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8. 960’8 grados: ¡punto de fusión!

Desde hace varios siglos, Palestina y Jerusalén, con sus Santos Lugares, santificados por la vida, muerte y resurrección de Cristo, no están ya en manos de los judíos ni de los cristianos. Sobre toda la región del Medio Oriente domina inexorablemente la nueva religión del Islam. Se organizan, como sabemos, distintas expediciones de Cruzados, que se proponen liberar y proteger al menos el área del sepulcro. Si bien no siempre tienen éxito, ofrecen a miles de peregrinos una oportunidad maravillosa para aquellos tiempos: poder visitar el país de Jesús.

Los galeones de las repúblicas marineras hicieron viajes entre Pisa, Génova, Venecia y la otra orilla del Mediterráneo, los puertos de Chipre, Famagosta, Limasol, Tolemaida. Iban cargados no sólo de tropas y de armas, sino también de mercancías y botines de guerra, además de una variopinta multitud de devotos y aventureros, de santos y de penitentes. Gracias a alguno de ellos, convertidos en cronistas ocasionales, podemos conocer otras informaciones útiles para unir los eslabones de la famosa cadena entre la historia propiamente dicha de la Sábana Santa y su tradición oral, escrita o documentada de algún modo.

De este modo, sabemos que durante el saqueo de Constantinopla, sucedido en el curso de la IV Cruzada [1202-1204], la Sábana Santa desapareció de la ciudad por motivos de seguridad. También en Constantinopla la pudieron venerar –«precisamente en la capilla de Santa María en el barrio de Blachernæ»–, el rey de Francia Luis VIII y otros visitantes notables, como Guillaume, arzobispo de Tiro, y Amanry, rey de Jerusalén.

Durante algún tiempo, el pueblo tuvo la fortuna de asistir cada viernes a la ostensión pública de la Sábana Santa. Después, con el asedio y toma de Constantinopla por los sarracenos, la reliquia más preciosa del sacrificio de Jesús fue confiada de nuevo a manos seguras –probablemente dentro de los sólidos muros de un convento– y permanece en clandestinidad hasta que reaparece a la luz del sol, más allá de los Alpes, exactamente en Italia y en Francia.

En 1353 la Sábana Santa llega a Turín por primera vez durante un período de tiempo bastante breve. Comienza en este momento su vida histórica en el sentido más riguroso y moderno del término: desde entonces, cada cambio y cada hecho relacionado con ella, será escrupulosamente registrado y, en consecuencia, documentado.

En aquellos años se desata una grave controversia: Pierre d’Arcis, nuevo obispo de Troyes, envía un memorial al anti-papa Clemente VII, en el que declara tener las pruebas de que aquel paño, es decir, la Sábana Santa, estaba pintado artificialmente. Y como sucede a menudo, la mala fe o la sugestión no encontraron ninguna dificultad para descubrir incluso al artista autor de la patente falsificación, que habría sido realizada hacia los años cincuenta-ochenta del siglo XIV.

Esta impugnación presta un gran servicio a la causa de quien sostiene que la autenticidad de la Sábana Santa de Turín, está garantizada mediante pruebas y contrapruebas. Por otra parte, el ataque movido por Pierre d’Arcis duró más bien poco y se desinfló solo, puesto que apenas seis meses después una bula pontificia volvió a convalidar la creencia tradicional, permitiendo de nuevo el culto público de la Sábana Santa.

[De la historia de la Sábana, resumida por H. Leclerq en Suaire del Dictionnaire d’archéologie chretienne et de liturgie, t. XV, pueden extraerse los siguientes datos (Cfr. J.-M. Maldamé, ¿Qué pensar de la Sábana Santa?, Mensajero, Bilbao 2000, 20-27):

–A mediados del siglo XIV Godofredo I de Charny fundó una colegiata en Lirey, diócesis de Troyes, a la que cedió una reliquia de la Pasión, generalizándose el culto a ésta. Posteriormente intervino el obispo de Poitiers, reuniendo una asamblea de teólogos que concluyó que la tela expuesta nunca había envuelto el cuerpo del Salvador. Incluso se llegó a descubrir al artista, que confesó de plano que él había hecho la Sábana. Se prohibio su exhibición.

–En 1356 Godofredo II, hijo del anterior, pidió autorización al legado del papa para restaurar la devoción. El legado le permitió la exposición de la Sábana. El nuevo obispo de Troyes, Pierre d’Arcis, intervino prohibiéndolo de nuevo. Los canónigos desobedecieron. Se recurrió al papa, que entonces residía en Aviñón, ante el cual expuso el obispo sus argumentos. El papa Clemente VII confirmó el permiso concedido por su legado, aunque precisando las condiciones para exponerla; debía advertirse a los fieles que no era el verdadero lienzo que recubrió el cuerpo de Jesucristo, sino una copia o representación del mismo.

