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Las leyes injustas deben ser resistidas

–¿Qué principio doctrinal político consideramos ahora?
–La obligación de no obedecer las leyes injustas. Pero antes, un prólogo sobre la irracionalidad total del mundo apóstata.

Los paganos tienen mucha más verdad que los cristianos apóstatas. Y esto podría expresarse con la ayuda de una parábola.

A un perro muy listo, por medio de una operación cerebral maravillosa, le es infundido el espíritu humano, y llega así a la inteligencia de la razón y a la libertad de la voluntad. Un día, sin embargo, abrumado por las responsabilidades propias de su nueva condición inteligente y libre, exige que le retiren el espíritu humano. Pero entonces no recupera sus habilidades animales: ya no distingue por el olfato si un alimento es bueno o no, ya no sabe encontrar el camino de regreso a la casa de su amo… Viene a ser un animal excepcionalmente tonto, porque habiendo sido llamado a vivir según la razón, ha renunciado a ésta, y ahora no le funciona ni la razón, ni el instinto animal.

De modo semejante, la razón del pagano se ilumina al máximo cuando por la la fe alcanza la vida cristiana, llegando a ser «nueva criatura» (2Cor 5,17; Ef 2,15). Pero si se hunde voluntariamente en la apostasía, viene a ser un hombre excepcionalmente imbécil, que habiendo renunciado a la luz de la fe, apenas tiene uso de razón. Eso explica, por ejemplo, que la filosofía haya muerto en Occidente.

Los Estados modernos, antes cristianos y ahora apóstatas, han quedado idiotizados, y generan continuamente leyes gravemente injustas, peores que las de los Estados paganos. No se rigen por la fe, pero tampoco por la razón, pues se les ha atrofiado. «Alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rm 1,22). Cuando consideramos el pensamiento de los antiguos filósofos paganos –Platón, Aristóteles, Cicerón, Marco Aurelio– vemos que, aunque no libres de errores, tenían uso de razón, pensaban y enseñaban doctrinas filosóficas y morales incomparablemente más verdaderas que las que hoy rigen los naciones apóstatas. Corruptio optimi pessima. Éstas han llegado a cumbres de imbecilidad e ignominia nunca alcanzadas por los pueblos paganos. El Derecho Romano era más justo, más conforme al sentido común y a la naturaleza humana, que el que hoy rige las naciones modernas. Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), por ejemplo, llega a conocer y a enseñar que hay una ley eterna, que rige al mundo por la ley natural, en la que ha de fundamentarse toda ley positiva promulgada por los hombres:

«La opinión de los hombres más sabios ha sido que la Ley no es un producto del pensamiento humano, ni una promulgación de los pueblos, sino algo eterno, que rige el universo entero mediante su sabiduría, que manda y prohibe» (De legibus 2.4.8). Unas leyes dictadas por el pueblo (plebs), si se oponen a ese orden supremo permanente, «no merecen más ser llamadas leyes que las reglas acordadas por una banda de ladrones en su asamblea» (2.5.13). «El colmo de la estupidez es creer que todo lo que se halla en las costumbres o en las leyes de las naciones es justo» (1.14.42).

Se apagaron estas luces en el mundo de la apostasía occidental moderna. Ya los políticos no tienen uso de razón, y «resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (2Tim 1,7). Generan cada vez más leyes, y cada vez peores. Y los cristianos liberales dedicados a la política, haciéndose sus cómplices, silencian sistemáticamente a Dios y al orden natural –si es que los conocen–, y entran así con ellos en la densa oscuridad del poder de las tinieblas. ¿Qué habrán de hacer entonces los cristianos ante las leyes perpetradas por el gran Leviatán de los Estados modernos, sean totalitarios, sean liberales?

IIIº.–Las leyes injustas deben ser resistidas. El hombre se perfecciona obedeciendo las leyes lícitas de las autoridades civiles legítimas, porque con esa obediencia cívica «obedece a Dios» (1Pe 2,13-17; Rm 13,1-7) y colabora al bien común de los ciudadanos. Por el contrario, cuando el ciudadano obedece leyes criminales se embrutece y degrada, se hace cómplice de graves maldades, y para evitar el martirio, la cruz de la verdad, vende su alma al diablo, y da culto idolátrico a los hombres malvados que le están sujetos. De este modo, «sirve a las criaturas, en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos. Amén» (Rm 1,25).

La Iglesia ofrece en su historia un gran ejemplo tanto de obediencia cívica, en cuanto ella es debida, como de resistencia pasiva hasta la muerte, en el caso de los mártires, cuando la obediencia se hace iniquidad. En efecto, son innumerables los ejemplos de los mártires cristianos, que antes que ser infieles a su Señor y a su conciencia, han resistido y resisten heroicamente las leyes injustas, arrostrando la cárcel, el destierro, el despojamiento de sus bienes o la muerte. Y no olvidemos que de los 70 millones de cristianos que han sido mártires en la historia de la Iglesia, 45’5 lo fueron en el siglo XX, un 65 % (Antonio Socci, I nuovi perseguitati. Indagine sulla intolleranza anticristiana nel nuovo secolo del martirio, Piemme 2002, 159 pgs.)

