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Capítulo 10. Gabriel García Moreno

Nos adentraremos ahora en la consideración de un personaje eminentemente político, García Moreno, quien se nos revelará como un magnífico arquetipo del estadista católico en el seno del mundo moderno.

Fue el Ecuador su patria amada. La cordillera de los Andes, que en dos ramas paralelas corre de norte a sur, divide a dicha nación en tres partes. La primera lo ocupa la llanura, que se extiende desde el océano Pacífico hasta la primera de esas ramas. Entre ambas secciones de la cordillera se encuentra la segunda, una gran meseta. La tercera parte, cubierta por bosques casi vírgenes en los tiempos de nuestro homenajeado, cubre el terreno que va desde el segundo ramal de la cordillera hacia el este, zona habitada por indios, muchas veces salvajes. Gran parte de la población vive entre montañas gigantescas y volcanes, a grandes alturas sobre el nivel del mar. Primitivamente existió un reino indígena en Quito, que luego conquistarían los Incas. Finalmente llegaron los españoles. Tal fue el escenario histórico-geográfico donde se desenvolvió la vida de García Moreno.

I. Niñez candorosa y juventud intrépida

Nació Gabriel en Guayaquil, el 21 de diciembre de 1821. Eran años arduos y bravíos. Al independizarse de España sus provincias de ultramar, el Ecuador siguió el destino de Colombia, que por aquel entonces se llamaba Nueva Granada, formando con ella y con Venezuela una sola nación. Fue Simón Bolívar el creador de esta confederación, a la que llamó la Gran Colombia, gobernándola durante varios años. En 1830, por exigencia de un grupo de ingratos y traidores, debió dejar el poder, y se retiró a Cartagena, con la idea de trasladarse a Europa. No pudo hacerlo, ya que murió en aquella ciudad el mismo año, como si hubiese comprendido que la Gran Colombia no subsistiría. De hecho, veinte días antes, se había consumado la separación de Venezuela.

El padre de Gabriel, Gabriel García Gómez, era español, nacido en Castilla la Vieja. Vivió varios años en Cádiz, donde estudió y trabajó con uno de sus tíos, que había sido en otro tiempo secretario del rey Carlos IV. En 1793 se trasladó a América, estableciéndose en Guayaquil. Allí se casó con una joven de prosapia, Mercedes Moreno, hija de don Ignacio Moreno, caballero de la Orden de Carlos III. Un hermano de Mercedes, Miguel Juan Moreno, fue padre de Ignacio, quien llegaría a ser Cardenal Arzobispo de Toledo. Como se ve, tratábase de una familia de alcurnia.

Don Gabriel, el padre de nuestro héroe, era un ferviente católico. Cuando se empezó a hablar de emancipación, no quiso saber nada con los propulsores de dicha idea, sobre todo porque parecía que al querer independizarse de España pensaban hacerlo también de la religión que España había traído a nuestras tierras. Ya las logias estaban trabajando en ese sentido. Doña Mercedes, su madre, era una mujer austera, llena de dignidad y de piedad, en plena comunión espiritual y doctrinal con su marido. El hijo mayor siguió la carrera eclesiástica; el segundo, aunque seglar, fue un estudioso de la liturgia; el tercero, uno de los mayores estancieros del Ecuador; el cuarto, un excelente administrador. Vinieron luego tres mujeres, jóvenes llenas de piedad. Gabriel fue el octavo y último de los hijos. A raíz de las turbulencias políticas, la familia experimentó graves y crecientes reveses económicos. Justamente cuando nació Gabriel, la situación era más precaria que nunca. Sin embargo Mercedes siguió educando a sus hijos con gran entereza.

Gabriel pasó en Guayaquil su infancia y pubertad. Esa ciudad se vio especialmente sacudida por un cúmulo de acontecimientos bélicos y políticos. Apenas tendría un año, cuando Bolívar entró en ella como triunfador. A los pocos días, éste y San Martín decidieron que Guayaquil formase parte de la Gran Colombia. En 1823 el general Sucre declaró independiente las tierras del virreinato del Perú. Gabriel tenía dos años. En el 26 estallaron varias sublevaciones y Bolívar debió volver a Guayaquil, donde mandó fusilar unos centenares de revolucionarios. Luego puso coo a los peruanos que querían apoderarse del sur de Ecuador. Las vicisitudes se sucedían. Un día Guayaquil estaba bajo el poder de Colombia, y al día siguiente enarbolaba la bandera peruana.

Hasta el día de la erección legal de la república de Ecuador, que quedó así independizada del norte (Colombia) y del sur (Perú). Era el año 1830, cuando el general Juan José Flores asumió el poder. Gabriel tenía nueve años. Sin embargo, afirmar que con ello llegó la paz es un decir, ya que en los seis años que siguieron hubo en Ecuador 18 revoluciones, una guerra civil, así como numerosos fusilamientos y asesinatos políticos. Tantas tribulaciones no pudieron sino dejar huella profunda en el alma de Gabriel. Pero también el anhelo de que algún día reinase el orden. Por eso cuando en 1835, Rocafuerte tomó el poder y usó mano dura, el joven de 14 años debió complacerse en ello. Lo cierto es que admiró a este presidente, que más tarde sería considerado como precursor suyo, si bien le disgustaron algunas de sus actitudes, deudoras del liberalismo que impregnaba el ambiente.

Al morir García Gómez, doña Mercedes encomendó la educación de Gabriel al P. Betancourt, religioso del convento de la Merced. El Padre accedió gustoso, pero poco después, como en Guayaquil no había colegios secundarios ni Universidad, creyó que sería oportuno mandarlo a Quito, donde podrían hospedarle dos hermanas del religioso que residían en dicha ciudad. En 1836, se despidió Gabriel de su madre y de sus hermanos, y acompañado por unos arrieros, emprendió a caballo el camino, un camino largo, abrupto y peligroso, particularmente para un chico de quince años. Con la cabeza llena de ilusiones, cubrió la travesía en dos semanas. Sin duda que ha de haberse quedado impresionado cuando divisó por primera vez la ciudad de Quito, ciudad solariega, señorial y recoleta, con más de cincuenta iglesias coloniales, algunas de ellas espléndidas, como las de la Compañía, San Francisco y San Agustín, construida en la falda de un cerro, a más de 2500 metros sobre el nivel del mar y rodeada por montañas mucho más altas. Una especie de nido de águilas.

Allí se inscribió en un curso de latín, ya que el conocimiento de ese idioma era indispensable para seguir después los estudios superiores. Inmediatamente llamó la atención de sus profesores no sólo por su capacidad de trabajo y su talento, sino también por el temple de su carácter, a veces impulsivo. Al cabo de un año de latín, ingresó como externo en el colegio de San Francisco, donde cursó filosofía, matemáticas, historia y ciencias naturales, es decir, los estudios secundarios. El instituto dependía de la Universidad, algo así como nuestro Colegio Nacional de Buenos Aires.

Terminados dichos estudios, entró en la Universidad de San Fulgencio, para seguir la carrera de Derecho. Esta Universidad había sido fundada en tiempos de Felipe II, más precisamente el año 1586. Ya no era, por cierto, como en aquellas épocas. En vez del antiguo tomismo, predominaban los principios cartesianos y secularizantes, así como doctrinas racionalistas y anticristianas. El contraste con la formación que había recibido en Guayaquil hubo de ser doloroso, sembrando quizás ciertas perplejidades en lo que toca a sus convicciones religiosas.

Con todo, lo esencial permaneció siempre firme, al punto que un día juzgó que debía entregarse a Dios en el sacerdocio. Tenía 18 años. Al saberlo, su madre se llenó de alegría y su hermano mayor, sacerdote en Guayaquil, se ofreció a costearle los gastos. Comenzó los estudios correspondientes, pero al cabo de un año desistió de su propósito. Tratóse, sin duda, de una de esas vocaciones llamadas temporales. Retomó entonces los estudios interrumpidos.

Especial interés sentía por las ciencias, sobre todo las matemáticas y la química, buscando siempre las causas y el por qué de los fenómenos. Se interesó también en el estudio de las lenguas. Además del latín, cuyos clásicos citaba con facilidad, llegó a dominar el inglés, el francés y el italiano. Mas su anhelo por defender los valores religiosos de la patria, le fue haciendo virar hacia el campo de las leyes y de la política, sin descuidar la investigación científica. Se pondría al servicio de la Iglesia, pero desde las trincheras del mundo, de donde provenían las principales ofensivas, mediante legislaciones anticristianas y a veces directamente persecutorias.

Sus cinco años de carrera de Derecho, tuvieron así dos vertientes. Una, la de los estudios específicos, siempre exitosos, dado su gran talento, y la otra, la de su formación como militante católico. No quería ser uno de aquellos católicos componenderos, que tanto abundaban y que tanto aborrecería. Quería ser un católico combatiente, por lo que convocó en su torno a un grupo de jóvenes, dispuestos a despertarse del letargo generalizado y ponerse de pie. Sólo les pedía contundencia en la fe y espíritu de sacrificio. Ya había cumplido 23 años, y los que lo rodeaban admiraban su pasta de jefe. Recordemos que eran épocas turbulentas. Al igual que algunos de sus compañeros, varias veces se echó al campo, fusil al hombro, para tomar parte en las escaramuzas que menudeaban las luchas civiles, siempre eligiendo la mejor alternativa.

De esta faceta bélica del estudiante Gabriel se nos cuenta una anécdota con aires de sainete. Los buenos católicos eran por aquel entonces enemigos del general Flores. García Moreno se enteró de que el general había enviado a sus partidarios un convoy con fusiles y municiones. Reunió entonces a sus amigos y se emboscaron entre los árboles del monte, donde sabían que la expedición se iba a detener. Cuando éste llegó, los de Flores de bajaron para tomar el rancho. Con dos o tres de los suyos, se acercó a ellos Gabriel, y comenzaron a contar chistes y cuentos, mientras corría la chicha. Los soldados se durmieron. Al despertarse, no quedaban ni municiones, ni mulos...

No es que García Moreno fuese un tirabombas, pero cada tanto se embarcaba en alguna incursión de ese estilo con sus amigos. Claro que su mayor inquietud seguía siendo la formación. En 1844 recibió el título de doctor. Pero todavía no era abogado, ya que ello requería, según las normas establecidas, cierto tiempo de práctica.

A principios de 1845, dando pábulo a sus nunca olvidadas inclinaciones científicas, realizó junto con su profesor y amigo, el geólogo Wisse, una verdadera hazaña, descendiendo junto con él al cráter de Pichincha, aventura heroica y fascinante, cuyos detalles nos los dejaron ambos relatados en sendos escritos. Este tipo de aventuras revelan, además de su interés por la ciencia, el temple de un luchador. Toda su vida sería un conflicto ininterrumpido. Así como ahora luchaba contra la naturaleza hostil, combatiría hasta su último aliento contra las ideas disolventes que buscaban destruir a la patria. Excursiones como aquéllas no podían sino fortalecer su carácter enérgico y viril, preparándolo para las grandes batallas políticas y doctrinales.

La ciencia y la política: he ahí sus dos mayores pasiones. ¿Será un sabio? ¿Será un caudillo de su pueblo? Tal fue la encrucijada que se le presentó por esos años. Quizás como resultado de la política del general Flores, que él consideraba abominable, se decidió por el segundo camino. Se nos cuenta que en aquellos días un peruano, condiscípulo suyo, le aconsejó escribir la historia del Ecuador. Gabriel, que sin duda ya había elegido la dirección de su vida, le respondió: «Mejor es hacerla».

Fue así cómo a los 25 años, se abocó a la acción política, actividad que en adelante polarizaría su vida. Al mismo tiempo entró en el bufete de un famoso abogado de Quito, donde comenzó a dar muestras de su espíritu ajeno a toda componenda. Sus alegatos eran arremetidas en favor de la justicia. En cierta ocasión, el presidente del tribunal quiso encargarle la defensa de un asesino notorio. García Moreno se negó terminantemente. «Aseguro a usted, señor presidente, que me sería más fácil asesinar que defender a un asesino». Su figura, franca y leal, comenzó a atraer la atención de muchas personas, sobre todo de la clase alta quiteña. Coadyuvaba a ello su físico elegante, de buena estatura y expresión vivaz, ojos negros y penetrantes.

De este modo, los halagos del mundo lo fueron rodeando, razón por la cual mermó su interés por el estudio, así como su afición por las ciencias naturales y las excursiones científicas. Quizás ello correspondió a un cierto enfriamiento en su vida espiritual. Pero pronto cayó en la cuenta de que el aplauso de los salones lo estaba ablandando, y cortó por lo sano. Siempre enemigo de las medias tintas, no se le ocurrió nada mejor que raparse el pelo, de modo que durante seis semanas no pudo salir de su casa. Sumergiéndose de nuevo en los libros, clarificó las ideas, y retomó su vocación de combatiente. Por este tiempo contrajo matrimonio con Rosa Ascasubi, mujer de fortuna y alta situación social, que le llevaba doce años. La comunión de ambos en los mismos ideales era perfecta.

II. En medio de los huracanes de la política

A partir de ahora, García Moreno se sumergió de cabeza en las lides políticas. No nos sería fácil, y por otra parte excedería los límites de la presente semblanza, describir los sucesivos avatares, tan complejos, de la historia ecuatoriana. Sólo señalaremos algunos de sus momentos más importantes, en el grado en que se relacionan con la actuación de nuestro héroe.

1. El presidente Flores y los primeros pasos de García Moreno

Uno de los personajes inobviables con los que tuvo que ver, fue el general Flores, a quien nos hemos referido páginas atrás. Flores era de extracción liberal. Sin tener el talante de un perseguidor de la Iglesia, incubaba en su interior una secreta hostilidad contra las raíces religiosas del Ecuador. No por nada mantenía un trato fluido con los masones de Nueva Granada, que tal era por aquel entonces el nombre de Colombia. Éstos, bajo el pretexto de beneficencia, habían tratado de establecer logias, tanto en Quito como en otras ciudades del Ecuador. En un país donde todos eran católicos y no existía ni un solo disidente, reclamaban una libertad de culto que nadie les pedía.

A los mejores católicos no se les escapaba que detrás de tales pretensiones se escondía la intención de romper la unidad religiosa de la patria, gloria de la herencia española, y así algunos, sobre todo jóvenes, comenzaron a agruparse para la resistencia. Pronto la arrebatadora palabra de García Moreno lo puso a la cabeza de ellos, invitándolos a reparar en los errores del gobierno y exhortándolos a la lucha. Frente a la Constitución nueva que, a instancias de Flores, acababa de imponer la Convención, una Constitución de tipo liberal, numerosos grupos comenzaron a recorrer las calles al grito de «¡Viva la religión, muera la Constitución!».

El Gobierno, haciendo oídos sordos a la protesta, exigió prestar juramento a la nueva Carta Magna. Si bien muchos católicos, ignorantes o pusilánimes, e incluso algunos sacerdotes partidarios de la conciliación, prestaron el juramento exigido, la mayor parte del clero aseguró que el juramento era ilícito. Finalmente estalló una revolución en Guayaquil, que se extendió rápidamente a otras regiones del país. En Quito, García Moreno se enroló entre los voluntarios. Tras la victoria, los rebeldes rompieron las actas de la Convención y proclamaron la destitución del Presidente. Flores tuvo que irse al extranjero. García Moreno fue uno de los principales gestores de este movimiento.

Reunióse nuevamente la Convención, y tras redactar otra Constitución, algo mejor que la anterior, valiéndose de manejos turbios eligió a Vicente Ramón Roca como presidente. La situación había cambiado, pero sólo en las apariencias. García Moreno era demasiado íntegro y demasiado patriota como para poder soportar pasivamente lo que estaba aconteciendo, y así se lanzó a la publicación de un periódico satírico al que llamó El Zurriago, palabra que designa el látigo con se castigaba o zurra a alguien, donde cada semana azotaba a los que él llamaba vendidos. Cuando la prosa no bastaba, recurría al verso:

Si quieres a todo trance
en política medrar,
procura ser diputado
y es muy fácil lo demás.
Has de tener dos conciencias,
dos caras que remudar,
dos opiniones, dos lenguas,
y voluntades un par.
Tendrás el pico de loro,
las uñas de gavilán,
la artimaña de la zorra,
del lobo el hambre voraz.

El Zurriago denunciaba «el culto de la aritmética», el mundo de los números, donde todo se consigue fácilmente con el oro y los empleos.

«¡Estos son los frutos amargos que el árbol de la libertad ha producido!... No se crea que culpamos a la libertad, no; culpamos sólo a los que de ella abusan. Entre nosotros la libertad ha sido una virgen pura e inocente, abandonada a los ultrajes de brutales libertinos».

El gobierno denunció al periódico. Le molestaba su título, su ironía, su oposición sistemática, y amenazó a sus redactores con juicios y multas. Ellos no se amilanaron: «Quien afirma que de la nada, nada se hace, miente, remiente, y es un grandísimo embustero. De la nada se hace fácilmente un oficial mayor de un ministerio, y se harán con el tiempo cosas mayores». He aquí un nueva faceta de la personalidad de García Moreno. Este joven de 25 años, experto más bien en ciencias naturales y en derecho, jamás había hecho incursiones literarias. Y sin embargo en las páginas de El Zurriago escribía con la seguridad de un periodista consumado.

Ante el peligro de que Flores reapareciese en la escena política, el presidente Roca quiso aprovechar la capacidad y la energía del joven García Moreno. Sabiéndolo enemigo acérrimo de Flores, lo nombró Gobernador de Guayas, zona donde éste había encontrado apoyo, para que depurase dicho territorio. Allí fue nuestro Gabriel. De manera fulminante, metió en la cárcel a los partidarios del antiguo presidente y desterró a los más peligrosos. De este modo, a los ocho días de haber llegado, comunicó al Gobierno el completo restablecimiento de la tranquilidad en esa provincia. Así entró públicamente en la política, con ese éxito inicial que le fue dando renombre en todo el país.

Por aquellos tiempos Gabriel comenzó a interesarse en una idea grandiosa: la de que se estableciera una confederación de naciones del Pacífico, para defenderse contra probables agresiones europeas, semejantes a las que entre nosotros Juan Manuel de Rosas tenía que afrontar por esos mismos años. En orden a dicho objetivo, el Gobierno ecuatoriano entró en contacto diplomático con los gobiernos de Chile, Bolivia, Perú y Nueva Granada, realizándose un encuentro, en 1847, entre representantes de cada una de dichas naciones. Desgraciadamente no se llegó a nada concreto.

