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Se equivocan los que niegan la necesidad de organizaciones políticas católicas

–Ahora va a resultar que la democracia y los partidos políticos son algo bueno.
–Las síntesis mentales que usted formula son de una simplicidad desoladora. Siga leyendo, por favor.

Los partidos políticos católicos solamente pueden existir si hay hombres intelectual y moralmente capaces de una acción política verdaderamente católica. Es ésta una verdad tan evidente que parece innecesario afirmarla. Pero bien sabemos que a veces las verdades más fundamentales son las más ignoradas. Señalo, pues, las condiciones de esa idoneidad para la acción política católica.

–El político católico debe hoy aceptar en Occidente la democracia, como forma de gobierno. Ya vimos que la Iglesia es neutral a la hora de considerar los diversos regímenes políticos, y que, por supuesto, reconoce la democracia como una forma de gobierno perfectamente legítima (101). Sin embargo, no pocos católicos fervientes, como no han conocido más versiones de la democracia que la democracia liberal-relativista, es decir, una forma degradada de la democracia, rechazan la democracia y los partidos políticos como intrínsecamente perversos. Éstos, por supuesto, no pueden generar partidos políticos católicos.

La Iglesia, por el contrario, acepta la democracia, 1) siempre que no sea liberal-relativista (Pío XII, 1944, radio-mensaje Benignitas et humanitas; Juan Pablo II, 1995, enc. Evangelium vitæ 68-74), y 2) siempre que no se afirme como único régimen lícito de gobierno (San Pío X, 1910, Notre charge apostolique 31). E incluso, en no pocos documentos del último siglo, la Iglesia estima la democracia como un régimen especialmente adaptado a las condiciones de los pueblos, al menos en Occidente, donde la información social y la capacidad operativa y asociativa de los ciudadanos es mayor que en otras épocas.

–La aceptación cristiana actual de la democracia se fundamenta en la obediencia a los poderes constituidos, que derivan de Dios, en el sentido ya expuesto de esta afirmación (97-98). Citaré solamente a León XIII, en su encíclica Au milieu des sollicitudes (16-II-1892), especialmente dirigida a aquellos católicos franceses que no aceptaban la República, a causa de los horrores que había generado. Con claridad y energía les recordaba el Papa –y su enseñanza es hoy muy necesaria para ciertos católicos excelentes– que la Iglesia siempre ha enseñado que «de Dios deriva todo poder, y que ha reprobado siempre las doctrinas y ha condenado siempre a los hombres rebeldes a la autoridad legítima» (17).

En cada una de las naciones «el poder civil presenta una forma política particular. Ésta forma política propia procede de un conjunto de circunstancias históricas o nacionales, pero siempre humanas, que han creado en cada nación una legislación propia tradicional y fundamental» (16). Y «cada uno de los ciudadanos tiene la obligación de aceptar los regímenes constituídos, sin intentar nada para destruirlos o para cambiar su forma» (17).

Precisa en seguida esta última frase añadiendo que, sin embargo, una forma de gobierno «de ningún modo puede ser considerada definitiva, como si hubiera de permanecer siempre inmutable» (18). Y hace también una importante distinción entre la constitución política de los Estados y la legislación concreta que de ellos emana. Puede darse un régimen político excelente que produzca una legislación detestable, y otro de forma muy imperfecta que haga una legislación excelente (26). En realidad, «la calidad de las leyes depende más de la calidad moral de los gobernantes que de la forma constituída de gobierno» (27).

En la Francia, concretamente, de aquel tiempo la República había generado leyes tan hostiles al orden natural y a la Iglesia que muchos católicos rechazaban no solamente aquellas leyes, sino el régimen democrático que las producía. El Papa llama, por el contrario, a combatir no tanto la constitución política del Estado, sino la legislación perversa. «He aquí precisamente el terreno en que, prescindiendo de diferencias políticas, deben unirse todos los buenos como un solo hombre para luchar y para suprimir, por todos los medios legales y honestos, los abusos cada vez mayores de la legislación civil. El respeto debido a los poderes constituídos no puede prohibir esta lucha» (31).

