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Capítulo 52

1-6: «Vístete el traje de gala»

El lenguaje del profeta se vuelve progresivamente más ardiente y apasionado, y su insistencia más apremiante. Tomando prestadas las palabras del apóstol hubiera dicho: «Tengo celos de vosotros, los celos de Dios; pues os tengo desposados con un solo esposo»... (2Cor. 11,2).

La llamada a espabilar se transforma casi en un grito de victoria: «¡revístete de tu fortaleza, Sión!». Es cierto que Jerusalén aún se encuentra cubierta de polvo y cargada de cadenas, pero la palabra poderosa del Señor a través del profeta la pone en pie y la libera. Comienza para ella una etapa nueva y gloriosa, simbolizada en las ropas de fiesta que reviste.

Este vestido de gala es una renovación de su santidad. Pues la «ciudad santa» había quedado manchada por la presencia en ella de «incircuncisos e impuros». Pero estos ya no volverán a entrar en ella, y todo será santo.

Esta liberación y renovación el Señor la llevará a cabo de manera totalmente gratuita, pues Él no debe nada a nadie, ya que su pueblo le pertenece como propiedad personal (43,1). De ese modo manifestará la grandeza de su nombre, ultrajado mientras su pueblo permanece humillado, y hará que Israel comprenda que su Dios está con él y que nunca le ha abandonado.

-Si es verdad que por un lado la belleza de la Iglesia sólo brillará de manera perfecta y definitiva al final de los tiempos (Ap. 21,1ss),no es menos cierto que ya en este mundo está llamada a engalanarse con la gloria de Dios para que los pueblos puedan caminar a su luz (Ap. 21,23-24).

El traje de gala de la Iglesia no es la parafernalia o el boato externo, sino la santidad de Cristo irradiando en la vida de sus hijos. Una Iglesia revestida con este traje no necesita defenderse a sí misma. La santidad de sus hijos es su mejor apologética. Por eso, la principal tarea pendiente en la Iglesia es sacudir el polvo de las costumbres no evangélicas acumulado durante siglos y romper las cadenas producidas por el empeño de agradar a los hombres en vez de a Cristo (Gal. 1,10).

7-10: «¡Qué hermosos los pies del mensajero!»

El anuncio gozoso de los versículos anteriores es llevado a Jerusalén por un mensajero. Casi percibimos a través de los montes y caminos el recorrido de sus pies «hermosos» (cfr. Cant. 2,8), porque es portador de una Buena Noticia, una noticia de salvación y de paz, una noticia profundamente gozosa: «¡Ya reina tu Dios!». El Señor manifiesta y realiza su dominio sobre los enemigos y hace a su pueblo beneficiarse de su victoria.

El anuncio del mensajero es acogido con júbilo y entusiasmo por los vigías de la ciudad, que no se limitan a dar la noticia de manera fría y aséptica, sino que la transmiten con gritos de alegría contagiosa. Y no la comunica uno solo, sino todos juntos, «a coro». ¿El motivo? «Ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión». Lo que en otro tiempo había sido privilegio de Moisés (Ex. 33,11), ahora es ofrecido a todos: la experiencia gozosa de la presencia del Señor (cfr. 52,6: «aquí estoy»).

Hasta las ruinas de Jerusalén -tanto tiempo desolada, como expresión de la tristeza del pueblo- se hacen eco de este anuncio exultante y rompen a cantar, solidarias del gozo de los vigías y de todo el pueblo. Parece como si esas ruinas presintieran su inminente reconstrucción (cfr. 49,17).

Más aún: la acción del Señor rescatando y consolando a los suyos tiene repercusiones universales. La actuación del Señor ha sido pública y visible, de modo que hasta «los confines de la tierra» han podido ver y contemplar «la victoria de nuestro Dios».

-El evangelio es una noticia gozosa, exultante. Lo que nos anuncia no es simplemente el fin del destierro y la liberación de la opresión babilonica, sino algo incomparablemente más grandioso: que Cristo nos ha liberado del pecado y nos ha arrancado del dominio de Satanás; que la muerte no tiene la última palabra y se nos ofrece el don de una vida eterna; que Cristo ha vencido el mal de manera definitiva e irrevocable; que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, que vive en nosotros y nos ama hasta el extremo; que ha muerto para salvar a todos...

Esta noticia incomparable sólo puede ser recibida y transmitida con estremecimiento de gozo y con asombro. En ella nos va la vida y la felicidad. De ella depende nuestra eternidad. A su lado toda otra noticia resulta insignificante y crepuscular... ¿Recibo así el Evangelio, con el mismo alborozo -al menos- que los vigías de Jerusalén? ¿Experimento la necesidad y la urgencia de transmitirlo a los demás como la única noticia que alegra y salva?

11-12: «Salid de ella»

Puesto que la decisión del Señor es firme e irrevocable, ha de ser secundada dócilmente. Hay que ponerse en camino. La esperanza mira siempre hacia adelante.

Esta salida tiene algo de ruptura con lo impuro. Babilonia ya está condenada (c.47), y ha de ser rechazada por el pueblo santo en cuanto sede de la idolatría y del pecado: «¡apartaos, apartaos!» El pueblo de Dios ha de evitar contaminarse con ese mundo caduco y viciado, condenado a la destrucción y al fracaso.

Pero la salida es ante todo una marcha procesional, un cortejo solemne en el que el pueblo camina escoltado por su Dios, que avanza al frente y en la retaguardia. De este modo la protección es total, la seguridad es perfecta. La salida no es con prisas y en huida, como en Egipto, sino con señorío y majestad. Y el arduo recorrido de los caminos se transforma en celebración festiva.

-El nuevo pueblo de Dios también necesita apartarse de ese mundo de malicia y de pecado (Ap. 18,4s). Pero su postura no es en absoluto defensiva. Por un lado, se sabe acompañado continuamente por aquel a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt. 28,18-20). Por otro, se sabe portador de un mensaje y de una salvación que es para todos los pueblos, para todos los que quieran recibirlo. Así, el recorrido por este mundo es una peregrinación hacia la casa del Padre y un servicio de amor a todos los hombres.