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7. Lenguaje de San Francisco Javier

–Tengo entendido que San Francisco Javier era navarro ¿no es cierto?

–San Francisco Javier era navarro. Nadie se ha atrevido a ponerlo en duda.

El lenguaje de San Francisco Javier, patrono de las Misiones católicas, es una prolongación exacta de la predicación de Cristo y de los Apóstoles. Nacido en el castillo de Javier, en Navarra (1506-1552), entra en el grupo de compañeros que San Ignacio de Loyola había formado en París (1534), y pocos años después, en la Compañía de Jesús, es destinado a misionar en las Indias y el extremo Oriente (1541). En los once años que duró su misión evangelizadora, recorrió enormes distancias –India, Ceilán, Molucas, Japón–, a través de caminos y navegaciones con frecuencia extremadamente penosos y peligrosos. Y murió en la isla de San Choan, disponiéndose a entrar en la China, cuando tenía cuarenta y seis años. Nunca estuvo en un país el tiempo necesario para aprender la lengua local, de modo que siempre hubo de predicar con intérprete.

«Quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1Cor 1,22). ¿Y cuál es «la locura de la predicación»? Pienso que, para el hombre carnal, son locura las mismas palabras de Cristo cuando envía (missio) a predicar a los misioneros: «id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará; pero el que no creyere se condenará» (Mc 16,15-16). Es tal locura esta alternativa, que hoy no pocos misioneros se glorían de no predicar el Evangelio, convencidos de que para evangelizar el mundo lo más conveniente es no predicar el Evangelio, al menos abiertamente. No pensaba así el Apóstol: «yo no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16). Y San Francisco Javier tampoco se avergonzaba del Evangelio.

La predicación de Javier tiene la lucidez y la fuerza de la palabra de Cristo. Se centra en las grandes verdades del Credo y en la explicación de las principales oraciones cristianas. Y con un valor «suicida» denuncia el pecado de los hombres y de los pueblos. Lo comprobaremos recordando algunas escenas de su breve vida misionera. Estando en el Japón, pronto conoció los grandes errores y perversiones morales que aquejaban al pueblo, especialmente a los bonzos y principales.

«A la poligamia se unía el pecado nefando, mal endémico, propagado por los bonzos, como práctica celestial, introducida desde China y compartida hasta en la alta sociedad públicamente y sin respetos… Los bonzos traían consigo sus afeminados muchachos… Los nobles principales tenían alguno o algunos pajes para lo mismo, y hasta los pajecillos se preciaban de serlo. Otros, menos afortunados, se contentaban con sus criados, particularmente con los soldados» (J. M. Recondo, S. J., San Francisco Javier, BAC, Madrid 1988, 765).

Estando Javier en Yamaguchi en 1550, se le da ocasión de predicar el Evangelio ante una numerosa y docta audiencia en la residencia del daimyo Ouchi Yoshitaka, personalmente adicto a la secta Zen. Fueron recibidos Javier, que iba pobremente vestido, y el Hermano Fernández con toda amabilidad y cortesía: «“Preguntándonos de dónde éramos, y por qué razón fuimos a Japón, nosotros le respondimos que éramos mandados a Japón a predicar la ley de Dios, por cuanto ninguno se puede salvar sin adorar a Dios y creer en Jesucristo, salvador de todas las gentes”. Oyendo esta respuesta contundente, manifestó [el daymo] su deseo de escucharles» (765). Javier mandó al Hermano Fernández que leyera ciertas partes de un cuaderno, y la predicación, que duró más de una hora, fue escuchada por todos con suma atención.

«Mientras el buen hermano predicaba [leyendo del cuaderno preparado, con su traducción al japonés], Javier estaba en pie, orando mentalmente, pidiendo por el buen efecto de la predicación y por sus oyentes». La predicación trataba primero de la Creación del mundo, realizada por un Dios único todopoderoso, y de cómo en aquella nación, el Japón, ignorando a Dios, «adoraban palos, piedras y cosas insensibles, en las cuales era adorado el demonio», el enemigo de Dios y del hombre. En segundo lugar, denunciaba «el pecado abominable», que hace a los hombres peores que las bestias. Y el tercer punto de que trataba es del gran crimen del aborto, también frecuente en aquella tierra (762; 765-766).

