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4. Vida espiritual. 2

–Si es que ya casi no me atrevo a hablar…

–Va usted bien: «el temor de Dios es el principio de la sabiduría». Y de paso me deja más tranquilo.

Para alcanzar un discernimiento espiritual verdadero es necesario que haya 1.–Humildad, y 2.–Abnegación de la voluntad propia. Pero hay también otras condiciones necesarias y otros signos fidedignos:

3.–La paz. La misericordia entrañable de nuestro Dios guía siempre nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1,78-79). Y así es porque nuestro «Dios no es un Dios de confusión, sino de paz» (1 Cor 14,38). Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). Por eso todo lo que se hace en Cristo y con Cristo, bajo el impulso de su gracia, se hace con paz . Se hace con gozo o con dolor, pero siempre con paz. Por el contrario, cuando el cristiano, obrando desde sí mismo, aunque sea con la mejor intención, hace más o menos o algo distinto de lo que Dios quiere hacer con él, no está obrando con Cristo, no le deja obrar al Espíritu Santo, y necesariamente ve su paz disminuida o perdida. Por eso, la espiritualidad cristiana siempre ha considerado la paz como uno de los criterios principales para el discernimiento.

Así lo entiende Santa Teresa: «Suave es Su yugo, y es gran negocio no traer el alma arrastrada, sino llevarla con Su suavidad para su mayor aprovechamiento» (Vida 11,17). Y San Juan de la Cruz: «no es voluntad de Dios que el alma se turbe de nada ni padezca trabajos» (Dichos 56). Entiende aquí por trabajos aquellos esfuerzos que hace la voluntad del hombre sin la asistencia de la gracia de Dios. La paz está, pues, en esa pura sinergía de gracia y libertad. Pero analicemos un poco más este delicado punto.

4.–La conciencia. Para explicar bien este tema tan importante, recordaré primero una distinción ya clásica sobre la gracia. Continuamente está el cristiano bajo la acción de Cristo, su santa cabeza. Pero así como «muchos bienes hace Dios en el hombre que no hace el hombre [gracia operante], en cambio, ningún bien hace el hombre que no conceda Dios que lo haga el hombre [gracia cooperante]» (Orange II, 529, c. 20: Denz 390).

Pues bien, cuando la gracia cooperante de Dios mueve la persona a una buena obra, la inclina obrando de modos diferentes en su entendimiento, voluntad y sentimiento: –ilumina su entendimiento a veces muy claramente, y en otras ocasiones no, aunque siempre con claridad bastante como para que conozcala persona el bien que Dios quiere concederle obrar; –mueve siempre su voluntad con interior impulso, y éste es el dato decisivo al que la conciencia debe atenerse; –y en fin, no siempre estimula la inclinación de su sentimiento; a veces sí, pero a veces no.

Según esto, cuando el testimonio de la conciencia nos dice que la gracia divina impulsa nuestra voluntad a una buena obra, debemos hacerla sin ninguna duda, la entienda nuestro entendimiento en modo claro u oscuro, y sienta en ella gozo o dolor nuestro sentimiento; da lo mismo. Por el contrario, cuando, antes de intentar una obra, o aleccionados por la experiencia de su ejercicio, el testimonio de la conciencia nos dice que la gracia no asiste nuestra voluntad para realizarla, debemos cesarla o no intentarla, vea nuestro entendimiento lo que vea, y sienta nuestro sentimiento en ello dolor o gozo; da igual. Santa Teresa, siempre armoniosa al unir gracia y libertad, nos ilustra estos principios con algunos testimonios suyos biográficos, que yo elijo entre los referidos a la oración.

–Cuando hay conciencia de que la gracia nos mueve a una obra buena, ha de hacerse aunque el sentimiento sufra una agonía. «Muy muchas veces, algunos años, tenía [en la oración] más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar, y escuchar cuando daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración. Y es cierto que era tan incomportable la fuerza que el demonio me hacía, o mi ruin costumbre, que no fuese a la oración, y la tristeza que me daba entrando en el oratorio, que era menester ayudarme de todo mi ánimo (que dicen no le tengo pequeño) para forzarme, y en fin me ayudaba el Señor. Y después que me había hecho esta fuerza, me hallaba con más quietud y regalo que algunas veces que tenía deseo de rezar» (Vida 8,7). Algunos llaman vencimientos a estas cooperaciones muy dolorosas de la volunta libre con la gracia. Otro ejemplo semejante lo hallamos cuando Santa Teresa se fue al monasterio: «no creo será más el sentimiento cuando me muera» (4,1-2). Dios iluminaba su entendimiento para que supiera que ésa era la voluntad divina, y movía a ello su voluntad; pero dejaba el sentimiento en una desolación absoluta.

