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3. De Getsemaní al proceso nocturno

Pido disculpas, pero es necesario empezar desde el principio la historia de la Sábana Santa. Quiero precisar enseguida que en los tres capítulos que siguen no he tratado de escribir una devota meditación sobre el Vía Crucis, sino de recoger y subrayar aquellos hechos que constituyen las premisas inmediatas de la muerte de Jesús, y que han dejado un rastro más o menos evidente en el conjunto de las huellas de la Sábana. Nos detendremos en particular en las principales lesiones externas y también hablaremos de las violencias morales a las que fue expuesto el corazón del hombre de la Sábana, aunque esto pueda parecer extraño.

Uno tras otro los discípulos han salido del Cenáculo detrás de Jesús, que con paso ligero recorre el laberinto de calles del barrio de Siloé –desierto en aquellas horas– que desciende desde la ciudad alta hacia el fondo del valle. Nadie tiene ánimo para hablar; sólo se oyen las pisadas de los pies desnudos, que a menudo se hunden en el blando polvo de las calles de tierra. Pasan junto al Templo y llegan enseguida a las piedras del torrente Cedrón, por las que corre el agua de la última crecida invernal. Suben por la orilla opuesta y cruzan el muro pequeño de rocas que rodea el Campo de los Olivos. El propietario del campo ha dado permiso a Jesús para andar por él libremente siempre que quiera; de hecho ya ha pasado allí otras noches, ahora que el tiempo es bueno, paseando, durmiendo, bajo los olivos o en la gruta que se abre en la colina.

El Maestro desea, ahora más que nunca, estar un poco apartado; se muestra siempre dueño de sí mismo; pero una arruga en su amplia frente indica quizás que su tristeza aumenta de modo preocupante. Para no entristecer mucho a los suyos, Jesús les invita a descansar cada uno donde prefiera, y se va adentrando en el interior del campo de los olivos, acompañado sólo de Pedro, Santiago y Juan, los testigos de la Transfiguración... ¡Qué diferente es su transfiguración esta noche!...

Como una marea alta que nadie pudiera contener, la angustia vuelve a crecer y se desborda de repente. Ya no la esconde: tiene miedo, angustia, un palpitar tremendo. Basta mirarle el rostro, palidísimo. «Me muero de tristeza». Los tres amigos están asustados, pero no saben qué hacer o qué decir para consolarle; ya es una suerte tener a su lado amigos en una noche como ésta.

Vacilando un poco, Jesús se aleja unos cuarenta pasos, más o menos la distancia –precisa Lucas– que se puede alcanzar tirando una piedra. Las piernas se le doblan solas y, como agotado por un gran cansancio, Jesús cae de rodillas: tiene que haberle sucedido algo terrible. Como la noche es serena, y con luna llena, los tres que luchan cada vez menos contra el sueño tienen la sensación de encontrarse ante la sombra de su Maestro, incansable y vigoroso hasta hace pocas horas. En ese momento les llega su voz bastante clara: «¡Abba!, ¡Padre mío! Para ti nada hay imposible; aleja de mí este cáliz». El cáliz, modo realista oriental de expresar una situación insoportable: la bebida de sabor muy amargo que se rechaza después del primer sorbo, es la amargura que le invade el espíritu.

Jesús, nuestro hermano, acaba de comenzar el largo Vía Crucis que le espera y que El conoce bien. Y siente ya tanta angustia que le tiembla todo el cuerpo, cubierto de sudor frío. Un sudor nunca visto antes, pues a medida que su lamento se hace más dolorido, «su sudor –dice el médico evangelista Lucas– empieza a deslizarse hasta el suelo como gotas de sangre».

El fenómeno es raro, pero suficientemente conocido por la medicina moderna, que lo llama hematohidrosis, palabra elegante para referirse al sudor de sangre: cuando un prolongado estado de angustia llega a un determinado límite, la tensión psicológica puede afectar a todo el organismo, provocando respiración fatigosa, sudor, escalofríos, aceleración del ritmo cardíaco. Puede darse algo aún más traumático: los capilares sanguíneos se dilatan por el exceso de presión, y pueden romperse en algunos sitios, llegando a la piel y, por la conexión entre los vasos sanguíneos y las glándulas sudoríferas, aparecen gotas color rubí entre los surcos del sudor. Se comprende así un poco más la tormenta que debió haberse desencadenado dentro de Él, ante su visión profética de las torturas que habrá de padecer y que libremente ha aceptado, y ante su conocimiento divino de que habrá hombres para quienes su sacrificio de amor no servirá de nada, de que incluso será motivo de burlas...