–En 1453 Margarita de Charny cede la Sábana a Luis I, duque de Saboya, quien la lleva al castillo de Chambéry.

–En 1578 el duque de Saboya, Enmanuel Filiberto, traslada la Sábana a la nueva capital, Turín.

–En 1670 la princesa Margarita de Saboya obtiene permiso para que los fieles puedan renovar su devoción por esta reliquia].

De vez en cuando se registra algún movimiento de hostilidad, o si se prefiere de excesiva prudencia por parte de alguno –según ha dejado escrito un observador del siglo XVI, Antoine Lalaing, señor de Montigny, que tuvo ocasión de asistir a la ostensión hecha en Pont d’Ains– que, para quitar todo resto de duda, habría sometido la Sábana Santa a limpiezas radicales, hasta incluso hervirla. Pero puede ser que nos hayan informado más de sus intenciones y sugerencias, que de hechos.

La historia de las aventuras por las que sigue pasando la Sábana Santa se hace en adelante más densa, y multiplicar aquí nombres y fechas, sería interesante, pero por otra parte aburrido. Nombrando al señor de Montigny hemos llegado al siglo XV, por tanto a la víspera de aquel terrible incendio de Chambéry, infinitamente más peligroso que todas las pruebas a las que la Sábana Santa, como testigo silencioso y elocuente de la victoria de Cristo sobre la muerte, había sido sometida anteriormente.

Durante la llamada Guerra de los Cien Años, y en particular entre 1418 y 1438, a causa de las invasiones inglesas del suelo francés, había sido necesario cambiar continuamente la Sábana Santa de una localidad a otra. Finalmente, llega al ducado de Saboya, a Chambéry. En un pintoresco y fértil valle alpino se levanta el castillo y dentro el duque coloca solemnemente la Sábana Santa, en una espléndida capilla, detrás del altar, a la derecha. Estará segura incluso en caso de guerra, ya que es muy difícil asaltar semejante fortaleza. La misma sainte chapelle, de hecho, se encuentra en el interior de una torre cuadrada muy sólida y protegida con gruesas puertas enrejadas. No hay que temer posibles represalias o ataques por parte de los miembros de una cercana secta valdense. Allí estará segura, a menos que entre en acción el más engañoso, el más violento e irresistible de los enemigos, el fuego.

1532. En la noche del 3 al 4 de diciembre, mientras la pequeña ciudad y la segura fortaleza de Chambéry duermen, empieza la tragedia. ¿Una vela mal puesta en el candelabro? ¿Una lamparita colocada muy cerca de las telas que adornan el coro donde los canónigos suelen cantar laudes y vísperas? Lo cierto es que el fuego comienza a propagarse desde allí al primer material inflamable que encuentra cerca –y casi todo es inflamable–. En un principio, carboniza lentamente los sitiales del coro, de madera de nogal. Después, las primeras lenguas de fuego serpentean en el vacío, se levantan crepitando y avanzan en dirección a la sacristía. Tapetes y telas se queman enseguida. El aire ya se ha hecho irrespirable, la temperatura aumenta a medida que las llamas devoran todo lo que es de madera: bancos, reclinatorios, marcos de las puertas.

Allí detrás, en la hornacina cercana al altar, la preciosa reliquia parece no correr ningún peligro, porque se encuentra guardada en una gran urna de plata. Parece inatacable, siempre que alguien se dé cuenta a tiempo del incendio.

150-200 grados de calor. Uno tras otro las vinajeras y los jarrones de cristal estallan, se agrietan las ánforas de yeso y los estucados que decoraban el interior.

300 grados. Comienzan a ceder los emplomados que unían los cristales policromados, saltando uno tras otro los ventanales y vidrieras.

Alguien oye el ruido de los cristales al romperse y caer al suelo. Piensa primero que son ladrones sacrílegos, pero el humo que proviene de la sacristía y un alarmante resplandor le revelan la verdad. Rápido, ¡hay que tocar la campana! Y aquel desesperado repicar a martillo despierta por sorpresa y reúne en torno a la torre del palacio ducal a un centenar de personas, comenzando por los inscritos en la cofradía del Santo Sudario.

Cuando se es víctima de la angustia, no es fácil organizar los trabajos para apagar el fuego, y la temperatura alcanza pronto los 400-500 grados.

Alrededor de los 600 grados empiezan a deformarse hasta los pesados candelabros de cobre, construidos especialmente por los hábiles artesanos de Chambéry para adornar la capilla.

650 grados. Se derriten como si fueran de cera los platillos para la comunión, que están hechos de aluminio recubierto de una delgada capa de zinc.

Mientras tanto, las personas reunidas en el patio proponen medidas sin sentido, lloran y rezan en silencio, temiendo que se haya causado un daño irreparable a la Sábana. Llega al exterior el ruido de los mármoles que, al fundirse las grapas de hierro que los sujetaban, caen de las paredes, pulverizándose en el suelo.

