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Capítulo 51

1-3: «Mirad la roca de donde os tallaron»

Nueva llamada de atención del Señor -«escuchadme»-, que propone nuevos motivos de esperanza.

Se trata ahora de volver a los orígenes para redescubrir en ellos la propia identidad. Todo el pueblo de Israel tiene su origen en «uno solo» -Abraham-, que además era estéril. Si ese «uno solo» se ha convertido en una muchedumbre incontable como las estrellas del cielo o la arena de las playas, es porque el Señor mismo le ha multiplicado. Y esa multiplicación es debida únicamente a la bendición eficaz de Dios y a su promesa fiel.

Pues bien, la lección es fácil de deducir. Si ahora el pueblo se encuentra reducido a un «resto» insignificante, eso no es obstáculo para que la bendición del Señor lo convierta en una multitud innumerable (49,18-20). Más aún, el Señor no sólo va a operar una multiplicación, un cambio «cuantitativo», sino una transformación «cualitativa»: va a transformar el desierto en «Paraíso del Señor», donde abundará el gozo y los cantos festivos de acción de gracias y alabanza.

-La fuerza del Reino de Dios no se apoya en los efectivos humanos, ni en el número, ni en las cualidades personales, ni en la capacitación de ningún tipo. «¡Mirad, hermanos, quienes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza» (1Cor. 1,26). El Reino de Dios se construye con la fuerza del Espíritu Santo. Y para que más brille esta fuerza Dios se complace en elegir lo necio, lo débil, lo plebeyo y despreciable, lo que no es (1Cor. 1,27-28).

4-8: «Mi salvación dura por siempre»

El Señor pone todo su empeño por medio del profeta en convencer a su pueblo, en lograr que se fíe plenamente de Él. De ahí la insistencia reiterada: «hazme caso, pueblo mío; nación mía, dame oído»; «escuchadme». Lo que le anuncia concierne únicamente a su bien y a su salvación.

La salvación del Señor se presenta ante todo como una acción consistente. Incluso los elementos más estables de la creación -cielos y tierra- resultarán efímeros -serán como humareda y como un vestido gastado- en comparación con lo definitivo e inconmovible de la salvación aportada por el Señor.

Confiar en el Señor significa estar atentos a esta salvación que Él ha prometido, la cual es ya «inminente» (v. 4) y se ofrece a todos los pueblos (v 5). Confiar en el Señor significa también adherirse a la voluntad de Dios manifestada en la Ley no temiendo «las injurias de los hombres» (v.7), en la certeza de que desaparecerán de la misma manera que un vestido roido por la polilla (v. 8), mientras que la palabra del Señor permanece por siempre (40,8).

-Amaestrado por la revelación divina, el creyente distingue espontáneamente entre lo efímero y caduco -aunque sea visible- y lo permanente y eterno -aunque sea invisible- (2Cor. 4,18). El hombre auténtico tiene horror a quedarse en lo que es inconsistente, en lo que se desvanece como humo y es apariencia pasajera (1Cor. 7,31). Busca instintivamente lo definitivo, lo eterno. Por eso se adhiere con todo su ser a la voluntad de Dios, pues «el mundo pasa con sus pasiones, pero el que cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn. 2,17). Sabe muy bien que todo lo que no sea construido en Dios y según Dios es «vanidad de vanidades» (20.1,2). Sólo «el justo es construcción eterna» (Prov. 10, 25). Sólo el santo no pasa.

9-11: «¡Revístete de fuerza, brazo del Señor!»

El profeta siente prisa por ver realizada la liberación de su pueblo. Por eso clama a su Dios. Parece que el Señor está dormido y con su grito pretende despertarle. De ahí la interpelación, que encontramos también en los salmos (p. ej. Sal. 44,24): «¡Despierta, despierta!» Durante el exilio parece que el Señor hubiera estado dormido, y ahora se le ruega que vuelva a realizar los maravillosos prodigios de antaño.

Sin embargo, la realidad es bien distinta. Los mismos salmos nos atestiguan que «no duerme ni reposa el guardián de Israel» (Sal. 121,3-4). Quien de veras siente impaciencia por salvar a su pueblo es el Señor (42,13-15). Y quien de veras está dormido es el pueblo, que necesita ser zarandeado reiteradamente por el profeta para que se haga consciente de la salvación inminente que el Señor le tiene preparada (51,17; 52,1).

En realidad, el profeta se enardece contemplando las antiguas proezas del Señor en la creación (que poéticamente se expresa como una victoria sobre los monstruos del abismo y del caos) y en la liberación de Egipto (también una victoria frente al mar, siempre temible). Y esas proezas le animan a suplicar al Señor que venza a los nuevos monstruos que amenazan a su pueblo (en este caso, el poder del imperio babilonio).

