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La oración y el bien común secular en la Iglesia antigua

–Digo yo: ha explicado muy bien la necesidad de la oración en la acción política. Quizá ya con eso sea bastante.
–No. Hay que insistir en ello mucho más, hasta que llegue a tratar de las manifestaciones enormes con globitos.

La oración del pueblo cristiano y la de los mismos políticos ha de potenciar siempre la acción política. Sigo reforzando este convencimiento de la fe con más ejemplos de la historia de la Iglesia.

San Gregorio Magno (540-604), papa, ha de oficiar, por designio de Dios providente, los funerales solemnes por la grandeza de la antigua Roma, y ha de abrir el mundo a una nueva época, mucho más grandiosa, la Edad Media cristiana. Pero esa transición va a realizarse con dolores de parto, a través de las crueles invasiones de los bárbaros, vándalos, ostrogodos, lombardos.

«Nuestro Señor –predica San Gregorio– quiere encontrarnos prontos a su llamada, y nos muestra la miseria del mundo envejecido para que podamos librarnos del amor del mundo… El mundo está herido cada día por calamidades nuevas. Mirad qué pocos hemos quedado del antiguo pueblo. Nuevos males nos flagelan cada día y desventuras imprevistas nos abaten… El mundo se siente deprimido por la vejez y, al aumentar los dolores, camina a una muerte próxima» (Hom. Evangelio I,1). «Tantos castigos no bastan a corregir nuestros pecados. Vemos a unos arrastrados a la esclavitud; a otros, mutilados; a otros, matados… Nos es fácil ver a qué bajo estado ha descendido aquella Roma que en otro tiempo era señora del mundo. Está arruinada con inmenso dolor, despoblada de ciudadanos, asaltada por enemigos, hecha un montón de ruinas» (Hom. sobre Ezequiel II,6).

La liturgia gregoriana, abierta siempre a la salvación de Dios por una esperanza indestructible, muestra la huella de ese trágico momento histórico. Así, por ejemplo, el papa Gregorio I Magno introduce en el canon de la Misa la petición por la paz que todavía hoy rezamos: «ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos». Y parece ser que también a él se debe el embolismo que prolonga el Padrenuestro: «Líbranos, Señor, de todos los males pasados, presentes y futuros, y por la intercesión de la bienaventurada y gloriosa siempre Virgen María, Madre de Dios, y de tus santos apóstoles Pedro, Pablo, Andrés y de todos los santos, danos propicio la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, seamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación» (Juan el Diácono, Vita Gregorii II,17).

Por las letanías de los santos la Iglesia de la tierra pide la ayuda de la Iglesia celeste desde lo más profundo de sus tribulaciones socio-políticas. Cuando los bárbaros lombardos, procedentes de Germania, asedian Sicilia, el Papa Gregorio escribe una carta a los Obispos de esa región:

«¡Que no triunfen sobre nosotros a causa de nuestros pecados! Acudamos de todo corazón a los remedios que nos ofrece el Redentor. Por eso os exhorto a que en la cuarta y sexta feria [miércoles y viernes, días penitenciales desde antiguo] ordenéis, sin excusa alguna, las letanías [de los santos], e imploréis la ayuda divina contra las incursiones de la crueldad de los bárbaros» (Registrum XI, 51).

También en Roma dispone San Gregorio que se recen las letanías de los santos dos veces por semana, mientras duren las incursiones de los bárbaros. «El dolor abra la puerta a nuestra conversión y suavice la dureza de nuestro corazón mediante las penas que sufrimos. Volvamos todos a la penitencia, pues nos ha sido dado un tiempo de lágrimas. Insistamos en la oración, insistamos hasta la importunidad, seguros de que seremos escuchados: “invócame en el día del peligro, yo te libraré y tú me darás gloria” [Sal 49,15]. El mismo Dios que nos llama a la oración es el que quiere tener piedad de nosotros. Por tanto, hermanos muy queridos, con el corazón contrito y con obras de santificación, mañana, desde el amanecer de la feria cuarta, reunámonos todos [desde los siete barrios de Roma] para la letanía septiforme, siguiendo el orden indicado» (Oratio ad plebem, puesta el fin de las Hom. Evang. en ML 76,1311).

A las «estaciones» acuden procesionalmente los fieles rezando y cantando. Las comunidades parroquiales, convocadas por el Obispo en una iglesia determinada (statio), acuden desde sus lugares, cada una con la Cruz alzada, cantando las letanías de los santos y rezando otras oraciones, para celebrar la Eucaristía, reunidas todas con el Obispo. Ya Tertuliano (+220) hace notar que este término statio tiene su origen en el mundo militar: «statio es nombre tomado de la milicia; pues, en efecto, somos el ejército de Dios (nam et militia Dei sumus)» (De oratione 19). Las estaciones, muy estimadas por el pueblo cristiano, eran, pues, semejantes a una parada militar, en la que se congregaba la Iglesia como el ejército de Cristo suplicante.

San Gregorio Magno, en los tiempos calamitosos ya aludidos, da un nuevo impulso en Roma a las estaciones, y probablemente organiza él mismo su forma litúrgica. De su tiempo proceden las tres grandes estaciones, que han de celebrarse en las tres semanas anteriores a la Cuaresma (quadragesima): septuagésima en la basílica de San Lorenzo, sexagésima en San Pablo Extramuros, y quincuagésima en San Pedro del Vaticano. Las tres han estado vigentes en la Iglesia hasta la renovación litúrgica posterior al Vaticano II. En las tres se suplicaba principalmente a Dios por la paz y por la liberación de los pecados, propios y ajenos, que traen sobre el mundo el azote de hambres, invasiones y guerras.

