con la Revelación divina el gran misterio del dolor humano. No hablaré de «faquires», ni de tendencias masoquistas hacia el dolor –una vez más hallamos el terrorismo verbal en la difusión de los errores–, sino que intentaré exponer sencillamente la fe católica sobre la participación de los cristianos en la cruz de Cristo.

La vocación y misión de los cristianos es exactamente la vocación y misión de Cristo, pues somos su Cuerpo y participamos en todo de la vida de nuestra Cabeza. Si como dice el Catecismo (607), en Jesús «su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación», habrá que afirmar lo mismo de los cristianos: somos nosotros corderos en el Cordero de Dios que fue enviado para quitar el pecado del mundo. Somos en Cristo sacerdotes y víctimas, pues participamos del sacerdocio de la Nueva Alianza, en el que sacerdote y víctima se identifican. «Para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros, y él os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,21; cf. Jn 13,15). Nacemos, pues, a la vida cristiana ya predestinados a «completar en nuestra carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

¿Tiene esto algo que ver con el «dolorismo» morboso, tan «ampliamente inscrito en el lenguaje cristiano», partiendo ya del Poema del Siervo doliente de Isaías? ¿Profesando esas verdades de la fe caeremos en el gran peligro que hay en «la devoción al Crucifijo»? ¿Nos perderemos en las nieblas oscurantistas del «dolorismo católico moderno en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús traspasado y coronado de espinas» (Sta. Margarita María de Alacoque, San Claudio La Colombière, la encíclica Miserentissimus Redemptor, de Pío XI, 1928, «sobre la expiación que todos deben al Sagrado Corazón de Jesús»)?… En fin, tendremos que fiarnos de la Palabra de Dios y de su Iglesia. Y que sea lo que Dios quiera.

El Misterio Pascual une absolutamente muerte y resurrección en Cristo, y es la causa de la salvación del mundo. Ya la misma Cruz es gloria de Cristo: alzado de la tierra, atrae a todos hacia sí (Jn 12,32); de su costado abierto por la lanza mana sangre y agua, los sacramentos de la Iglesia, y así nace la nueva Eva; al morir, «entrega su espíritu» (Mt27,50), y lo entrega no solo porque «expira», sino porque comunica a la Iglesia el Espíritu Santo, el que nos hace hijos de Dios. «Entregado por nuestros pecados, fue resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25).

En esta misma clave pascual se desarrolla toda la vida cristiana: participando en la Cruz de Cristo, participamos en su Resurrección gloriosa. No hay otro modo posible. No hay escuela de espiritualidad que sea católica y que no se fundamente en este Misterio Pascual: cruz en Cristo y resurrección en Cristo. Sin tomar la cruz sobre nosotros, la misma cruz de Cristo, es decir, sin perder la propia vida, no podemos seguir al Salvador, no podemos ser cristianos (Lc 9,23-24). Sin despojarnos del hombre viejo (en virtud de la Pasión de Cristo), no podemos revestirnos del hombre nuevo (en gracia de su resurrección) (Ef 4,22-24). En cambio, alcanzamos por gracia la maravilla de esa vida nueva sobrehumana, divina, celestial, tomando la cruz y matando en ella al hombre viejo, carnal y adámico. Todas éstas son enseñanzas directas del mismo Cristo y de los Apóstoles.

–San Pablo, que no presume de ciencia alguna, sino de conocer «a Jesucristo, y a éste crucificado» (1 Cor 2,2), es el Apóstol que más desarrolla «la doctrina de la cruz de Cristo» (1,18), sabiduría de Dios, locura de Dios, escándalo para los judíos, absurdo para los gentiles, fuerza y sabiduría de los cristianos (1,20-25).

«Por muchas tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios» (Hch 14,22). Perseguidos por el mundo, «llevamos siempre en el cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro tiempo. Mientras vivimos, estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal» (2Cor 4,8-11). Por tanto, «si los sufrimientos de Cristo rebosan en nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo» (1,5). «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). Por eso concluye el Apóstol, «jamás me gloriaré en algo que no sea en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (6,14).

