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Capítulo III. La doctrina del catecismo

El primer apartado en el que hay que buscar la doctrina del Catecismo (Cathecismus Ecclesiæ Catholicæ = CEC) es, sin duda alguna, el de la creación de hombre a imagen y semejanza de Dios. Esta concepción del hombre aparecerá también a la hora de presentar la dignidad de la persona como fundamento de la ética. Visto así el tema antropológico, estudiaremos a continuación la resurrección de Cristo, para terminar con el tema de la resurrección del hombre y de la escatología. Creo que ésta es la exposición más lógica y coherente.

1. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios

Dice el Catecismo: «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz de conocer y amar a su Creador" (GS 12, 3); es la "única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por sí misma" (GS 24, 3); él sólo es llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad» (CEC 356).

Así comienza el Catecismo hablando del hombre, recogiendo los mejores textos de Gaudium et Spes, para decir a continuación que el hombre, por ser imagen de Dios, tiene la dignidad de persona, de modo que no es algo, sino alguien; alguien «capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y de entrar en comunión con otras personas», siendo llamado por la gracia a una alianza con su Creador, y a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro puede dar en su lugar (CEC 357). Todo ha sido creado para el hombre, y el hombre ha sido creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación (CEC 358).

Sigue el Catecismo recogiendo el pensamiento de Gaudium et Spes 22,1, que enseña que el misterio del hombre sólo se esclarece verdaderamente en el misterio del Verbo encarnado. Y gracias a la comunidad de origen, dice el Catecismo, todo el género humano forma una unidad (CEC 360).

Hechas estas afirmaciones sobre el carácter trascendente y personal del hombre, entra el Catecismo a analizar, más a fondo, la naturaleza humana. Y es así cuando expone una rica y precisa doctrina al respecto.

El Catecismo subraya que el hombre es a la vez un ser corporal y espiritual (CEC 362). Y llama la atención la preocupación del mismo por subrayar la unidad personal del hombre al tiempo que la dualidad (no dualismo) de principios que en él se dan. Para subrayar la unidad, acude al concilio de Vienne (DS 902), considerando al alma como «forma» del cuerpo. Aquí el término de «forma» va entre comillas, como diciendo con ello que no trata de asumir una filosofía determinada con sus particulares implicaciones de escuela, cuanto de afirmar el pensamiento fundamental y básico según el cual «es gracias al alma como el cuerpo constituido de materia es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas, sino que su unión forma una única naturaleza» (CEC 365). El concilio de Vienne pretendía, con su doctrina del alma como forma del cuerpo humano, no canonizar el hilemorfismo, sino mantener la unidad sustancial del hombre, que quedaba comprometida si se admite que el hombre tiene varias almas. El cuerpo humano, sigue diciendo el Catecismo, participa de la dignidad de ser «imagen de Dios», precisamente porque está animado de un alma espiritual, de modo que es la persona, toda entera, la que está destinada a llegar a ser, en el Cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo (CEC 364).

Así afirmada la unidad personal del hombre, el Catecismo subraya asimismo que en el hombre hay una dualidad de principios que tienen origen diferente. Consciente de que en la Sagrada Escritura el término de alma puede significar la vida humana (toda la persona humana), sabe también el Catecismo y recuerda que dicho término designa también en la Biblia lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y lo más valioso en él (cf. Mt 10,28; 2 M. 6,30), aquello por lo que el hombre es más particularmente imagen de Dios, de modo que «alma significa el principio espiritual del hombre» (CEC 363) (11).

Y, según esto, el cuerpo y el alma tienen un origen diferente. Mientras el cuerpo proviene de los padres, el alma es creada inmediatamente por Dios. Así lo confiesa el Catecismo católico: «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf. Pío XII, enc. Humani Generis, 195: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es "producida" por los padres-, y que es inmortal (cf. Cc. de Letrán V, año 1513: Ds 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (CEC 366) (12).

Laterano IV, Humani Generis y Credo del Pueblo de Dios sostienen, de acuerdo con la inmortalidad natural que siempre ha mantenido la Iglesia respecto del alma, que ésta subsiste después de la muerte separada del cuerpo, hasta que se junte a él en la resurrección final.

Es difícil pedir mayor claridad a un texto sobre el alma, su existencia, su origen y su condición inmortal. Pero al presentar esta doctrina, el Catecismo no solamente es consecuente con la Tradición, sino que escapa de las enormes contradicciones en las que incurre la teología moderna cuando defiende la llamada visión unitaria del hombre. Cuando las corrientes modernas, en aras de un unitarismo exacerbado, defienden que en el hombre no hay dualidad de principios, caen en el error de atribuir a un solo y único principio acciones materiales y espirituales, lo cual es metafísicamente imposible. Un perro jamás hablará y un ángel jamás comerá. Un principio material no podrá nunca realizar acciones espirituales, porque lo que tiene partes extensas en el espacio no podrá nunca producir lo simple, es decir, aquello que carece de dimensiones materiales. La materia engendra siempre materia. De la misma manera, la materia no sacará nunca a la luz al alma humana; por ello ésta sólo puede tener su origen en una nueva y directa creación de Dios.