Los Sacramentarios y antiguos textos litúrgicos de los siglos IV-VII nos muestran cómo la Iglesia siempre se ha vuelto a Dios en oración comunitaria cuando se ha visto afligida por pestes, guerras civiles, invasiones y otras calamidades. Por ejemplo, en el sacramentario leoniano, compuesto en tiempos de grandes guerras y devastaciones, se contiene este precioso prefacio, lleno de dolor y lleno de humilde confianza:

«Reconocemos, Señor Dios nuestro, sí, lo reconocemos, que a causa de nuestros pecados todo lo hecho por el trabajo de tus siervos se ve ahora derribado ante nuestros ojos por manos extrañas, y todo cuanto con nuestro sudor has hecho Tú crecer en los campos es desbaratado ahora por los enemigos… Postrados, pues, te pedimos suplicantes de todo corazón que nos concedas el perdón de los pecados pasados, y continuando tu acción misericordiosa, nos protejas de todo asalto de muerte. Así nunca dudaremos de que tu defensa nos asiste, si te dignas quitar de nosotros cuanto fue causa de ofenderte» (XVIII,6).

La idea de pecado-castigo-medicina está siempre presente en estas liturgias rogativas. Es la misma convicción del apóstol Santiago: «alegráos profundamente cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas. Sabed que vuestra fe, al ser probada, produce la paciencia. Y si la paciencia llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna» (1,2-4).

Y la liturgia antigua pervive en la liturgia actual. Bastan los datos recordados para hacernos una idea de cómo era en la Iglesia de los siglos IV-VII la oración litúrgica suplicante en tiempos de aflicción. Y es justamente en ese tiempo, providencialmente, cuando cristalizan las líneas fundamentales de la liturgia católica latina, tal como nos ha llegado hasta hoy. El Misal Romano actual, por ejemplo, especialmente en el Adviento y la Cuaresma, conserva no pocos de los textos bíblicos y de las oraciones que los sacramentarios antiguos incluían para tiempos de calamidades y angustias.

Al principio del Canon Romano suplicamos: «Padre misericordioso, te pedimos … por tu Iglesia santa y católica, para que le concedas la paz, la protejas, la congregues en la unidad y la gobiernes en el mundo entero». El primer domingo de Adviento se inicia con el salmo 24: «a ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados». Y el mismo salmo abre la misa del miércoles de la primera semana de Cuaresma: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, pues los que esperan en ti no quedan defraudados. Salva, oh Dios, a Israel de todos sus peligros».

«In hac lacrimarum valle»… Algunos cristianos se niegan a considerar el mundo presente como un «valle de lágrimas». Padecen los pobres un optimismo crónico compulsivo. Y por eso lamentan que en tiempos de paz sigamos orando una liturgia que nació en tiempos terribles de guerras y calamidades. Hay que responderles que la Iglesia lo hace así por dos razones principales.

En primer lugar, notemos que esas mismas liturgias tienen un alegre y maravilloso vuelo doxológico de alabanza y acción de gracias, de gozo en la bondad de Dios y de esperanza en la vida eterna. Se trata en su conjunto de liturgias esplendorosas, muy especialmente luminosas y alegres. Yo aquí he recordado las súplicas brotadas de situaciones angustiosas; pero el conjunto de la liturgia ambrosiana, leoniana, gelasiana, gregoriana, galicana, hispana, es admirablemente alegre. Más aún, expresa una alegría que difícilmente hallamos en la Iglesia actual. Y es que los tiempos cristianos teocéntricos son mucho más grandiosos, mucho más bellos y alegres, que aquellos otros, más feos y tristes, afectados de antropocentrismo.

Y en segundo lugar, de ningún modo estamos en tiempos de paz. Aunque nosotros hoy, al menos en ciertos países, no estemos sufriendo aquellas pestes, epidemias o invasiones de los bárbaros, estamos padeciendo sin duda otras pestes y calamidades semejantes, oprimidos por otros bárbaros peores: apostasía generalizada, perversión invasora de leyes criminales y de medios de comunicación degradantes, matanza continua de los inocentes por el aborto y el hambre, el terrorismo y las guerras, peste endémica de la lujuria, la anticoncepción y el divorcio, horror del sida, de la criminalidad y de la droga, ruina de la familia, de la educación, de la cultura, falsificación profunda de la historia, etc. Todos estos espantos hacen actuales las oraciones antiguas de la Iglesia en tiempos de extremas aflicciones.

Ad te suspiramus, gementes et flentes in hac lacrimarum valle… El corazón de aquellos cristianos que hoy se avergüenzan de la oración de la Santa Madre Iglesia, tiene que ser muy duro y sin piedad, pues no es capaz de compadecerse de tantos males ajenos. Y propios.

Falta hoy tanto en la Iglesia la oración de petición comunitaria para vencer los males temporales, que me veo obligado a aducir la tradición suplicante de la Iglesia en tiempos de aflicción. Cuando en la gran batalla que hoy se libra entre la luz y las tinieblas, entre Cristo Rey y el Príncipe de este mundo, el pueblo cristiano se moviliza en congresos y asociaciones, campañas mediáticas y manifestaciones multitudinarias, pocas serán sus victorias y muchas sus derrotas si ese intento político no tiene la oración comunitaria como vanguardia principal y más potente. Es, pues, urgente que los cristianos, Pastores y laicos, recuperemos en la actividad política la tradición secular de la Iglesia, que siempre ha dado a la oración la primacía absoluta para obtener de Dios los bienes temporales.