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Las manifestaciones de los católicos

–O sea que usted considera que en la acción política las manifestaciones…
–No siga, que ya sé que me ha entendido mal. Continúe leyendo, por favor.

En el artículo anterior describí las marchas, concentraciones y manifestaciones públicas de los cristianos como uno de los modos actualmente empleados en el campo de la acción política. ¿Qué pensar de estas grandes concentraciones católicas, promovidas con un fin político?

Las formas de las manifestaciones son muy diversas. Unas son prudentes, otras no. Unas están convocadas por los Obispos, otras por la iniciativa de Asociaciones de laicos. Unas tienen una modalidad abiertamente religiosa, y vienen a ser procesiones penitenciales y rogativas. Otras hay, al extremo opuesto, que adoptan formas casi totalmente seculares, acentuando la denuncia y la protesta. No será fácil en ocasiones distinguir si estamos ante una acción multitudinaria religiosa o más bien política. En fin, es evidente que no puede darse un juicio único para discernir el valor político y cristiano de manifestaciones públicas tan diversas. Por otra parte, lo que en un cierto lugar es imprudente, en otro puede ser prudente y conveniente.

Estas grandes concentraciones públicas de católicos pueden ser, en principio, medios de acción política de gran eficacia. Estimo, sin embargo, que su valoración y oportunidad han de considerarse con sumo cuidado. Después de todo, al no ser tradicionales en la Iglesia, pues se han producido solamente en algunos lugares y en los últimos tiempos, no hay sobre ellas un discernimiento histórico fundamentado, ni existen tampoco acerca de ellas unas orientaciones pastorales de la Iglesia.

Suele ser un dato cierto que el beneficio mayor y más seguro es el que Dios produce en los mismos manifestantes. Estas grandes concentraciones, promovidas o no por iniciativa de la Jerarquía apostólica, se preparan con no poco trabajo, y su realización sólo es posible gracias al celo por el bien común de la Iglesia y del mundo que Dios enciende en el corazón de miles de católicos, de cientos de miles a veces. En estas grandes marchas y concentraciones los católicos acrecientan su fortaleza, confesando públicamente su fe en Dios y en sus leyes, se alegran de congregarse y de animarse con su presencia unos a otros, y luchan animosamente con un medio que está a su alcance –otros muchos no lo están– para promover causas buenas y resistir graves amenazas sociales o leyes criminales.

Más incierta resulta la eficacia política de tales manifestaciones. En ocasiones, como bien sabemos, la concentración pública de un millón de católicos en contra de una ley criminal anunciada no ha impedido en absoluto la promulgación de la misma. Ha afectado a la Bestia política anti-Cristo tanto como la picadura de un mosquito a un elefante. Y sin embargo ese millón de católicos fue reunido con un enorme esfuerzo.

–Pudiera pensarse que diez diputados en el Congreso, si son realmente católicos y dispuestos a dar claro testimonio de Cristo, quizá consigan para el Reino de Dios victorias políticas que no son logradas por un millón de católicos manifestantes. Hablo de diez diputados que, como dice el Concilio Vaticano II, están decididos a trabajar en política para «evangelizar y saturar de espíritu evangélico el orden temporal, [dando] claro testimonio de Cristo» (AA 2). Hablo de políticos católicos cuyo intento principal es «lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (GS 43). Como sabemos, la orientación política de ciertas naciones en no pocas ocasiones depende de la dirección exigida por una pequeña minoría de diputados, sin los cuales el Gobierno no puede sostenerse.

–Pudiera pensarse también que si en vez de concentrar un millón de católicos en un lugar del país se congregaran diez o veinte mil en cada uno de los cincuenta lugares elegidos en una nación –catedrales, santuarios principales, estadios deportivos–, reuniéndose en celebraciones diocesanas, profundamente religiosas, orantes, penitenciales, eucarísticas, fáciles de organizar, y a las que será posible asistir y regresar en el día sin especiales gastos y esfuerzos, se conseguirían quizá frutos más positivos, y con muchísimo menos trastorno de las familias, del orden público, de las carreteras y de los calendarios de actividades de personas y asociaciones. Y sin enfrentamientos crónicos y públicos de la Iglesia con una sociedad claramente anti-cristiana.

