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2. Salvación o condenación –y 2

–Pues si no se predica el Evangelio cuando se silencia sistemáticamente el tema salvación o condenación, eso significa que hoy el Evangelio apenas se predica.

–Efectivamente, apenas se predica en nuestras parroquias, catequesis y misiones. Bueno, ya se entiende que estas afirmaciones requieren muchos matices: en ciertas Iglesia locales, etc. Digamos que se predica, pero muy deficientemente, con muy poca fuerza para suscitar en los hombres de hoy la fe y para motivarles a conversión.

Los pecadores, la descendencia de Adán, están en un error mortal: piensan que pueden hacer de su vida lo que les dé la gana, sin que pase nada, es decir, sin sufrir castigos en ésta y en la otra vida. Con una ceguera espiritual insolente, llena de soberbia, creen los pecadores que, impunemente, pueden gobernarse por sí mismos, sin sujeción alguna al Señor Creador. Piensan que ellos mismos son dioses, capaces de decidir qué es bueno o malo (Gén 3,5), y que por tanto pueden renunciar al pensamiento racional, autorizándose al absurdo y abandonándose a las pensaciones. Estiman que pueden legalizar el aborto, los matrimonios homosexuales y lo que les venga en gana. Creen igualmente que pueden autorizarse a vivir en el lujo, matando a otros hombres que, sin su ayuda, mueren de hambre y enfermedad. Piensan que en esta vida es perfectamente lícito no dedicarse a «hacer el bien», sino a «pasarlo bien». No temen, en fin, que su conducta les acarree penalidades tremendas en este mundo y eternas en el otro.

Ignoran que la maldad del hombre pecador es diabólica, en su origen y en su persistencia: es una cautividad del Maligno. Y no saben que «la maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22). Por eso, porque el Padre de la Mentira les mantiene engañados, por eso siguen pecando. Tranquilamente.

«Vosotros –les dice Cristo– sois de vuestro Padre, el diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro Padre. Éste es homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y Padre de la Mentira. Pero a mí, porque os digo la verdad, no me creéis» (Jn 8,44).

Estos pobres pecadores, sujetos al Padre de la Mentira, piensan que, una de dos, o no hay otra vida tras la muerte, o si la hay, ha de ser necesariamente feliz y no desgraciada. Pero en todo caso, lo que les resulta inadmisible es que, finalmente, hayan de responder de la bondad o maldad de sus propias obras. Lo que se niegan a creer es que sus obras del tiempo presente –tan pequeñas, condicionadas, efímeras, aunque sean innumerables– puedan tener una repercusión eterna de premio o de castigo. Nadie sabe nada cierto –ni filósofías ni religiones– sobre lo que pueda haber después de la muerte. En el caso de que haya una pervivencia, los pecadores no tienen especiales dificultades para creer en un cielo posible. Pero en lo que no quieren creer en absoluto es en el infierno, pues ello les obligaría a cambiar totalmente su vida: su modo de pensar y su modo de obrar.

Jesucristo salva a los hombres diciéndoles la verdad por el Evangelio. Si procedente del Diablo, es la mentira la que introduce a todos los hombres pecadores por la «puerta ancha y el camino espacioso», que lleva a una perdición temporal y eterna (Mt 7,13), será Jesucristo, la Verdad, el único Camino que puede llevarles a la vida verdadera y a la salvación eterna. Por eso, compadecido Dios de la suerte temporal y eterna de la humanidad, envía con todo amor a su Hijo: «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). Él ha venido al mundo «para dar testimonio de la verdad» (18,37), sabiendo que solo ella puede hacernos libres (8,32), libres del Diablo, del mundo y de nosotros mismos.

Predica Jesús una verdad que para los hombres será vida, y para Él muerte. Es, pues, el amor a los hombres lo que mueve a Cristo a decirles que no sigan pecando, que por ese camino van derechamente a su perdición temporal y eterna. Él ha venido a buscar a los pecadores, y para salvarlos de los terribles males que les aplastan y les amenazan después en la vida eterna, les habla «con frecuencia» del infierno, como dice el Catecismo de la Iglesia (n.1034), y como ya lo comprobamos aquí nosotros en el número anterior, recordando más de cincuenta citas del Evangelio.

Cristo revela a los pecadores con palabra fuerte y clara 1.- que hay después de la muerte una existencia eterna; 2.- que los actos humanos, conscientes y libres, realizados en la vida presente, tienen una repercusión eterna de salvación o de condenación, de felicidad o de desgracia. Y sabe Jesús que este Evangelio va a ocasionar su muerte.

Cristo es rechazado hoy, como hace veinte siglos, porque amenaza con el infierno a los pecadores, llamándoles a conversión. Si Cristo hubiera desdramatizado la oferta de su Evangelio, si hubiera dado a éste una orientación solamente «positiva» –exhortando al amor de Dios y de los hombres, a la justicia, a la solidaridad y a la paz, a la vida digna y noble–, en fin, si hubiera silenciado cautelosamente toda alusión trágica a las consecuencias infinitamente graves que necesariamente vendrán del rechazo de la Verdad, los hombres le habrían recibido, o al menos lo hubieran dejado a un lado, pero no se hubieran obstinado en matarlo, como lo hicieron entonces y lo siguen haciendo ahora.