Señalemos a este propósito dos observaciones, que creemos de interés. La primera es la libertad internacional de que por aquel entonces disfrutaban los pequeños pueblos hispanoamericanos, que podían reunirse sin la anuencia de los Estados Unidos, y la segunda, la gravitación política de García Moreno, un muchacho de tan sólo 25 años.

2. Viaje a Europa y ulterior enfrentamiento con Urbina

La situación política del Ecuador no se serenaba. García Moreno juzgó conveniente hacer un paréntesis en su actuación pública, y resolvió dirigirse a Europa para permanecer allí por un breve tiempo, con el deseo de informarse mejor de la situación que allí se vivía. Recorrió así Francia, Inglaterra y Alemania, tres países que encontró muy convulsionados. En Francia, sin embargo, pudo conocer la existencia de pequeños grupos de reacción católica. Ello puso de nuevo su voluntad en pie. Si en la patria del racionalismo más exacerbado, de la Ilustración más refinada, surgían esos grupos que no se sonrojaban de verse calificados como ultramontanos y polemizaban con gobiernos poderosos, no tendría él por qué atemorizarse de hacer otro tanto en el Ecuador.

Quedó también muy impresionado y enardecido cuando llegaron a sus manos algunos folletos que daban cuenta de la primera guerra carlista en España, cuyos militantes enarbolaban crucifijos. Una decisión brotó desde lo más profundo de su ser: al volver a su patria, congregaría junto a sí grupos selectos pero decididos, que fuesen ocupando puestos destacados, especialmente en el mundo de la cultura. Durante su breve estancia en Europa tuvo también ocasión de admirar la belleza del arte católico, y la obra grandiosa realizada por la Iglesia, según los monumentos lo testimoniaban.

A los cuatro meses, emprendió el regreso. Tras llegar a la ciudad de Panamá, que era entonces puerto colombiano, se embarcó en un buque que se dirigía hacia el sur. Con Gabriel viajaban algunos jesuitas, que acababan de ser expulsados de Nueva Granada, tras habérseles expropiado todos sus colegios y misiones. Seis años antes habían sido invitados por el partido conservador, pero luego los llamados radicales denunciaron el «grave peligro» que entrañaba la presencia de aquellos padres, quienes al crear colegios y misiones, conspiraban contra la libertad, no sólo en Bogotá sino en toda América. El hondo espíritu de justicia que caracterizaba a García Moreno lo acercó enseguida a esos sacerdotes, arbitrariamente perseguidos por los liberales que gobernaban en Nueva Granada, juntamente con los masones. Se acercó a ellos no sólo en razón de su amor a la justicia, sino también por las inquietudes intelectuales que los caracterizaban, ya que entre esos desterrados había varios sacerdotes eminentes.

Cuando el vapor atracó en Guayaquil, García Moreno fue inmediatamente a verlo a Diego Noboa, jefe político de la zona, para pedirle que permitiese el desembarco de los padres, a lo que dio su consentimiento. Poco después Noboa sería elegido Presidente. El gobierno de Colombia presionó entonces para que no se los recibiese en el Ecuador. Lo mismo hicieron los masones del Ecuador que, curiosamente, se remitían al decreto de expulsión de Carlos III. Noboa no hizo caso y en 1851 fue derogada la Pragmática del rey de España. Volvieron entonces los padres, tras 83 años de destierro, y entraron en Quito en medio de las aclamaciones del pueblo y el repique de todas las campanas de la ciudad. Les devolvieron su antigua iglesia, al tiempo que les ofrecieron un viejo convento y la casa de la Moneda, para que estableciesen allí un colegio.

Entra ahora en el escenario político una nueva figura, el general José María Urbina, quien sería Presidente de Ecuador desde 1852 a 1856. Durante los veinte años de su existencia independiente, el Ecuador había vivido bajo la férula de un liberalismo con pretensiones de conservador. Flores y Roca eran, ambos, falsos conservadores y declamadores del liberalismo. No tenían la menor idea del carácter sobrenatural de la Iglesia, así como de los principios de la ley natural por los que deben regirse las sociedades civiles. Su liberalismo consistía en adular al pueblo soberano, y su conservadorismo en quedarse en el poder, «conservándolo» lo más posible.

Aparece ahora el general Urbina. En 1837 había sido encargado de negocios en Bogotá, nido de masones, donde como era de prever se relacionó con los dirigentes secretos de la Revolución anticristiana. Luego sería Gobernador de Guayaquil y finalmente Presidente. Durante sus años de gobierno nació, en cierto modo, el liberalismo ecuatoriano. Siempre hubo liberales, por cierto, pero permanecían aislados, sin agruparse. Con Urbina comienza a formarse lentamente un partido liberal, con pretensiones no sólo en el campo político sino también en el religioso. A su propagación contribuiría no poco el apoyo de la masonería, recientemente fundada.

Durante toda la vida de García Moreno, Urbina será el gran enemigo, manifiesto a veces, agazapado otras. En él vería algo así como la encarnación del espíritu revolucionario. Un terrible duelo iba a empezar. De un lado estaba el poder; del otro, la inteligencia. A Urbina la obedecían los tauras, escribe uno de sus biógrafos, es decir, aquella soldadesca indisciplinada y ladrona que lo secundaban ciegamente; a García Moreno los ritmos, las palabras, la idea, el Verbo. Hasta que un día el escritor empuñase también la espada para vencer a su enemigo.

Comenzó Urbina su campaña azuzando al embajador de Colombia para que atacase a la Compañía de Jesús, como efectivamente lo hizo, mediante un folleto en contra de dicha Orden. García Moreno, que según hemos visto, había colaborado para que los jesuitas volvieran al país, sacó su pluma y contestó con un duro escrito, al que puso por título Defensa de los jesuitas. Allí decía:

«Es una verdad histórica que esta orden religiosa ha sido aborrecida por cuantos han atacado al catolicismo, sea con la franqueza del valor, sea con la perfidia de la cobardía. Calvino aconsejaba contra ella la muerte, proscripción o calumnia. D’Alembert, escribiendo a Voltaire, esperaba que de la destrucción de la Compañía se siguiera la ruina de la religión católica. El mismo concepto en menos palabras expresaba Manuel de Roda, ministro de Carlos III, cuando quince días después de haber sido expulsada de España esta Orden célebre, decía al duque de Choiseul, ministro de Luis XV: “Triunfo completo. La operación nada ha dejado que desear. Hemos muerto a la hija; sólo nos falta hacer otro tanto con la madre, la Iglesia romana”». Las setenta páginas del ardiente folleto reavivaron el fuego sacro en los buenos ecuatorianos, bastante aletargados.

García Moreno ya era ampliamente reconocido como jefe y cabeza del movimiento católico, al que se agregaban cada día nuevos militantes, por lo que Urbina no le quitaba la mirada de encima, en la inteligencia de que no sería sino con él con quien se tendría que batir para poder implantar su régimen. Lo primero que hizo fue reunir una Convención, hechura suya, en orden a promulgar una nueva Constitución, más liberal aún, la sexta desde la independencia. ¡Cuánta razón tenía nuestro don Juan Manuel cuando miraba de soslayo los prematuros intentos de los unitarios por imponer una Constitución, un mero «cuadernito», sin raíces en la realidad! No parecía bueno establecer una Constitución mientras el país no estuviese suficientemente consolidado. Sin embargo, Urbina así lo hizo.

Y de paso y cañazo expulsó a los jesuitas aduciendo que «la célula real de Carlos III estaba vigente». ¡Tanto hablar contra los españoles y ponderar las ventajas de la independencia, para acabar entronizando de nuevo al difunto monarca! Sea lo que fuere, la orden se cumplió de manera contundente. Entraron los soldados a bayoneta calada, y pusieron a los padres y hermanos bajo custodia. La gente en la calle, de rodillas, impotente. Al pasar el P. Blas, que era el superior, el umbral del colegio, en medio del silencio general, García Moreno gritó con voz trémula de cólera y emoción: «¡Adiós, padre! ¡Juro que de aquí a diez años cantaremos el Te Deum en la catedral!».

A los pocos días, publicó otro escrito, un extenso y erudito trabajo de cien páginas, bajo el nombre de Adiós a los jesuitas. Entre otras cosas allí se podía leer: «No sois vosotros los más desventurados. Después de algunas semanas de privaciones o tormentos, llegaréis a playas más hospitalarias... ¡Infelices los que permanecemos en el Ecuador, contando los días de la vida por el número de sus infortunios!»

Se ha dicho que el deseo de realizar la profecía del Te Deum fue uno de los móviles que lo impulsaron a lanzarse definitivamente a la arena política. A su juicio, los jesuitas representaban la reacción más inteligente contra el liberalismo y el espíritu de la masonería. Eran como el epicentro de la gran lucha teológica de los tiempos modernos. El combate contra Urbina no era fácil. El pueblo estaba atemorizado, la prensa amordazada, los púlpitos mudos. Lo cierto es que por el odio de unos y la cobardía de los otros, la verdad católica se veía cada vez más avasallada. García Moreno no se dejaría amilanar, limitándose a contemplar con los brazos cruzados la agonía del cristianismo en su patria. Dio a conocer entonces un nuevo escrito que llamó Al general Urbina. La lucha exigía cautela y sagacidad.

Por un lado debería atizar la llama de los católicos acobardados, de aquellos católicos que partiendo del principio de que parecía oportuno conceder algo al Gobierno para no irritarlo demasiado y poder conducirlo poco a poco a la enmienda, se rehusaban a levantar la bandera de la Realeza de Cristo, por temor de que se los acusase de temerarios y exagerados. Por otro lado se hacía preciso minar el prestigio populachero del Gobierno, para lo cual resolvió fundar un semanario, La Nación.

En el primer número expuso su ideario: recoger el estandarte de la religión católica, que era la de la nación, y tremolarlo con intrepidez frente al enemigo. Urbina acusó recibo, y encargó a Franco, comandante general de Quito, que hiciese entender al ofensor que si osaba publicar un segundo número, él y sus colaboradores serían deportados. Cuando el oficial le comunicó la prohibición, García Moreno le respondió:

«Pues decirle a vuestro amo que a los numerosos motivos que tengo para publicar el periódico, ahora agrego otro muy importante: el de no deshonrarme callando a todas esas sus amenazas».

Apareció el segundo número, más incisivo aún que el primero. Allí se leía: «¿Hay un pícaro redomado que reúna la doble ventaja de la maldad y de la estupidez, uno que sea tan cobarde como rapaz y tan rapaz como insolente, uno que posea el instinto de la ferocidad y las actitudes de verdugo? Pues a ese ser abominable se le nombrará gobernador de provincia o magistrado de policía y se le dejará robar y oprimir a su arbitrio para que consuma el último resto de nuestra estoica paciencia». Examinaba asimismo las aberraciones del Gobierno, sobre todo la escandalosa expulsión de los jesuitas. «Admirable es, por cierto, la política de nuestro Gabinete, exactamente parecido a un ebrio de andar incierto y vacilante... Tal es el gobierno que nos rige; su conducta prepara su caída, y su caída será la del ebrio».

Dos horas después, Urbina, ciego de cólera, firmaba el decreto de arresto y extradición. García Moreno tenía 32 años. Salió de su casa, acompañado de dos de sus camaradas, también incluidos en la orden de destierro, y se dirigieron a la plaza, a fin de ser arrestados en plena calle, a la vista de todos. En medio de los vítores de la multitud, los guardias debieron abrirles paso entre el gentío, llevándolos a destino incierto. Tras un larguísimo recorrido, llegaron a la frontera colombiana, donde fueron entregados al Gobernador de aquella zona, el masón Obando, quien los envió a un sórdido calabozo. Lo que Urbina había logrado con semejante medida era enaltecer, contra su voluntad, la figura de su principal enemigo. García Moreno, que hasta entonces no había sido sino un periodista de talento, se vio magnificado a los ojos del pueblo. Ahora era un gran personaje, acaso el primero de la oposición.

No se iba a rendir nuestro héroe, siempre entero, tanto en la prosperidad como en la adversidad. En cuanto pudo, escapó de la prisión, y reiterando de manera inversa su escabrosa e interminable caminata, llegó de nuevo a Quito. Desde allí se dirigió a Guayaquil, refugiándose en una corbeta francesa que a los pocos días zarparía para Perú. Estando todavía a bordo, hubo elecciones en Ecuador para el futuro Congreso. La Junta electoral de Guayaquil lo eligió como miembro del Senado, con lo que el decreto del destierro quedaba invalidado. Urbina no sabía qué hacer y dio orden de arrestarlo ni bien pisase tierra. En tales circunstancias, Gar-cía Moreno resolvió quedarse en la fragata, que pronto partió para Lima.

Sin embargo, no soportando la lejanía de su patria, volvió a escondidas a Guayaquil. Allí fue descubierto y conducido a un buque de guerra, que lo abandonó en el puertecillo de Paita, al norte del Perú, donde no había sino aire, arena y agua salada. ¿Qué haría en ese lugar, en medio de la soledad más total? Estudiar, devorar libros de ciencia, filosofía, política y teología.

El destierro, que duró casi dos años (1853-1854), acrisoló su espíritu. El verdadero modo de resignarse, escribía desde allí a los suyos, «no consiste en perder el ánimo y entregarse desfallecido a los rigores de la suerte, sino en conservar la serenidad del espíritu en medio de los sufrimientos, resistiendo con valor los trabajos sin inclinar la frente y poniendo nuestras esperanzas más allá de la vida, no por consejo de la melancolía, sino por impulso de la fe».

Al mismo tiempo seguía pensando en su patria, o mejor, pensando su patria. Sus compañeros de destierro le oían hablar con entusiasmo de los proyectos que bullían en su interior: cambio de la Constitución, reforma del clero, disciplina del Ejército, educación, obras públicas... En aquellas soledades se estaba gestando el futuro gran presidente del Ecuador.

Un día se enteró de que Urbina, juntamente con su ministro Espinel, no contentos con haberlo arrojado del país, se esforzaban por deshonrarlo. Poco le afectaban dichas críticas ya que «hombres como Espinel, o Urbina –decía–, no infaman cuando insultan, sino cuando elogian; porque ordinariamente alaban a los que se les parecen, y los que se les parecen, son los hijos del oprobio». Pero para que el pueblo no cayese en engaño, lanzó contra ellos un folleto de contraofensiva:

«No es mía la culpa si me obligan a exponer la verdad en mi defensa, y si la verdad, como el fuego, donde llega alumbra y quema». La prosa de García Moreno se volvía cada vez más cáustica. Algunas de sus frases las hubiera envidiado Veuillot o León Bloy. Por ejemplo ésta: «Me he acostumbrado, como Boileau, a llamar gato al gato y Urbina a un traidor».

3. Tres años en París

El régimen de Urbina estaba trastabillando. García Moreno creía que si alguien tomaba el pendón de Dios y de la Patria, la nación podría levantarse de su letargo. Él debía preparase cabalmente para dicho relevo. Como no le era posible hacerlo en Paita, donde carecía de bibliotecas y maestros adecuados, resolvió que mientras Urbina iba colmando la medida de sus iniquidades, se dirigiría a París. Así lo hizo, permaneciendo allí desde 1854 a 1856. No tomó tal resolución como quien va en búsqueda de fáciles placeres, o para olvidar sus penas y las de su patria. París fue mucho más que un lugar de destierro. Fueron tres años de preparación, de reconcentración espiritual, tres años de silencio, de ese silencio que suele preceder a las grandes decisiones y a la acción trascendente. Alojóse en el Barrio Latino, en una modesta habitación, donde gustaba quedarse estudiando hasta altas horas de la noche.

Cierto día, paseando con algunos amigos por el parque de Luxemburgo, uno de ellos contó que un conocido suyo, al borde de la muerte, había rehusado los sacramentos. Otro del grupo, ateo fanfarrón, defendió dicha actitud. García Moreno intervino entonces, aduciendo los argumentos propios de un católico en favor de la necesidad de la reconciliación con Dios. El ateo le dijo desafiante: «Usted habla muy bien, pero me parece que a esa religión tan hermosa la descuida un poco en la práctica. Se ufana de católico intransigente, pero dígame, ¿cuánto hace que no se confiesa?». García Moreno quedó por algunos instantes desconcertado. Era verdad que no vivía en plena consonancia con lo que sostenía. Sumergido en el vértigo de la política y en su afán por saber cosas humanas, se había enfriado un tanto en su vida espiritual. «Usted me ha respondido con un argumento personal que tal vez le parezca excelente hoy, pero que mañana no valdrá más», le contestó. Bruscamente dio media vuelta y se encaminó hacia su casa, muy nervioso. Esa misma tarde cayó de rodillas frente a un confesor. Fue un verdadero golpe de gracia, una conversión de la fe a las obras.
Desde entonces se lo vio casi todos los días en la iglesia de San Sulpicio, oyendo misa antes de abocarse al trabajo. Asimismo comenzó a rezar diariamente el rosario.

Luis Veuillot escribiría muchos años después: «En San Sulpicio le han visto, sin duda, varios de entre nosotros. Nos complacemos en decir que, tal vez sin conocerlo, hemos unido nuestra súplica a la suya; en todo caso, era de los nuestros y reclamamos el honor de ser de los suyos».

Durante su estancia en París, se dedicó como nunca al estudio, ampliando sus conocimientos de historia y crítica literaria. Por las tardes asistía a lecciones de geología y mineralogía, las primeras a cargo del famoso Charles D’Orbigny. Tal interés no era expresión de mera curiosidad. Según lo aseguró él mismo en una de sus cartas, estudiaba para ser más útil a la Patria. Si se interesaba en la química orgánica es porque le parecía beneficioso para ulteriores proyectos de destilación y azúcar. Asimismo se puso al corriente de los movimientos políticos, industriales y militares de Francia, y en todo lo tocante a la organización de sus colegios y universidades. Es cierto que por aquellos años, Francia estaba socialmente desquiciada. La llegada al poder de Napoleón III, que como emperador había puesto freno a tantos desmanes, lo llevó a deducir que desde el poder un hombre prudente y enérgico puede contribuir decisivamente a la salvación de un pueblo. Pero también entendió que de poco servía liberar una nación de la tiranía democrática si luego se la sujetaba a la tiranía del cesarismo despótico. Sólo una revolución verdaderamente católica sería capaz de rescatar a un país que iba a la deriva, con tal de que encontrase un hombre que la encarnase.