–San Agustín, con todos los Padres antiguos, comenzando por San Ignacio de Antioquía, también explica la vida cristiana como participación continua en la muerte y la resurrección de Cristo, nuestra Cabeza. Esto significa que las cruces nuestras son verdaderamente Cruz de Cristo, son como astillas del madero de la cruz, y participan de todo su mérito y fuerza santificante en favor de nosotros y del mundo entero.

«Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza y nosotros los miembros. Uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y cuando haya pasado el tiempo de la iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Por tanto, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo… Si te cuentas entre los miembros de Cristo, cualquier cosa que tengas que sufrir por parte de quienes no son miembros de Cristo, era algo que «faltaba a los sufrimientos de Cristo» [por su cuerpo, que es la Iglesia: Col 1,24].

«Por eso se dice que «faltaba», porque estás completando una medida, no desbordándola. Lo que sufres es solo lo que te correspondía como contribución de sufrimiento a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos.

«Cada uno de nosotros aportamos a esta especie de común república nuestra lo que debemos de acuerdo con nuestra capacidad, y en proporción a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos. No habrá liquidación definitiva de todos los padecimientos hasta que haya llegado el fin del tiempo» (Comentario Salmo 61).

–La Liturgia nos enseña diariamente que vivimos siempre de la virtualidad santificante de la cruz y de la resurrección de Jesús, el cual, «muriendo, destruyó nuestra muerte; y resucitando, restauró la vida» (Pref. I de Pascua). En Cristo y con Él tenemos por misión propia «ofrecer nuestros cuerpos como hostia viva, santa y grata a Dios» (Rm 12,1). Gran misterio. En Cristo y como Él, los cristianos somos sacerdotes y víctimas ofrecidas para la salvación de la humanidad. Y esta vocación victimal, propia de todos los cristianos, se da especialmente en sacerdotes y religiosos (un San Pío de Pietrelcina), así como también en cristianos laicos especialmente elegidos por Dios como víctimas (una Marta Robin).

–Juan Pablo II, en medio de un mundo descristianizado, que se avergüenza de la Cruz, de la cruz de Cristo y de los cristianos, que ridiculiza la genuina espiritualidad católica de la Cruz, calificándola de dolorista, que niega el valor redentor del sufrimiento, reafirma con toda la Tradición católica en su carta apostólica Salvifici doloris (11-II-1984), que «el Evangelio del sufrimiento significa… la revelación del valor salvífico del sufrimiento en la misión mesiánica de Cristo y después en la misión y vocación de la Iglesia» (25).

«En la cruz de Cristo no solo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido… El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre. Y ahora todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención… Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado al mismo tiempo el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (19).

«La cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre su sufrimiento, porque mediante la fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio de la pasión está incluido en el misterio pascual. Los testigos de la pasión de Cristo son a la vez testigos de su resurrección. Como escribe San Pablo: «para conocerle a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándome a Él en su muerte por si logro alcanzar la resurrección de los muertos» (Flp 3,10-11)

«A los ojos del Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los sufrimientos de Cristo se hacen dignos de este reino. Mediante sus sufrimientos, éstos devuelven en un cierto sentido el infinito precio de la pasión y de la muerte de Cristo, que fue el precio de nuestra redención» (21). «Quienes participan de los sufrimientos de Cristo están también llamados, mediante sus propios sufrimientos, a tomar parte en la gloria… Pues «somos coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados» (Rm 8,17)» (22).

Con el favor de Dios, seguiremos considerando a la luz de la fe católica el misterio de la Cruz en los cristianos.

(140)

2. La Cruz en los cristianos. y 2

–¿Y cómo participamos nosotros de la Cruz de Cristo?

–Lea con atención y conozca la verdad, aunque solo sea de oídas.

