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Capítulo 44

1-5: «Derramaré mi espíritu»

El pueblo deportado es como un sequedal, un auténtico desierto (v. 3), completamente estéril e infecundo. Pero Yahveh, en virtud de su amor fiel y creador, en virtud de su elección (vv. 1-2), va a bendecir a Israel (v. 3).

La bendición de Dios es siempre eficaz, pero esta bendición que aquí se promete lo es de manera especial, pues Dios anuncia una efusión de su mismo Espíritu. Lo mismo que la tierra reseca es fecundada por la lluvia (55,10), el Espíritu de Yahveh vivificará a su pueblo haciéndole capaz de dar fruto abundante: «crecerán como hierba junto a la fuente, como sauces junto a las acequias» (v. 4; cfr. Ez. 47,1-12).

Y el primer fruto de esta efusión del Espíritu será la donación total al Señor, la conciencia de pertenencia exclusiva a Dios: «Yo soy de Yahveh» (v. 5).

-Nosotros no tenemos sólo la promesa, sino el don real y efectivo del Espíritu. Pero hemos de acogerlo y recibirlo y vivir de Él. Sin la acción vivificante del Espíritu no hay vida cristiana auténtica, ni testimonio creíble, ni es posible una verdadera renovación.

La renovación de la Iglesia hoy no será posible sin una nueva efusión del Espíritu, que ha de ser implorado y deseado. Sólo un nuevo Pentecostés que renueve las maravillas del primero hará posible un nuevo vigor cristiano y un nuevo impulso evangelizador. Pues sólo el Espíritu puede comunicarnos el gozo de vivir y testimoniar nuestra pertenencia total y exclusiva al Señor.

6-8: «¡No hay otra Roca!»

El profeta vuelve sobre motivos ya enunciados: Yahveh es el único Dios, es eterno («yo soy el primero y el último»), abarca el pasado y el futuro, y por eso puede predecir lo que sucederá.

Sin embargo, su afirmación no es puramente filosófica y teórica, sino vital y existencial. Decir que no hay otro Dios significa que no hay otra Roca, es decir, otro apoyo que dé firmeza y estabilidad, otro cimiento que fundamente y sostenga la propia vida.

El título de Roca dado a Dios es muy querido para los salmistas, precisamente porque expresa muy gráficamente un rasgo esencial de lo que Dios es para el hombre (Sal. 18,3-32; 28,1). Y el pueblo de Israel es llamado a ser testigo de esta realidad ante todos los pueblos (v. 8).

-¿Dónde se apoya mi vida? ¿Cuál es mi roca? ¿Dónde pongo mi confianza?

La confianza en la Biblia no es un simple sentimiento, sino la actitud profunda del hombre que cimenta su vida sobre Dios, la única Roca estable e inamovible. Todo lo que sea apoyarse fuera de Él es una falsa confianza que lleva inevitablemente al fracaso: «Maldito el hombre que confía en el hombre» (Jer. 17,5). «No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar; exhalan su espíritu y vuelven al polvo: ese día perecen sus planes» (Sal. 146,3-4). Sólo la casa cimentada sobre la Roca permanece firme por muchas que sean las tempestades (Mt. 7,24-25).

9-20: Vergüenza y bochorno

Frente a la firmeza que proporciona el apoyarse en la Roca divina, el profeta vuelve a ridiculizar a los ídolos, a sus artífices y a sus adoradores.

Se les tacha de ciegos y necios, incapaces de comprender y entender (vv. 18-19). Frente al Dios que salva y rescata, el ídolo «no salvará su vida» (v. 20). Son «vacuidad» (v. 9), de nada sirven, son inútiles; por eso sólo producen decepción y fracaso, vergüenza y bochorno (v. 11). Y lo más triste es que ni siquiera se dan cuenta de su necedad, pues sacarían más provecho (vv. 15-19) si la madera que emplean para hacer el ídolo la empleasen para otros fines...

-No hemos de pasar por estos textos por encima, con una sonrisa compasiva, como si no fuera con nosotros. Cuando con tanta frecuencia la Palabra de Dios nos habla de los ídolos, es por que el Espíritu tenía en cuenta no sólo a aquellos hombres, sino también a nosotros (1 Cor. 10,6-7. 11). Si no adoramos estatuas de leño, sí somos propensos a adorar las obras de nuestras manos, tal vez más vistosas, pero hechura de manos humanas al fin. Si no adoramos ídolos materiales, sí adoramos probablemente ídolos invisibles, imágenes o ideas de Dios que nos forjamos y que sin embargo no son el verdadero Dios.

