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Capítulo 54

1-10: «Con amor eterno te he compadecido»

Sirviéndose una vez más de la imagen matrimonial, el profeta anuncia con extraordinario vigor el proyecto de Dios. Israel, desposada con Yahveh por la alianza, ha sido repudiada por sus repetidas infidelidades y ha quedado sola, abandonada y sin hijos. Pero el Señor, movido por el amor que tiene a su esposa, va a volver a tomarla, la va a restablecer y va a colmarla de hijos.

Paradójicamente, las infidelidades de Israel han servido para conocer mejor el amor del Señor por su pueblo. Ya de antes sabía que era un amor de predilección, gratuito e inmerecido. Al comprobar que sigue siendo amado a pesar de sus infidelidades, Israel entiende que el amor de su Dios es «eterno» e inconmovible, que permanece fiel a sí mismo y que ama a pesar de todo. Al constatar que el Señor reconstruye a su pueblo, descubre que su amor es poderoso y creador, que es capaz de hacer completamente nuevo a aquel a quien ama. Al contemplar la nueva fecundidad de la estéril, sabe que su Dios va incomparablemente más allá de lo que es justo y que la norma de su actuación es la misericordia absolutamente gratuita e inmerecida.

Apoyado en este amor de Dios, el pueblo puede comenzar de nuevo. No comenzar de cero, sino abrirse a las «cosas nuevas» que el Señor les prepara en esta nueva etapa de su historia. Puede continuar su camino dejando a un lado la vergüenza, la afrenta y la tristeza y experimentando el gozo de una fecundidad nueva. Puede avanzar apoyado en la certeza de la fidelidad del Señor, en la seguridad de que su amor -más firme que los montes- jamás se apartará de su lado.

-Nosotros conocemos el amor de Dios de una manera más plena y más profunda que los contemporáneos de Isaías II. En su Hijo, hecho hombre por nosotros y muerto por nuestros pecados, Dios nos ha dado a conocer su amor desmesurado, que en la cruz ha llegado «hasta el extremo» (Jn. 13,1).

Este amor debe seguir siendo para nosotros el fundamento de la esperanza que no defrauda (Rom. 5,5). El hecho de que nada ni nadie puede apartarnos de este amor esnuestra única seguridad (Rom. 8,31-39). Y es este amor el que nos certifica una nueva e increíble fecundidad -humanamente impensable- para esta Iglesia que en tantos lugares contemplamos envejecida, estéril y sin hijos.

11-17: «Voy a cimentarte con zafiros»

Si en los versículos anteriores Jerusalén aparecía como la esposa que experimenta cómo el amor del Esposo divino la renueva y regenera y multiplica sus hijos, aquí aparece como una ciudad deslumbrante por su belleza y esplendor. Al reconstruirla, su Hacedor no se conforma con lo mínimo, sino que derrocha en ella lujo y magnificencia. Recubierta por todas partes de piedras preciosas, se convierte así en reflejo de la belleza del Señor que habita en ella y del poder de su Dios que es capaz de obrar semejantes maravillas.

Pero en el fondo toda esta belleza externa no es más que expresión de otra belleza más profunda, aunque también perceptible por fuera: todos sus hijos serán discípulos del Señor y encontrarán en ello su dicha, y la ciudad como tal será consolidada en la justicia (es decir, en santidad, en la relación adecuada con el Señor, y consiguientemente en la justicia de unos para con otros y de la sociedad como tal).

Y además tendrá otra característica importantísima en toda ciudad -sobre todo en la antigüedad, en que estaban siempre expuestos al asalto de los enemigos-: la seguridad. Jerusalén se verá libre del temor de estos ataques y de la opresión de los adversarios, pues será convertida en ciudad verdaderamente inexpugnable. ¿El motivo? La presencia del Señor que vuelve a ella (52,8) y será de nuevo su escudo y su alcázar.

La Iglesia es construcción del Señor (1Cor. 3,9). Pero también nosotros somos colaboradores en la edificación del templo de Dios y por ello responsables de cómo construimos (1Cor. 3,10-17). Podemos construir sólo apariencias. Podemos destruir. Podemos también edificar un templo santo y eterno. En este templo sólo la caridad construye, sólo la caridad embellece, sólo la caridad permanece. El amor no pasa nunca (1Cor. 13,8).

El N. T. aplica el v. 13 al cristiano (1Jn. 6,45; 1Tes. 4,9). Todo cristiano es un «teodidacta». Habiendo recibido el «Maestro interior», es enseñado desde dentro por el Espíritu. Por eso es fundamental la docilidad. Sólo el que es dócil al Espíritu se deja conducir a la verdad plena (Jn. 16,13), se deja santificar y es instrumento eficaz en la construcción de la Iglesia.

-La Iglesia es inexpugnable. Ni siquiera los poderes del infierno prevalecerán contra ella (Mt. 16,18). Pero a condición de que se apoye en el Señor. Ella sólo es fuerte en la fuerza de Dios. Sólo es santa en la santidad de Dios. Cuando busca otros apoyos fuera del Señor sólo es testigo de su impotencia. Cuando busca otros bienes fuera de los dones de su Esposo sólo es testigo de su mediocridad. Sólo la santidad es su fuerza. Sólo la santidad que viene de Dios es creíble.