Toda la vida cristiana es una continua participación en la Cruz y en la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Cada instante de vida sobrenatural cristiana es pascual: está causado por el Espíritu Santo, que por la gracia nos hace participar en la muerte y en la vida del Misterio pascual de Cristo. Sin tomar la cruz, no podemos seguir a Cristo, no podemos ser cristianos. Sin participar de su Pasión, no podemos ser vivificados por su Resurrección. Merece la pena que consideremos esta realidad central de la espiritualidad cristiana en –el Bautismo, –la Eucaristía, –la Penitencia, –el bien que hacemos, –el mal que sufrimos, y también en –las penitencias voluntariamente asumidas por mortificación. Así es como participamos de la Cruz vivificante de nuestro Señor Jesucristo.

–En el Bautismo, uniéndonos sacramentalmente a la Cruz de Cristo, morimos al pecado original, y en virtud de su Resurrección, nacemos a una vida nueva. Así lo entendió la Iglesia desde el principio.

«¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos con él sepultados por el bautismo en su muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6,3-4; cf. Col 2,12-13).

–En la Eucaristía hallamos los cristianos la participación más cierta, más plena y santificante en la Cruz de Cristo. Es en la Santa Misa donde nuestras cruces personales, uniéndose a la cruz del Salvador, reciben toda su fuerza santificante y expiatoria. Es en la Eucaristía donde Cristo, por la fuerza de su Cruz, nos fortalece para que debilitemos y matemos al hombre viejo y carnal; y por la fuerza de su Resurrección, nos da nuevos impulsos de gracia que acrecientan al hombre nuevo y espiritual. Es en la Eucaristía donde, así como en el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, también nosotros nos vamos transfigurando en Cristo progresivamente. Con toda razón, pues, enseña la Iglesia que la Eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11a).

–En la Penitencia sacramental, cada vez que el pecado disminuye nuestra vida de gracia o nos la quita, de nuevo la Cruz y la Resurrección del Salvador nos hacen posible morir al pecado y renacer a la vida. Una oración del Ritual de la penitencia lo expresa así:

«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para el perdón de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz. Y yo te absuelvo +… La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna. Amén».

–En todo el bien que hacemos participamos de la cruz de Cristo, porque sin tomarla, no podríamos seguirle y vivir su vida (Lc 9,29). El cristiano toma cada día la cruz en todos los bienes que hace, y esto es así por una razón muy sencilla. En cada uno de nosotros coexisten el hombre carnal y el hombre espiritual, que tienen deseos contrarios, tendencias absolutamente inconciliables: «la tendencia de la carne es muerte, pero la del espíritu es vida y paz… Si vivís según la carne, moriréis; mas si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rm 8,4-13).

Por tanto, en cada obra buena, meritoria de vida eterna, en cada instante de vida de gracia, es la Cruz de Jesús la que nos permite morir a la inclinación de la carne, y es su Resurrección la que nos mueve eficazmente a la obra buena y santa. Cruz y Resurrección son inseparables en Cristo y en nuestra vida.Sin cruz, sin muerte, no hay acceso a la vida en Cristo; es imposible. Pero también es imposible que la participación en la cruz no cause en nosotros vida y resurrección. Podemos comprobar esta verdad grandiosa en algunos ejemplos.

–Dar una limosna requiere negar el egoísmo de la carne (Cruz), para poder afirmar el amor de la vida fraterna (Resurrección). Un matrimonio, por ejemplo, renuncia a gastar 3.000 euros en un precioso viaje de vacaciones, que ya tenía proyectado (muerte), para poder pagarle a una pariente el arreglo necesario de su dentadura, presupuestado en 3.000 euros (vida). Así es la cosa: solo de la Cruz («mi cuerpo que se entrega») brota la donación, la entrega, la limosna. Es cierto que si esa obra buena se realiza con una caridad inmensa, apenas se notará el dolor de la cruz, solo el gozo: «Dios ama al que da con alegría» (2Cor 9,7). En cambio, si el amor es pequeño, dolerá no poco la cruz de la donación. Y son precisamente los actos intensos de la virtud, los que, movidos por la gracia, dan mayor crecimiento a las virtudes. En todo caso, esté la caridad más o menos crecida, cueste más o menos esa limosna, lo que es cierto es que toda entrega, toda donación está causada (causa ejemplar y causa eficiente) por la pasión y la resurrección de Cristo.