Entre los libros que pudo leer, hubo uno que parecía especialmente escrito para él: La Historia Universal de la Iglesia católica, el P. Rohrbacher, una verdadera enciclopedia doctrinal, donde se ensamblan la teología, la política y la historia. Allí quedaba plenamente demostrado lo absurdo que era la lucha entre el Estado y la Iglesia, así como el divorcio entre ambos. García Moreno quedó deslumbrado ante esta verdad: el pueblo de Dios tiene derecho a ser gobernado cristianamente, concretándose en la práctica la Realeza Social de Jesucristo.

Hay algo que le gustó especialmente en dicha obra, y era precisamente lo que algunos le reprochaban, a saber, la amalgama de la teología con la historia. Estimaba también en aquel autor su integridad doctrinal, tan ajena a compromisos y paliativos, así como la severidad con que fustigaba a los falsos doctores, sin perder el buen humor, que tan bien se avenía con el espíritu de Gabriel. Esta lectura fue fundamental, ya que a través de ella penetró en su alma el espíritu de Carlomagno, de San Fernando y de San Luis. Tres veces leyó sus veintinueve volúmenes.

Como se ve, el destierro lo maduró, al tiempo que amplió enormemente sus horizontes.

Refiriéndose a esta etapa de su vida escribió Veuillot: «Solo en tierra extraña, desconocido, pero alentado por su fe y su gran corazón, García Moreno se educó a sí mismo para reinar, si tal era la voluntad de Dios. Aprendió cuanto debía saber para gobernar a un pueblo en otro tiempo cristiano, pero que se estaba volviendo salvaje... Con este fin trató de ser sabio. París, a donde la Providencia lo condujo, era el taller más a propósito para este aprendiz. París, cristiano también, pero bárbaro y salvaje al propio tiempo, ofrece el espectáculo del combate de los dos elementos. Tiene escuelas de sacerdotes y de mártires y es una vasta fábrica de anticristos, de ídolos y verdugos. El futuro presidente y misionero futuro del Ecuador, tenía ante sus ojos el bien y el mal. Cuando volvió a su lejano país, su elección estaba hecha: ya sabía dónde se hallaba la verdadera gloria».

Había llegado a entender el gran tema de las Dos Ciudades de San Agustín en la Francia poblada de anticristos pero no carente de combatientes de la fe como el mismo Veuillot, el cardenal Pie, dom Guéranger y tantos otros.

4. Alcalde, rector y senador

El período presidencial de Urbina llegaba a su fin en 1856. La Iglesia había sido su principal enemigo. Propósito suyo fue destruirla o al menos someterla. No se atrevió, por cierto, a expulsar a los obispos y sacerdotes, como hizo con los jesuitas, pero trató de corromperlos o dominarlos. Para ello se valió de diversos expedientes, como por ejemplo alojar soldados en los conventos, intervenir en los seminarios nombrando personas indignas, insistir a través de los diarios en los presuntos abusos del clero... Los colegios se habían convertido en cuarteles y la Universidad estaba degradada. Al término de su período trató de ser reelecto, pero en vano, ya que sus mismos partidarios estaban hartos de su despotismo.

Entonces hizo lo posible para que subiese su candidato, el general Francisco Robles, hechura suya, y lo logró. Era un cambio de personas, no de políticas. A pesar de todo, los amigos de García Moreno le pidieron al nuevo presidente un salvoconducto para aquel ciudadano desterrado. Creyendo Robles que con ese gesto se metía en el bolsillo a la oposición, lo rubricó.

García Moreno volvió a entrar en la capital con la aureola de un caballero que ha sufrido mucho por la causa de la religión y de la patria. La municipalidad de Quito lo nombró alcalde, cargo que corresponde al de juez, como quien rinde un homenaje a su noble pasión por la justicia. Poco después, hallándose vacante el cargo de rector de la Universidad, el claustro lo eligió como tal. Aceptó con gusto dicha designación y se abocó de inmediato a elevar el ánimo muy alicaído de profesores y alumnos; jerarquizó el nivel académico de las facultades, sobre todo de la de ciencias, por él tan amada; presidió exámenes y pronunció numerosas conferencias.

Pero ni alcaldía ni rectorado satisfacían su propósito fundamental, que era fundar un movimiento, motorizar una oposición a los que entonces la gente llamaba «los gemelos», es decir, Urbina y Robles. Con motivo de las elecciones que debían hacerse en mayo de 1857 para elegir a los miembros del Congreso, un grupo de amigos lo propuso como candidato a senador. En orden a promover su designación, y con el fin de despertar al pueblo de su modorra, crearon un órgano periodístico llamado La Unión Nacional, donde pudieran unirse y expresarse todos los descontentos, contribuyendo así a la derrota del gobierno liberal. Esta votación tenía especial importancia ya que una de las atribuciones de los vencedores era la elección del futuro Presidente, al término del período de Robles. Así lo entendía Urbina, quien maniobró astutamente desde la trastienda. Más allá de las consabidas trapisondas preelectorales hubo incluso amenazas el día mismo de las elecciones. Un grupo de jóvenes limpios y valientes enfrentaron físicamente dichas conminaciones, hasta el punto de que corrió sangre.

Finalmente García Moreno fue elegido. Urbina tendría que resignarse con una Cámara donde la oposición, encabezada por un fogoso y arrollador caudillo, lo pondría contra las cuerdas. García Moreno entró en el recinto pisando recio, rodeado de sus nuevos colegas.

Uno de los grandes debates de aquel Congreso fue en torno a la presencia y el influjo de la masonería en el Ecuador. Urbina, que se había fundado en el derecho del Patronato para prohibir a los institutos religiosos en el país, como buen liberal no trepidaba en abrir las puertas a todas las sociedades secretas. En sentido inverso, García Moreno presentó un proyecto de ley por el cual se autorizaba al poder ejecutivo a establecer congregaciones religiosas, y al mismo tiempo se decretaba la clausura de las logias. La religión católica, decía dicho documento en sus considerandos, es la religión de todos los ecuatorianos, la única reconocida por la Constitución, y por ende no se podía admitir, sin grave inconsecuencia, la acción de sociedades antirreligiosas. Un opositor afirmó que cerrar las logias masónicas sería oponerse al espíritu del siglo; otro acotó que no tenían carácter antirreligioso.

«Por cierto –exclamó García Moreno fijando sus ojos en aquellos oradores–, que tengo que hacer notar la inconsecuencia de los que se dicen liberales: quieren la libertad para el establecimiento de logias o de sociedades contrarias a la religión y a la moral. Para ellos no debe haber trabas de ningún género, no debe esperarse el permiso o autorización del Poder Ejecutivo; pero cuando se trata de una institución católica, de asociaciones que favorecen y desenvuelven las más eminentes virtudes sociales, entonces no debe haber libertad, sino trabas y obstáculos....

«Para que se establezcan libremente todas las asociaciones religiosas o irreligiosas sin traba alguna, era menester que no hubiese una religión dominante, como en los Estados Unidos; pero siendo la única religión del Ecuador la cristiana, católica, apostólica, romana, no puede permitirse el establecimiento de una asociación condenada por la Iglesia católica, apostólica, romana».

Al fin el proyecto prosperó y se votó la supresión de las logias, pero para evitar la furia de los hermanos se lo sometió al futuro Congreso. El Gobierno se apresuró a negar su aprobación a la ley.

La actuación de García Moreno en las Cámaras reveló una nueva veta de su personalidad, la del orador. Hasta entonces poco había hablado en público. Ahora mostró el vuelo de su verbo. Las ideas y las palabras salían juntas de sus labios, sin vacilación alguna. Su manera de expresarse era enérgica, directa, precisa, sin floripondios ni adjetivos innecesarios. Su mirada, de estupenda elocuencia, refrendaba sus ideas y sus gestos. Desarrollaba su pensamiento con lógica irrebatible y con absoluta convicción. En la réplica se mostraba temible, capaz de aplastar a su contrincante con unas cuantas palabras, o con un chiste que dejaba en ridículo al adversario. Era, en verdad, un orador eximio, a lo Donoso Cortés.

5. Presidente provisional

Por cierto que todavía el poder seguía en otras manos, las de Urbina y Robles. Sin embargo los «gemelos» no las tenían todas consigo. Ahora en la Cámara legislativa se escuchaba una voz poderosa que se atrevía a cuestionar sus decisiones. Desde aquellos momentos, los acontecimientos se atropellaron, a tal punto que el Gobierno disolvió el Congreso, implantando una nueva dictadura, pero no por nueva, desconocida, la «dictadura de los liberales». La oposición apretó filas en torno a García Moreno. Ante las turbulencias que arreciaban, el Gobierno abandonó la capital y se refugió en Guayaquil, apoyado por los elementos más serviles del ejército, acompañando su decisión con nutridos fusilamientos. Lo que Urbina y Robles anhelaban era capturar a García Moreno, pero al no poder hacerlo, decretaron nuevamente su destierro, esta vez para siempre. También García Moreno andaba por Guayaquil. Cuando el cerco se cerró, no le quedó sino buscar refugio en un barco que se aprestaba a zarpar rumbo al Perú.

En tan intrincada situación, los mejores ecuatorianos, no dispuestos a presenciar pasivamente la destrucción de su patria, se resolvieron a luchar contra aquellos insensatos, enemigos de la religión y de la patria. En todo el país se respiraba un clima de sublevación generalizada. Un grupo del ejército se amotinó contra los «gemelos», y su comandante entró con veinte soldados en la casa del Presidente, arrestando a Robles y Urbina. Pero al fin la revuelta fue sofocada, y los militares que se habían rebelado debieron volver a los cuarteles. Los déspotas estaban todavía festejando, cuando se enteraron de que un nuevo levantamiento popular había estallado en Quito. Esta vez los insurrectos triunfaron, no sólo en la capital sino también en gran parte del país, y eligieron un triunvirato, cuyo jefe supremo sería García Moreno. Enterado de la decisión, nuestro héroe, que todavía estaba en Guayaquil, se dirigió velozmente a Quito.

El viaje fue terrible. Su guía, mordido por una víbora, expiró ante sus ojos, y él quedó solo, sin la menor idea del camino que había de seguir, en medio de sierras y mesetas. Cabalgó dos días sin rumbo seguro, escuálido por falta de alimentos. Cuando su caballo cayó extenuado, debió seguir a pie... En fin, una odisea. Pero él nunca se amilanaba. El fervor de la Patria herida encendía su corazón.

Apenas llegado a Quito, tomó las riendas de la situación. Era inminente un contraataque arrollador de las tropas de Urbina y Robles. Se hacía así preciso reclutar voluntarios, armarlos y entrenarlos. Si bien García Moreno no era militar de profesión, dominaba el oficio de las armas, algo que había aprendido en un país zarandeado por tan frecuentes revoluciones. Manejaba la espada como un maestro de esgrima, era hábil tirador y estupendo jinete. Además, su afición a saber de todo, lo había impulsado a estudiar historia militar, estrategia, cartografía y otras ramas auxiliares de la guerra, así como a presenciar maniobras de todo tipo.

Acercóse Urbina con soldados veteranos, perfectamente armados. El gobierno provisional salió a su encuentro con voluntarios bisoños. La lucha duró seis horas. Desde el principio hasta el fin, estuvo García Moreno en medio del fuego, olvidado de su seguridad personal, luchando, arengando y curando heridos. Sin embargo su derrota fue total. A la hora del desbande, vio pasar delante de sí al coronel Vintimilla, que huía a caballo. Cuando éste reconoció al presidente interino, desmontó de su corcel y se lo ofreció generosamente. «No –le dijo García Moreno–, ¿qué será de usted si lo dejo así?». «Poco me importa –exclamó noblemente el coronel–; no faltarán nunca Vintimillas, pero no tenemos más que un García Moreno». Lo obligó a montar y alejarse al galope. Enfiló García Moreno por desfiladeros desconocidos y se internó en tupidos bosques. Cuando pasaba por algún pueblo, sus habitantes, conmovidos, lo aclamaban, ya que para ellos él era su esperanza.

Mientras tanto Urbina entraba en Quito. Los patriotas cerraron los postigos de sus ventanas. Poco después lo haría Robles. El gobierno provisional se refugió en la ciudad de Ibarra. García Moreno era tozudo: «Voy a seguir la empresa hasta concluir con Urbina y el último urbinista. Por contraria que parezca la situación, la dominaremos con tal de que no perdamos la confianza y el valor».
Urbina, por su parte, implantó la violencia, enajenándose cada vez más a la población.

Ya que por las armas no se veía posibilidad próxima de victoria, García Moreno recurrió a la diplomacia, dirigiéndose otra vez al Perú para conseguir el apoyo del presidente Castilla, enemigo de los «gemelos», mientras Carvajal, que integraba el triunvirato, reunía tropas de ecuatorianos que vivían en tierras colombianas. Lo encontró en Paita, donde él había estado en su último destierro. Castilla se mostró ampliamente comprensivo y favorable, pero García Moreno se dio cuenta de que lo que buscaba era aprovechar la ocasión para apoderarse de alguna porción de tierra ecuatoriana, cosa a la que jamás se hubiera avenido nuestro héroe. Ante este fracaso, resolvió apelar al general Franco, que si bien parecía apoyar a Urbina, por lo menos era patriota y amaba al Ecuador. Llegándose encubiertamente a Guayaquil, se entrevistó con él en secreto. Pero también Franco tenía segundas intenciones, que se guardaría bien de revelar. Quería, sí, echar a Urbina y Robles, pero no en provecho del gobierno provisional, sino para asumir él mismo la presidencia. Asimismo García Moreno pudo entrever que Franco se entendía con Castilla, dispuesto a cederle parte del Ecuador.

Sea lo que fuere, Franco acabó por sublevarse. Acudió Robles a sofocarlo, pero la suerte le fue adversa, siendo vencido, arrestado y deportado. Urbina, no sabiendo qué hacer, optó por subordinarse al nuevo jefe, mas éste lo puso también en un buque extranjero para que fuese a acompañar a su «gemelo». Así el Ecuador quedó libre de dos malhechores. Mientras tanto, en Quito reinaba una gran conmoción. Por lo demás, Franco no se mostraba menos funesto que aquellos a quienes había vencido. Dueño de Guayaquil, llamó a elecciones, y sin respetar las formas legales, fue elegido por la fuerza como Presidente, si bien permaneciendo en aquella ciudad. En vano García Moreno trató de acercársele. Ahora a Franco ya no le interesaba entablar contacto alguno. Entonces nuestro héroe debió empeñarse en iniciar nuevos reclutamientos, buscar cañones y vituallas. Incluso ordenó instalar una fábrica de armas cerca de Quito.

Mientras tanto, Franco y Castilla, ahora aliados, trataban de infiltrar espías y traidores en las fuerzas del gobierno provisional, logrando soliviantar a algunos efectivos del ejército leal. En cierta ocasión en que García Moreno se encontraba en Riobamba, descansando por la noche, un grupo de soldados sediciosos, pistola en mano, irrumpieron en su habitación y lo detuvieron, tras lo cual se embriagaron y se dieron al pillaje. Un amigo le propuso entonces a García Moreno huir por la ventana. Él le contestó que en caso de escapar sería por la puerta. Y así lo hizo. Aprovechando que los carceleros estaban borrachos, con voz de mando llamó al que estaba de guardia, y le ordenó que abriese la puerta. El soldado obedeció. García Moreno se puso en busca de los suyos, y encontró en Calpi a catorce de ellos que lo escoltaron. No salían de su asombro cuando el jefe les dijo que era su intención volver inmediatamente a Riobamba. Allí los soldados seguían totalmente borrachos, por lo que finalmente los dominó, castigando a los cabecillas.

En Guayaquil la cosa se ponía cada vez peor. Castilla, a la cabeza de una escuadra de 6000 hombres, había ya recuperado el sur del Ecuador, con la anuencia cobarde de Franco, que sin vacilar se disponía a entregarle la perla del Pacífico. La indignación cundió por todo el país. Los jóvenes pedían armas para ir en socorro de la Patria avasallada. García Moreno, al ver al Ecuador a punto de desaparecer, pensó en solicitar ayuda a Francia. Él amaba a esa nación, la conocía y la apreciaba, especialmente en esos momentos en que el gobierno galo reconocía la autoridad de la Iglesia.

¿Pero bastaba ello para que diese semejante paso? Se ha dicho que lo que lo movió no fue sino el cansancio en la lucha contra el desenfreno de la soldadesca y la turbulencia de los demagogos, con el consiguiente avance de la anarquía. Pero también el ver avanzar rápidamente el torrente arrasador de la raza angloamericana. Francia era católica y latina, y el mundo sajón, de diferente raza y religión que la nuestra. Quizás constituyó un paso erróneo, y que por lo demás no tuvo éxito, pero fue causa de que durante mucho tiempo se lo acusase de haber pretendido vender el Ecuador a una nación europea, máxime estando fresco el desembarco de Maximiliano en México.

La situación era gravísima. El poderoso ejército extranjero ya se encontraba sólidamente instalado en territorio ecuatoriano. Por otra parte, las tropas apostadas en Quito no aseguraban su fidelidad. Sin embargo, entendiendo García Moreno que era mejor morir que vender la Patria, decidió recurrir nuevamente a las armas. Tras arengar a los suyos con fervor patriótico, se dirigió hacia el sur, al frente del ejército. Esta vez ganó batalla tras batalla, conquistando Cuenca, y luego Loja, ciudad limítrofe con Perú. Sólo quedaba a los usurpadores la provincia de Guayaquil. Todavía trató de solucionar las cosas por las buenas, enviando emisarios a Franco, en la esperanza de que aún conservase rescoldos de amor a la Patria y honor militar. Pero el muy canalla, hollando todo resto de hidalguía, aprisionó a los enviados. Ante semejante ultraje, el Presidente provisional se dirigió a los ecuatorianos en los siguientes términos:

«¡Compatriotas! Sólo los cobardes prefieren la traición a la guerra, la intriga al combate. Corramos a las armas para defender el honor y la nacionalidad de la Patria. Unión, firmeza y valor, he aquí lo que ella reclama de nosotros. La Providencia nos protege, la gloria nos aguarda y las Repúblicas hermanas, lejos de ser espectadores indiferentes, nos sostendrán en la heroica lucha a que estamos preparados».