La Iglesia católica siempre ha mandado que no sean obedecidas las leyes injustas. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «el ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio» (2242). Estas enseñanzas se han multiplicado, lógicamente, desde la Revolución Francesa, desde la apostasía de las naciones de antigua filiación cristiana, al iniciarse los Estados liberales y posteriormente de los Estados totalitarios, unos y otros anticristianos, sin Dios y sin orden natural.

–Contra los modernos Estados liberales recuerdo la doctrina de León XIII:

«Todas las cosas en las que la ley natural o la voluntad de Dios resultan violadas no pueden ser mandadas ni ejecutadas… pues “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Mt 22,21). Y los que así obran no pueden ser acusados de quebrantar la obediencia debida, porque si la voluntad de los gobernantes contradice la voluntad y las leyes de Dios, los gobernantes rebasan el campo de su poder y pervierten la justicia. Ni en este caso puede valer su autoridad, porque esta autoridad, sin la justicia, es nula» (1892, Nôtre consolation 17; cf. 1881, Diuturnum illud 11; 1888, Libertas 10, 21; 1892, Au milieu des sollicitudes 31-32).

–Contra los modernos Estados totalitarios, recuerdo la enseñanza de Pío XI, sobre todo las grandes encíclicas Mit brennender Sorge (1937), contra el nazismo, y la Divini Redemptoris (1937), sobre el comunismo ateo. La enseñanza pontificia contra el nazismo tiene hoy especial vigencia en el marco de aquellas democracias liberales que invaden la sociedad, produciendo una tras otra leyes criminales:

Ha de considerarse siempre el «derecho natural, impreso por el mismo Creador en las tablas del corazón humano, y que la sana razón humana, no oscurecida por pecados y pasiones, es capaz de descrubrir. A la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, y consiguientemente la legitimidad del mandato y la obligación de cumplirlo. Las leyes humanas que están en oposición insoluble con el derecho natural adolecen de un vicio original que no puede subsanarse» con nada (Mit brennender 35).

Concretamente, las leyes acerca de la educación que estén «en contradicción con el derecho natural son íntima y esencialmente inmorales» (37). «Es deber de todo creyente separar claramente su responsabilidad de la parte contraria, y su conciencia de toda pecaminosa colaboración en tan nefasta destrucción» (48).

Es preciso, pues, que los ciudadanos resistan las leyes injustas, «si es que no se quiere que sobrevenga una ingente catástrofe o una decadencia indescriptible» (22)… las consecuencias del nazismo, y hoy de las democracias liberales. «Fomentar el abandono de las directrices eternas de una doctrina moral objetiva para la formación de las conciencias y para el ennoblecimiento de la vida en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el porvenir del pueblo, cuyos tristes frutos será muy amargos para las generaciones futuras» (34).

En este marco socio-político tan degradante, el Papa expresa su gratitud y admiración por aquellos cristianos que, por ser fieles a su conciencia, «se han hecho dignos de sufrir por la causa de Dios sacrificios y dolores» (17). «Con presiones ocultas y manifiestas, con intimidaciones, con perspectivas de ventajas económicas, profesionales, cívicas o de otra especie, la adhesión de los católicos a su fe –y singularmente la de algunas clases de funcionarios católicos– se halla sometida a una violencia tan ilegal como inhumana. Nos, con paterna emoción, sentimos y sufrimos profundamente con los que han pagado a tan caro precio su adhesión a Cristo y a la Iglesia; pero se ha llegado ya a tal punto, que está en juego el último fin y el más alto, la salvación o la condenación» (24).

Santo Tomás de Aquino enseña que las leyes criminales, al ir contra Dios y el orden natural, son pseudo-leyes, no son propiamente leyes: «son más violencias que leyes, porque, como dice San Agustín, “la ley, si no es justa, no parece que sea ley”» (STh I-II,96). Obedecer esas pseudo-leyes podrá salvar nuestro cuerpo, nuestros intereses temporales, pero perderá nuestra alma. Deben ser en conciencia desobedecidas, resistidas, sin darles cumplimiento, pues de otro modo nos haríamos cómplices de maldades criminales. Veámoslo en algunas situaciones concretas.

Las obligaciones legales no eximen a los cristianos de sus obligaciones morales de conciencia, cuando son obligaciones que se contraponen. Pongo sólamente dos ejemplos:

Un Jefe del Estado no debe en conciencia firmar una ley criminal sobre el aborto, aunque esté obligado a ello por la Constitución. Con su acción estaría colaborando en la producción de un mal gravísimo de forma voluntaria, directa y premeditada. La obligación legal que tiene de hacerlo de ningún modo le exime de la obligación moral personal a la hora de firmar una ley homicida y repugnante.