–Perseverar en la oración es con frecuencia una penalidad muy grande para el hombre carnal (Cruz), y es vida y gracia para el hombre espiritual (Resurrección). Por tanto, sólo es posible perseverar en la oración porque Cristo murió y resucitó por nosotros. Concretando más el ejemplo: para un cristiano que solamente puede ir a Misa los días de labor si asiste a ella temprano, el acostarse pronto por la noche, privándose de conversación, lectura, TV o lo que sea (Cruz), es condición necesaria para participar en la Eucaristía diariamente (Resurrección). El tiempo es limitado, 24 horas cada día: sin quitar tiempo de un lado (negación) es imposible ponerlo en otro (afirmación).

–Decir la verdad en este mundo pecador, y también en un ambiente de Iglesia descristianizada, en el que abundan más los errores que la verdad, es imposible sin aceptar hostilidades muy penosas (Cruz); pero aceptándolas podremos iluminar a nuestros hermanos con la alegría de la verdad (Resurrección). Está muy claro que quien no ame de todo corazón la Cruz de Cristo no sería capaz de predicar el Evangelio. (Por eso el Evangelio es tan escasamente predicado).

Sin amor a la cruz es imposible discernir la voluntad de Dios. Sin amor a la cruz es imposible conocer la propia vocación; es imposible concretamente que haya vocaciones a dejarlo todo y seguir a Cristo, sirviéndole en los hermanos. Sin amor a la Cruz es imposible que una joven de hoy vista decentemente. Es imposible vivir el Evangelio de la pobreza. Es imposible librarse de las tentaciones continuas del consumismo y de la lujuria. Es inevitable que confundamos nuestra voluntad con la de Dios, aunque ésta sea muy distinta. Es la cruz el árbol que da frutos más abundantes y dulces. Es la cruz la llave que nos abre la puerta a un vida nueva en Cristo Resucitado, a una vida maravillosa, que excede con mucho a todos nuestros sueños.

Por tanto, siempre que pecamos rechazamos la Cruz de Cristo, y no dejamos que ella mortifique al hombre viejo y carnal, haciendo posible la obra buena. Siempre que pecamos despreciamos la Sangre de Cristo, hacemos estéril en nosotros su Pasión, nos avergonzamos del Crucificado, lo rechazamos. Por eso exhorta el Apóstol:

«mortificad vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia… Despojáos del hombre viejo con todas sus obras (Cruz), y vestíos del nuevo (Resurrección)» (Col 3,5-10). Así es como el Padre «nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» (1,13-14).

–En todo el mal que padecemos participamos de la Cruz de Cristo, con toda su virtualidad santificante y expiatoria… Y esto se cumple diariamente a través de las innumerables penas que sufrimos en este valle de lágrimas, penas corporales, espirituales, psicológicas, de convivencia, de trabajo, sin culpa, con culpa, pasajeras, crónicas, ocultas, espectaculares, enormes, triviales… Todas ellas han de servirnos, gracias a la Cruz de Cristo, para expiación de nuestros pecados y para crecimiento en la gracia y en el premio de la vida eterna.

Por eso es importantísimo que aceptemos todas y cada una de nuestras cruces libre, amorosa, esperanzadamente. Que en modo alguno vivamos nuestras cruces como algo malo, negativo, inútil, estéril, frustrante. Si veneramos la Cruz de Cristo, veneremos también nuestras cruces, pues son penas que la Providencia divina dispone en nuestras vidas para «completar la Pasión de Cristo» (Col 1,24) y para nuestra santificación.

