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4. Olegario González de Cardedal –I. Cristología

–¿Y ahora contra quién se va a meter?

–Por favor, modere un poco más sus expresiones, porque de lo contrario, con perdón, voy a tener que eliminarlo. Eliminarlo del blog, se entiende. Y me daría pena.

Hay en la Iglesia una disidencia moderada –en realidad no tan moderada, según veremos–, que por su aparente respetabilidad, puede a veces ser más peligrosa que la disidencia abierta, la de un González Faus, Torres-Queiruga, Castillo, Tamayo, Forcano, Marciano Vidal, Sobrino y otros, por citar solo autores españoles; algunos de los cuales, incluso, han sido objeto en la Iglesia de reprobaciones públicas. Comienzo, pues, mi análisis crítico sobre algunas obras no reprobadas que, sin embargo, exponen ciertas cuestiones con una teología que algunos estimamos dudosa o errónea.

La colección Sapientia fidei fue promovida por la Conferencia Episcopal Española como un conjunto de manuales de teología. Esta colección, publicada por la editorial Biblioteca de Autores Cristianos, de Madrid, una de las principales editoriales católicas de lengua hispana, incluye obras de buena calidad, pero también algunas que, en su momento, fueron censuradas públicamente por algunos autores, muy pocos.

La Cristología de Olegario González de Cardedal es uno de los manuales que estimo inadmisible. Este profesor de teología, nacido en un pueblo de Ávila (1934-), «no necesita presentación». Docente muchos años en la Universidad Pontificia de Salamanca, miembro de la Comisión Teológica Internacional (1969-1974, 1974-1980), miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, director de la Escuela de Teología de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, etc., es sobradamente conocido. A él se encomendó elaborar el manual de Cristología de la colección Sapientia fidei (BAC, manuales, nº 24, Madrid 2001, 601 pgs.).

Antes había escrito Jesús de Nazaret (BAC 1975), y después publicó Fundamentos de cristología, 2 grandes volúmenes (2005, I: El camino, 832 pgs.; y 2006, II: Meta y misterio, 1104 pgs.). Yo analizo aquí únicamente el manual de teología que, con el aval –más teórico, por supuesto, que real– del Episcopado español, fue difundido por una mitad de la Iglesia Católica, la de habla hispana.

La Cristología citada es un manual muy amplio –seiscientas páginas–, lleno de erudición, y con no pocos desarrollos valiosos. Hay, sin embargo, en su libro tesis muy dudosas, e incluso otras que algunos estimamos erróneas. Pero conviene advertir antes de nada que el lenguaje de este profesor, a veces más literario que filosófico y teológico, resulta con frecuencia impreciso. No siempre es fácil saber qué es lo que dice; y resulta aún más difícil adivinar qué es lo que quiere decir.

La unión hipostática de la naturaleza divina y la humana en Cristo no queda clara. González de Cardedal expone unas veces esta cuestión en sentido católico indudable; pero otras, siguiendo a Rahner, considera en términos muy ambiguos que «la cristología es la antropología consumada». En el Jesús de Nazaret (1975) que he citado la divinidad de Cristo sería «la forma concreta en que existe un hombre cuando es distendido hasta el borde máximo permisible a su finitud» (316). En la Cristología (2001) que ahora comento dice que «la naturaleza humana tiene capacidad receptiva obediencial para dar ese salto al límite y recibir ese salto del límite» (456). Unas páginas antes, este doctor, después de recordar ocho modos de entender qué es la persona, se pregunta «cómo Cristo es persona», y nos advierte en primer lugar que «para comprender la respuesta tenemos que excluir varios malentendidos previos» (449).

–«Malentendido por exclusión. Se afirma que Cristo es persona divina por sustracción de la real humanidad que nos caracteriza a todos los demás humanos […] Al pensar que Cristo no es una persona humana, está diciendo que le falta lo esencial, lo que de verdad constituye al hombre en cuanto tal. Queda, en consecuencia, [Cristo] equiparado a un fantasma, ángel o mediador perteneciente a otro mundo»… (449).

Según esto, parece que González de Cardedal estima que hay en Cristo una persona humana, grave error muchas veces condenado desde antiguo por la Iglesia. No parece, pues, aceptable esa tesis. Si así fuera, habría que deducir que la Virgen María es madre de la persona humana de Cristo, pero no propiamente Madre de Dios. Y por supuesto, que es solamente la persona humana de Cristo la que muere por nosotros en la cruz, quedando así su sacrificio de expiación completamente devaluado.

«La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella, San Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” [Denzinger 250]. La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno» (Catecismo n. 466).

Esta fe católica, así expresada en Éfeso, en Calcedonia, en toda la tradición católica posterior, no lleva a creer en una humanidad de Cristo fantasmagórica o ultramundana, sino que afirma con toda claridad que el Verbo divino posee ontológica e íntegramente la naturaleza humana que ha asumido. Pero vengamos al otro malentendido posible señalado por este profesor:

–«Malentendido por excepción. Se parte del hecho de que Cristo es la gran excepción, el gran milagro o enigma de lo humano, [y] que por tanto habría que pensarlo con otras categorías al margen de como pensamos la relación de Dios con cada hombre y la relación del hombre con Dios» (450).