La justificación de esas concentraciones católicas multitudinarias se puede establecer alegando el reinado social de Cristo, Rey no sólo de las personas y familias, sino también de las sociedades. Es precisamente la Bestia liberal, en cualquiera de sus modalidades, la que quiere a los cristianos recluidos en las sacristías, ocultos en las catacumbas de sus vidas privadas, sin manifestación pública alguna. También podrá alegarse la especial sacralidad del pueblo cristiano, que ha de llevarle a ser signo visible en la sociedad, estandarte del Señor alzado entre los pueblos. Todo eso es cierto, indudablemente. Pero los discernimientos prudenciales concretos han de tener en cuenta muchos más elementos, que sin duda en cada lugar y circunstancia pueden llevar a conclusiones diferentes.

Pongo un ejemplo. En una ocasión preguntaron a Santa Bernardita por qué a veces, yendo por la calle, rezaba ocultando el rosario en un bolsillo. A lo que ella contestó: «muchas veces es conveniente esconder a los ojos del mundo los objetos de devoción. Pueden ser mal comprendidos y dar ocasión a que se hable mal de la Santísima Virgen». No obraba así la santa por cobardía, por respetos humanos y por no atreverse a confesar a Cristo ante los hombres. Obraba así por prudencia del Espíritu Santo. Aprendamos a evitar discernimientos automáticos.

Señalo las condiciones principales que hacen justa y conveniente una gran concentración de católicos con fines políticos. Y como hay sin duda una cierta analogía entre la guerra y la manifestación pública de los católicos que viven en Babilonia, oprimidos por un poder diabólico, tendré en cuenta las condiciones que la Iglesia exige para que una guerra sea lícita. Las citaré según las resume el Catecismo.

–Conviene que las grandes manifestaciones católicas con un fin político tengan la aprobación de la Autoridad apostólica, el Obispo local, la Conferencia episcopal. Para discernir la licitud de la guerra ha de tenerse en cuenta que «la apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común», es decir, en nuestro caso de los Obispos (Catecismo 2309). Si recordamos las cuatro concentraciones que puse como ejemplo en el artículo anterior, comprobaremos que las dos únicas que lograron su intento en el campo político fueron las convocadas por el Arzobispo de Cracovia, Mons. Wojtyla, y por el Arzobispo de París, Mons. Lustiger. No es éste, claro está, un argumento decisivo, pues sólamente cité cuatro ejemplos. Y no niego que en ocasiones puede ser más conveniente y eficaz la convocatoria de asociaciones de laicos. Pero mantengo la conveniencia, en principio, de la condición señalada.

Otras veces en cambio, ya se comprende, cuando se trata de una procesión o concentración puramente devocional, no exigirá siempre esa aprobación episcopal previa. Pero también a veces será ésta conveniente, sobre todo cuando se trata de un acto público en el que se convoca en general «a todos» los fieles, es decir, a toda la Iglesia local. Como criterio general ha de estimarse que todo lo que afecte al bien común de la Iglesia del lugar debe hacerse en clara unión de obediencia al Obispo, es decir, sujetando las diversas iniciativas privadas a la bendición positiva de la Autoridad apostólica local. Y esta norma es muy antigua. San Ignacio de Antioquía, ya por el año 107, escribía: «hacedlo todo en la concordia de Dios, presidiendo el Obispo, que ocupa el lugar de Dios» (Magnesios 6). «Que nadie, sin contar con el Obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia» (Esmirniotas 9».