Y a sus tropas así les habló: «¡Soldados! El gobierno de Guayaquil, sin más derecho que su ambición desenfrenada, sin otro motivo que el de su complicidad con el enemigo extranjero, y después de haber vendido inicuamente a nuestros hermanos del litoral, se prepara a emplear contra vosotros y contra los pueblos del interior las armas que deben emplearse únicamente en defensa de nuestra nacionalidad, se prepara a decorar con sangre ecuatoriana el camino por donde ha de seguirle un pérfido conquistador; viene a desgarrar el pabellón nacional para enarbolar el extranjero y ofrecerle en homenaje vuestra patria y hogares, vuestro porvenir, vuestras glorias y vuestra libertad... Preparaos, pues, a escarmentar para siempre traición tan detestable».

La actitud decidida de García Moreno, amedrentó a Castilla. No valía la pena arriesgarse por Franco, aquel aliado suyo tan egoísta. Y así lo dejó prácticamente solo, si bien con las espaldas aseguradas por la flota peruana, que permanecía fondeada en el puerto. En esos momentos, el general Flores, aquel viejo general que había sido adversario de García Moreno y vivía tranquilamente exiliado en el Perú, sintió un escozor de patriotismo, y dejando de lado sus desventuras, su destierro y sus resentimientos, se puso a disposición del jefe ecuatoriano: «En las circunstancias difíciles en que os halláis, hacedme saber si puedo seros útil, y estoy a vuestras órdenes». García Moreno, olvidando antiguos agravios, no sólo lo recibió, sino que le encomendó el mando de todas sus tropas: «Venga usted inmediatamente, para ser nuestro general en jefe». Las tropas nacionales, encabezadas ahora por ese prestigioso jefe, antiguo lugarteniente de Bolívar, se enfrentaron a las de Franco en Babahoyo y lo derrotaron, provocando su huida. Luego de la batalla, con ese olvido de sí mismo tan propio de los espíritus magnánimos, exclamó García Moreno: «Estas ventajas principalmente son debidas al genio guerrero de nuestro general en jefe y a las virtudes militares de nuestros oficiales y soldados».

Refugióse Franco en Guayaquil, y la declaró ciudad independiente, bajo el brazo protector del Perú. Hasta allí lo siguió García Moreno, juntamente con Flores. Abriéndose paso por la parte más inhóspita, llena de cuevas, rocas y esteros, las fuerzas nacionales atacaron a Franco, apareciendo de improviso en esa zona impensada. Tras encarnizada lucha, el enemigo huyó a la desbandada, mientras su jefe se embarcaba en un buque peruano. Terminaron así quince meses de lucha armada. Era el 24 de septiembre de 1860. García Moreno ya dominaba todo el Ecuador. Como el día de la victoria coincidió con la fiesta de la Virgen de la Merced, el vencedor decretó que la nación y el ejército ecuatorianos quedasen en adelante bajo su protección.

III. La primera presidencia

Durante los quince años que acabamos de considerar, la figura de García Moreno se nos ha ido mostrando con las eminentes cualidades de un jefe político que desde la oposición se empeñó en liberar a su Patria de los tiranos liberales o radicales, valiéndose de diversos recursos: la pluma, la palabra o la espada. Con todo, hay personas que son excelentes para hacer oposición, pero luego, a la hora de gobernar, se revelan incapaces. En las circunstancias que había vivido el Ecuador, una vez vencidas las fuerzas de la Revolución, se hacía preciso restaurar el edificio social, que reposaba sobre frágiles cimientos, como la soberanía del pueblo, y más en general, los principios de 1789.

Ecuador era débil y, por ende, menos susceptible de un intento de restauración. Si lo miramos hacia fuera, advertimos que estaba como cercado por dos repúblicas vecinas, celosas entre sí, pero siempre dispuestas a aliarse para sostener los postulados masónicos de la Revolución. En el interior, actuaban no sólo los liberales, que se negaban a reconocer el carácter sobrenatural de la Iglesia, subordinándola por tanto al Estado, sino también los llamados radicales, de obediencia masónica, quienes veían en la Iglesia un enemigo que había que destruir. En cuanto a los católicos, la mayor parte se mostraban pusilánimes, vacilando entre los derechos de la Iglesia y los presuntos derechos del pueblo. En momentos de peligro nacional, García Moreno había logrado agrupar en su torno a fuerzas dispares. Nunca, por cierto, recibió el apoyo de los radicales, pero sí el de algunos liberales y católicos «contemporizadores».

Ahora, al día siguiente de la común victoria contra Urbina y sus adláteres, aquella precaria coalición se hizo trizas y cada uno de los grupos se apartó, llevándose su parte de botín. Por el momento, García Moreno no pasaba de ser el jefe de un gobierno provisional, con el encargo de llamar a Convención para que sus integrantes redactasen una nueva Constitución, y luego designasen el próximo Presidente. Cuarenta fueron los diputados elegidos, que ahora comenzaron a sesionar. Quienes se oponían a García Moreno veían con temor el futuro, llegando incluso, en cierta ocasión, hasta intentar asesinarlo, aunque gracias a Dios sin éxito. Los que resultaron electos como constituyentes eran por lo general católicos, si bien casi todos liberales. Tras la sesión de apertura, García Moreno dio cuenta de sus actos ante la Convención y le devolvió sus poderes. Efusivamente felicitado, fue nombrado presidente interino de la misma.

1. García Moreno Presidente

Uno de los primeros temas que se planteó la Convención fue el de la religión oficial. El proyecto elaborado declaraba religión del Estado a la católica, con exclusión de las demás. Oponiéndose a ello, varios diputados adujeron que semejante propósito atentaba contra la civilización moderna, la libertad de conciencia, la voluntad del pueblo, constituyendo un retorno al espíritu de la Inquisición, etc. Desde otro punto de vista, aunque coincidiendo con los anteriores, un sacerdote liberal afirmó que el artículo era innecesario ya que si Dios es como el sol, que cada día sale para todos, resultaba una obviedad reconocerlo oficialmente. García Moreno se valió de toda su influencia para mantener el artículo y refutar a sus opositores.

Tras el análisis de los otros capítulos, se planteó la segunda cuestión, la elección del Presidente. La Convención había decretado que en adelante el Jefe de Estado fuese nombrado por sufragio universal, si bien se reservaba la presente elección. De manera unánime y sin debate lo eligieron a García Moreno por cuatro años, con el aplauso general del pueblo. Era el 10 de marzo de 1861. Muy satisfecho debió quedar el novel Presidente cuando se aprobó la concertación de un Concordato con la Santa Sede, que debía ejecutarse sin esperar la ratificación del futuro Congreso. También se decretó la reorganización de la economía, del ejército, de la educación, así como la construcción de una carretera de Quito a Guayaquil. De este modo, García Moreno tenía carta blanca para llevar a cabo todos sus planes de estadista. Luego veremos cómo los concretaría. Nuestro héroe tenía 40 años cuando asumió el poder.

Intentemos esbozar un retrato suyo, en base a los que nos han legado los artistas de su tiempo. Era alto y delgado, de figura noble, esbelta y elegante. Su frente, ancha y espaciosa, revelaba una inteligencia descollante. Sus ojos, negros, profundos y escrutadores; a veces se mostraban serenos, otras veces relampagueaban; se dice que cuando daba órdenes, parecía que miraban con gran autoridad. La nariz, muy recta, y de tamaño más bien grande. La boca era ancha, con bigotes negros, espesos, de bordes cortos y caídos. La mandíbula, algo avanzada, realzaba su aspecto de caudillo. El rostro, anguloso y severo. Su fisonomía, en general, resultaba atractiva y hasta fascinante, revelando una personalidad sobresaliente, un aristócrata y gran señor. Había algo de marcial en su continente. Gustaba de cruzar los brazos, lo que acrecentaba su distinción y señorío. Sus ademanes eran precisos y enérgicos. Se ha dicho que su voz, sin suavidad ni matices, sonaba un tanto destemplada, y que hablaba con demasiada rapidez.

En cuanto a sus características psicológicas y morales destaquemos, de acuerdo al testimonio de sus contemporáneos, su voluntad poderosa, casi sobrehumana, que le llevó a vencer no sólo la geografía del paisaje ecuatoriano sino también a sus contrincantes, transformando a su patria de arriba abajo, y que le permitiría vencerse a sí mismo, adelantando velozmente en el camino de la virtud. Su inteligencia era penetrante, sumamente aguda, apasionado por todas las formas del saber, y capaz de comprender con excepcional rapidez, no sólo a las personas sino también las situaciones. Eran proverbiales su vehemencia y combatividad, así como su afición por la aventura y el peligro. El profundo espíritu religioso que lo caracterizaba le permitía estar siempre pronto a sacrificar su vida por las causas trascendentes. Su temple de hierro lo hacía implacable con los delincuentes y corruptos, si bien no descartaba el ejercicio de la misericordia. La honradez de su conducta se hizo patente por el modo de administrar los dineros públicos, jamás aprovechando los cargos que invistió para acrecentar su patrimonio personal. De temple voluntarioso y decidido, nunca postergaba sus resoluciones o dilataba su ejecución. Se caracterizaba, asimismo, por una enorme capacidad de trabajo, en virtud de la cual pudo realizar más obras que todos los presidentes del Ecuador que le precedieron. Su memoria era asombrosa. Todos le reconocieron el don de atraer a los demás, de convencerlos y entusiasmarlos. Poseyó el arte de la palabra, que lo convirtió en el primer orador de su tiempo, siendo a la vez un espléndido conversador, rápido y sentencioso en las réplicas, a veces mordaz.

Tal es el hombre que ahora asume el poder. Un contemporáneo suyo dijo que lo único pequeño en él «fue el escenario a que lo trajo la Providencia para el desenvolvimiento de sus magnas acciones». Sin embargo, obró como los magnánimos, que engrandecen aun lo que es minúsculo. Tomó posesión del mando, prestando juramento en la catedral de Quito, una de las más hermosas de América. El presidente de la Convención, nuestro ya conocido general Flores, ahora admirador de García Moreno, pronunció el discurso de circunstancia.

En su respuesta, García Moreno se comprometió a «restablecer el imperio de la moral, sin la cual el orden no es más que tregua o cansancio y fuera de la cual la libertad es engaño y quimera». Para ello, agregó, se serviría de dos medios: la represión enérgica del crimen y la educación sólidamente cristiana de las nuevas generaciones. Protegería la religión, sin cuya influencia juzgaba imposible la reforma moral. Fomentaría la industria, el comercio y la agricultura, hasta ahora atrasados «por falta de conocimientos o de vías de comunicación». Ordenaría la hacienda pública «sobre la triple base de la probidad, la economía y el crédito nacional». Cuidaría del ejército y de las buenas relaciones internacionales. Espléndido y programático discurso, cuyos enunciados habrá de cumplir punto por punto.

2. El Concordato con la Santa Sede

En realidad García Moreno no estaba satisfecho con la Constitución que había aprobado la Convención. La consideraba «demagógica» y proclive a establecer la «anarquía organizada». Especialmente lamentaba la insuficiencia de los poderes que había puesto en sus manos. Es posible que tal limitación fuese intencional. Los convencionales lo habían elegido porque salvó al país, pero le cercenaban sus atribuciones, para que no cambiase demasiado las cosas. Más adelante se declararía arrepentido de haber aceptado el gobierno en semejantes condiciones.

Sea lo que fuere, se abocó inmediatamente a preparar el Concordato con la Santa Sede. Hasta entonces, el Ecuador se había regido por la ley del Patronato, heredada de los reyes españoles. El poder político se arrogaba la capacidad de erigir nuevas diócesis, trazando sus límites; de autorizar la convocación de sínodos o concilios nacionales o regionales; de permitir la erección de nuevos monasterios o la supresión de los antiguos; de nombrar obispos, curas y canónigos; de conceder o no el exæquatur a las bulas pontificias, etc. La Santa Sede objetaba dicho comportamiento señalando que el Patronato era un privilegio personal que los Papas habían concedido a los reyes de España por su reconocida fidelidad a la Iglesia, y que por tanto no se transmitía automáticamente a los gobernantes de Hispanoamérica.

Se imponía, pues, zanjar dicha situación, mediante un Concordato. Para cumplimentarlo, García Moreno envió un representante a la Santa Sede con instrucciones precisas. El Gobierno empezaba asegurando que no estaba en sus intenciones imponer ni exigir concesiones sino sólo solicitar al Papa un remedio para los males que aquejaban a la Iglesia en Ecuador. «El Gobierno desea únicamente que la Iglesia goce de toda la libertad e independencia de que necesita para cumplir su misión divina, y que el Poder civil sea el defensor de esa independencia y el garante de esa libertad». En segundo lugar se decía que si bien la Constitución asegura el ejercicio exclusivo de la religión católica, como «no faltan hombres extraviados que procuran abrir la puerta a la introducción de nuevos cultos, estimando a la impiedad y la apostasía», sería conveniente que dicha situación se contemplase en el Concordato, de modo que además de no permitirse el establecimiento de cultos disidentes, quedase prohibido el de cualquier sociedad condenada por la Iglesia. A continuación se pide la supresión del exaequatur.

Luego se solicita que en razón de que las malas costumbres se iban extendiendo cada vez más entre los niños y los jóvenes, la Santa Sede dé facultad a los obispos e imponga al Gobierno la obligación de impedir en las escuelas y Universidades el uso de libros condenados por la Iglesia. Asimismo se afirma la necesidad de una reforma del clero, lo que resulta imposible mientras la jurisdicción eclesiástica esté sometida a la civil, y los delincuentes eludan de ese modo el castigo debido. Finalmente se señala el deseo de que la Santa Sede provea libremente los obispados, y los obispos los demás beneficios, quedando sólo el Gobierno con el derecho de oponerse a la promoción de eclesiásticos indignos o perturbadores. Había un anexo sobre la reforma del clero regular, para cuyo cumplimiento se pedía el envío de un delegado apostólico.

Al cabo de seis meses de tratativas, el proyecto quedó firmado ad referendum. Sus artículos reproducían casi textualmente las instrucciones que García Moreno había dado a su plenipotenciario. El texto se cerraba con esta cláusula: «La ley del Patronato está y queda suprimida».

El cambio de firmas debía verificarse en Quito. Pío IX envió para ello un delegado apostólico, con una carta en la que felicitaba a García Moreno «por su piedad profunda hacia la Santa Sede, su ardiente celo por los intereses de la Iglesia católica, y le exhortaba a favorecer, con todas sus fuerzas, la plena libertad de esta esposa de Cristo, así como la difusión de sus divinas enseñanzas, sobre las cuales reposan la paz y ventura de los pueblos». Cuando el delegado hizo entrega de la carta, expresó su satisfacción por el feliz encuentro de la espada y el cayado, que mutuamente se sostenían.

García Moreno admiraba al intrépido Pío IX, hostigado en aquel entonces por los Garibaldi y los Cavour. Al saludar a su delegado le dijo:

«Os ruego que manifestéis a nuestro Padre Santísimo estos sinceros sentimientos y aprovechando esta ocasión solemne, os ruego le digáis también que, como verdaderos católicos, no somos ni podemos ser insensibles a los ataques dirigidos a la Santa Sede y contra su soberanía temporal; soberanía que es la condición indispensable de su libertad e independencia, así como lo es del reposo y la civilización del mundo. Decidle que si bien a los débiles no nos es dado oponer un dique de hierro contra la impiedad y la ingratitud de los unos, y contra la timidez y la imprevisión de los otros, sí nos toca levantar la voz para condenar el crimen y extender la mano para señalar al delincuente. Decidle, en fin, os ruego, que unidos más fuertemente a él en el tiempo de la adversidad, aquí, al pie de los Andes y a las orillas del Grande Océano, rogamos por él y por el término de las aflicciones que lo rodean, y que abrigamos la íntima y consoladora convicción de que pasarán los días de prueba, porque cuando la fuerza oprime en lo presente, la justicia se reserva el porvenir».

Poco después ocurrió algo muy revelador. Cuando el comisionado del gobierno ecuatoriano volvió de Roma, se dieron cuenta de que no se había llegado a un acuerdo sobre la demanda del Presidente relacionada con la reforma del clero regular. Como se recordará, García Moreno había pedido el envío de un delegado apostólico provisto de amplios poderes, para lograr que los malos religiosos se reformasen o, si así no lo hacían, fuesen secularizados.

A la Santa Sede la medida pareció demasiado enérgica. El Papa, afirmó su vocero, deseaba tanto como el Presidente llegar a esa reforma, pero por medios persuasivos. García Moreno pensaba que dicho modo de proceder constituiría un obstáculo a su proyecto de regeneración del país, ya que aquellos religiosos, desacostumbrados a toda regla, no se dejarían convencer, y seguirían haciendo daño a todo el cuerpo social. De esta manera, convencido de que el Concordato y la reforma del clero regular eran inescindibles, se rehusó terminantemente a admitir el uno sin la otra. «Volved inmediatamente a Roma –le dijo a su ministro–, y decid al Papa que acepto todos los artículos del Concordato, pero a condición de que ha de imponer la reforma. Si él no puede imponer la reforma, yo no puedo imponer el Concordato». Pío IX quedó estupefacto. El ministro le explicó que García Moreno pensaba que si el Papa conociese la situación real del Ecuador como él la conocía, se convencería de la necesidad de la reforma. Por fin el Santo Padre accedió a lo solicitado.

El Concordato fue oportunamente promulgado en Quito. Luego de una solemne misa pontifical, el Presidente y el delegado de la Santa Sede, rodeados de las autoridades civiles y militares, procedieron al cambio de firmas, y a continuación se leyeron al pueblo los artículos del Concordato. Tras entonarse el Te Deum, con un fondo de salvas de artillería, se izaron las banderas del Ecuador y del Vaticano. Ceremonias semejantes tuvieron lugar en las principales ciudades del país. Quedaba así patente, para asombro del mundo, que había un país, el Ecuador, cuyo Estado se unía a la Iglesia en un designio común, y la Iglesia aceptaba gozosamente la unión con dicho Estado. Parece obvio decirlo, pero desde aquel día, el liberalismo y la masonería le declararon a García Moreno la guerra frontal.

3. El cerco del Perú y Colombia

Nuestro héroe había asumido el poder en un momento difícil en lo que toca a las relaciones internacionales del Ecuador, sobre todo por cuanto acontecía en los países limítrofes. Colombia acababa de salir de una guerra civil, tras la cual había sido designado como jefe de gobierno Julio Arboleda, un político de familia distinguida, valeroso en el combate, excelente orador, y hasta poeta en sus ratos de ocio. De espíritu hondamente religioso, se asemejaba en muchas cosas a García Moreno. Sus enemigos no se lo perdonarían. Y así lograron que el general Tomás de Mosquera, al frente de los radicales, se rebelase contra él. Apoderóse el general de Bogotá, y comenzó a perseguir a la Iglesia. Arboleda, mientras tanto, se retiró a los confines de Ecuador, y desde allí organizó la resistencia, con el apoyo de la población católica. Todo el Ecuador, y especialmente García Moreno, deseaba su triunfo, cuando aconteció un incidente desdichado.