El rechazo de Cristo Salvador es antes que nada un rechazo insolente de la mera posibilidad del infierno. El hombre pecador quiere mantenerse firme e inquebrantable en su convicción fundamental de que puede hacer de su vida lo que le dé la gana, sin tener que responder ante Nadie. Y sin que por eso pase nada. Al menos nada catastrófico. En otras palabras, rechaza a Cristo, afirmando que no necesita ser salvado de nada.

A Cristo lo matan por avisar del peligro del infierno con tanta insistencia. No entienden los hombres, es decir, los pecadores, que, precisamente por eso, hay que ver siempre el Evangelio de Cristo como una «epifanía del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), lo mismo cuando les declara el amor inmenso que les tiene Dios misericordioso, como cuando les manda amar a Dios con todas las fuerzas del alma, o cuando les ordena temer «a quien tiene poder para destruir alma y cuerpo en la gehena» (Mt 10,28).

Ésta es la explicación principal de que hoy en tantas partes la predicación del infierno sea sistemáticamente silenciada. El horror a la Cruz. De ahí se derivan la infidelidad de tantos cristianos, que han perdido el temor de Dios, la ausencia de vocaciones y la no-conversión de los pecadores, que persisten tranquilamente en sus pecados.

La predicación de los Apóstoles es la misma de Jesús. Ellos también, dando testimonio pleno de la verdad, vivificaron a los hombres y ocasionaron su propia muerte. Según esta visión, San Pablo distingue entre aquellos que «están en vías de perdición» y aquellos que, gracias a la cruz de Cristo, «están en vías de salvación» (1Cor 1,18). En su enseñanza, como en la del Maestro, siempre está como un trasfondo el tema de la salvación o la condenación:

«Vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo el espíritu de este mundo [mundo], bajo el príncipe de las potestades aéreas, bajo el espíritu que actúa en los hijos rebeldes [demonio]; entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo, y seguimos los deseos de nuestra carne, cumpliendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por nuestra conducta hijos de ira, como los demás [carne]. Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos, por nuestros delitos, nos dió vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados» (Éf 2,1-5).

La existencia del infierno ha sido afirmada por el Magisterio apostólico en repetidas ocasiones, también recientemente en el concilio Vaticano II (LG 48d). Y el Catecismo de la Iglesia Católica, concretamente, recogiendo las enseñanzas bíblicas y magisteriales, dice así:

«Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”» (n.1033). «Jesús habla con frecuencia de la “gehenna” y del “fuego que nunca se apaga” (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48), reservado a los que hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10,28). Jesús anuncia en términos graves que “enviará a sus ángeles, que recogerán a todos los autores de iniquidad… y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13,41-42), y que pronunciará la condenación: “¡alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!”» (Mt 25,41) (n.1034).

¿Un infierno vacío? La hipótesis de un teólogo famoso –que felizmente no fue creado Cardenal–, según la cual el infierno sería una mera posibilidad, por la misericordia de Dios nunca cumplida, es inconciliable con la fe católica. Es cierto que la Iglesia nunca podrá declarar que determinados hombres están en el infierno, como declara infaliblemente, en las canonizaciones, que otros están en el cielo. Y es también cierto que la voluntad salvífica universal de Dios puede salvar a muchos hombres, aparentemente perdidos, «por los caminos que Él sabe» (Vaticano II, AG 7; cf. Dominus Iesus 20-22). Pero también sabe la Iglesia que algunos hombres se condenarán, porque Cristo lo anuncia en el Evangelio. Tanto en Oriente como en Occidente, de forma unánime durante veinte siglos, las palabras de Cristo se han entendido siempre como profecías de lo que realmente sucederá.

Es importante saber en esto –escribe el P. Cándido Pozo, S. J.– que, en el concilio Vaticano II, «con motivo de la petición de un Padre que deseaba una declaración de que hay condenados de hecho (para que el infierno no permaneciera con un sentido de mera hipótesis), la Comisión teológica insistiera en la forma gramatical futura (y no condicional) que poseen los textos evangélicos que se aducen en el número 48 [de la constitución Gaudium et spes] al hablar del infierno [saldrán, irán]. Esta respuesta de la Comisión teológica excluye una interpretación meramente hipotética del infierno» (En Teología del más allá, BAC 282, 19812, 555; cf. 455, el autor afirma que esa respuesta es «una interpretación oficial» de la doctrina conciliar; cf. J. A. Sayés, Más allá de la muerte, San Pablo, Madrid 1996,157).

Reforma o apostasía. No nos engañemos. Sin avisar claramente de la posibilidad de una salvación o de una condenación eternas, es absolutamente imposible evangelizar a los hombres, que seguirán pecando sin temor a nada. Si se les da un Evangelio despojado de su intrínseca dimensión soteriológica, se les predica un Evangelio falsificado, sin poder de salvación. No se les da la verdad, la única que puede salvarlos de la cautividad del Padre de la Mentira (Jn 8,45). La Iglesia dejaría de ser «sacramento universal de salvación» para transformarse en una gran Obra universal de beneficencia.

Pensando, pues, en la evangelización del mundo de la misiones, pensando en la reevangelización del Occidente descristianizado, recordemos el amor heroico de Cristo hacia los hombres, que no temió entregar por ellos su vida en la cruz, con tal de darles la Verdad, la única que, con Su gracia, puede hacerles libres del pecado, del mundo y del demonio.