La predicación de Javier es sin duda una locura a los oídos de sus oyentes. Tengamos en cuenta que en aquella ciudad de Yamaguchi había un centenar de templos sintoístas y budistas, y unos cuarenta monasterios de bonzos y de bonzas. Predicar allí como lo hace Javier es, sin duda, “un escándalo, un absurdo” (1Cor 1,23). Ciertamente, a ninguno deja indiferente. Unos oyen su Evangelio con admiración, otros se ríen, mostrando quizá compasión, o más bien desprecio. Pero va llegando un momento en que la situación se hace gravemente peligrosa.

Había «mucha atención en casi todos los nobles, pero no faltaban quienes, recalcitrantes contra el aguijón, lo insultaban. Perdida la cortesía y las buenas manera proverbiales, los nobles les tuteaban; entonces Javier mandaba a Fernández que no les diera tratamiento. “Tutéales –decía– como ellos me tutean”». El Hermano temblaba, y «temió que los mandasen matar». Algún noble samurai, no contentándose con insultar, acariciaba la empuñadura de su espada. Horrorizado, confesaba el Hermano Fernández que era tal la libertad, el atrevimiento del lenguaje con que el Maestro Francisco les reprochaba sus desórdenes vergonzosos, que se decía a sí mismo: «quiere a toda costa morir por la fe de Jesucristo». De esta parresía, de esta valentía extrema, que caracteriza la predicación de Javier, hablo en seguida.

«Cada vez que, para obedecer al Padre, Juan Fernández traducía a sus nobles interlocutores lo que Javier le dictaba, se echaba a temblar esperando por respuesta el tajo de la espada que había de separar su cabeza de los hombros. Pero el P. Francisco no cesaba de replicarle: “en nada debéis mortificaros más que en vencer este miedo a la muerte; por el desprecio de la muerte nos mostramos superiores a esta gente soberbia; pierden otro tanto los bonzos a sus ojos, y por este desprecio de la vida que nos inspira nuestra doctrina podrán juzgar que es de Dios”» (765-766).

El Evangelio de Javier produjo muchas conversiones. Su predicación se hacía de muchos modos: en el rincón de una plaza, discutiendo interminablemente con los bonzos en una casa prestada, compareciendo ante los nobles en escenas como la que hemos referido. Pues bien, ya a mediados de 1551 se habían convertido y bautizado unos quinientos japoneses: y «eran sobre todo cristianos de verdad» (784), como pudo comprobarse al paso de los años y de los siglos. Los mártires japoneses de Nagasaki (1597), por ejemplo, tan admirablemente valerosos, eran hijos del mártir Javier. La predicación fuerte del Evangelio, por obra del Espíritu Santo, engendra hijos fuertes para Dios y para la Madre Iglesia en este mundo. Explico, pues, brevemente lo que es la parresía en el lenguaje de la predicación evangélica.

La sagrada Escritura emplea a veces el término parresía para designar la audaz confianza de los enviados por Dios, que dan entre los hombres valiente testimonio de las verdades divinas, con un lenguaje firme y atrevido, que no teme poner en ocasiones en peligro el prestigio personal y aun la propia vida.

Parresía es término que significa libertad de espíritu o de palabra, confianza, sinceridad, valentía. Parresiázomai quiere decir hablar con franqueza, abiertamente, sin temor, con atrevida confianza. En el griego profano estas palabras se usan primero en el campo de la política, para adquirir más tarde un sentido moral más general. En la versión que los LXX hicieron de las antiguas Escrituras son términos que se emplean raramente (12 veces el sustantivo, 6 el verbo) (cf. Hans-Christoph Hahn, Diccionario teológico del NT, Sígueme, Salamanca 19852, I, 295-297). Es en el Nuevo Testamento cuando se hace más frecuente el término parresía. Y es lógico que la frecuencia de esta palabra sea mayor cuando la revelación alcanza en Cristo su máxima luminosidad y, consiguientemente, cuando se hace máximo el enfrentamiento entre la luz divina y la tiniebla humana. Y así en el Nuevo Testamento parresía aparece 31 veces y el verbo parresiázomai se halla 9 veces.