En todo mal que padecemos, éstas son las verdades principales que nos ayudan a aceptar las cruces.

1. Queremos colaborar con Cristo en la salvación del mundo, completando en nuestro cuerpo lo que falta a su Pasión por su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24). Queremos «ayudarle a Cristo a llevar la cruz», aunque en realidad es Él quien nos conforta para que podamos llevar la nuestra.

2. Reconocemos en todos los sucesos de cada día, gratos o dolorosos, la voluntad de Dios, y queremos hacerla nuestra. Ya estudiamos este tema (135-136). En cada momento de nuestra vida queremos hacer la voluntad de Dios providente, y no la nuestra propia. Cuando la voluntad divina nos es penosa, no dudamos en tomar la cruz, convencidos de que «todas las cosas colaboran al bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Estamos seguros de que, como dice Santo Tomás, «todo está sometido a la Providencia, no solamente en general, sino en particular, hasta el menor detalle» (STh I, 22,2). En todo vemos la mano de Dios, y la besamos con amor.

3. Nuestras cruces son Cruz de Cristo, y por eso las aceptamos incondicionalmente. Si nosotros somos su Cuerpo, nuestras cruces son cruces suyas, y por tanto son cruces santas, santificantes y venerables. En el artículo anterior cité a San Agustín: Cristo y nosotros «estamos unidos en una sola carne y en unos mismos sufrimientos». Y cité también a Juan Pablo II: estamos llamados «a participar en ese sufrimiento [de Cristo] mediante el cual se ha llevado a cabo la redención… Todo hombre, en su sufrimiento puede hacerse partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (Salvifici doloris 19).

4. Las cruces que sufrimos tienen un inmenso valor santificante y expiatorio para nosotros y para toda la comunión de los santos, y por eso las aceptamos de toda voluntad. De tal modo los santos conocían el valor santificante de las cruces, que no las temían, sino que las deseaban y pedían, estimándolas como lo más precioso de sus vidas –sujetándose al pedirlas, por supuesto, a lo que la Providencia divina dispusiera–. He de volver en otro artículo más ampliamente sobre este tema, haciendo antología de los escritos de los santos. Pero adelanto aquí algunos textos:

Santa Teresa de Jesús (+1582): «Señor, o morir o padecer; no os pido otra cosa para mí» (Vida40,20). «Gran cosa es entender lo mucho que se gana en padecer por Dios» (34,16). Es argumento frecuente en sus cartas: «Si consideramos el camino que Su Majestad tuvo en esta vida, y todos los que sabemos que gozan de su reino, no habría cosa que más nos alegrase que el padecer» (Cta. 56, 11-V-1973). «Dios nos dé mucho en qué padecer, aunque sean pulgas y duendes y caminos» (Cta. 47, VI-1974). «Cada día entiendo más la merced que me hace el Señor en tener entendido el bien que hay en padecer» (Cta. 298, 17-IX-1980).

San Claudio La Colombière (+1682): en el cielo «nos reprocharemos a nosotros mismos el habernos quejado de lo que debería aumentar nuestra felicidad… Y si un día han de ser ésos nuestros sentimientos ¿por qué no entrar desde hoy en una disposición tan feliz? ¿Por qué no bendecir a Dios en medio de los males de esta vida, si estoy seguro de que en el cielo le daré por ellos gracias eternas?» (El abandono confiado en la Providencia divina 2).

5. Recordemos bien que nuestras culpas son siempre mucho mayores que las penas que nos oprimen, y eso nos ayudará mucho a la hora de aceptar las cruces personales. El Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). Y por otra parte, «los sufrimientos de ahora no son nada en comparación con la gloria que un día ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8,18).¿Habrá algún cristiano que niegue estas verdades?
Algunos consejos para asegurar la aceptación diaria de las cruces.