Un batallón de Arboleda, persiguiendo a los de Mosquera, cruzó el límite del Ecuador, e hirió gravemente al jefe ecuatoriano del lugar. García Moreno, lleno de indignación, protestó severamente, pidiendo a su amigo Arboleda la destitución del jefe responsable y la entrega del que hirió al comandante militar de la frontera. Al mismo tiempo envió a ese lugar una división de soldados. Arboleda se negó, aduciendo razones que a García Moreno le parecieron insuficientes. Para el caudillo ecuatoriano era una cuestión de honor nacional, por lo que él mismo se dirigió a caballo hacia la frontera, trayecto que le exigió no menos de tres días. Se entabló el combate y su pequeño ejército fue derrotado. En la lucha había derrochado valor, como siempre. Sus camaradas nos cuentan que en el momento del desbande se precipitó con cinco soldados en medio de los batallones enemigos, hiriendo a izquierda y derecha.

Por fin se entregó a un oficial colombiano pidiéndole que lo llevara a su jefe, ante quien rendiría su espada. Arboleda se sintió desconcertado al verlo. Una derrota como aquélla, le dijo, mientras le devolvía la espada, es honrosa para el Ecuador y gloriosa para su comandante. Eran dos jefes católicos, y en el fondo ambos comprendían que mejor que un enfrentamiento de este tipo hubiese sido volver sus armas contra el enemigo común, la Revolución liberalmasónica, que en aquellos momentos hacía estragos en Nueva Granada y no se cansaba de intrigar en el Ecuador para recuperar el poder. Ambos estadistas firmaron un tratado de alianza, tras lo cual García Moreno retornó a la capital. Poco tiempo después Arboleda sería asesinado, asegurándose así el triunfo del radicalismo en Colombia.

Nuestro Presidente llevaba ya dos años en el poder. El pueblo católico lo admiraba, pero tanto los liberales como los radicales, orgullosos de titularse progresistas o librepensadores, lo execraban con toda su alma, y desde ya fraguaban su caída. El jefe de esa especie de coalición era el general Urbina, exiliado por aquel entonces en el Perú. Sólo su retorno haría posible la desaparición política de García Moreno. Para el logro de sus objetivos, Urbina comenzó a buscar el respaldo del Perú y de Nueva Granada, dos malos ladrones, como decía el P. Solano, puestos a izquierda y derecha del Ecuador para despojarlo cuando se les presentara la ocasión. El apoyo del colombiano Mosquera era bien explicable, pero también el del peruano Castilla, cuyas pretensiones sobre el territorio ecuatoriano y resentimientos contra García Moreno ya se habían hecho patentes.

Para el logro de sus inconfesables propósitos, los enemigos del gran ecuatoriano idearon una estratagema: hacer públicas aquellas cartas del mandatario al gobierno francés, a que nos referimos más arriba, donde solicitaba el apoyo de dicho gobierno. Las misivas, que se habían conservado secretas hasta entonces, fueron entregadas a Castilla y publicadas en un periódico de Lima. Urbina se rasgó las vestiduras. Por instigación suya, toda la prensa americana clamó contra «la gran traición de García Morente», cual si éste hubiera hecho gestiones para que el Ecuador fuese aceptado como colonia francesa. Castilla se creyó tanto más autorizado a explotar este incidente cuanto que, en su momento, él había protestado contra la ocupación de México por los franceses a las órdenes de Maximiliano, calificando el intento de invasión a un país hispanoamericano; al tiempo que ofrecía armas y dinero a Benito Juárez, llenaba de invectivas a los franceses que residían en Lima.

García Moreno le escribió a Castilla explicándole cómo había sido aquella gestión suya, pero éste hizo oídos sordos y amenazó con invadir el Ecuador por mar y tierra, en razón de lo cual aquél debió fortificar a Guayaquil y prepararse para la guerra, que gracias a Dios no llegó a concretarse. El presidente del Perú se contentó con romper relaciones con el gobierno ecuatoriano, y dar asilo a todos los conspiradores. Munido de su autorización, el incansable Urbina equipó un buque en el puerto de Callao, con la intención de desembarcar en algún punto del Ecuador y sublevar desde allí al país. Pero Castilla, presionado por los diplomáticos, debió desistir de sus intentos. Poco después terminó su mandato.

De Perú ya nada podían esperar los enemigos internos de García Moreno. No les quedaba sino volverse hacia el otro ladrón, es decir, hacia Mosquera, nuevo presidente de Colombia, que tras vencer al partido católico en la persona de Arboleda, se dedicaba a perseguir a la Iglesia. En García Moreno veía como un símbolo del patriotismo católico y al enemigo declarado de las logias masónicas. Urbina, que ya nada podía esperar del gobierno de Lima, se volvió, pues, hacia él:

«Es tal la situación y el anonadamiento en que gimen esos pueblos –le escribió–, que poco o nada pueden hacer sin un apoyo de afuera... No necesita V. sino quererlo para que la redención del Ecuador se efectúe y queden conjurados los peligros que amenazan a la América, puesto que para ello puede V. contar, además de los poderosos elementos de que dispone la nueva confederación que preside V., con la decidida cooperación del gran partido liberal en cuyo nombre hablo a Vd.»

Lo invitaba, así, a «liberar» a América de los peligros a que García Moreno la había expuesto al dirigirse a los franceses. Siempre el mismo argumento.

Mosquera había concebido un plan grandioso: englobar las tres repúblicas, Nueva Granada, Venezuela y Ecuador, que en tiempos de Bolívar habían formado la Gran Colombia, en una sola nación bajo el nombre de Estados Unidos del Sur, que pronto rivalizarían con los del Norte. La idea no era mala, en absoluto. Lo malo era el espíritu con que la proyectaba. La unión debía hacerse sobre las bases de un liberalismo de inspiración masónica. No deja de ser sugestivo que justamente cuando García Moreno concluía el Concordato con la Santa Sede, Mosquera impusiera a Colombia una Constitución furiosamente liberal. A la invitación que le dirigió Mosquera de tener con él una entrevista sobre dicho proyecto, respondió García Moreno de manera viril y franca:

«No puede ser asunto de nuestras Conferencias ningún proyecto que tienda a refundir las dos nacionalidades en una sola, bajo la forma de gobierno adoptada en vuestra República. Habiendo confiado el Ecuador su existencia y porvenir a instituciones y formas muy diversas de las vuestras, no podrá pues aceptar ninguna otra forma sin sacrificar ese porvenir y esas instituciones profundamente arraigadas en el corazón de los pueblos y del gobierno encargado de sus destinos».

Sobre semejantes presupuestos no se veía factible ninguna unión, por interesante que el proyecto pudiese ser en sí. Mosquera no se amilanó. En carta pública a Urbina le decía: «Nosotros que hemos sido un mismo pueblo podemos decir: Colombia fue y Colombia será. Si Flores y García Moreno no se someten a la voluntad popular, ellos caerán sin que les valga ningún protectorado».

La guerra era inevitable entre ambos presidentes, uno de los cuales había resuelto anexar el Ecuador a sus Estados, y el otro morir antes que ceder un palmo de su territorio. Para llevar adelante sus designios, Mosquera se movió con la habilidad que lo caracterizaba. Sabía que ese año debía tener lugar la reunión del Congreso en el Ecuador, ya que en dicho país era costumbre que los legisladores tuvieran sesiones cada dos años. Últimamente habían ingresado en el recinto nuevos representantes elegidos bajo la influencia de los grupos liberales, quedando en minoría los que apoyaban a García Moreno. Mosquera pensó que había que aprovechar la ocasión. En efecto, por instigación suya, al reunirse los legisladores pusieron otra vez sobre el tapete el tema del Concordato, como si éste hubiese implicado una suerte de sometimiento del Ecuador a la Curia Romana. Se dijo que el Concordato debía ser aprobado por el nuevo Congreso, cuando en realidad ya había sido promulgado, cumpliéndose las intenciones de la Convención anterior. Al fin el triunfo fue de García Moreno.
Con todo, Mosquera no se detuvo. Convocó ahora a una «cruzada», pero al revés:

«Venid conmigo a los confines del sur a afianzar la libertad y unificarnos por sentimientos fraternales con los colombianos del Ecuador, que necesitan, no nuestras armas sino nuestros buenos oficios para hacer triunfar el principio republicano sobre la opresión teocrática que se quiere fundar en la tierra de Atahualpa que, la primera en Colombia, invocó la libertad y el derecho en 1809».

En el entretanto, el presidente colombiano estaba desterrando obispos, encarcelando sacerdotes, expulsando religiosos, despojando iglesias y conventos, lo que le valió que Pío IX fulminara sobre él una excomunión resonante y dirigiera una encíclica a los obispos colombianos donde deploraba «los criminales horrores que están desolando vuestro país... Terrible será el juicio de los que abusan de su poder». Mosquera seguía impertérrito. Había que escoger entre «la opresión teocrática» de García Moreno y su «liberación laicista».

No bien se conoció la proclama de Mosquera, desde todas las provincias y ayuntamientos del Ecuador llegaron múltiples adhesiones a García Moreno, expresando su rechazo a la unión con Colombia y su repudio a las injurias del Presidente de dicho país.

En una de ellas se leía: «Amamos y blasonamos el ser colombianos en el pasado; al presente no podemos ni queremos ser otra cosa que ecuatorianos... Es incompatible para nosotros la unión colombiana, por el lado que más toca al corazón del hombre, por ese sentimiento superior a cuanto existe, por esa fe y amor inefables de la humanidad, por la Religión... Antes de ser republicanos somos cristianos; para nosotros, que estamos convencidos de que el árbol de la libertad nació al pie de la Cruz del Gólgota, es intolerable una república formada a impulsos de aquellos errores».

La guerra estaba ya a la vista. García Moreno no la quería, por lo que agotó todos los medios de conciliación. Pero resultaron inútiles. Mosquera, que ya se había instalado en la frontera, le dio veinticuatro horas para elegir entre la confederación o la muerte. Al mismo tiempo dirigió un manifiesto a Colombia, donde acusó a García Moreno de oponerse a la regeneración de América, de haber querido someter su país al protectorado de Francia, de haberlo convertido en feudo de Roma por un concordato desastroso para el Ecuador y para toda Colombia, de haber reestablecido la orden de los jesuitas, instituto que se caracterizaba por luchar siempre contra los gobiernos liberales. Obligado al combate, García Moreno se dirigió a la frontera, teniendo que dejar en Guayaquil sus mejores tropas para hacer frente a un probable levantamiento de sus enemigos, instigados por Urbina. Éste, a su vez, con la connivencia del Perú, organizaba una invasión.

Las primeras batallas contra Mosquera le fueron favorables a las tropas del Ecuador. Los soldados que cruzaron la frontera se extrañaban al ver cómo la mayoría de los colombianos de esa región, que eran católicos, se incorporaban a sus filas. Mosquera debió huir. Pero una vez repuesto de sus primeras derrotas, enfrentó de nuevo al ejército de García Moreno, siendo nuevamente derrotado. Y acá sucedió lo imprevisible. Cuando las trompetas anunciaban la victoria, algunos batallones ecuatorianos arrojaron sus armas. La verdad es que estaban comandados por jefes traidores, cómplices de Urbina y vendidos a Mosquera. Ahora el jefe colombiano tenía vía libre hacia Quito.

García Moreno lanzó entonces una proclama para que todo el Ecuador se levantase en defensa de sus ideales:

«¡Compatriotas! Dios ha querido probarnos, y debemos adorar sus designios inescrutables... Ahora más que nunca necesitamos hacer grandes esfuerzos para salvar nuestra Religión y nuestra Patria; ahora más que nunca debemos oponer a nuestro injusto enemigo un valor a toda prueba y una constancia incontrastable». Ecuador se puso de pie. «Marchemos en defensa de nuestra patria –podía leerse en un diario–, en defensa de nuestra fe, del pudor de nuestras mujeres, de la inocencia de nuestros hijos y de nuestro propio honor, y sucumbamos todos, incéndiense nuestras ciudades y destrúyanse nuestras heredades antes que abrir indefensos las entradas del suelo ecuatoriano a los sicarios del cisma y a los enemigos de Dios».

Las cosas no llegaron a mayores, y el 30 de diciembre de 1863 se firmó un tratado de paz. Mosquera le escribió a Urbina dándole la noticia, no sin cierta vergüenza, ya que la victoria había sido de García Moreno.

Desde entonces dejó en paz al Ecuador, pero dentro de su país siguió encarcelando y fusilando a los buenos colombianos, hasta que lo echaron al destierro. Como era de esperar, se dirigió a Lima, donde lo aguardaba su amigo Urbina, con quien firmó un pacto secreto para derribar el gobierno de Ecuador. Queda claro que su odio a todo lo que el Ecuador de García Moreno representaba era en él inveterado.

Como se ve, en el ámbito de las relaciones internacionales, García Moreno defendió siempre con decisión la dignidad y la soberanía de su patria. Un anécdota para cerrar este tema. En cierta ocasión, el Gobierno de Bogotá envió a Quito un nuevo embajador. Éste, al presentar sus cartas credenciales, luego de los lugares comunes, se permitió divagaciones sobre la unión, independencia y libertad de los pueblos, con un escondido sentido crítico a la política del gobernante ecuatoriano. La respuesta de García Moreno fue contundente, si bien no exenta de ironía:

«Os he oído con viva complacencia, porque creo en la sinceridad de vuestro lenguaje... Habéis hablado de independencia, unión y libertad. La independencia es la vida de un pueblo y quiero independencia para el Ecuador y para la América entera; y porque la quiero, aborrezco con toda la indignación de mi alma a los mayores enemigos de ella: la licencia, la demagogia y la anarquía.

«La unión, garantía de la paz y condición de la fuerza, la he deseado, la he buscado siempre; y por eso, bajo mi mandato, el Ecuador ha procurado estrechar los vínculos que nos ligan con las naciones amigas; y por eso respeta la justicia y el derecho de todos los pueblos; y por eso no consiente que en su territorio se armen en medio de la paz hordas criminales para perturbar el reposo de sus vecinos, como no debe consentirlo ningún país en que se estime todavía el honor y se condene la perfidia.

«La libertad para los hombres leales no es un grito de guerra y exterminio, sino el medio de desarrollo más fecundo y poderoso para la sociedad y el individuo cuando en ellos hay moral, justicia en las leyes y probidad en el gobierno. Amigo verdadero de la libertad será, pues, aquel que tienda a moralizar su país, que procure rectificar las injusticias sociales, y que se asocie a los hombres de bien para trabajar sin tregua en pro de la patria; y estoy seguro que vos, como liberal ardiente y sincero, abrigáis idénticas ideas».

4. Su tarea de estadista

García Moreno iba terminando sus cuatro años de gobierno. Grande había sido su tarea de reconstrucción nacional. Si quisiéramos hacer un balance muy general, tendríamos que decir que puso a su pueblo en movimiento. Hombre dinámico y laborioso como pocos, arrastraba a todos con su empuje y su ejemplo, principalmente a sus ministros y colaboradores inmediatos, en quienes no perdonaba la menor falta.

En lo que toca a los funcionarios, su primer cuidado fue reunir un personal administrativo competente, consagrado con toda el alma a la realización de sus grandes designios. Sin atender a influencia alguna, cuando era necesario separaba de su cargo a quienes se mostraban incapaces o renuentes. Los empleados debían hacerse presentes en sus lugares de trabajo a las diez de la mañana y permanecer allí hasta las cinco de la tarde. Si las ausencias eran frecuentes e injustificadas les llegaba la cesantía.

De este modo separó del presupuesto gran número de inútiles que vivían a costillas del Estado. Tal manera de proceder suscitó, como era de esperar, fuertes resistencias, especialmente de parte de los liberales, ya que desmontaba todo su andamiaje. De este modo las funciones y servicios estatales fueron pasando a manos de gente idónea y honrada.

Asimismo se abocó a la construcción de obras públicas. Hizo arreglar puentes, pavimentar calles, embellecer plazas, trazar viaductos, así como emprender considerables obras en el puerto de Guayaquil. Preocupóse también por la explotación del petróleo.

Pero nada tan importante como la multiplicación de rutas. En 1862 sólo había 46 kilómetros de caminos, en pésimo estado de conservación, con lo que las diversas regiones del país, condenadas al aislamiento, veían cerradas las puertas a toda posibilidad de progreso comercial, agrícola o minero. García Moreno propuso una innovadora red de carreteras en toda la nación, de modo que los pueblos de montaña, las ciudades y los diversos asentamientos quedasen comunicados con los puertos del Pacífico. Lo que ni los incas, ni los españoles, ni los ideólogos de la revolución habían sido capaces de imaginar, García Moreno lo llevó a cabo. Dentro de este conjunto vial cabe destacar la importancia del gran camino que va de la capital a Guayaquil, cuya concreción suscitó grandes críticas, como si se tratase de una empresa faraónica. Se ha dicho que sólo esta obra, concluida durante su segundo mandato, bastaría para inmortalizar a nuestro Presidente.

García Moreno se ocupó también por sanear la economía nacional, lo que resultaba imprescindible si quería realizar las numerosas y trascendentes empresas que proyectaba. En sus treinta años de existencia independiente, jamás el país había logrado nivelar sus gastos con los ingresos. La agricultura permanecía en sus primitivismo, por falta de brazos, instrumentos de labranza y caminos. El comercio estaba frenado por las constantes revueltas y la falta de comunicaciones. No había controles económicos.

Se necesitaba un estadista de la envergadura de García Moreno para poner orden en este campo. Más allá de lo que se hubiera podido esperar, logró saldar las deudas del Estado desde el origen de la república. Los recaudadores del fisco debían comparecer cada año ante un tribunal para rendir cuenta detallada de su gestión. También aquí García Moreno quiso dar ejemplo. Aunque no era pudiente, resolvió ceder al Estado la mitad de su sueldo, entregando el resto a obras de caridad. Una política económica tan ajustada despertó un nuevo y nutrido grupo de adversarios entre los empleados corruptos que todavía quedaban.