–Por el contrario, no debe hacerse una obra buena, cuando la conciencia nos dice que la gracia no asiste nuestra voluntad para hacerla, pues eso indica que no es voluntad de Dios. Supongamos que «el maestro que enseña [oración] aprieta en que sea sin lectura; si sin esta ayuda le hacen estar mucho rato en la oración, será imposible durar mucho en ella, y le hará daño a la salud si porfía, porque es muy penosa cosa. [Yo] si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro, y los pensamientos perdidos, con esto los comenzaba a recoger, y como por halago llevaba el alma. Y muchas veces en abriendo el libro, no era menester más; otras leía poco, otras mucho, conforme a la gracia que el Señor me hacía» (Vida 4,9). Y en ocasiones, ni con libro ni sin libro. Entonces, «no digo que no se procure [tener oración] y estén con cuidado delante de Dios, mas que si no pudieran tener ni un buen pensamiento, que no se maten. Siervos sin provecho somos, ¿qué pensamos poder?» (22,11). Sólo por enseñanzas como éstas –que no en cualquier santo hallamos tan claras– merece ser Doctora de la Iglesia.

5.–Discreción. Haya en todo discreción. Cuando la intención de hacer algo procede de Dios, «trae consigo la luz, y la discreción y la medida. Este es punto importante para muchas cosas, así para acortar el tiempo de la oración –por gustosa que sea– cuando se ven acabar las fuerzas corporales o hacer daño a la cabeza. En todo es muy necesario discreción» (Camino Perf. 19,13).

Cierta impotencia para orar, p. ej., al menos en buenos cristianos, «muy muchas veces viene [sólamente] de indisposición corporal. Entiendan que son enfermos; múdese la hora de la oración, pasen como pudieren este destierro. Con discreción, porque alguna vez el demonio lo hará; y así está bien que, ni siempre se deje la oración cuando hay gran distraimiento y turbación, ni siempre atormentar el alma a lo que no puede. Otras cosas hay exteriores, de obras de caridad y de lectura, aunque a veces no estará ni para esto. Nadie se apriete ni aflija. Ya se ve que si el pozo no mana, nosotros no podemos poner el agua. Verdad es que no hemos de estar descuidados, para que cuando la haya, sacarla» (Vida 11,16-18).

6.–Cantidad de acción. El discernimiento espiritual nunca ha de realizarse en clave meramente cuantitativa. Error muy propio del voluntarismo. Por ejemplo, «como la oración es tan buena, cuanto más tiempo se le dedique, mejor». El criterio cuantitativo, al ser en cierto modo automático, elimina el discernimiento, es siempre indiscreto. Si queremos movernos bajo la moción de Dios, en todo es precisa la discreción. Hagamos todo, solo y aquello que quiere obrar Dios en nosotros y con nosotros; no más, no menos, ni otra cosa. Cuando Dios quiere darnos una hora diaria de oración, será soberbia hacer dos, o pereza hacer media. Si se hacen dos horas de oración, cuando Dios nos quiere dar una, la otra hora no viene del Espíritu, sino de la carne. No está haciendo el cristiano en esa hora lo que Dios quería hacer en él y con él. Por inclinación temperamental, por emulación, por gratificación sensible, por moda ideológica del grupo, por lo que sea, la voluntad humana se ha desviado de la Voluntad divina.

San Juan de la Cruz lo avisa claramente: «considera lo que Dios querrá y hazlo, que por ahí satisfarás mejor tu corazón que con aquello a lo que tú te inclinas» (Dichos 72). «No pienses que el agradar a Dios está tanto en obrar mucho como en obrarlo con buena voluntad, sin propiedad», sin apego (58).

7.–La Cruz. En la duda, hemos de inclinarnos a lo que más nos une a la cruz de Cristo. El Señor nos dijo «es estrecha la puerta y angosta la senda que lleva a la vida, y que pocos son los que dan con ella» (Mt 7,14). Así pues, en la duda, debemos inclinarnos «más a lo dificultoso que a lo fácil, a lo áspero que a lo suave, y a lo penoso de la obra y desabrido que a lo sabroso y gustoso de ella, y no andar escogiendo lo que es menos cruz, pues es carga liviana; y cuanto más carga, más leve es llevada por Dios» (Cuatro avisos 6; cf. Avisos 162). Es lo mismo que, por ejemplo, San Ignacio enseña en los Ejercicios espirituales, al describir el 3º grado de humildad: a igual gloria de Dios, o lo que es igual, en la duda, «quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios» etc. (167).