Jesús habla a los hombres con absoluta libertad, sin temor alguno, con parresía irresistible, sin «guardar su vida». Ya lo comprobamos en un post anterior (25). Hasta sus contradictores lo reconocen: «Maestro, sabemos que eres sincero, y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin que te dé cuidado de nadie» (Mt 22,16). Él, cuando habla, cuando actúa, no trata de guardar su vida. Protege su vida, eso sí –por ejemplo, en Nazaret, cuando quieren matarle (Lc 4,30)–, hasta que llegue su hora. No ejercita, pues, una parresía imprudente. Pero es evidente que hablando y actuando, Jesús se entrega a la muerte.

La prudencia de Cristo, que es según el Espíritu divino, nada tiene que ver, pues, con la prudencia de la carne, que ante todo pretende evitar la cruz y obtener ventajas temporales. En Cristo prudencia y parresía no están en contradicción, sino que se identifican. Es prudente Jesús porque entregando su vida, la pierde en el sacrificio de la Cruz, para la gloria de Dios y el bien de los hombres.

Esa misma parresía espiritual actúa en los Apóstoles. «Los apóstoles daban con gran fortaleza el testimonio (martyrion) que se les había confiado acerca de la resurrección de Jesús» (Hch 4,33; lo hacen con parresía, Hch 4,13; 9,27; cf. 1Cor 1,23-24). Evidentemente, esa fuerza espiritual para comunicar a los hombres mundanos la locura de la predicación del Evangelio no es una fuerza humana, y es don que ha de pedirse en la oración con toda esperanza:

«Ahora, Señor, mira sus amenazas, y da a tus siervos firmeza (parresía) para hablar con toda libertad tu Palabra… Y cuando acabaron su oración, retembló el lugar en que estaban reunidos, y quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y hablaban la Palabra de Dios con osada libertad (parresía)» (Hch 4,29.31). San Pablo, por ejemplo, manda a los efesios «suplicar por todos los santos, y por mí, para que al hablar se me pongan palabras en la boca con que anunciar con franca osadía (parresía) el misterio del Evangelio, del que soy mensajero, en cadenas, a fin de que halle yo en él fuerzas para anunciarlo con libre entereza (parresía), como debo hablarlo» (Ef 6,19-20; cf. Flp 1,20; 1Tes 2,2; 1Tim 3,13; Flm 8; 1Jn 2,28; 3,21; 4,17; 5,14; Heb 3,6; 10,35).

«Confesar a Cristo ante los hombres» es vocación de todos los cristianos (Mt 10,32), pero de un modo muy especial es misión de quienes han sido consagrados y enviados por Dios para predicar el Evangelio. Sin embargo, no podrán ellos ser fieles a su ministerio si no están llenos de parresía en el Espíritu Santo. Sin amilanarse en absoluto ante los hombres y los ambientes mundanos –vecinos y familiares, prensa, radio, televisión, políticos e intelectuales de moda–, ellos han de dar vigorosamente el testimonio de Cristo, que «despojando a los principados y a las potestades [del mundo y del diablo], los expuso a la vista del mundo con osada gallardía (parresía), triunfando de ellos por la Cruz» (Col 2,15).

Obviamente, la parresía recibe toda su fuerza de la Cruz de Jesús. Se posee en el Espíritu esa fuerza espiritual en la medida en que se toma la Cruz. Puede el enviado ser «testigo-mártir de la verdad» en la medida en que da su vida por «perdida» (Mt 16,24-25); es decir, si ya lo dejó todo, y nada tiene propio que «guardar», ni nombre y honor, ni autoridad y promoción social, ni prestigio ni otro valor temporal alguno. El cristiano, y concretamente el misionero evangelizador, tiene la audacia «suicida» de la parresía en la medida en que su vida está centrada en el Misterio pascual, en la Eucaristía, donde Cristo «entrega su vida» para la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Solo entonces está en condiciones de «dar al mundo el testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Así lo hizo San Francisco de Javier (que, por cierto, era así como firmaba: de Javier).

¡Qué lejos estamos hoy muchas veces de la locura de la predicación de Cristo, de Pablo, de Javier! ¡Cuántas veces nos avergonzamos del Evangelio! Mientras tanto el Evangelio retrocede en el mundo y también en no pocas Iglesias locales, por la apostasía que no cesa. Reforma o apostasía.