Dejemos que lo diga Sto. Tomás de una forma lapidaria: «El alma, como es substancia inmaterial, no puede ser producida por generación, sino sólo por creación divina. Decir, pues, que el alma intelectiva es producida por el que engendra, equivale a negar su subsistencia y a admitir, consecuentemente, que se corrompe con el cuerpo. Es, por consiguiente, herético decir que el alma intelectiva se propaga por generación» (STh I, q.118,2)

El único origen posible del alma es, por tanto, la creación directa e inmediata por parte de Dios. El alma no proviene de la evolución. Ni aun con la potenciación de Dios puede surgir lo simple a partir de lo que tiene partes extensas en el espacio, pues se trata de dimensiones contrarias.

Por otra parte, es también un contrasentido decir que del alma propiamente conocemos sólo su existencia, no su naturaleza. Pero ¿cómo es posible decir que existe algo que trasciende a la materia, a lo que tiene partes extensas en el espacio, y decir también que desconocemos su naturaleza? ¿No es ésa justamente su naturaleza?

Postular, en fin, el concepto de alma como un concepto funcional y no ontológico constituye una contradicción más. A veces, los mismos defensores de esta tesis se percatan de su contradicción, pero no consiguen fundamentar la ontología del alma (13).

Ciertamente, el Catecismo habla de la espiritualidad y la inmortalidad como dimensiones naturales del alma. Es consciente de que, para hablar en el hombre de un elemento sobrenatural, la Sagrada Escritura usa el término de «espíritu» (ruah), por el que el alma es elevada gratuitamente a la comunión sobrenatural con Dios (CEC 367).

2. El alma y el conocimiento de Dios

A propósito del conocimiento racional de Dios, creemos que el Catecismo realiza un progreso respecto de la Tradición. Ha presentado, junto a la vía del mundo para llegar a Dios, la vía del hombre, pero purificándola de toda connotación propia del postulado y confiriéndole una base ontológica.

Efectivamente, en la redacción del Catecismo enviada a los obispos en 1990, se leía lo siguiente: «A partir del hombre, con su apertura a la verdad, su sentido moral, la voz de su conciencia, su aspiración al infinito y a la felicidad, se puede conocer a Dios como Verdad suprema y Bien supremo» (nº 129).

Ahora, en cambio, en la redacción definitiva, leemos lo siguiente: «con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. "Semilla de eternidad que en sí lleva, irreductible a la sola materia" (GS 18,1; cf. 14,2), su alma no puede tener origen más que en Dios» (CEC 33).

Este párrafo es de una importancia incalculable. Con él se ha evitado el recurso a la vía del postulado, la de Kant o la que sigue la escuela de Maréchal, para llegar a Dios. En efecto, la tendencia al Infinito, la apertura a la Verdad y a la Belleza prueban que tendemos a ellas, no que de hecho existen. Esta tendencia del hombre al Infinito sirve, por supuesto, para plantear al problema de Dios desde dentro del hombre, pero nunca asegura una respuesta, pues la realidad no puede ser probada por el deseo (J. A. Sayés, Principios filosóficos... 60-61; 95,99,101; 150-156).

Se ha preferido así en el Catecismo dar una base ontológica a la llamada prueba del hombre: la tendencia al Bien, a la Verdad y al Infinito, la libertad misma del hombre y su conciencia son signos de un alma espiritual, la cual, siendo irreductible a la materia, sólo en Dios puede tener su origen. De este modo, del postulado se ha pasado a una prueba de verdadero alcance ontológico: sencillamente, hay en el hombre un alma espiritual que no puede provenir de la materia y que, por tanto, sólo en Dios puede tener su origen inmediato. De la irreductibilidad del alma a la materia, deduce el Catecismo que su origen inmediato es Dios. Yo diría incluso que, con este procedimiento, se ha recuperado lo bueno de la Tradición agustiniana, apuntalándolo con una buena ontología del alma. Se da en este párrafo una constatación de la existencia del alma a partir de sus manifestaciones espirituales, y una prueba de la existencia de Dios en cuanto que el alma es irreductible a la materia y sólo puede provenir de El.

3. La fundamentación de la moral

La fundamentación de la moral tiene en el Catecismo un doble polo: el polo de la dignidad trascendente de la persona humana creada a imagen de Dios (ética natural) y el polo de la vocación del hombre en Cristo a la visión beatífica como último fin y que vivimos por la fe, la esperanza y la caridad según la ley nueva (la gracia del Espíritu Santo) y el espíritu de las bienaventuranzas.

Nos interesa ahora solamente el primer elemento, el fundamento natural de la ética. Y dice así el Catecismo: «Dotada de una alma "espiritual e inmortal" (GS 14), la persona humana es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado en sí misma" (GS 24, 3). Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna» (CEC 1703). Es por esto por lo que el hombre está dotado de razón, voluntad, libertad y conciencia (1704-1706).

Hablando el Catecismo del carácter inviolable de la vida humana, dirá, a propósito del quinto mandamiento, lo siguiente: «La vida humana es sagrada, porque desde su inicio comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente» (Congr. Doctrina Fe, instr. Donum Vitae, introd. 6) (CEC 2258) (14).