Otro tema que ocupó su atención fue el de la reorganización de las fuerzas armadas. Extraño polifacetismo el de este hombre. Lo hemos visto actuar como abogado, periodista, poeta, profesor, químico y orador. Ahora se nos mostrará organizando el ejército de su patria. Aunque no fue militar de profesión, el hecho de haber conocido los campos de batalla, combatiendo a la cabeza de sus tropas, le permitió calibrar mejor el estado deplorable de las fuerzas armadas. Por algo habían salido de sus filas tantos revolucionarios profesionales, al estilo de Urbina y de Robles.

Bien señala Manuel Gálvez, que al revés de los que sucedió en Argentina, donde los caudillos eran hombres de campo, jefes de gauchos, que se convertían de golpe en generales, en el Ecuador los caudillos fueron militares de carrera, sin arrastre popular. Por eso, las revoluciones no pasaron de ser por lo general meros cuartelazos, pronunciamientos de jefes díscolos o ambiciosos. García Moreno, hombre de orden y disciplina, detestaba este tipo de ejército. «O mi cabeza ha de ser clavada en un poste –decía– o el ejército ha de entrar en el orden». El estado en que se encontraban las fuerzas armadas exigía una reforma drástica ya que, como lo había constatado, «un ejército así constituido es un cáncer que roe a la nación: o lo reformaré, o lo destruiré». Luchó así contra la inmoralidad, el latrocinio y la prepotencia, encarcelando jefes, oficiales y soldados corrompidos. El ejército entró en ese molde, pero ello le valió al Presidente nuevos y poderosos enemigos.

Tras esta triple ofensiva, sobre los empleados, las finanzas y las fuerzas armadas, se dispuso a ocuparse de lo que sería el campo predilecto de su actividad gubernativa, la formación de una Cristiandad, es decir, de una sociedad cristiana impregnada por el espíritu del Evangelio y la doctrina de la Iglesia. El fundamento no podía ser otro que la educación, ya que de ella depende en buena parte la orientación y la solidez del tejido social. Bien lo sabían los hombres de la Revolución. Por eso su primer cuidado había sido laicizar los colegios, so pretexto de la «neutralidad» escolar. Fue principalmente Urbina quien trabajó para ello en todos los niveles, desde la primaria hasta la Universidad. Si García Moreno se proponía construir una civilización cristiana, debía reformar la enseñanza de arriba abajo. Aunque carecía de medios para hacerlo de manera plenaria, al menos propugnaría la creación de buenos colegios bajo la dirección de religiosos. Invitó así a varias congregaciones francesas, los Hermanos de la Salle, las Madres del Sagrado Corazón, las Hermanas de la Caridad, para que con la ayuda del Estado creasen sendos colegios u obras educativas.

En lo que toca al nivel secundario y sobre todo universitario pensó en los jesuitas, a quienes en otros tiempos había llevado a la capital. Ahora fueron instalados de nuevo en Quito, en su antigua casa de San Luis, y después en un establecimiento de segunda enseñanza. De este último saldrían enjambres de profesores para fundar nuevos colegios en Guayaquil y en Cuenca. Quizás ningún otro acontecimiento lo haya hecho más feliz que el retorno de los sacerdotes y hermanos de la Compañía. Recordemos aquello que le había dicho a un padre el día de la expulsión de la Orden, en 1852, hacía justamente una década: «¡Dentro de diez años cantaremos el Te Deum en Quito!». Destaca Gálvez la estrecha unión que habría desde entonces entre esos sacerdotes y García Moreno. Sin él, los jesuitas no hubieran podido volver al Ecuador, y sin ellos nunca García Moreno hubiera realizado la parte espiritual y religiosa de su obra. Los padres de la Compañía lo miraban como al mejor de sus amigos, casi uno de los suyos. Sus enemigos lo acusaron de haberse hecho jesuita.

No descuidó tampoco la situación del clero, no sólo secular sino también regular. ¿Por qué le preocupaba tanto la reforma del clero? Porque quería hacer de su país un pueblo realmente cristiano. Y no hay pueblo cristiano sin santos pastores, dispuestos a ser «la luz del mundo y la sal de la tierra». La buena conducta del estamento eclesiástico –el Ecuador contaba con 415 religiosos y 524 sacerdotes seculares, así como 391 religiosas–, era a su juicio un prerrequisito necesario para el bienestar espiritual de su Patria. Frente a la actitud de no pocos católicos mojigatos, que so pretexto de piedad preferían hacerse los que no veían los defectos y vicios de los hombres de Iglesia, García Moreno se rehusaba a mirar para otro lado, decidido como estaba a denunciar a quien correspondiera la corrupción del clero y colaborar con lo que estaba a su alcance para hacerla desaparecer, o al menos aminorarla.

En las instrucciones que le dio a su enviado para la concertación del Concordato se podía leer: «La reforma del clero regular, entregado casi todo a la disolución, a la embriaguez, y a los demás vicios, es imposible. Contener el mal es todo lo que puede hacerse». No deja de resultar interesante este propósito de contribuir al mejoramiento del nivel espiritual de frailes y clérigos, no sólo como católico, sino también como gobernante y patriota, en orden a suprimir las consecuencias que el mal ejemplo del clero produce en todos, especialmente en los jóvenes.

Tras remover las dificultades que encontró en la Santa Sede, con motivo del Concordato, para que desde Roma se tomaran medidas contra el clero mundanizado, logró que tanto el arzobispo de Quito, que era bastante pusilánime, como el fiscal de la nación, convocasen a un Concilio nacional, con el fin de hacer conocer las leyes concordatarias y resolver su cumplimiento. El Concilio decidió que todas las leyes canónicas relativas a las costumbres y la disciplina del clero, serían puestas en vigor, que los escándalos serían reprimidos, y que se cumpliría estrictamente el ritual de la sagrada liturgia. García Moreno instó vivamente a los Obispos que hiciesen observar las disposiciones del Concilio. «En cuanto a mí –dijo–, os ayudaré con todo el poder; vuestros decretos serán respetados; pero a vosotros os toca juzgar y castigar a los culpables». Muy preocupado por el peso de la carga que se le venía encima, el arzobispo de Quito le confesó a García Moreno que estaba atemorizado por las consecuencias de la represión de los abusos. «¿Qué importa? –le respondió el Presidente–. Es preciso sacrificar la vida, si Dios lo quiere, por el honor de su Iglesia».

Punto central de la reforma del clero era el establecimiento de tribunales eclesiásticos para evitar que los sacerdotes aseglarados apelasen a tribunales civiles. Así se hizo y con fruto. Otro tema de preocupación lo constituía la soledad de los párrocos, perdidos en las enormes extensiones del Ecuador. Pío IX, siendo todavía joven sacerdote, había conocido la inmensidad de nuestras pampas, con motivo de su viaje por Argentina y Chile, integrando la comitiva de la misión Muzzi, y así comprendió fácilmente la conveniencia de aumentar el número de las sedes episcopales. García Moreno solicitó la creación de tres nuevas diócesis: Ibarra, Riobamba y Loja. A la sombra de cada obispado debía fundarse un seminario, para formar nuevas generaciones de sacerdotes verdaderamente apostólicos.

El problema más arduo lo constituían las congregaciones religiosas, pobladas de sacerdotes jiróvagos. A pedido de García Moreno, el Santo Padre envió un delegado apostólico con la misión de poner orden. Se produjo entonces una especie de desbandada; algunos se secularizaron, otros huyeron, por lo que el Presidente, que, como se ve, era una especie de «obispo de afuera», se movió a traer de Europa nuevos religiosos, más idóneos y espirituales, para reemplazar a los desertores, lo que no dejó de ocasionarle críticas.

En 1861 el arzobispo de Quito hizo varios nombramientos de párrocos. García Moreno se negó a confirmarlos, porque según le dijo al prelado, eran «tahúres y libertinos». El Arzobispo le respondió que todos los hombres tenían debilidades y que era un error ser demasiado duro con un hermano en falta. García Moreno no simpatizaba con dicho prelado. Refiriéndose a él, le decía en carta a un amigo suyo: «Es una desgracia que el señor Riofrío sea Arzobispo», y luego agregaba: «La integridad sin firmeza, es como color sin cuerpo». Incluso llegó a afirmar que si su propio hermano sacerdote, Manuel, fuese elegido, como se rumoreaba, para obispo de Cuenca, «sería una calamidad deplorable».

A algunos les parecerá insólita la manera desenvuelta con que García Moreno se refiere o se dirige a los curas y obispos. En realidad, dicha manera de proceder no es sino una expresión de la libertad que caracteriza a los hijos de Dios. En cierta ocasión le hizo saber al Papa que algunos prelados y parte del clero se estaban oponiendo al Concordato. Otra vez se le quejó del Nuncio, porque era condescendiente con los obispos, o no se ocupaba de la división de las diócesis. Varias anécdotas son reveladoras de esa libertad de espíritu. Estaba cierta vez discutiendo con el Nuncio, cuando entró en el cuarto donde hablaban un oso domesticado, propiedad del enviado de la Santa Sede. «Mire usted –le dijo el prelado– cómo hasta los animales feroces se domestican con el buen modo». A lo que García Moreno respondió: «Es que ese oso no ha sido fraile». En otra oportunidad, volviendo de una de sus muchas batallas, en la que había resultado vencedor, al llegar a Quito encargó una misa solemne en la catedral, pidiéndole al Nuncio que la celebrase. Éste se excusó, aduciendo que su ministerio era de paz. García Moreno, indignado, dispuso que le cerraran las puertas de la catedral. Como se ve, no era un acólito, ni un servil.

Hemos tratado de reseñar, a grandes líneas, su obra de restauración nacional, llevada adelante en medio de incontables obstáculos. A principios de 1864, García Moreno se sentía agobiado por el número de problemas, y se preguntaba si le sería posible seguir luchando contra todas las fuerzas revolucionarias del interior y del extranjero, que sobre él presionaban sin cesar. Los liberales y los radicales no se detenían en su propósito irrenunciable de anular el Concordato. Los francmasones de Colombia seguían adelante en su plan de unirse a los del Perú, haciendo pie en el infaltable Urbina, para urdir nuevas invasiones.

En 1865, año en que terminaba la gestión que había asumido cuatro años atrás, García Moreno presentó su Mensaje al Congreso, que se había reunido para elegir nuevo Presidente. Como el aspecto de su gobierno más cuestionado era la represión que empleó para acabar con los levantamientos, le pareció conveniente ofrecer una aclaración:

«En la alternativa inevitable de entregar el país en manos de insignes malhechores o de tomar sobre mí la responsabilidad de salvarlo escarmentándolos en el patíbulo, no debía ni podía vacilar». Luego enumeró los resultados de su gestión: saneamiento de las finanzas, administración depurada, ejército regido por la disciplina, iniciación de la reforma del clero, comienzo de grandes obras públicas, fundación de escuelas y colegios...

IV. La segunda presidencia

Los días de García Moreno en el poder se iban terminando. Diez corporaciones de Quito, compuestas por obreros, propietarios y ciudadanos distinguidos, le entregaron una medalla de oro con una dedicatoria: «¡A García Moreno, modelo de virtud, como recuerdo de los servicios hechos a la patria!», expresándole así su agradecimiento porque había salvado al Ecuador del naufragio. En sentido inverso, algunos pidieron que se le hiciera un juicio por sus actos presuntamente arbitrarios, lo que provocó la indignación de los patriotas, según los cuales sólo lo podían atacar los demagogos inmorales por haberles salido al paso, así como los anarquistas y comunistas, por haber salvado a la nación. De hecho, su gobierno había sido el único en Hispanoamérica no sometido a las logias. Difícilmente podrían perdonarle los cuatro años durante los cuales había tenido sujetos a radicales y liberales en las cámaras y en los campos de batalla.

García Moreno, mientras tanto, estaba pensando en su sucesor. Luego de considerarlo detenidamente, puso los ojos en Jerónimo Carrión, hombre sencillo y religioso, al que adhirieron los conservadores. La oposición se dividía entre dos candidatos: Pedro Carbó, apoyado por los radicales e íntimo amigo de Urbina, y Gómez de la Torre, caudillo del partido liberal. Carbó, aunque nefasto, era un verdadero inútil. Un día en que, caminando por la calle con un amigo suyo, torpe como él, se encontró con García Moreno, acompañado de un grupo de sus seguidores, éste comentó con gracejo: «Ahí va la nulidad en dos tomos». Entendiendo Carbó que sus posibilidades de éxito eran nulas, acabó por expatriarse a Lima, de modo que los radicales tuvieron que alinearse tras el candidato liberal, Gómez de la Torre.

Los cómputos favorecieron a Carrión, el preferido de García Moreno. Urbina, que estaba en Lima, se puso furioso. Y mandando de paseo el sufragio universal, convocó a una guerra civil. Enseguida organizó una flota y se acercó a Guayaquil, fondeando en la rada de Jambeli, a unas siete leguas de aquella ciudad. El general Flores, tan patriota en los últimos años de su vida, había muerto.

De modo que García Moreno, todavía en el poder, tuvo que tomar la jefatura del ejército. En tres días llegó a Guayaquil. No nos es posible relatar por menudo los avatares de esta campaña. Lo cierto es que el Presidente y sus hombres, puñal en mano, se lanzaron contra el enemigo, en un acto de temeridad, y abordaron sus barcos, derrotándolo completamente. Los prisioneros fueron juzgados, y los más culpables, condenados a muerte. Esta acción pasó a los libros de historia con el nombre de Combate de Jambelí. Tras la victoria, García Moreno retornó a Quito, preparándose para entregar el poder al candidato electo.

1. El interregno

Subió Carrión al poder, pronunciando un magnífico discurso. Pero enseguida comenzó a experimentar presiones de todos lados, y no teniendo el temple de García Moreno, buscó quedar bien con los liberales y con los radicales. La camarilla liberal lo aplaudía con reservas; los radicales mismos, algunos de ellos antiguos exiliados que volvían de Perú o de Colombia, se declararon satisfechos con el nuevo gobernante. Mala señal. Ambos grupos, que ahora tenían plena libertad de acción, comenzaron a imprimir periódicos impíos e inmorales. En ellos exaltaban a Carrión, cuya política, decían, contrastaba gloriosamente con «las ideas despóticas» de García Moreno.

Cuando en el parlamento se propuso elegir a este último comandante en jefe del ejército, fue Carrión quien se negó a refrendar la designación. Otros grupos, dirigidos por las logias, llegaron más allá, pidiendo la cabeza de García Moreno. Carrión, víctima de su equilibrismo, acabó por decidir que su antecesor se alejara de Ecuador.

a. Misión diplomática a Chile

En los primeros días de año 1866, sucedió un hecho no carente de gravedad. A raíz de un conflicto inicialmente diplomático, el gobierno peruano había declarado la guerra a España. Chile, haciendo causa común con Perú, entró también en lucha contra la Madre Patria. En tales circunstancias el gobierno ecuatoriano, que había tomado partido en favor de las dos naciones hispanoamericanas, decidió enviar a Chile a García Moreno como diplomático. El título colorado fue la decisión de firmar con dicho país un «tratado de comercio y navegación», por lo que el Presidente reclamaba «la colaboración patriótica de su ilustre predecesor», que allí iría como ministro plenipotenciario. García Moreno entendió inmediatamente que se trataba de una jugada para alejarlo. Aunque no tenía la menor influencia en el gabinete, su sola presencia en el Ecuador turbaba el sosiego de los revolucionarios. Sin embargo, puenteando la maniobra, aceptó el nombramiento. Su estadía en Chile le serviría para tomarse un descanso.

Se embarcó hacia el puerto de Callao y desde allí tomó el tren en dirección a Lima. Los refugiados ecuatorianos que vivían en Perú ya habían anunciado que si García Moreno se atrevía a poner los pies en Lima sería saludado a balazos. Y así fue. Ni bien descendió al andén, un hombre le disparó dos tiros en la cabeza. No habiendo acertado, García Moreno logró sujetar al agresor y lo apretó contra una columna. Pero éste se zafó y disparó de nuevo, hiriéndole otra vez. García Moreno sacó entonces su revólver, pero cuando le iba a tirar, llegó la policía. El fracasado asesino era sobrino de Urbina y hermano de unos de los fusilados luego de la batalla de Jambelí.

Los radicales, que en el Perú estaban en el gobierno, tergiversaron el hecho, haciendo que el asesino, amparado por las logias, apareciese como víctima de un arranque del «siempre violento» García Moreno, el cual acabó siendo censurado por el tribunal. Carrión, desde Quito, no abrió la boca para defender a su emisario. García Moreno se había salvado milagrosamente de la muerte. Nos dicen sus biógrafos que este hecho lo impresionó vivamente y que estuvo en el origen de un período de decidida transformación espiritual. Si hasta entonces había sido un católico ferviente, desde ahora su alma se elevaría a gran altura.

Una vez repuesto de las heridas, continuó su viaje oficial a Chile, por más que sus amigos le advirtieron que otros conjurados lo esperaban en Valparaíso, y que quizás el gobierno de aquel país se negaría a admitir a un embajador acusado de intento de homicidio. Mas no fue así. El presidente de Chile y sus ministros lo recibieron con todos los honores. En el discurso que pronunció García Moreno el día de su recepción oficial, se refirió a la necesidad de estrechar vínculos entre los países hispanoamericanos:

«La naturaleza nos destinó a formar un gran pueblo, en la más bella y rica porción del globo, y nosotros, en vez de mirarnos como familias libres y distintas de una sola nación, nos hemos obstinado en considerarnos como extranjeros y a veces como enemigos; y aunque nuestros intereses económicos se armonizan de una manera admirable, pues cada una de nuestras regiones produce lo que falta en las otras, hemos casi prohibido, por medio de aduanas y tarifas, el ventajoso cambio de nuestros productos, y detenido, por consiguiente, el vuelo de nuestra industria. Pero llegó el día de que todas las creaciones de una política egoísta apareciesen como son, inútiles o perniciosas; el peligro indujo a reunirse a los que no habían dejado de formar un solo pueblo, y la injusta agresión de España ha restituido a una parte de la América la fuerza de cohesión que le habían arrebatado funestos errores».

