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Capítulo IV. Resurrección de Cristo y escatología

Vimos cómo el rechazo de la posiblidad de la existencia del alma separada después de la muerte conducía a la admisión de una resurrección del cuerpo en el mismo momento de la muerte al margen del cadáver sepultado, lo cual conducía como consecuencia a la alteración de la resurrección de Cristo. Ahora partiremos de la resurrección de Cristo para exponer después la resurrección de los muertos y el problema de la escatología intermedia. Es la resurrección de Cristo la causa y el modelo de nuestra resurrección. Pero, por otro lado, pensamos que es el dogma de la resurrección de los cuerpos al final de la historia lo que conduce a la Iglesia a la fe en la existencia de una escatología intermedia del alma. Con otras palabras, es la fe en la resurrección final de los cuerpos lo que conduce a la creencia en una escatología del interim. Comencemos, pues, por la resurrección de Cristo.

1. La resurrección de Cristo

En el tema tan traído hoy en día de la resurrección de Cristo llama la atención el tremendo equilibrio que el Catecismo mantiene entre dos afirmaciones:

a) Por un lado, la resurrección de Cristo es trascendente, final, escatológica, por medio de la cual su cuerpo queda glorificado. No es una vuelta a la vida natural, sometida aún al sufrimiento y la muerte como en el caso de Lázaro.

b) Pero, por otro lado, esta resurrección de Cristo no ha escapado a la historia, porque se ha manifestado históricamente mediante el sepulcro vacío y las apariciones. De este modo, el Catecismo no sólo es fiel a lo que dicen los textos de la S. Escritura, sino que escapa al fideísmo en el que caen hoy en día tantos teólogos.

Comienza el Catecismo diciendo que el misterio de la resurrección de Cristo es un hecho real que ha tenido manifestaciones históricamente constatadas, como lo atestigua el Nuevo Testamento (Cf. J. A. Sayés, La resurrección de Cristo y la historia en: Cristología fundamental, CETE, Madrid 1985, 329ss). En este sentido, el primer elemento que conduce a los discípulos a la fe en la resurrección es el hallazgo del sepulcro vacío. Este hallazgo por sí solo no es ciertamente una prueba (puesto que por sí solo podría ser interpretado de otro modo), pero es un signo esencial (CEC 640). Juan afirma que, al llegar al sepulcro y ver las vendas en el suelo (enrolladas, pero sin contenido) (Jn 20,6), le hizo ya creer.

Pero fueron sobre todo las apariciones las que condujeron a los apóstoles a la fe: apariciones a Pedro, los doce, etc., hombres concretos, conocidos por los cristianos, de los que la mayoría vivían entre ellos, como confiesa Pablo. «Con estos testimonios, afirma el Catecismo , es imposible interpretar la resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico» (643). La fe de los discípulos no se puede explicar por un proceso de exaltación mística, toda vez que estaban sumidos en el abatimiento y la depresión. Incluso cuando ven a Jesús, todavía dudan; claro exponente de que estos textos no son producto de la fe de los apóstoles.

Los apóstoles pudieron constatar que el cuerpo resucitado de Cristo era el mismo que fue crucificado (CEC 645). Jesús les invita a reconocer que no es un espíritu, si bien su cuerpo posee las propiedades de un cuerpo glorioso, de modo que su humanidad no podía ser detenida en la tierra y no pertenecía ya sino al domino del Padre (CEC 645).

Ciertamente, la resurrección de Cristo no es como la de Lázaro, el cual torna de nuevo al dominio del sufrimiento y de la muerte. La de Cristo es evidentemente una resurrección diferente (CEC 647), pues participa en la vida divina, en el estado de gloria. Nadie fue testigo directo del hecho mismo de la resurrección. Sin embargo, el Catecismo enseña al mismo tiempo que es «un acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los Apóstoles con Cristo resucitado», a la vez que confiesa que constituye un misterio de fe por el modo como trasciende y sobrepasa la historia (CEC 647).