Un médico de ningún modo debe procurar un aborto, aunque la ley le obligue a hacerlo. Ya sabemos –en este caso segundo con más certeza–, que la misma ley canónica de la Iglesia considera gravemente inmoral la participación de médicos y enfermeras en abortos, y la obligación legal que pudiera exigirles esa acción criminal, no les exime de la excomunión automática, latæ sententiæ. Algo semejante, mutatis mutandis, habrá que decir de funcionarios obligados legalmente a celebrar «matrimonios» homosexuales, de maestros y profesores obligados legalmente a enseñar doctrinas falsas, gravemente nocivas, etc.

Y no basta con desobedecer las leyes injustas; hay que combatirlas con todas las fuerzas, procurando su derogación en todos los modos posibles: reuniones de oración, campañas de opinión, actos legítimos de desobediencia civil, manifestaciones públicas, recogida de firmas para un referéndum, publicación de artículos en los medios de comunicación, huelgas, congresos y actos que tengan difusión mediática, etc. Y aún más:

Los cristianos no deben dar su voto a partidos políticos que producen leyes criminales o que las mantienen vigentes, pudiendo derogarlas. Y menos aún deben militar en esos partidos, aunque ello les prive de grandes ventajas sociales y económicas. Por el contrario, ellos están obligados a denunciar la inmoralidad de esos partidos, deben combatirlos, desenmascararlos –si están disfrazados– y desprestigiarlos por todos los medios lícitos y legales. La Nota doctrinal ya aludida de la Congregación de la Fe (24-XI-2002) lo enseña claramente:

«La conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral… El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad… Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona. Éste es el caso de las leyes civiles», sigue diciendo la Nota, en materias como aborto y eutanasia, falsificación grave del matrimonio y la familia, educación de los hijos, tutela de menores, esclavitud, libertad religiosa, economía al servicio de la justicia social, el valor de la paz (4).

Todos los gobiernos son «intrínsecamente perversos» si prescinden de Dios y del orden moral natural y objetivo. Cuando trate yo de los diversos regímenes políticos, comprobaremos que esa perversión puede darse y se da en totalitarismos comunistas o nazis, en democracias liberales, en dictaduras de partidos únicos o de líderes populares. A todas esas formas de gobierno son aplicables las palabras que Pío XI refiere al comunismo marxista:

«Procurad, venerables hermanos, con sumo cuidado que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente perverso (“communismus cum intrinsecus sit pravus”), y no se puede admitir que colaboren con el comunismo en terreno alguno los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana» ¡y el bien común de los pueblos! Y aún Pío XI añade una profecía, que ha tenido y tiene cumplimiento: «Cuanto más antigua y luminosa es la civilización creada por el cristianismo en las naciones en que el comunismo logre penetrar, tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista» (1737, Divini Redemptoris 60).

También la guerra puede ser lícita para combatir leyes y gobiernos injustos, que llevan a un pueblo a la degradación moral y a la ruina. Pío XI en la encíclica Firmissimam constantiam, dirigida a los Obispos de México, siguiendo la do ctrina tradicional, enseña que «cuando se atacan las libertades originarias del orden religioso y civil, no lo pueden soportar pasivamente los ciudadanos católicos» (1937: Denzinger nn.3775-3776). Y en ese texto indica las condiciones necesarias para que sea lícita una resistencia activa y armada. Es la enseñanza actual que expone el Catecismo de la Iglesia Católica:

«La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores» (2243).

Es indudable, por ejemplo, que un gobierno que promueve y financia cientos de miles de abortos, y que convierte en «derecho» esos asesinatos, comete «violaciones ciertas, graves y prolongadas de derechos fundamentales de los ciudadanos», concretamente de los más pobres e inválidos, de los más necesitados de protección legal. Y también es indudable que pueden darse y se han dado circunstancias históricas en las que el pueblo cristiano debe en conciencia levantarse en armas y «echarse al monte», como los Macabeos, arriesgando con ello sus vidas y sus bienes materiales por la causa de Dios y por el bien común de la nación. Pero actualmente, por el contrario, casi nunca pueden darse en las naciones las otras condiciones exigidas para un lícito levantamiento del pueblo en armas. Son naciones tan sujetas al gobierno del Príncipe de este mundo, Satanás, que es casi imposible que se den en ellas las condiciones 3ª y 4ª.

De otras graves cuestiones, como el martirio, la objeción de conciencia, los combates jurídicos, las asociaciones católicas sociales y políticas, etc., hablaré, con el favor de Dios, al final de esta serie, cuando trate más directamente de qué debemos hacer hoy los católicos en la vida política. Ahora estoy exponiendo los principios doctrinales de la Iglesia en materia política.