En los seis meses que pasó en Chile, García Moreno desarrolló una intensa actividad. Asistió a tertulias y actos académicos, o pronunciaba conferencias, siempre defendiendo su concepción de la política y la hermandad hispanoamericana. La misión fue un éxito. Se firmaron convenios postales, diplomáticos y económicos. El gobierno chileno otorgó 18 becas para que jóvenes del Ecuador y del Perú, sus aliados, pudiesen estudiar gratuitamente en Santiago. En el discurso con que García Moreno respondió a dicha concesión, elevó el asunto hacia un nivel de cooperación superior:

«Ojalá que este vasto plan llegue pronto a plantearse, y se acerque el día en que, para defenderse, no necesite más la América del Sur ir a buscar en tierra extranjera los elementos de resistencia a costa de enormes sacrificios y a merced de los que, sin cesar de explotarnos, nos humillan y desprecian».

Señala Manuel Gálvez que al hablar así, el estadista ecuatoriano se mostró precursor de la prédica nacionalista de los argentinos frente al imperialismo yanqui e inglés.

Como se ve, el expediente maniobrero de los radicales ecuatorianos les había salido por la culata. Gracias a su actuación en Chile, García Moreno pasó a ser una figura de prestigio internacional. Volvió a Quito, y tras dar cuenta a Carrión de su cometido, se retiró a Guayaquil.

Mientras tanto, las cosas en el Ecuador no andaban nada bien. El gobierno de Carrión, renovando los litigios entre la Iglesia y el Estado, suspendió la ejecución del Concordato y restauró el antiguo régimen del Patronato. ¿No se estaba haciendo necesaria la vuelta de García Moreno al escenario político? Así lo pensaron los conservadores, y lo propusieron como senador para el próximo Congreso. Según era de esperar, resultó electo holgadamente. Sin embargo la Cámara, compuesta por una mayoría liberal, resolvió negarle el acuerdo. Precisamente en esos momentos García Moreno estaba ingresando en el palacio para asumir. «¡Es él, es García Moreno!», exclamaron con asombro cuando lo vieron subir las escaleras. Entró en el salón de sesiones y los allí presentes se levantaron para recibirlo. Con todo, al día siguiente, la comisión encargada proponía la admisión de todos los senadores que habían sido electos, con excepción de García Moreno. Conociendo de antemano el resultado, no quiso éste esperar el final de la comedia y se retiró.

La situación política había llegado a un pico máximo de tensión. Carrión, presa del temor, no atinó sino a nombrar un gabinete de amigos íntimos de García Moreno. Pero ante el repudio de los radicales, les pidió enseguida la renuncia, para poner otros de signo contrario. La política pendular de siempre, y ahora llevada hasta el ridículo. Abandonado de todos y presionado por la Cámara, Carrión debió presentar su renuncia. El caos era inminente. García Moreno pasó a ser la figura imprescindible, logrando que el vicepresidente convocase a los electores para nombrar un nuevo Presidente.

El escogido fue Javier Espinosa, quien subió con el encargo de gobernar durante dieciocho meses, esto es, hasta el término del período constitucional.

b. Se retira a una estancia

Espinosa era un hombre honesto, conservador y católico. Sin embargo, como varios de sus antecesores, se dejaría prender, él también, en las redes del liberalismo, formando un gabinete de ministros heterogéneos. La anarquía se acrecentaba día a día, en los diarios se leían los rumores más terribles. La gente esperaba una mano dura. Pero Espinosa no hacía sino pedir pruebas legales para todo, con lo que postergaba indefinidamente cualquier tipo de medida correctiva. Señalemos, de paso, en relación con lo que estamos relatando, una seria deficiencia en la personalidad política de García Moreno y es la facilidad con que se engañaba en la apreciación de la gente. Dos veces había propuesto a hombres concretos para tomar las riendas del Gobierno –Carrión y Espinosa–, y en ambos casos se había equivocado. Los dos se mostraron ineptos, sin fuste, timoratos y componenderos con los liberales.

Sea lo que fuere, en las actuales circunstancias los amigos de García Moreno entendían que sólo éste podía salvar a la Patria. Pero él no creyó llegado el momento. Descorazonado ante la defección de Espinosa, que había desairado su confianza, decidió retirarse al campo, arrendando en el norte del país, no lejos de Ibarra, la estancia de Guachala, con la intención de explotarla personalmente. Sólo así podría reponer el desgaste físico y psicológico que había sufrido en los años tan intensos que acababan de transcurrir.

Su mujer, Rosa Ascasubi, había muerto, y acababa de casarse en segundas nupcias con Mariana de Alcázar, sobrina de los Ascasubi. La familia de Mariana no ocultaba su temor por este casamiento, previendo momentos muy dramáticos para el Ecuador, que podrían incluir el asesinato de Gabriel. Las contrariedades de los últimos tiempos habían sido ininterrumpidas: el atentado de Lima, la anulación de su pliego de senador, y finalmente la pérdida de una hija. García Moreno llevó a Mariana a la estancia. Allí no sólo descansaría, sino que también podría acrecentar sus bienes, ya que su situación económica no era holgada. Esta etapa de su vida nos revela una nueva faceta de su rica personalidad, la del hombre de campo, dirigiendo a sus peones, arreando la hacienda y arrimando a veces el hombro, en plena comunión con su nueva esposa.

Pero Dios no quería que este hombre extraordinario tuviese un momento de reposo. El 13 de agosto de 1868, toda la provincia de Ibarra se revolvió sobre sí misma a raíz de intensos terremotos. La tierra se abría, las casas se desplomaban, hombres y mujeres desaparecían bajo los escombros, muriendo la mitad de la población. Para colmo, bandas de forajidos se lanzaron al saqueo y los indios salvajes de esa región, dando pábulo al resentimiento dormido, se arrojaron contra los blancos al grito de «¡Viva el gran Atahualpa!». El gobierno de Quito no sabía qué hacer. Al fin envió un emisario a García Moreno con el siguiente mensaje:

«La lamentable situación a que ha quedado reducida la desventurada provincia de Imbadura –Ibarra– exige medidas extraordinarias, y sobre todo, un hombre de inteligencia, actividad y energía que distingue a usted. En esta virtud, el supremo gobierno... tiene a bien investir a usted de todas las facultades ordinarias y extraordinarias [...] teniendo bajo su dependencia a las autoridades políticas, administrativas, militares y de hacienda, y obrando con el carácter de jefe civil y militar de la provincia, proceda a dictar cuantas providencias juzgue necesarias para salvarla de su ruina».

García Moreno no dudó un instante. Saltando sobre su alazán, se dirigió a las zonas más afectadas, llevando ayuda, reprimiendo a los salteadores y reduciendo a los indios alzados. En poco tiempo retornó el orden a toda la provincia. Aquel éxito suscitó nuevas iras en las filas de sus enemigos. Cuando, un mes más tarde, García Moreno tuvo que abandonar Ibarra, que poco a poco se iba recuperando, todo el pueblo acudió para despedirlo. «Al salvador de Ibarra», grabaron en una medalla de oro.
c. Presidencia interina

En 1869, Espinosa terminaba de completar el período del presidente renunciante. Los conservadores, que si bien no formaban todavía un partido político, constituían sin embargo un factor de presión, pensaron otra vez en García Moreno como próximo Presidente, pero éste se rehusó terminantemente. Más aún, fue entonces cuando confesó que había cometido un grave error al haber aceptado la presidencia en 1861, porque no era posible gobernar como correspondía con una Constitución tan absurda. Mientras tanto, las cosas iban de mal en peor, lo que movió a García Moreno a poner en duda su anterior resolución.

Cuando comprendió que «los enemigos del catolicismo y de la Patria, los partidarios de Urbina, que hoy se llaman liberales», daban muestras de querer retornar al poder, entonces decidió aceptar la candidatura que le habían ofrecido. A aquellos enemigos, dijo, «se han unido ahora algunos a quienes mueven intereses no transparentes o el despecho de innobles rencores, y otros que llamándose católicos son enemigos del Concordato, se burlan del Sumo Pontífice y del Syllabus, y regalan el apodo jansenístico de ultramontanos a los verdaderos hijos de la Iglesia. Esta unión, lejos de arredrarme, es un segundo y poderoso motivo para justificar mi aceptación». En las actuales circunstancias señaló, ya no se podía esperar nada de los eternos «centristas» y «equilibrados», o mejor, equilibristas, que siempre acababan inclinándose por lo peor. Luego agregaba:

«Para concluir, justo es dar a conocer cuáles serán los principios directores de mi conducta si la nación me llama a gobernarla. Respeto y protección a la religión católica que profesamos; adhesión incontrastable a la Santa Sede; fomento de la educación basada sólidamente en la moral y la fe; complemento y difusión de la enseñanza en todos sus ramos; conclusión de los caminos principiados y apertura de otros según las necesidades y recursos del país; garantías para las personas y la propiedad, para el comercio, la agricultura y la industria; libertad para todo y para todos, menos para el crimen; represión justa, pronta y enérgica de la demagogia y de la anarquía; conservación de las buenas relaciones con nuestros aliados, con las otras naciones hermanas y en general con las demás potencias con las que nos ligan vínculos de amistad y de comercio; colocación en los empleos de los hombres honrados, según su mérito y aptitudes; en una palabra, todo lo que tienda a hacer del Ecuador un país moral y libre, civilizado y rico, he aquí lo que me servirá de regla y de guía en el ejercicio del poder supremo si el voto popular me designa para ejercerlo».

Comenta el P. Alfonso Berthe: «He aquí el programa de la civilización católica en todo su esplendor. Lenguaje tan noble es el de un gran cristiano y gran patriota, que no quiere engañar ni a los conservadores ni a los revolucionarios. Los conservadores deben saber que este católico sin mezcla, no se inclinará jamás a las doctrinas liberales, y los revolucionarios que tienen delante de sí al ángel exterminador». Y conste, agrega aquel biógrafo suyo, «que ésta no era una profesión de fe de pacotilla, como las que se suele fijar en las esquinas en tiempos de elección; era el plan meditado y detallado del magnífico edificio que este genio político quería levantar sobre las ruinas de la revolución».

De todo el país comenzaron a llegar, uno tras otro, mensajes de apoyo. Sus enemigos, no sólo los ecuatorianos sino también los del Perú y de Colombia, trinaban. En espera de los acontecimientos, García Moreno seguía viviendo apaciblemente en su estancia, en medio de la hacienda y los trigales.

Un día llegaron a su casa de campo algunos amigos para decirle que era preciso actuar, que se estaba fraguando una rebelión armada para tomar el poder, y resultaba urgente su presencia. Si no, el pueblo caería una vez más en manos de la gente de Urbina. Le contaron todos los detalles de la revuelta, que comenzaría en Guayaquil. Se sabía, asimismo, de un pacto secreto entre Urbina y Mosquera, según el cual Ecuador quedaría desmembrado; su parte limítrofe con Colombia se declararía independiente, aunque de hecho sometida a la nación contigua. Luego una banda liquidaría a García Moreno en Guachala. El caudillo no necesitó oír más. Horas después, partía con sus amigos hacia Quito.

Al llegar a la capital, vio que la cosa iba en serio y era inminente. Espinosa parecía no advertir nada. García Moreno pensó entonces que se daban todas las condiciones requeridas para promover un golpe de Estado. ¿Era acaso lícito permitir que el país cayese otra vez en manos de Urbina, presenciando con los brazos cruzados el desmembramiento de la Patria, la ruina de la religión y el triunfo del ideario masónico?

«Caballeros, seremos golpistas a la fuerza. Ya sólo nos queda coger las armas y encomendarnos a Dios». Enseguida envió emisarios a todo el país para que cuando estallase el golpe las diversas provincias se adhirieran. Él, mientras tanto, se dirigió a Guayaquil, por ser un lugar crucial. Allí empezaría la revolución. A las doce de la noche se dirigió al cuartel, seguido de un puñado de los suyos. El centinela le gritó el quién vive. «García Moreno», respondió. El soldado, muy nervioso, le preguntó qué quería a esa hora. «Quiero salvar la religión y la Patria. Ya me conoces. Déjame pasar». «¡Viva García Moreno!», gritó el centinela. Reunió entonces a los jefes y oficiales y les dijo que Urbina intentaba sublevar el país, y que venía para recabar la adhesión del ejército y defender así la religión y la patria. «¡Viva García Moreno!», exclamaron. El caudillo tomó el mando de las tropas. Los habitantes de Quito, por su parte, recorrían las calles, vivando, ellos también, al héroe.

Luego se redactó un acta. «Desde esta fecha cesa el actual gobierno en el ejercicio de su autoridad, y se encarga el mando de la república, en calidad de presidente interino al señor doctor don Gabriel García Moreno... Se convocará una convención o asamblea nacional que reforme la Constitución política del Estado. El proyecto de la Constitución que se acordare, se someterá al examen y aprobación del pueblo».

Enseguida el recién nombrado hizo pública una proclama que dirigió a toda la nación. Comenzaba dando cuenta de la situación del país: los agentes de Urbina que preparaban la entrega de Guayaquil y la emancipación del norte, la desidia del Presidente de la República, dominado por la pusilanimidad, etc., para concluir que seguir apoyando a ese Gobierno no era sino favorecer a los traidores y colaborar en la destrucción de la Patria. Declaraba luego su aceptación del cargo sólo por un tiempo, hasta que lograse asegurar el orden y reformar las instituciones. Luego dejaría el mando para entregarlo al que fuese designado por el pueblo. Tras requerir el apoyo de todas las provincias, volvió a Guayaquil, para apoderarse del depósito de armas que allí había almacenado Urbina. Desde todos los rincones del país llegó la adhesión de los ecuatorianos a esta revolución incruenta.

García Moreno ya era Presidente, pero quiso dejar bien en claro que sólo de manera interina, renunciando de antemano al mandato presidencial. Su propósito fundamental durante este interinato se reduciría a asegurar el futuro de la nación, dotándola de una Constitución verdaderamente nacional y católica. Para lograrlo, se hacía menester tomar algunas medidas colaterales. Una de ellas tenía que ver con el futuro de la Universidad de Quito, que tanto influía en las capas pensantes de la sociedad. García Moreno la conocía muy bien, ya desde sus años de estudiante, cuando los profesores le enseñaron errores perniciosos; luego como rector, luchando en vano contra las ideas liberales que impregnaban la enseñanza, y finalmente como Jefe de Gobierno, encontrando la oposición del Consejo de instrucción pública.

La Universidad era, ahora, una institución enemiga de la autoridad de la Iglesia y del recto orden natural. La medida que tomó fue tajante.

Tras afirmar que «ha llegado a ser un foco de subversión de las más sanas doctrinas», resolvió: «Queda disuelta la Universidad. Quedan igualmente suprimidos el Consejo General de instrucción pública, los Consejos académicos y comisiones de provincia».

Otro tema urticante era el del Concordato. En los últimos años, los liberales habían logrado impedir, parcialmente al menos, sus buenos efectos, sobre todo en lo que toca a la reforma del clero, presionando sobre Roma hasta lograr la supresión del fuero eclesiástico, con la consiguiente merma del poder de los obispos. García Moreno quería que la Iglesia fuese realmente libre, y así, previo arreglo con la Santa Sede anuló la mutilación que se había perpetrado.

d. Convocatoria a elecciones y nueva Constitución

Estas medidas, junto con otras de menor importancia, dejaron el camino expedito para la convocatoria a elecciones de convencionales. La asamblea debía componerse de treinta diputados, tres por provincia, cuyo principal cometido era votar una nueva Constitución, que fuese realmente católica. Semejante perspectiva sulfuró a los enemigos a tal punto que, para evitarlo, estalló una conjura al grito de «¡Viva Urbina!». El grito cayó en el vacío, ya que la gente había depositado toda su confianza en García Moreno. Los diputados de la Convención, casi todos de buena línea, se reunieron con él, y le aseguraron que tratarían de reformar la Constitución de acuerdo a lo que debía ser, pero que luego se necesitaría un brazo enérgico para hacerla cumplir, insinuándole con ello que desde ya lo vislumbraban como el futuro Presidente. Él les respondió que estaba atado por su palabra de honor de ser sólo «interino».

El proyecto trazado por García Moreno tendía a dos grandes objetivos: el primero armonizar la Constitución con la doctrina católica, y el segundo investir a la autoridad del vigor suficiente para vencer la subversión. Piénsese que en 39 años hubo en Ecuador cerca de cincuenta revoluciones y motines.

«La civilización moderna, creada por catolicismo –les dijo a los convencionales en el discurso inaugural–, degenera y bastardea a medida que se aparta de los principios católicos; y a esta causa se debe la progresiva y común debilidad de los caracteres, que puede llamarse la enfermedad endémica del siglo. Nuestras instituciones han reconocido hasta ahora nuestra feliz unidad de creencia, único vínculo que nos queda en un país tan dividido por los intereses y pasiones de partidos, de localidades y de razas; pero limitándose a ese reconocimiento estéril, ha dejado abierto el camino a todos los ataques de que la Iglesia ha sido blanco con tanta frecuencia. Entre el pueblo arrodillado al pie del altar del Dios verdadero y los enemigos de la religión, es necesario levantar un muro de defensa, y esto es lo que me he propuesto, y lo que creo esencial en las reformas que sostiene el proyecto de constitución. Por lo que toca al ensanche de las atribuciones del Poder Ejecutivo, la razón y la experiencia han puesto fuera de duda que un gobierno débil es insuficiente en nuestras agitadas repúblicas para preservar el orden contra los que medran en los trastornos políticos».

Vuelto a casa, presentó su renuncia oficial a la presidencia de la asamblea, que ésta rechazó ya que, según le dijeron en un documento firmado por todos sus miembros, había de serlo hasta el fin de la misma. Él se negó terminantemente. Lo nombraron entonces general en jefe del ejército:

«Considerando que el ilustre ciudadano Gabriel García Moreno ha mandado varias veces en campaña el ejército de la república, y combatido en mar y en tierra con heroico denuedo; que por las brillantes cualidades que posee como guerrero, y los reiterados y eminentes servicios que ha prestado a la nación, los generales, jefes y oficiales del ejército y de la guardia nacional han hecho constantes votos porque ocupe el primer puesto en la escuela militar...: se nombra al señor Gabriel García Moreno general en jefe del ejército». Tras siete días de reflexión, respondió que aceptaba el nombramiento «por el deber de seguir defendiendo la religión y la patria».

Dijimos que dos eran los temas principales. El primero, la reforma de la Constitución. García Moreno veía en la Carta Magna la quintaesencia de una nación, la gran impulsadora de su vida material y moral. Pensaba, con razón, que en sus líneas esenciales no podía depender del capricho de los ciudadanos, sino de la voluntad de Dios. Como político católico que era, creía que Dios había enviado a su Hijo a la tierra para reinar no sólo en los corazones sino también en las sociedades, fueran éstas familiares o sociales, y que, en consecuencia, las Constituciones de los pueblos debían estar impregnadas por el espíritu del Evangelio.