21-23: «Recuerda»...

El profeta anuncia como un hecho -«te he redimido»- lo que en su realización es todavía futuro. Es tal su confianza en Yahveh y en su palabra que no puede dudar de que realizará lo prometido. Más aún, es tan firme su certeza que invita a toda la creación a cantar de antemano las maravillas que presiente -«gritad, cielos, de júbilo, porque Yahveh lo ha hecho»- pues serán una manifestación esplendorosa de la gloria de Dios.

Una vez más la confianza se apoya en que Israel ha sido «formado» por Yahveh y es su siervo. En consecuencia, el Señor asegura que no olvida a su pueblo. Al revés, es el pueblo quien se olvida de esta elección y de este amor, y por eso Dios mismo le amonesta: «Recuerda»...

Y una vez más hay una llamada a la conversión: «Vuelve a mí». Pero también esta se ve como un hecho realizado: «he disipado como niebla tus rebeliones». Con la misma facilidad con que el sol disipa la niebla matinal, Dios hace desaparecer el pecado; sólo espera un movimiento de conversión -«vuelve a mí»- para realizar este prodigio: «¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino! En un momento humillaría a sus enemigos y volvería mi mano contra sus adversarios» (Sal. 81,14-15).

-Ciertamente somos olvidadizos. Por eso la tarea principal es «hacer memoria» (2 Tim. 2,8), recordar en la fe lo que Dios en Cristo es para nosotros y ha hecho por nosotros. Este recordar es un ejercicio de fe que se transforma en acto de confianza y esperanza. Y esta esperanza nos da certeza respecto de la acción futura de Dios y nos lleva al arrepentimiento al hacernos creer que es posible el perdón de Dios. Dios no olvida, pero es necesario que tampoco nosotros olvidemos...

24-28: «Yo lo he hecho todo»

En contraste con la inercia de los ídolos, que son «hechos» por un hombre (vv. 9-20), aquí Yahveh se presenta como el que «hace»: doce verbos manifiestan otros tantos aspectos de la actividad fecunda de Dios; más aún, Él es el que ha hecho «todo» (v. 24). En consecuencia, contemplamos a un Dios lleno de vida y con una fecundidad asombrosa.

Su actividad se extiende tanto al ámbito de la creación material (v. 24) como al de la historia de los hombres (v. 28). Pero lo que más llama la atención es que esta actividad Dios la realizó por su palabra: cinco veces encontramos el verbo «decir» aplicado a Yahveh. Lo mismo que cuando Él lo dijo se secó el Mar Rojo (v. 27), en esta nueva etapa de la historia se cumplirán también sus órdenes dictadas a través de sus profetas: «¡Jerusalén, serás habitada; ciudades de Judá, seréis reconstruidas; ruinas, os levantaré!» (v. 26); «Jerusalén, serás reconstruida; templo, serás cimentado» (v. 28). La palabra de Dios es eficaz, se cumple siempre, porque es palabra creadora que suscita lo que no es: «Él lo dijo y existió, Él lo mandó y surgió» (Sal. 33,9).

En definitiva, se trata de una nueva llamada a confiar en la palabra del Señor que permanece siempre (40,8) y se cumple siempre (55,11) y que tiene poder tanto para anular a los sabios y adivinos de este mundo (v. 25) como para servirse de los reyes paganos para pastorear a su pueblo y realizar todo su designio (v. 28).

-El que de verdad se une a Dios no tiene peligro de pasivismo, pues Dios dinamiza y activa al hombre, ya que Él es un Dios vivo y actuante. El verdadero peligro es sustituir la acción de Dios por la nuestra, pues entonces sólo construiremos ídolos, hechuras de manos humanas, llamadas al fracaso y a desvanecerse como humo. Lo esencial es acoger la Palabra de Dios, pues ella nos moverá por su propio dinamismo a que se realice en nosotros, y por medio de nosotros en los demás y en el mundo, el designio íntegro y eterno de Dios. «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc. 11,28).