El Catecismo, por consiguiente, no prescinde de la constatación histórica de la resurrección por las huellas que ha dejado en la historia. Prescindir de esto sería tanto como deshistorizar el cristianismo o, en palabras de Pablo VI, caer en el docetismo.

2. La resurrección de los hombres

La resurrección de los hombres tiene su fundamento y su modelo en la resurrección de Cristo, el cuál nos resucitará el último día (CEC 989). Esta fe en la resurrección de los muertos se fue imponiendo tardíamente en el pueblo judío como consecuencia de la fe en Dios, Creador del hombre entero, cuerpo y alma (CEC 992). La fe en la resurrección reposa sobre la fe en Dios que «no es Dios de muertos, sino de vivos» (CEC 993). Pero son sobre todo las palabras de Cristo las que anuncian que los que hayan creído en él resucitarán el último día, enlazando así la fe en la resurrección con su propia persona:

«Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él (cf. Jn 5,24-25; 6,40). En su vida pública ofrece ya un signo y una prueba de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7,11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único El habla como del "signo de Jonás" (Mt 12,40), del signo del Templo (cf. Jn 2,19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10,34)» (CEC 994).

La esperanza cristiana en la resurrección está, pues, totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El y para El (CEC 995). Esta fe en la resurrección, original del cristianismo, fue lo que suscitó la mayor oposición en los orígenes contra el cristianismo. Lo vemos, por ejemplo, en la predicación de San Pablo a los atenienses, gente que «no se ocupan en otra cosa que en decir y oir novedades... Cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, algunos se echaron a reir, y otros dijeron: Ya te oiremos sobre esto en otra ocasión. Así salió Pablo de en medio de ellos» (Hch 17,21. 32-33). Ya decía San Agustín que ningún otro punto de la fe ha encontrado mayor contestación que la resurrección de la carne (Sal 88, 2,5).

Y hechas estas afirmaciones, entra el Catecismo a responder pedagógicamente a las grandes preguntas sobre la resurrección de la carne. Así en el n. 997 se pregunta qué es resucitar, y responde: «En la muerte, separación del alma y del cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, quedando en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por virtud de la resurrección de Jesús».

Entiende el Catecismo que la muerte es la separación del alma y del cuerpo. Mientras éste va al sepulcro, el alma va al encuentro con Dios esperando que El dará la vida incorruptible a nuestros cuerpos sepultados. Esta resurrección de la carne, dirá el Catecismo, tendrá lugar al final de la historia con la llegada de nuestro Señor. Resucitaremos con los mismos cuerpos que ahora tenemos (CEC 999) y que serán transformados gloriosamente al final de la historia:

«Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrena. Del mismo modo, en El, "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora" (Conc. de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria:" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Cor 15, 44)" (CEC 999), en el último día, en el acontecimiento de la parusía del Señor» (CEC 1001) (15).

Es curioso ver cómo se repite la historia del dogma en este punto. La afirmación de la escatología del alma separada no aparece en la historia del dogma como un influjo de la filosofía helénica, sino en conexión con el dogma de la resurrección al final de los tiempos. Nunca la Iglesia o la Biblia han pensado que se resucite con una corporalidad distinta de la que va al sepulcro y que tenga lugar en el momento de la muerte. La fe de la Iglesia habla, más bien, de la resurrección final de los cuerpos, los que ahora tenemos, al final de la historia. Mientras tanto, tiene lugar la escatología de las almas.

Y ello implica por lo tanto la confesión de una escatología intermedia de un elemento espiritual y no corporal (16). Es preciso reconocerlo: la fe en la escatología intermedia no es una imposición del mundo griego, sino más bien una implicación en relación a la resurrección final de los cuerpos. En efecto, lo primero que tenemos sobre este tema en el Nuevo Testamento lo encontramos en las cartas de San Pablo y en relación con la escatología final de la resurrección.