Por tanto, no es que el profeta pretenda «convencer» al Señor y «enseñarle» lo que debe realizar, sino que se ha dejado él mismo convencer y enseñar por lo que el Señor ya ha realizado anteriormente y que es signo de lo que va a realizar. Por eso, la súplica termina en la certeza de que «los rescatados del Señor volverán»; más aún, regresarán entre cantos de gozo y de fiesta. En el fondo, el profeta es testigo de la impaciencia divina.

-La auténtica súplica no va «de abajo arriba», sino al revés «de arriba abajo». Es verdad que puede tomar ocasión de determinadas necesidades, de uno mismo o de los demás. Pero el punto de apoyo de la súplica no son las necesidades, sino Dios mismo: lo que Él es, lo que es capaz de hacer, lo que quiere realizar, lo que de hecho ya ha llevado a cabo... La súplica sólo cobra fuerza cuando arranca de la contemplación y de ella se alimenta. No es preciso convencer a Dios, pues Él está «bien convencido»; somos nosotros quienes precisamos dejarnos convencer de lo que Él puede y quiere hacer. Sólo así podremos participar también nosotros de la impaciencia divina.

12-16: «Olvidaste al Señor... y temías»

Estos versículos son como la respuesta del Señor a la súplica del profeta. En realidad no estaba dormido sino que era el hombre quien se había olvidado de Él.

Además, ese olvido le ha llevado al miedo y al temor. Al no contar con el Señor ni buscar en Él su refugio y su fuerza, se han sentido «despavoridos todo a lo largo del día», como un niño que al alejarse de sus padres se siente aterrorizado por un peligro que le desborda.

Si no hubieran olvidado a Yahveh estarían tranquilos, pues toda la furia del opresor que se dispone a destruir no es nada frente a la grandeza del Señor que «extendió los cielos y cimentó la tierra». Si hubieran contado con aquel cuyo nombre es «Señor de los Ejércitos» no estarían asustados ante un mortal, ante un simple hombre que es como la hierba que se seca con la misma rapidez con que había brotado.

Pero a pesar de ese olvido, el Señor -que es Consolador- vuelve a tomar la iniciativa para sacar de la prisión a Israel, al que nunca ha dejado de considerar pueblo suyo y al que a pesar de todo ha mantenido protegido a la sombra de su mano.

-Dios no se aleja del hombre, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (He. 17,28). Es el hombre quien al olvidarse de Dios siente su ausencia y su lejanía, experimenta la soledad y el abandono (cfr. Gen. 3,7; Lc. 15,14-17).

El hombre contemporáneo, al haberse olvidado de Dios, experimenta el desamparo del niño perdido que se encuentra solo frente a un mundo extraño e inhóspito. Por eso hay tantos miedos y temores en nuestros días. Sólo la esperanza en Dios es radicalmente liberadora.

17-23: «¡Despierta, despierta!»

Es difícil saber quién habla aquí, si el Señor o su profeta. De hecho, están tan identificados que sus anhelos y deseos coinciden. Por algo el profeta es «la boca de Yahveh» (40,5).

Pues bien, el profeta transmite el deseo ardiente de su Dios por hacer real y efectiva la salvación en favor del pueblo. Y para ello hay que espabilar a Jerusalén que yace vencida por un profundo sopor, como una mujer dormida a causa de una borrachera que la ha dejado completamente aturdida y enajenada. La bebida ha sido «la copa de la ira del Señor», el castigo por sus pecados que la ha dejado postrada en el suelo, cubierta de polvo y desalentada.

Las palabras son de aliento y consuelo para esta esposa dolorida y humillada. Ya ha cumplido el castigo merecido y ahora la copa de la ira del Señor va a pasar a los enemigos que han abusado de ella en exceso.

El Señor se dispone a cambiar la suerte de su pueblo. Por eso es necesario que este pueblo reaccione y salga de su postración. Que reaccione sobre todo frente a la desesperanza y el desaliento. Lo hará con la ayuda de los imperativos eficaces del Señor: «¡Despierta! ¡Levántate!». Una vez despertada por el Señor, debe ponerse en pie y después... ponerse en camino (52,11-12).

-En gran parte nuestra Iglesia está dormida. Y lo que la adormila es sobre todo la desesperanza. Es verdad que estamos cosechando la esterilidad de nuestros propios errores y pecados. Pero nuestra Iglesia debe espabilar. Debe tomar conciencia del enorme potencial que encierra dentro de sí. Ha recibido la fuerza del Espíritu, tiene al Señor Resucitado, posee los sacramentos como fuentes de gracia y de vida eterna... Tiene capacidad para renovar el mundo, pues es sacramento universal de salvación. Tiene energías para transformar el desierto en paraíso. Por eso, reconociendo los errores pasados y apoyándose sólo en el Señor, debe ponerse en pie y lanzarse con decisión a la tarea de la nueva evangelización.

¡Iglesia de Cristo, despierta! Prepárate a la nueva primavera que el Señor te prepara.