Con textos como éste, no podrá ofenderse González de Cardedal si alguno entiende su cristología en clave adopcionista. La fe católica sobre la relación de Jesús con Dios, evidentemente, hay que pensarla con «categorías distintas de las que nos valen para afirmar la relación de Dios con cada hombre y la relación de cada hombre con Dios». De otro modo, parece imposible llegar a la verdad católica de la unión hipostática, sino sólo a una unión de gracia que, por muy única y perfecta que sea, no es conciliable con la fe de la Iglesia.

La conciencia divina del hombre Cristo tampoco queda nada clara. Cuando Jesús pregunta en el Evangelio a sus discípulos: «¿quién creéis vosotros que soy yo?», sitúa el misterio de su identidad personal en un plano ontológico, referido al ser, y no lo limita a un nivel meramente relacional: «¿cómo creéis vosotros que es mi relación con Dios?». González de Cardedal, por el contrario, hace prevalecer la perspectiva relacional en sus reflexiones cristológicas –muy largas, complejas y matizadas– acerca de la conciencia filial de Jesús.

Pero tampoco en este tema, tan delicado e importante, es fácil captar con seguridad la posición de este doctor. Parece, en todo caso, estimar que es la comunidad cristiana post-pascual la que asigna a Cristo el título de «Hijo», partiendo del uso que el mismo Jesús hizo del término Abba, Padre: «Para expresar el valor de Jesús y la relación que tiene con Dios […] los discípulos pensaron en la categoría de Hijo» (372; cf. 373-374; 402-403).

Por el contrario, son numerosos los datos evangélicos según los cuales Cristo tuvo clara conciencia de su condición de Hijo único del Padre, como aparece en varios lugares de San Juan y también de los sinópticos (Mt 11,25-26; Mc 12,1-12; 13,32; Lc 2,49), y como siempre lo ha entendido la Tradición católica. Es imposible imaginar que Cristo, el hombre más perfecto de la historia humana, no sabía quién era, o que se fue enterando poco a poco. Por otra parte, si el mismo Jesucristo no hubiera conocido y enseñado a sus discípulos la eternidad y unicidad de su filiación divina, jamás la comunidad cristiana primera, procedente del monoteísmo judaico, hubiera podido pensar en un Hijo divino unido al Padre celeste, pero personalmente «distinto» de él.

Es necesario reconocer que los errores que el profesor González de Cardedal parece exponer sobre «La unión hipostática» y «La conciencia divina del hombre Cristo» pueden verse neutralizados por otros textos suyos del mismo libro, en los que afirma lo que enseña la fe católica. Sin embargo, la ambigüedad de los textos aludidos y de otros semejantes, en materia tan grave, es de suyo inadmisible, y más en un manual de teología católica. Y, por otra parte, son ambigüedades especialmente reprobables en los tiempos actuales de Iglesia, cuando precisamente la tentación arriana, nestoriana, adopcionista, es la que en temas cristológicos ofrece sin duda el mayor peligro.

La muerte de Cristo tampoco parece ser entendida al modo católico por el doctor González de Cardedal. Él afirma, al parecer, que la pasión de Cristo no es el cumplimiento de un plan divino, anunciado por los profetas y por Él mismo. De la pasión de Jesús él dice así:

«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los hombres, ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la quisiera por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico, que tiene que ser entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y personas en medio de las que él vivió… […] Menos todavía fue […] considerada desde el principio como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo […] Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino»… (94-95).

Y añade: «En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana […] El proyecto de Dios está condicionado y modelado por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna mente religiosa» (517; cf. ss).

La Escritura, en cambio, dice con gran frecuencia lo contrario de lo que afirma el Dr. Olegario en estas exposiciones. Afirma claramente que judíos y romanos, causando la pasión de Cristo, realizan «el plan» que la autoridad de Dios «había de antemano determinado» (Hch 4,27-28); de modo que judíos y romanos, «al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27). En efecto, «era necesario que el Mesías padeciera» y diera así cumplimiento a lo anunciado por Moisés y todos los profetas (Lc 24,26-27).

Un cierto terrorismo verbal pseudo-teológico está hoy atacando el lenguaje bíblico y tradicional de la fe católica, especialmente en temas soteriológicos. En esa misma clave verbal que he recordado en la Escritura (cf. Mt 26,39; Jn 4,34; 12,27; 14,31; 18,11; Flp 2,6-8; Heb 5,7-9), el lenguaje de los Padres, de los Concilios y de las diversas Liturgias, hasta el día de hoy, es unánime en la Iglesia: «quiso Dios que su Hijo muriese en la cruz», para así declararnos Su amor en forma suprema, para expiar en forma sacrificial y dolorosa por el pecado del mundo, y para otros fines que recordaremos. Renunciar a este lenguaje de la fe, y estimarlo como inducente a error, es algo inadmisible en la teología católica, porque es contradecir el lenguaje de la Revelación y de la Tradición. ¿Qué teología es aquella que contradice lo que la Revelación y la Tradición dicen tantas veces?

Claro está que no quiso Dios la muerte de Cristo «por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado». Eso es obvio, y nunca en la Iglesia ha dicho nadie cosa semejante. ¿Cómo va a establecer la Voluntad divina providente plan alguno en la historia de la salvación ignorando el juego histórico pecaminoso de las libertades humanas? Nadie ha entendido en la Iglesia que en el plan de la Providencia divina se «asigna la muerte de Cristo a un Dios violento y masoquista» (517). No cabe ni siquiera sugerirlo.

Continuaré, con el favor de Dios.