Las palabras humanas son absolutamente inadecuadas para describir la realidad completa del drama de Jesús en esas horas, que le lleva a una verdadera agonía. ¿Qué significa esta palabra? El diccionario llama agonía al estado de angustia que precede inmediatamente a la muerte. Del griego agon; es decir, lucha, es el conflicto decisivo en el cual la vida se encuentra en la imposibilidad de continuar, en un organismo destruido por una enfermedad, una herida, un trauma excepcional. Por esto es correcto hablar de una agonía en el huerto de Getsemaní. Se puede objetar que Jesús es joven y sano, tiene un físico perfecto y no ha sufrido todavía ni la menor violencia por parte de sus adversarios. De acuerdo, pero se puede morir, o al menos experimentar la terrible sensación de la agonía, a causa de emociones muy intensas, de dolor moral que supera el límite de lo tolerable.

Una larga, interminable, insoportable punzada, la impresión de que el corazón se le ha roto. Con un gemido más agudo se agacha, apoyando la frente contra el tronco de un olivo. Haciéndolo así, cumple el primer consejo dado por los médicos en casos de infarto: inmovilidad completa, respiración lenta y profunda, expiración por la boca. Si el organismo está fuerte, los daños no son necesariamente irreparables y, en teoría, se puede esperar una recuperación general.

El hombre que está postrado en tierra en el Huerto de los Olivos está en el ojo de un invisible ciclón; se debate en vano en el centro de todas las formas del mal que se han extendido y se extenderán por el mundo a lo largo de milenios. Su corazón es fuerte, es el más perfecto corazón de hombre, pero es un corazón humano, igual al nuestro, que no puede resistir hasta el infinito, y que cede, como también ceden a veces las vigas más sólidas ante la violencia de una catástrofe.

Este músculo esencial para la vida se encuentra dentro de dos revestimientos; uno interno o endocardio y otro externo o epicardio. Cuando la presión de las arterias oprime fuertemente al corazón, éste puede llegar a rendirse, cosa bastante normal en un órgano ya desgastado, y entonces se produce el infarto; o puede producirse un principio de infarto, una perforación, como un doloroso corte, abierto por el corazón en el endocardio, sin afectar al epicardio. Entonces la sangre invade el espacio existente entre el músculo mismo y el epicardio, y luego los glóbulos rojos, más pesados, se depositan en la parte inferior, separándose del suero.

Este hecho, sucedido hacia la medianoche del Jueves, se hace visible en la tarde del día, por la punta oval y cortante de la lanza clavada en su costado, quedando su huella también en la Sábana. Cuando el soldado hunde la lanza en el pecho de Cristo, a la altura del corazón, enseguida sale «sangre y agua», de lo que da testimonio Juan, que se encuentra allí a su lado.

Los colegas actuales del médico-evangelista Lucas hablan de hidropericardio de origen agónico, aunque hay otros expertos que prefieren atribuir el origen del líquido que acompañó la salida de la sangre a causas traumáticas externas, como los golpes que Jesús recibió en la casa de Caifás y después en el pretorio, con toda la violencia de los flageladores, en el pecho y la espalda; para ellos sería una pericarditis sueral.

Quizás una causa no excluya necesariamente la otra, sino que las dos hipótesis podrían complementarse. La flagelación ha dejado sus huellas muy evidentes en la Sábana fúnebre, pero las de Getsemaní son aún más profundas: Jesús ha agonizado de dolor, ha estado a punto de morir de pena. ¡Cuánta verdad encierran estas palabras, bien utilizadas por nuestros ancianos, que no conocían el término, pero sí la realidad del infarto!

Los tres testigos, privilegiados y entusiastas en la Transfiguración, no han logrado ser más que testigos somnolientos del drama doloroso vivido en la soledad por el Maestro. Envueltos en sus capas al estilo oriental, sobre el suelo o con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, oyen: «Padre mío, si es que debo beber este cáliz, que se haga tu voluntad». Jesús ha decidido que lo beberá hasta la última gota, hasta el Calvario. Y esa verdad, momentáneamente oculta, se estampa luego en la Sábana, signo de un amor demasiado grande como para ser comprendido por completo.

Jesús tendrá que luchar ahora con todas sus fuerzas para sobrevivir un poco más; le faltan 15 ó 16 horas, interminables, para sufrir el tormento al que está destinada su pobre carne. Espera a Judas, que está volviendo. En un momento el olivar se encuentra lleno de gente armada y agitada. Judas le dice: «¡Salud, Rabbí!». Y el Maestro le responde: «Amigo, ¿a qué vienes?». Los soldados saben que tienen que capturar a un hombre por encargo de los empleados del servicio de orden del Templo. Son las dos más o menos de la noche. Ha empezado el primer Viernes Santo.