Es cierto que hay un agere contra falso y torpe, de muy malos efectos: «el que es comunicativo, que se calle; el retraído, que hable», etc. Es un criterio sin discreción, indiscreto, fundamentado en el principio falso «lo que más cuesta es lo más santificante». Pero hay un agere contra verdadero y sabio, porque «la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu… una y otro se oponen, y por eso no hagáis lo que queréis» (Gál 5,17). Si la conciencia nos dice que es voluntad de Dios que hagamos algo sensiblemente grato, hagámoslo al instante. Pero en la duda, digo en la duda, más bien que el camino ancho que apetece el hombre viejo y carnal, prefiramos el camino angosto de la Cruz. Es mucho más probable que acertemos así con la voluntad de Dios. Y si así no fuera, ya Él nos avisará.

Por tanto no podemos hallar en lo grato y lo ingrato un criterio de discernimiento espiritual. En ese sentido, San Juan de la Cruz avisa: «jamás dejes las obras por la falta de gusto o sabor que en ellas hallares… ni las hagas por sólo el sabor o gusto que te dieren» (Cautelas 16). Ahora bien, teniendo en cuenta que somos pecadores, y que nuestra expiación penitencial suele ser vergonzosamente insuficiente, procuremos con amor participar más de la pasión del Señor para la redención de los hombres (Col 1,24); reconozcamos que, al menos mientras todavía somos carnales, más peligro de afección desordenada suele haber, aunque no siempre, en lo atractivo que en lo repulsivo; recordemos que Jesús prefirió la pobreza a la riqueza, el oprobio al éxito mundano y al prestigio… Y así, por amor al Crucificado, cuando se nos presente realmente una duda entre dos caminos, uno ancho y otro estrecho, prefiramos el estrecho. Este amor a la Cruz es muchas veces clave para el discernimiento verdadero.

Supongamos el caso de una novicia que, estando convencida de su vocación y siendo ésta real, pasa gravísimas penalidades y sufrimientos en sus primeros años. Esto ocasiona a veces que la Superiora sin discreción la mande a su casa: «si tuviera vocación, Dios le asistiría con su gracia, y no lo pasaría tan mal». Gravísimo error. Eso es avergonzarse de la cruz de Cristo. Cuántas veces el Señor, como un arquitecto, antes de construir una torre muy alta, comienza por excavar unos cimientos muy profundos. Veámoslo en otro caso semejante, del que yo fui testigo. El caso de la novicia alarmantemente crucificada en sus comienzos, llevó a la Superiora a un discernimiento contrario: «mucho y muy pronto está el Señor crucificando a esta hija, que aguanta convencida de su vocación; que siga, pues, adelante con nuestra ayuda –y con nuestra paciencia–, y por la cruz llegará a la luz, por el dolor a la alegría de la resurrección». Y así fue: hoy vive en el monasterio renacida, en paz, alegre en el Señor. ¡Cuántas otras comunidades religiosas, avergonzándose de la Cruz de Cristo, no la habrían aguantado, y la habrían devuelto a su casa!

8.–La obediencia. Los monjes primeros, San Benito, San Bernardo, San Ignacio, todos los maestros espirituales cristianos aseguran lo mismo, traten de religiosos o de laicos: el discernimiento más seguro es aquel que se ve ayudado por la obediencia.

–Santa Teresa de Jesús «no hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (Vida 36,5). No se fiaba de sí misma, y llegaba al discernimiento de la voluntad de Dios, consultando a personas fidedignas. De una mujer muy piadosa, que no quería sujetarse a confesor fijo, decía: «quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta comunión» (Fundaciones 6,18); que ya es decir. «No hay camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de la obediencia» (5,10). Y no pensaba sólo en los religiosos al enseñar esa verdad. –San Juan de la Cruz: es Dios «muy amigo de que el gobierno y trato del hombre sea también por otro hombre semejante a él» (2 Subida 22,9): padre, cónyuge, párroco, director espiritual. Él estaba convencido de que muchos cristianos no van adelante por el camino del Evangelio «por faltarles guías idóneas y despiertas, que las guíen hasta la cumbre» (Prólogo Subida 3). –San Francisco de Sales: «¿Quieres con más seguridad caminar a la devoción? Busca algún hombre virtuoso que te adiestre y guíe… Jamás hallarás tan seguramente la voluntad de Dios como por el camino de esta humilde obediencia» (Introd. a la vida devota I, 4).

9.–La oración de petición. Y volvermos con esto al principio, a lo más importante: «¿qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10). La oración de petición es la clave principal para discernir la voluntad concreta de Dios en todas las cuestiones de nuestra vida –vocación, trabajo, oración, aceptación o rechazo de una oferta, etc.–. Es el medio más eficaz para lograr la perfecta sinergía entre gracia y libertad. Ella ha de ser siempre la proa de todas nuestras navegaciones espirituales. Señor, «danos luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (dom.1, T. Ord.).