–El político católico debe hoy aceptar también la necesidad de partidos políticos católicos –ya precisaré en otro artículo en qué sentido digo «católicos»–. En países dominados por una dictadura o un partido único esta necesidad no estaría vigente porque sería imposible cumplirla. Pero en aquellas naciones donde el bien común es pretendido en el juego político de un conjunto de fuerzas, si los católicos, viendo la corrupción imperante, rehuyen la formación de unos partidos capaces de hacer valer el voto de los católicos, se condenan a un apoliticismo suicida, muy difícilmente conciliable con la doctrina de la Iglesia.

Para promover en concreto ciertos bienes e impedir ciertos males en la vida socio-política, diez políticos verdaderamente católicos pueden ser más eficaces que un millón de manifestantes. Las leyes que enderezan o que pierden a los pueblos son hechas y aplicadas por aquellos hombres políticos que han conseguido una participación en el poder de legislar y gobernar. Manifestaciones y procesiones, novenas y peregrinaciones, congresos, foros, editoriales y tertulias, colaboran ciertamente al bien común: pero son necesarios los partidos políticos que puedan encauzar el voto de los católicos y de aquellos otros ciudadanos que, aunque no tengan la fe cristiana, coinciden con sus normas fundamentales.

Es la doctrina de la Iglesia, es la enseñanza de Juan Pablo II: «Los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política” […] Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican en lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública» (exhort. ap. 1989, Christifidelis laici 42).

Y la verdad de estas exhortaciones de la Iglesia queda confirmada por la enorme degradación de la vida política que se ha producido en aquellas naciones en las que los Obispos y líderes laicos han procurado impedir la formación de grupos políticos católicos. Ésta fue, por ejemplo, en España la dirección señalada por el Cardenal Enrique Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal Española (1971-1981), en los años de la llamada Transición, y es una línea todavía mantenida o no rectificada por no pocos Obispos.

–Contra la organización política de los católicos hay varias formas de abstención o de rechazo que la hacen imposible. Ya señalé los errores ideológicos principales que explican el actual desfallecimiento político de los católicos (117): amistad con el mundo, eludiendo un enfrentamiento combativo contra él, pelagianismo y semipelagianismo para proteger «la parte humana» que colabora con Dios, consecuente evitación sistemática del martirio, y en fin, catolicismo liberal en alguna de sus variantes.

En contra de la norma que sigo en esta serie de artículos, creo conveniente citar en concreto algunas modalidades de este apoliticismo que se produce concretamente en España, con motivacions y modalidades bastante diversas entre sí. De otro modo no acabaríamos de entendernos.

–La Asociación Católica de Propagandistas, fundada en 1909 por el P. Ángel Ayala, S. J., tuvo por primer presidente al siervo de Dios don Ángel Herrera Oria. Y actualmente, a diferencia de sus fundadores, no pretende la coordinación de las fuerzas católicas en orden a una actividad política concreta. Esta posición puede comprobarse, por ejemplo, en el Manifiesto del XI Congreso Católicos y Vida pública, promovido por la ACdP en 2009. Es la línea que su presidente, Alfredo Dagnino, ha expuesto en diversas ocasiones, como en una larga entrevista reciente (Intereconomía 23-XI-2010) de la que extracto algunas frases:

«Debemos plantear una visión amplia en cuanto a participación en la polis, que no significa necesariamente la directa participación en los partidos»… «En algunos momentos históricos se han promovido partidos de corte más confesional como la democracia cristiana. Pero en principio, los católicos deben estar diseminados en los diferentes partidos»… «Yo pongo el acento en estos momentos en lo prepolítico, para construir de manera sólida y bien anclada el futuro del bien común en España».