Estas normas tan antiguas y venerables hacen pensar que para organizar una gran acción pública, que en una u otra medida compromete a la Iglesia local, no basta con lograr del Obispo una actitud de permiso o tolerancia –quizá porque no se ve con fuerzas para impedirla–. Parece que esas normas de vida eclesial más bien exigen un consentimiento claro y positivo del Obispo, para que la obra emprendida venga vivificada ciertamente por Cristo a través de su representante en la Iglesia del lugar. Y si los santos apóstoles Pedro y Pablo exigían de los cristianos una fiel obediencia cívica a las autoridades imperiales, siendo Nerón emperador, también ha de prestarse esa misma y mayor obediencia eclesial al Obispo local, aunque a veces sea temeroso o de poco celo apostólico.

Por tanto, si el Obispo del lugar estimara que no es conveniente una cierta marcha o concentración pública organizada por un cierto grupo de laicos para promover un acto masivo pro-algo y contra-algo, esa manifestación no se debe realizar. No es lícito obrar en asuntos públicos de la Iglesia local al margen del Obispo, y menos todavía, en contra de su voluntad, sea ésta manifiesta o supuesta con certeza moral. Los cristianos manifestantes, por otra parte –no haría falta decirlo–, habrán de evitar absolutamente calificar al Obispo como «cómplice de los crímenes que nosotros valientemente denunciamos».

–La celebración de una manifestación católica de intención política exige «que se reúnan condiciones serias de éxito» (Catecismo 2309). Así lo exige la Iglesia para declarar lícitamente una guerra. Es evidente, sin embargo, que esta norma en lo que ahora consideramos habrá de aplicarse mutatis mutandis, pues entre una gran concentración católica políticamente reivindicativa y una guerra hay similitud, pero en modo alguno identidad. Por otra parte, no es fácil medir el éxito habido en una de estas concentraciones. Sí es posible en cambio medir en cierto modo la eficacia de la misma acerca del objetivo político pretendido. Se han dado en ocasiones manifestaciones de un millón de católicos cuya eficacia política ha sido prácticamente nula. Y también se han conseguido otras veces, pocas, efectos positivos muy notables.

El gran trabajo de los organizadores durante meses, el notable esfuerzo de personas y familias de toda la nación para reunirse en cierto lugar, acudiendo a él en miles de coches y autobuses, podrá tener grandes efectos benéficos en los propios asistentes. Y tanto los organizadores, que ven desbordadas sus previsiones, como los asistentes, podrán estimar que la concentración fué un gran éxito. Pero el efecto político que en ella se pretendía podría ser un total fracaso. La Bestia liberal, dominadora de los principales medios de comunicación, silencia después, desfigura, aminora –la guerra de cifra de asistentes–, ignora prácticamente la multitudinaria manifestación. Y aquellas leyes diabólicas, con tanto esfuerzo combatidas, se hacen después vigentes, con otras más, implacablemente.

También ha de evaluarse previamente si la convocatoria misma va a tener éxito. Puede, por ejemplo, el Obispo de una ciudad de 200.000 habitantes considerar perjudicial una concentración católica de reivindicación política en la que se prevé una asistencia de 1.000 personas. Esta mínima representación de la ciudad puede resultar contraproducente en referencia al objetivo político pretendido. Escenifica y manifiesta que la oposición a esas leyes es mínima: «mírenlos, no son nadie; son mil entre 200.000». Los enemigos del Reino se verán satisfechos de que la manifestación se haya producido y les haya dado la razón. Quizá incluso deseen y esperen que en otras ciudades se hagan manifestaciones semejantes.

Continuaré todavía con el tema de las manifestaciones. Pero vuelvo a advertir que en esta serie Católicos y política hemos entrado ya en una sección última, Qué debemos hacer? en la que gran parte de lo que digo es opinable. Estamos en un campo prudencial en el que la evaluación de algunas acciones políticas no puede presentarse como cierta, cuando es de suyo opinable y condicionada por lugares y circunstancias.