Con las manos atadas con una cuerda, entre empujones y con un escándalo que despierta a los habitantes, Jesús es conducido arriba, a la Ciudad Alta, por la misma calle que recorrió hace pocas horas. En el Palacio de Caifás, tan sólo a unos cientos de metros del Cenáculo, ha sido convocada con urgencia una reunión extraordinaria de todos los responsables. Muchos de los dirigentes no se han ido a dormir, esperando la hora. Aquel incómodo personaje venido de Galilea para turbar su tranquilidad finalmente está en sus manos; ciertamente no lo dejarán escapar. La sentencia ha sido pronunciada hace meses; establecido también el tipo de ejecución, falta sólo un detalle: un proceso, una apariencia de legalidad, para quedar con la conciencia en paz. Más aún, deben pasar al procurador romano la responsabilidad de que este hombre desaparezca de una vez de la circulación.

La fase inicial del proceso de Jesús es en casa de un ex-presidente que conserva todavía el papel de dirigente temido e indiscutible. Allí, durante el interrogatorio, uno de los guardias le golpea el rostro duramente, dejándole huellas que quedan registradas en la Sábana. Después se dirigen en masa hacia el tribunal que preside el sumo sacerdote Caifás; los testigos en contra del imputado no coinciden en sus versiones de los hechos. Bastaría una palabra comprometedora por parte de Jesús, pero Él calla.

Calla mientras puede, hasta que le hacen una pregunta clave: «¡En nombre de Dios vivo, te conjuro a que nos digas si tú eres de verdad el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios!» En ese momento no puede callar; sus ojos hasta ahora bajos se llenan de una luz en la que brilla la ternura y el orgullo afectuoso hacia su Padre; y fijándolos en el rostro del inquisidor, responde: «tú lo has dicho», es decir, «así es».

Llenos de una rabia más teatral que realmente sentida, todos gritan que el Hombre ha blasfemado, ha osado profanar el nombre santo de Dios. «¡Ha blasfemado, lo habéis oído todos vosotros; ¿qué decís?». Y siguiendo el guión, como instrumentos, los presentes gritaron: «Tiene que ser condenado a muerte».

Entonces, cuenta Mateo, le escupieron a la cara y empezaron a darle puñetazos y bofetadas, por turnos. Como le habían vendado los ojos, podrían reírse de él: «Ahora haz de profeta, Cristo, adivina quién de nosotros te acaba de golpear». Incluso a través de la venda más espesa, hasta con los ojos bajos y llenos de lágrimas Jesús sería capaz de responder a sus preguntas, pero ha decidido no responder, dejar que el juego continúe. Y precisamente porque Él se comporta serenamente, sin reaccionar, los golpes le llueven encima, cada vez más duros y violentos. Cada uno le deja su señal. En el Evangelio se cuenta todo esto. También en el evangelio según la Sábana. Así lo describen los expertos:

En la frente, a la altura de la ceja derecha, a un centímetro y medio más o menos de la nariz, se observa una excoriación de 6 cm., atribuible a un violento bastonazo que ha roto la piel contra el hueso delgado del arco de la ceja. En la otra ceja se ve en cambio una zona escoriativo-contusiva de 2,5 cm., producida por uno o varios puñetazos. Hacia el centro del cartílago nasal se observa la señal circular de otro bastonazo, dado con un palo más bien corto, similar al testigo de los atletas de las carreras de relevos. El golpe fue dado por una persona que se encontraba a su derecha y que tenía el bastón en la mano izquierda. El diagnóstico es sencillo: rotura y desviación del tabique nasal. O, siguiendo la segura guía del profesor Judica-Cordiglia:

«en la mejilla izquierda, en el extremo de la nariz y en el labio inferior se muestran heridas de varias dimensiones, producidas por agentes contusivos. En la región de la mandíbula, a la altura del surco naso-labial, se puede apreciar, en medio de una barba abundantemente bañada en sangre, una notable hinchazón de esta zona» (G. Judica-Cordiglia, L’uomo della Sindone è il Gesù dei Vangeli? Chiari, BS, 1974, 64-66).

Se ha apuntado la hipótesis de que ese hematoma no fuera producido por una mano armada con un bastón o tabla de madera, sino por una fuerte caída de bruces contra el suelo, durante el Viacrucis.

El corazón, que ya se desbordaba de amargura en el Huerto de los Olivos, sigue sufriendo otras penas casi sin parar: el sufrimiento por la negación de Pedro, que jura y perjura no haber conocido nunca a aquél hombre; el sufrimiento por la desesperación de Judas, peor que la misma traición...