800 grados. Empiezan a retorcerse las gruesas lámparas y las mismas rejas, mientras que las barras de hierro que sostienen algún peso se pliegan peligrosamente. Todo cruje en aquel infierno que calienta e ilumina siniestramente la noche de diciembre. Verdaderamente parece como si una potencia infernal alimentase el fuego, desahogando la rabia satánica contra el testimonio que pretendía exaltar en los siglos venideros la acción del Redentor.

Si unicamente hubiera que decir que la capilla había sido destruida y el castillo quemado, sería lo menos importante. Lo que todos se preguntan afuera, con un nudo en la garganta, es qué habrá pasado con la Sábana Santa.

900 grados. El cofre de plata donde se encuentra depositada la Sagrada Sábana, doblada cuadrangularmente, está incandescente. Un tremendo fuego cegador va conquistando una a una las moléculas que componen el cofre. En los lugares en que las llamas atacan con mayor furia y por más tiempo, al alcanzar los 960 grados, la plata toma una consistencia extremadamente blanda. Luego comienza a caer en gotas sobre la Sábana, carbonizando en varios puntos el tejido.

Después de algunos momentos, llegan algunos hombres, dirigidos por el consejero del duque, Filippe Lambert, por detrás del humo que se ha expandido. El agua echada a las llamas, al liberar grandes nubes de vapor, consigue poner freno a la furia del fuego, que queda reducido a algunos focos. ¿Habrán llegado demasiado tarde? En cuanto es posible, entre chorros de agua y el corazón palpitante de todos, un cerrajero y su ayudante consiguen abrir el cofre, y, con el suspiro de alivio que podemos imaginar, constatan, en presencia del arzobispo, que la Sábana

«estaba casi intacta, salvo en los pliegues y, más exactamente, en los cuatro ángulos –la tela estaba doblada en varios pliegues–, donde la plata fundida había caído, provocando las quemaduras que en la tela extendida parecían encuadrar, por así decirlo, la imagen anterior y la posterior del Hombre que en ella se había envuelto». Y un testigo ocular añade: «Este hecho lo vimos claramente todos, estando yo presente en aquel momento, y quedamos sorprendidos» (Judica Cordiglia, op. cit. 32).

La investigación ordenada por las autoridades eclesiásticas concluye con el atestado de que la Reliquia no ha sido destruída por el incendio. Es necesario, no obstante, proceder a su restauración en las zonas donde ha sido alcanzada por el metal fundido. Por fortuna, mejor dicho, providencialmente, la figura no ha sido dañada en ninguna parte que pueda considerarse principal, salvo en los dos brazos, un poco más arriba de los codos.

Las más expertas de entre las monjas de Santa Clara, bajo la guía de la priora sor Louise, proceden a remendar la Sábana Santa, con paciencia y cuidado. En el coro del monasterio, acompañando cada puntada con una oración, se parecen a aquellas otras piadosas mujeres que en la noche del Viernes Santo, en el Sepulcro, acariciaron con manos temblorosas la Sábana que envolvía el cuerpo martirizado del Maestro. Para garantizar que la reliquia quedara incólume y para rendirle honores, están presentes cuatro guardias del duque. Y una vez reparada debidamente, la Sábana Santa es restituida al señor de Chambéry.

Como hemos dicho, resultaría demasiado prolijo relatar aquí todas las vicisitudes por las que la Sábana Santa ha pasado a lo largo de los años, al ser trasladada de uno a otro lugar seguro en cuanto se tenía noticia de guerras, deportaciones o saqueos, tan frecuentes en las épocas pasadas. Únicamente daré cuenta de otro episodio relevante, que explica por qué la Sábana es trasladada a Italia.

San Carlos Borromeo, cardenal de Milán, había hecho voto de ir a Chambéry para venerar la Sábana Santa. Pero una peregrinación de este tipo, en otoño avanzado y a través de los pasos alpinos, habría resultado ciertamente muy extenuante para el prelado, que todavía no era anciano, pero sí de salud delicada. Por esa razón, el duque Enmanuel Filiberto, dispone que la Reliquia se traslade secretamente a Turín, por pocos días, según se dijo entonces. De ese modo, la peregrinación del cardenal, desde Milán a la capital piamontesa, se redujo a una marcha de cuatro días, no puede decirse que fácil, pero sí bastante menos fatigosa.

Después de la pública exposición en un palco construido en la famosa plaza del Castillo, la Sábana Santa se quedó definitivamente en Turín, en la Capilla Palatina, a lado de la Catedral. Allí, bajo la genial cúpula diseñada por G. Guarini, ha pasado la Sábana Santa los últimos años, desde 1578 –aunque con un breve paréntesis durante la segunda guerra mundial, en que estuvo escondida en el monasterio benedictino de Montevergine–.