1. De ningún modo experimentemos nuestras cruces como si fueran algo puramente negativo, como si no tuvieran valor alguno, como si nada bueno pudiera salir de ellas, como si no nos las mereciésemos, quejosos ante Dios y ante los hombres: «qué asco, qué rabia, qué miserable situación». Una cosa es que sintamos dolor por nuestras penas, y otra muy distinta es que consintamos en nuestra tristeza, autorizándonos a estar tristes y alegando que tenemos causas sobradas para ello. Tengamos en esto mucho cuidado, pues «la tristeza según el mundo produce la muerte» (2Cor 7,10). En cambio, la alegría cristiana ha de ser permanente, en la prosperidad y en la adversidad: «alegráos, alegráos siempre en el Señor» (Flp 4,4).

El discípulo de Cristo ha de rechazar enérgicamente, con la gracia de Dios, los sentimientos estables de negatividad ante ciertas realidades penosas de su vida. De otro modo, más o menos consciente y culpable, estará rechazando la Cruz de Cristo: se avergüenza de ella, estima que la cruz, concretamente su cruz, es una miseria lamentable, inútil, que debe ser eliminada cuanto antes, por el medio que sea. Este error terrible y frecuentísimo hace que perdamos o disminuyamos miserablemente los méritos más preciosos de nuestra vida.

Recuerdo el caso de una religiosa de clausura que en el locutorio se me quejaba amargamente de su Priora: «como no se fía de la Providencia, nos hace trabajar mucho, lo que nos quita tiempo para la oración. Es muy influenciable, y cambia de criterio cada dos por tres, lo que altera la vida de la comunidad», etc. Detrás de todas estas numerosas quejas se entendía que había una convicción clara: «es muy difícil que con una Priora así podamos ir adelante en la vida de la perfección». Por lo visto, mientras la Providencia no les quite las cruces que la Priora ocasiona, es para ellas imposible crecer en santidad… Asombroso. Esta bendita monja, después de veinte o treinta años de vida monástica, aún no le ve a las cruces ninguna gracia. Ninguna. Está convencida de que sin esas cruces podrían santificarse mucho mejor. Qué espanto. Y habla piadosamente, como con ansias de santidad.

2. Es muy importante que localicemos en nuestra vida personal las cruces que experimentamos como «negatividades» (–), para positivizar cada una de ellas (+), integrándolas en la Cruz misma de Cristo. Después de todo el signo de la cruz es el signo «más», el signo positivo por excelencia. Hemos de revisar, pues, atentamente cuáles son nuestras penas más habituales para, reconociendo en ellas la Cruz del Señor, la que nos salva, hacerlas realmente «nuestras» por la aceptación de la voluntad de Dios providente. De otro modo, las penas que rechazamos con amargura y protesta no son nuestras propiamente, sino que las padecemos como puede padecer su dolor un perro apaleado o enfermo.

3. Hay penas «limpias» –sin culpa propia o ajena que las cause– y penas «sucias» –causadas por culpa propia o ajena–. Sin duda alguna, son las penas sucias las que más nos cuesta llevar con aceptación y paciencia. Pues bien, todas las penas, limpias o sucias, han de ser positivizadas, con la gracia de Dios, por la conformidad con la Providencia divina. Todas. Y advirtamos desde el principio que la Cruz de Cristo fue ciertamente una pena sucia, la más sucia posible, toda ella hecha de pecado: traición de Judas, abandono de los discípulos, ceguera del Sanedrín, cobardía de Pilatos… Y en ella se realizó la obra de la redención.

Ejemplos de cruces limpias.

–Sufro una enfermedad cerebral, que me ha dejado débil y desmemoriado. (–) Es realmente una miseria. Según me dicen los médicos, no hay medicina que sane mi dolencia, y probablemente, aunque poco a poco, irá a peor. Qué mala suerte, qué asco. (+) Alabado sea Jesucristo que, a mí, incapaz de mortificaciones voluntarias, me da con todo amor, en su peso y grado justos, esta cruz no pequeña. Así estoy colaborando con la obra de la Redención mía y de todos.