-En 1 Tes 4,16-18 responde S. Pablo a la preocupación de los tesalonicenses sobre la suerte de los que han muerto. Puesto que la parusía se retrasaba, la preocupación de éstos consistía en saber qué ocurriría con los ya muertos antes de la parusía. San Pablo contesta diciendo que los muertos resucitarán en primer lugar con Cristo; luego, los que vivimos, dice, seremos arrebatados al cielo con Cristo. Esto supone, por lo tanto, que los muertos no han resucitado todavía y que de ellos pervive algo después de la muerte según la creencia judía de que los muertos perviven en el sheol.

-Flp 1,20-24 dice así: «... espero que en modo alguno seré confundido; antes más bien con plena seguridad, ahora como siempre, Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, pues para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mi trabajo fecundo, no se qué escoger... Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual ciertamente es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús cuando ya vuelva a estar entre vosotros».

En este texto Pablo piensa en una reunión con Cristo inmediatamente después de la muerte individual y antes de la resurrección de los muertos que en toda la carta es colocada al final de los tiempos (17). Ese partir supone un dejar de vivir en la carne, mientras que la vida en el mundo es un vivir en la carne.

-2 Cor 5,1-10 (18). En la primera parte de esta perícopa afirma San Pablo que «si la tienda de nuestra mansión terrena se deshace, tenemos un edificio que procede de Dios, una casa no hecha por manos humanas, eterna, en los cielos» (5,1). La tienda de nuestra mansión terrena es sin duda nuestro cuerpo mortal (Flp 1,23; 2 Pe 1,14). El edificio que tenemos en el cielo es el cuerpo resucitado que, según el pensamiento escatológico de Pablo y por su referencia al estado de desnudez que supone la muerte, es el cuerpo que se recibe en la parusía (C. Pozo, op. cit., 259).

La preferencia de Pablo es que la parusía le encuentre con vida (vestido) es decir, sin haber muerto previamente, de modo que sería revestido de aquella habitación celeste. No quiere que la muerte le sobrevenga antes de la parusía de modo que se encuentre «desnudo» cuando ésta llegue (5, 3). Es claro que este estar desnudo por la muerte significa un estado de privación del cuerpo.

Después del v. 8, Pablo expone su deseo de «salir de este cuerpo» para vivir en el Señor, cuando previamente había expresado el deseo de no morir y ser sobrevestido. Esto se entiende por un lado por la repugnancia natural a la muerte, y por otro, porque mirando la realidad con los ojos de la fe, vivir es habitar en el cuerpo estando ausentes del Señor, mientras que morir es dejar de habitar en el cuerpo para estar con el Señor (Flp 1, 23) (19).

En el Nuevo Testamento aparece, pues, la escatología intermedia como una implicación de la resurrección de la carne al final de la historia. Si la resurrección tiene lugar al final, mientras tanto hay un estado de desnudez corporal que permite, sin embargo, un encuentro real con Cristo.

Distinto es el estado de María asunta ya en cuerpo y alma a los cielos. El Catecismo enseña que la «Asunción de la Santa virgen es una participación singular en la resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los otros cristianos» (CEC 966). Esta singularidad de María quedaría rota si todos resucitáramos como ella en el momento de morir. Por otro lado, el termino de «anticipación» es un término temporal que no puede ser reducido a «en plenitud».

3. La existencia del purgatorio

Señalemos por último, aunque sea brevemente, que el Catecismo vuelve a hablar del alma separada a propósito del juicio particular: «Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. conc. de Lyon: DS 857-858; conc. de Florencia: DS 1304-1306; conc. de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Benedicto XII: DS 1000-1001; Juan XXII: DS 990), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Benedicto XII: DS 1002)» (CEC 1022).

Así pues, la liturgia y la piedad del pueblo cristiano acertaban y aciertan al pedir a Dios que «las almas de los fieles difuntos» descansen en paz.