Últimas noticias (22-II-2011) que añado al artículo presente. El nuevo presidente de la ACdP, Carlos Romero, sigue la misma doctrina de su predecesor: «Pienso que no debería haber un partido político católico. Los católicos tienen que estar en la política, pero tienen que estar en todos [sic] los partidos políticos : católicos convencidos, practicantes. Eso sería mucho mejor. Evitaríamos los radicalismos y conseguiríamos unas leyes adecuadas en las que todos los ciudadanos, católicos y no católicos, podrían convivir»… Lasciate ogni speranza.

Don Ángel Herrera, el primer presidente de la ACdP, no pensaba de ningún modo que en principio deben los políticos católicos diseminarse en los diferentes partidos existentes, y menos aún en todos. Él en concreto consideró necesario coordinar para la acción política las fuerzas de los católicos. Es cierto que las circunstancias y las posibilidades de los católicos por los años 30 del siglo pasado eran diferentes de las actuales. Pero los ataques políticos anti-Cristo y anti-Iglesia no son hoy menos fuertes que en aquellos años. Vicente Alejandro Guillamón escribe en su artículo En los Congresos Católicos y Vida Pública falta algo:

En esos Congresos organizados por la ACdP «vengo echando en falta que no se pase de las palabras a los hechos. Allí se han dicho siempre palabras muy elocuentes y cosas muy incitantes, pero nunca se traducen, me parece a mí, en acciones concretas. Si don Ángel Herrera viviese y todavía no se hubiese ordenado sacerdote, a estas alturas, su inmenso espíritu creador ya hubiese puesto en marcha alguna actividad que permitiera a los católicos su participación real en la vida política, a tenor de las necesidades y circunstancias actuales». Fundador en 1911 de la Editorial Católica, una de las más fuertes de España, y de El Debate, un gran periódico católico, a los pocos días de proclamarse la República en abril de 1931, «reunió a sus colaboradores y puso en marcha rápidamente un partido católico, al que terminó llamando Acción Popular, núcleo aglutinador en torno al cual se creó la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), liderada por José María Gil Robles. Herrera Oria, con las personas valerosas que arrastró tras de sí, plantó cara al vendaval republicano-socialista que se apoderó de España, y sólo dos años y medios después del 14 de abril, ganó ampliamente las elecciones de noviembre de 1933. Y así hubiera seguido de no haberse producido aquella especie de golpe de Estado encubierto en las fraudulentas elecciones de febrero de 1936, marcadas por la feroz violencia de la izquierda».

–El Foro de la Familia, continuando la orientación seguida en Occidente por muchos líderes católicos de las últimas décadas, da una primacía tal a la acción social, especialmente en todo lo relativo a matrimonio, familia, defensa de la vida y educación, que prácticamente lleva a una desmovilización política de los católicos. No conozco ninguna explicación del Foro sobre la inconveniencia de unir a la acción social la acción política. Pero estimo que, de hecho, limita la acción política a lo que puedan hacer los católicos que participan en partidos malminoristas. Anula, pues, al menos en el tiempo presente, una posible acción católica organizada y eficaz en la vida política. Y algo semejante, aunque con diferencias considerables, podría decirse de Hazte Oir, E-cristians y otros.

–Grandes organizaciones laicales, como, por ejemplo, Opus Dei, Camino Neocatecumenal, Comunión y liberación, Regnum Christi y Focolares, dan a la acción espiritual y apostólica una primacía tal que también puede traer consigo una desmovilización política de los católicos. Siendo asociaciones católicas seculares muy numerosas, cualificadas y fieles a la Iglesia, tienen sin embargo en la vida socio-política de las naciones en las que están presentes un influjo muy escaso, o mucho menor del que podría estimarse previsible si, al menos una parte de sus miembros con vocación para ello, se organizase en las formas adecuadas para actuar públicamente en la vida política. Bruno Moreno, aunque está lejos de los errores ideológicos antes aludidos, escribía hace poco:

«Los cristianos no podemos olvidar que la solución a los problemas de España o de cualquier otro país no está en las leyes, ni en el Estado, ni en las manifestaciones, ni tampoco en la buena voluntad de las personas. Todas esas cosas son buenas y necesarias, pero pensar que en ellas está la solución a nuestros problemas es como intentar salir del agua tirándonos del pelo. La única respuesta definitiva a los problemas del ser humano está en el Evangelio, en encontrar la mano divina que está tendida hacia nosotros, para sacarnos del pecado en el que estamos metidos hasta el cuello. Nuestra misión más importante, como cristianos, es contribuir a la conversión de los hombres y, ante todo, convertir nuestro propio corazón y volverlo a Dios». En estas palabras –añado yo– parecen resonar aquellas de Cristo: “Buscad el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 7,33).

Aun estando de acuerdo con las afirmaciones centrales de ese texto, no puedo ocultar que ese planteamiento puede llevar a una devaluación de la acción política, y a no apreciar suficientemente la importancia enorme que las leyes tienen para facilitar o para obstaculizar la vida virtuosa de los hombres. Recuerdo una vez más que el Vaticano II quiere que «los laicos coordinen sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes» (LG 36). La experiencia histórica apoya la convicción de que las leyes perversas ejercen un efecto devastador sobre una gran parte de la ciudadanía. Y que las buenas leyes favorecen mucho al bien común temporal y eterno de los hombres.

–Es verdad que no toda asociación laical ha de tener el carisma de la actividad política. Puede haber, en perfecta docilidad al don de Dios, asociaciones centradas principal o exclusivamente en actividades espirituales, apostólicas, asistenciales, culturales, sin que apenas ninguno de sus miembros se implique directamente en servicios políticos. Esta consideración ha de librarnos, pues, de hacer juicios temerarios sobre esas asociaciones. Pero esa consideración ha de complementarse con otras.

–El apoliticismo de un grupo laical católico

1.–es inaceptable en aquellas asociaciones que no son fieles a su carisma de origen, el que recibieron de Dios por medio de su fundador o fundadores. El Vaticano II, tratando de la renovación de los institutos religiosos, afirma ese principio (Perfectæ caritatis 2), que es también aplicable a las obras laicales.

2.–Tampoco es aceptable cuando no ayuda a otras asociaciones católicas que sí tienen vocación política, sino que más bien procura frenar e imposibilitar su acción. Es muy frecuente en la vida social, incluída la de la Iglesia, que los que no omiten algo que deberían hacer, tampoco dejan hacerlo a otros. «El perro del hortelano»...

3.–Y por otra parte, puede suponerse que una Iglesia local está bajo el influjo de una mala doctrina cuando en ella casi ninguna asociación laical católica se reconoce llamada a la actividad política. Todo hace pensar que en esa Iglesia no se conoce o no se recibe, o al menos no se aplica, la verdadera doctrina política católica. La experiencia nos muestra sobradamente que no es bastante «la diseminación de políticos católicos» en diversos partidos malos o malminoristas, en los que están totalmente neutralizados para la causa de Dios y de la Iglesia. Y cuando así sucede, la degradación política y espiritual de una nación es inevitable.

–Vamos en la Iglesia hacia una reactivación de la vocación propiamente «política» de los católicos. El fracaso casi absoluto de los cristianos en el campo político durante medio siglo, con sus espantosas consecuencias, así lo está exigiendo. Como ya indiqué, algunos Obispos van apuntando esa necesidad (117 in fine). Y también van en esa dirección las renovadas exhortaciones de la Iglesia, como aquella reciente de Benedicto XVI:

«Renuevo mi llamamiento para que surja una nueva generación de católicos, personas renovadas interiormente que se comprometan en la política sin complejos de inferioridad. Esa presencia no se puede improvisar, sino que es necesaria una formación intelectual y moral que, partiendo de la gran verdad alrededor de Dios, el hombre y el mundo, ofrezca juicios y principios éticos en aras de bien de todos» (mensaje a la Semana Social Italiana, 14-X-2010).