–Soy fea, irremediablemente fea, y nadie me busca ni aprecia, porque además esta fealdad me ha causado una timidez insuperable. (–) Qué vida tan triste me ha tocado. Pasan los años, y me veo siempre en la misma miseria. Estoy sola, completamente sola. (+) El Señor me ama inmensamente, y me ha dado una vocación de ermitaña en medio del mundo. Sin el prestigio espiritual de ser ermitaña, de hecho, «mi vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Doy gracias a Dios que me ha configurado un poquito al Siervo de Yahvé: «no hay en él hermosura que atraiga las miradas, despreciado, habituado al sufrimiento, tenido en nada» (Is 53)… De muchas tentaciones me ha librado el Señor por mi fealdad. Bendita es la belleza y bendita la fealdad: bendita es siempre la voluntad de Dios providente.

Ejemplos de cruces sucias.

–Porque mi hermana es una irresponsable, yo tengo que trabajar el doble (cruz sucia por culpa ajena). (–) Es indignante. Se lo he dicho cien veces, y cuanto más se lo digo peor se porta. Mi vida es inaguantable… (+) Bendito sea Dios que, por la pereza de mi hermana, echa sobre mí la cruz de un trabajo abrumador. Dios me asiste con su gracia, y acepto la situación exactamente igual que como la aceptaría si mi hermana estuviera gravemente enferma y no pudiera trabajar nada. Digo lo de Santa Teresa: «si queréis que esté holgando, quiero por amor holgar. Si me mandáis trabajar, morir quiero trabajando… ¿Qué mandáis hacer de mí?»

–Mis excesos en la bebida me han llevado a la cirrosis. Y ahora estoy sin trabajo y mi familia me trata como una carga inútil (cruz sucia por culpa propia). (–) No hay modo de sanarme; a lo más pueden aliviarme y prolongar un tanto mi vida, es decir, mi tormento. Es sencillamente desesperante. ¿Cómo no voy a estar amargado? (+) Gracias, Señor, que me concedes pagar por mis culpas en esta vida, y reducir así mi purgatorio. Siendo yo un pobre pecador, me concedes colaborar contigo en la obra de la Redención.

La aceptación de las cruces, positivizando sus negatividades, no impiden ni dificultan en modo alguno que se procure el remedio de sus causas –si es que tienen remedio y si es que está de Dios que sean superadas–, sino que de suyo facilitan el remedio grandemente. Si la hermana del primer ejemplo no se amarga, ni se queja, sino que mantiene toda su bondad y su paz hacia su hermana perezosa, sintiendo por ella no rabia, sino amor compasivo, hay muchas más probabilidades de que ésta finalmente se corrija y asuma sus deberes. Si el enfermo mantiene su buen ánimo, aumentan sin duda sus posibilidades de curación o de alivio. La aceptación de la cruz nunca disminuye la capacidad de remediar en lo posible los males que la causan, sino que acrecienta muchísimo la fuerza espiritual para enfrentarlos y superarlos, en cuanto ello sea posible.

«Los enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18), inspirados por el Padre de la Mentira, argumentan que el amor a la cruz solo vale para debilitar el esfuerzo que debe hacerse para superar los distintos males, la enfermedad, la injusticia social, etc. Pero eso es mentira. La cruz es infinitamente positiva. Es abnegación del egoísmo, es «entrega de la propia vida» por amor a los demás. Es paciencia y fortaleza en las situaciones más duras. Es la perseverancia en el buen empeño, aunque no se reciba por él ninguna gratificación sensible. Ésa es la cruz. Falsificaciones de la cruz puede haber muchas y distintas. Pero ésa es la verdadera cruz de Cristo en los cristianos. Por tanto, si algunos males se derivaran de la cruz, no será de su verdad, sino de su falsificación.

La cruz mantiene a los enfermos en paz y buen ánimo, aunque a veces estén con dolores y mal asistidos. La cruz guarda unidos a los esposos en una entrega mutua, incesante y generosa, que sabe perdonar. La cruz hace que los padres se dediquen abnegadamente al bien de los hijos, sin ahorrar por ellos ningún sacrificio. La cruz hace que un rico no se dedique simplemente a «pasarlo bien», sino a «pasar haciendo el bien» (Hch 10,38), entregándose a los demás con su trabajo y su fortuna. La cruz consigue que no se rompa la fraternidad en una familia a causa de una herencia, pues cada uno está mirando por el bien de los otros. La cruz hace que, cuando todos están amargados y desanimados por males sociales que parecen insuperables, haya hombres fuertes y esperanzados (Juan Bosco, Alberto Hurtado, Teresa de Calcuta y tantísimos más en la historia de la Iglesia), que con la fuerza de la caridad divina saquen adelante obras buenas humanamente inalcanzables.

Cualquier feligrés de santa vida cristiana que, ante un análisis clínico alarmante, 1) declara «que sea lo que Dios quiera», 2) cumplirá luego con buen ánimo todo lo que los médicos le indiquen para recuperar la salud. Y el cristiano ilustrado que entre lo uno 1) y lo otro 2) ve solamente una «contradicción necesaria» bien puede ser calificado de cristiano esquizofrénico, pues disocia morbosamente lo que está unido. Una vez más, los sabios y eruditos no entienden lo que comprenden perfectamente los pequeños y sencillos (Lc 10,21).

–En las mortificaciones y penitencias voluntarias participamos también de la Cruz de Cristo, colaborando con Él en nuestra salvación y en la del mundo. (Nota bene.–Llega a mis oídos el rechinar de dientes de «los enemigos de la cruz de Cristo». Oigo sus insultos tremendos. Y esto me hace seguir escribiendo con mayor entusiasmo, confirmado en la necesidad de decir la verdad católica sobre las penitencias voluntarias). Es un tema muy amplio, y me limitaré a citar algunas enseñanzas de Pablo VI en su maravillosa constitución apostólica Pœnitemini (17-II-1966).

«Durante el Concilio, la Iglesia, meditando con más profundidad en su misterio… ha subrayado especialmente que todos sus miembros están llamados a participar en la obra de Cristo y, consiguientemente, a participar en su expiación» (2). «La penitencia –exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la Revelación divina– adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas» (10).

«Cristo pasó cuarenta días y cuarenta noches en la oración y el ayuno», inaugurando así su vida pública (11). La metanoia «adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia… En la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos» (16).

«El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia, no excluye ni atenúa en modo alguno la práctica externa de esta virtud» (18). «La verdadera penitencia no puede prescindir en ninguna época de la ascesis física. Todo nuestro ser, cuerpo y alma, debe participar activamente en este acto religioso… Este ejercicio de la mortificación del cuerpo –ajeno a cualquier forma de estoicismo [o de dolorismo]– no implica una condena de la carne que el Hijo de Dios se dignó asumir. Al contrario, la mortificación mira por la «liberación» del hombre, que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia, casi encadenado por la parte sensitiva de su ser. Por medio del «ayuno corporal» el hombre adquiere vigor y «la herida producida en la dignidad de nuestra naturaleza por la intemperancia queda curada por la medicina de una saludable abstinencia» (Or. viernes I sem. de Pascua)» (19).

«En el Nuevo Testamento y en la Historia de la Iglesia –aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo– se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo» (20). En este punto hace el Papa una antología de enseñanzas de Cristo, de San Pablo y de antiguos documentos de la Iglesia.

En fin, los cristianos participamos y hacemos nuestra la gloriosa Cruz de Cristo en –el Bautismo, –la Eucaristía, –la Penitencia sacramental, –todo el bien que hacemos, –todo mal que padecemos y –en las penitencias voluntariamente procuradas.

Bendigamos a nuestro Señor Jesucristo que, enseñándonos el camino sagrado de la Cruz, nos hace posible seguirlo, ser discípulos suyos y colaborar en la obra de la Redención del mundo.