La Iglesia, esposa de Cristo, depositaria de su poder y de sus tesoros, tenía que ser algo así como el alma de la nación. El Estado, disponiendo de la espada, había de encargarse de la defensa de la Iglesia contra los enemigos del orden cristiano a fin de asegurar su libertad de acción, es decir, la libre comunicación de sus bienes al pueblo, y también de la promoción del bien común de la sociedad, trabajando en pro de un recto orden temporal, a fin de que los hijos de la Iglesia pudiesen gozar de la añadidura prometida a los que buscan ante todo el reino de Dios y su justicia. Este segundo poder se uniría a la Iglesia como el cuerpo al alma, derivándose de esa unión serena el buen orden de la sociedad. No otra sería la doctrina de la encíclica De constitutione civitatum christiana, promulgada por León XIII pocos años después de la muerte de García Moreno. Como se ve, éste fue un precursor de dicha doctrina y un ejecutor de la misma.

La reforma de la Constitución fue quizás la obra más audaz de García Moreno. Porque su propósito no fue la mera promulgación de una Constitución más –¡esta era ya la séptima!–, sino la de dar al Ecuador, por fin, una Constitución como Dios manda, una Constitución católica, que pudiera ser absolutamente definitiva, salvo en detalles. Hasta entonces la Revolución había intentado modelar al Ecuador según sus principios, reemplazando la soberanía de Dios por la soberanía del pueblo. Se había hecho creer a la gente que la nueva república nacía sobre los escombros de la cultura hispánica, basándose en el espíritu de 1789 y la Declaración de los derechos del hombre. No pocos católicos, aun influyentes, estaban convencidos de lo mismo, llegando a aceptar la subordinación de la Iglesia al Estado bajo una fórmula hipócrita: «Iglesia libre en Estado libre». Para ellos eso era estar con los tiempos, con la civilización moderna. La Iglesia se había encargado de condenar tales ideas.

Fue sobre todo Pío IX, en su Syllabus, quien afirmó que la Iglesia no podía reconciliarse con la civilización moderna, es decir, con la civilización brotada de los principios de la Revolución francesa. En los países católicos, el catolicismo debía ser la religión del Estado, aunque a veces se pudiese tolerar el error, para evitar males mayores. García Moreno se había propuesto aplicar en su patria esta doctrina. Refiriéndose a los católicos liberales, que atacaban al Syllabus, decía:

«No quieren comprender que si el Syllabus queda como letra muerta, las sociedades han concluido; y que si el Papa nos pone delante de los ojos los verdaderos principios sociales, es porque el mundo tiene necesidad de ellos para no perecer».

La Constitución que hizo aprobar, totalmente conforme a los principios del Syllabus, fue la refutación viva de lo que afirmaban no pocos liberales católicos, a saber, que aquellos principios eran inaplicables, o suponían un sistema absolutamente ideal, que de ningún modo existe ni puede existir en la realidad.

Por eso si las Constituciones de índole liberal, embebidas en el espíritu de la Revolución, suelen comenzar con una apelación a la nueva divinidad, el pueblo soberano, en el proyecto que García Moreno presentó de la suya, y que fue finalmente aprobado, aparecen estas palabras, que eran las que solían encontrarse en las Cartas tradicionales: «En el nombre del Dios uno y trino, autor, conservador y legislador del universo, la convención nacional del Ecuador ha decretado la siguiente Constitución».

Para que no quedasen dudas, en su primer artículo se declara: «La religión de la República es la católica, apostólica, romana, con exclusión de cualquier otra, y se conservará con los derechos y prerrogativas de que debe gozar, según la ley de Dios y las disposiciones canónicas. Los poderes políticos están obligados a protegerla y hacerla respetar».

No era sino el reconocimiento formal de la soberanía de Cristo y de su Iglesia. Ésta podía de nuevo poseer bienes, custodiar la enseñanza, organizar tribunales eclesiásticos, convocar sínodos, elegir a sus pastores. De ningún modo el Estado quedaba debilitado, sino al revés. Y en cuanto a los dos poderes, el civil y el eclesiástico, ya no se encontraban enfrentados, sino el uno junto al otro, en estrecha unión.

Para mantener la serenidad de esta unión, se consideró necesario excluir a los factores de discordia. Por ello, en el artículo que trata de los derechos de los ciudadanos, García Moreno introdujo esta cláusula: «No puede ser electo, ni elegible, ni funcionario público en cualquier grado que sea, quien no profese la religión católica». Hoy parece un artículo francamente discriminatorio. Pero entonces se consideró necesario para ser coherentes con el artículo primero y evitar la infiltración de principios anticatólicos en la sociedad. Este artículo fue votado por unanimidad, con la excepción de dos diputados. Asimismo se declaró «privado de sus derechos de ciudadano todo individuo que perteneciese a una sociedad prohibida por la Iglesia». Artículo osado éste, ya que enfrentaba directamente a la masonería. Desde aquel día en las logias se comenzó a soñar con pistolas y puñales.

Consagrada la catolicidad del Estado, había que pensar en la restauración del poder político. Desde la independencia de la República, dicho poder se había visto debilitado, principalmente por obra de los liberales, que defendían la libertad de prensa, de los clubes impíos, de las sectas, en una palabra, la libertad del mal. En tales condiciones la autoridad poco podía hacer, atada, como estaba, de pies y manos, ya que las normas que debía hacer cumplir dependían de las mayorías cambiantes de los legisladores, quienes promulgaban leyes a su arbitrio, sin atender lo que prescribe la ley divina o la natural. La Constitución fortaleció así el Poder Ejecutivo, decidiendo que el Presidente fuese elegido por seis años, pudiendo ser reelecto una sola vez.

García Moreno quiso que la Carta Magna fuese plebiscitada. Así se hizo y resultó aprobada por catorce mil electores contra quinientos. Quedó de ese modo demostrado, escribe Berthe, cómo en medio de la apostasía general de las naciones, existía aún un pueblo cristiano sobre la tierra.

Faltaba por resolver un problema fundamental. ¿Quién haría cumplir la Constitución? Había un consenso general de que no podía ser otro que García Moreno. Así se lo hicieron saber los diputados, que eran quienes debían elegir al Presidente. Él objetaba que había comprometido su palabra de honor de que se entregaría el poder a otro. Los legisladores insistieron: un juramento que involucra la destrucción de la Patria no puede ser obligatorio. Sus enemigos se erizaron, calificándolo de traidor y perjuro si aceptaba el nombramiento.

El 20 de julio, la Convención se reunió en la iglesia de la Compañía donde, tras una misa solemne, se procedió a la designación del Presidente de la República. García Moreno fue elegido por unanimidad. Todos lo votaron menos uno. Él se rehusó, pero ellos le dijeron que no podía hacerlo porque la Convención así lo había decidido. Luego de una ponderada deliberación, acabó por aceptar, y el 30 de julio se dirigió a la catedral para asumir:

«Juro por Dios Nuestro Señor y estos Santos Evangelios desempeñar fielmente el cargo de presidente de la República, profesar y proteger la religión católica, apostólica, romana, conservar la integridad e independencia del Estado, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes. Si así lo hiciere, Dios me ayude y sea mi defensa; y si no, Él y la patria me lo demanden».

Carvajal, que había presidido la Convención, lo felicitó en nombre de la nación:

«¡Patria y religión! He aquí los dos nombres que habéis unido en la fórmula de vuestro juramento, para ofrecer a la nación un símbolo perfecto de felicidad social... Ocho años ha que en ocasión igual y en este mismo templo, hicisteis por primera vez el mismo juramento; y merced a la lealtad de vuestra palabra, la patria ha cambiado de faz, y la religión católica es para ella un elemento de vida y de progreso».

García Moreno le contestó con palabras sublimes. Espiguemos algunas de las frases del discurso:

«La experiencia de cuatro años de mandato me ha demostrado que entre nosotros es más difícil al hombre honrado procurar el bien de todos que al perverso hacer el mal; porque mientras para éste hay siempre cooperadores interesados, para el bien no suele haber sino la indiferencia del egoísmo y la resistencia de la rutina y de los antiguos abusos... Vos lo habéis indicado ya en vuestro benévolo discurso.

«La moralidad y energía del pueblo, que van cobrando nuevo vigor en la fuente regeneradora del catolicismo; la lealtad y valor del ejército, libre hoy de los traidores que deshonraban sus filas; la exacta observancia de las leyes y la solidez de las instituciones, que vuestra experiencia y patriotismo han dado al país, y que éste se apresuró a aprobar por inmensa mayoría de votos; la estrecha unión con nuestros aliados y la cordial inteligencia con los demás Estados hermanos y con todas las potencias amigas; la buena fe y la justicia, como única política digna, conciliadora y segura; y sobre todo, la fe en Dios, la cual no nos ha abandonado jamás, ni en medio de los reveses, ni en los días de infortunio: ved aquí, Excmo señor, los medios con que cuento para sobreponerme a mis temores y cumplir mi solemne juramento. ¡Feliz yo, si logro sellarlo con mi sangre, en defensa de nuestro augusto símbolo, religión y patria!».

Comentando este feliz término, escribe el P. Berthe: «La historia no nos ofrece nada más bello que este histórico debate entre un pueblo que durante seis meses reclama a su jefe, y este jefe que se niega obstinadamente a los deseos del pueblo por no violar la palabra empeñada, y que, al fin, sólo cede al imperioso deber de defender la religión y la patria. Después de lo cual dejemos a los liberales y radicales declamar a sus anchas contra el perjuro y ambicioso García Moreno: algo ciertamente faltaría a la gloria de este grande hombre, si no se viese honrado con el odio de los fariseos y asesinos».

2. El estadista católico

García Moreno tiene apenas 47 años, cuando asume la segunda presidencia, pero ha envejecido mucho y prematuramente, como resultado de tantas contrariedades y conflictos de toda índole. Sus cabellos están canos y los ojos se le han ahondado. Su rostro ha tomado cierto carácter ascético.

Había llegado la hora de rehacer el país. Y así puso manos a la obra, iniciando su reconstrucción en todos los campos a la vez, sin respiro ni alivio. Fue en estos momentos cuando se reconstituyó el Partido Conservador, que hasta entonces no había existido como tal, siendo tan sólo una corriente de opinión. Pero no lo fundó García Moreno. Él no era hombre de partidos, entendiendo el Ecuador como una unidad de destino, más allá de los partidos. Por lo demás, el tema del Concordato había apartado de su lado a no pocos conservadores que eran liberales en religión o en política.

Hombre hecho al trabajo y acostumbrado a la disciplina, se entregó de manera irrestricta a su obra de estadista. Trabajaba por diez, revisaba personalmente toda la correspondencia, enviaba cartas a sus funcionarios, redactaba informes, instrucciones de toda clase, proyectos de ley, planes para el campo...

Sin embargo, y ello no deja de resultar admirable, encontraba tiempo para leer libros de filosofía, de historia, e incluso de literatura. Frecuentaba el Quijote y los grandes pensadores católicos, deleitándose con el ideario de Balmes y los argumentos de Donoso Cortés, así como de los apologistas católicos franceses. Ello le posibilitaba estar siempre renovando el arsenal de sus pensamientos, lo que dejaba pasmados a sus opositores. Incluso se permitía, en los tiempos libres, incursiones poéticas, como por ejemplo traducir en verso los tres salmos penitenciales, y ello con tanta perfección que parecieran haber sido originalmente escritos en español. «Nada hay sano en mi alma corrompida», dice en su versión del salmo 37; y también: «De dolor encorvado, la tristeza / como mi sombra junto a mí camina». El salmo 31 así lo vierte: «Me hirió tu mano y me ahitó, punzante / como espina, roedor remordimiento». Se ha dicho que si se hubiera dedicado a las letras, hubiera sido un notable poeta místico.

a. Sacerdotes, soldados y magistrados

Pero éstos no eran sino divertimentos en el curso de sus días. Lo principal fue su tarea restauradora de la Patria. Para trabajar eficazmente en dicho designio debía reclutar un triple grupo de colaboradores: sacerdotes celosos, soldados caballerescos y magistrados íntegros. El sacerdote enseña la verdad, el soldado la custodia, y el magistrado la vindica. Son, por lo demás, los tres estamentos más odiados por la Revolución y los que más trata de corromper.

Lo primero que hizo fue abocarse a colaborar en la reforma del clero. Decimos «colaborar», porque en este campo su accionar no podía ser sino indirecto. La reforma eclesiástica, que tanto lo había empeñado desde 1862 a 1865, languidecía en los últimos cuatro años, sobre todo por la abolición de los tribunales propios de dicha corporación. Era preciso retomar la tarea interrumpida. El enviado de la Santa Sede, que hacía las veces de nuncio, no mostraba mayor interés en actuar y ni siquiera en cooperar con el Presidente.

Al darse cuenta de que en él no encontraría apoyo, García Moreno se dirigió directamente a Roma. El Papa dispuso el envío de un nuevo delegado que mejor le secundara. Comenzaron así a realizarse, con el aval del Presidente, diversos concilios provinciales que hicieron reflorecer la disciplina eclesiástica y mejoraron la formación del clero. Todo ello suscitó la ira de los enemigos, quienes afirmaban que los curas se habían vuelto sacristanes del poder político.

El arzobispo de Quito les salió al paso: «La Iglesia es libre –dijo– cuando sus gobernantes pueden ejercer sin contradicción el poder que reciben de Jesucristo, y cuando no se desconocen ni se pisotean por la potestad civil los derechos que goza por su misma naturaleza. Y ambas condiciones se hallan reunidas aquí, respecto de la Iglesia ecuatoriana... Esto no puede tener otro nombre que el de libertad».

García Moreno llamó también a los jesuitas, que habían sido expulsados por Urbina. Entre ellos se encontraba el P. Manuel Proaño, pensador profundo, autor de obras de filosofía y teología, que sería el alma de la consagración del Ecuador al Sagrado Corazón. Promovió asimismo la erección de nuevas diócesis, ya que las anteriores eran inmensas, en una topografía sumamente complicada. De este modo, en permanente contacto con la Santa Sede, fue reconstruyendo, «desde fuera», ladrillo a ladrillo, la Iglesia en Ecuador, con pleno respeto a la jerarquía local. Desde Roma, el Papa secundaba estrechamente sus planes, al tiempo que exhortaba a los obispos y a los párrocos a que recorriesen sus sedes, con lo que el celo se volvió a encender en aquellos pastores adormecidos.

En 1873, por insinuación del Presidente, se celebró un concilio nacional, el Tercer Concilio de Quito, que promovió una verdadera renovación en la moral del clero. Así, con nuevas autoridades, con nuevas diócesis, aun en las zonas más apartadas, y con una legislación que se conocía y se hacía cumplir, el catolicismo comenzó a prosperar en el Ecuador. Refiriéndose a ello escribe el historiador Ricardo García Villoslada:

«La figura de Gabriel García Moreno es en el aspecto políticoreligioso la más alta y pura y heroica de toda América, y nada pierde en comparación con las más culminantes de la Europa cristiana en sus tiempos mejores. Basta ella sola, aunque faltaran otras, para que la república del Ecuador merezca un brillante capítulo en los anales de la Iglesia».

El segundo estamento del que se ocupó fue el de las fuerzas armadas. Ya hemos dicho que la milicia en el Ecuador, conducida frecuentemente por jefes y oficiales proclives al espíritu de la Revolución, se caracterizaba por el libertinaje y la violencia gratuita. En los años anteriores, especialmente durante su primera presidencia, García Moreno había procurado corregir esa situación, pero lo que se necesitaba era un cambio sustancial. En orden a ello, redujo el ejército a unos miles de soldados, celosos guardianes de la soberanía y de las fronteras. Al mismo tiempo, creó una guardia nacional, mucho más numerosa, para casos de guerra. La conscripción se volvió obligatoria, lo que posibilitó la formación de un nutrido cuerpo de reservistas.

Tampoco se escatimaron gastos para sustituir el antiguo armamento por las mejores armas usadas en Europa. Asimismo un grupo de oficiales experimentados fueron enviados a observar las maniobras de los ejércitos extranjeros, sobre todo en Prusia, elevándose así la capacidad bélica de la milicia. El Presidente quería un ejército fuerte, disciplinado, moral, instruido, con espíritu de sacrificio y patriotismo. Para mejor cumplimentar este propósito, fundó una escuela de cadetes que, dirigidos por jefes seleccionados, fuese un semillero de caballeros y de héroes.

De esta manera el ejército pasó a ser una institución muy respetada, donde se premiaban más los méritos que la antigüedad. García Moreno quería también dejar bien en claro el carácter católico de las fuerzas armadas. Para su logro, pidió al Papa la erección de un clero castrense, cuyos capellanes no sólo debían limitarse a celebrar misa y administrar sacramentos, sino que también tenían que instruir religiosamente a la tropa. Incluso se organizaron tandas de ejercicios espirituales para los militares. En escuelas especialmente creadas para ellos, los reclutas aprendían a leer, lo que les permitía estudiar el catecismo y adquirir los conocimientos humanos elementales. De este modo fue desapareciendo el anterior libertinaje y vagancia que hacía de los cuarteles focos de corrupción. Los oficiales y los soldados comenzaron a considerar a García Moreno como un padre. Temían su severidad, es cierto, pero al mismo tiempo lo admiraban al verlo tan dedicado a su misión de gobernante. Él los trataba como si fueran sus hijos, hacía que se les pagase puntualmente y establecía pensiones para heridos o enfermos.

Hubo casos insólitos de ejemplaridad moral. En cierta ocasión, un teniente, estando de guardia, encontró un envoltorio. Al abrirlo vio que se trataba de una buena cantidad de billetes de banco, que al día siguiente los hizo llegar a manos de García Moreno. Tras la consiguiente investigación policial, apareció el dueño, un comerciante extranjero, quien quiso premiar al teniente con cien pesos. Éste juzgó que no correspondía aceptarlos. García Moreno intervino: «No tenéis ninguna razón para rehusar este agasajo que se os quiere hacer voluntariamente y como reconocimiento a este acto de honor y lealtad vuestro».

El joven teniente le respondió: «Señor presidente, precisamente mi honor es el que me prohíbe aceptarlo; hice lo que debía hacer y no merezco recompensa alguna por cumplir con mi deber y mi conciencia». A lo que el Jefe de Estado: «Perfectamente, teniente, tenéis toda la razón... pero yo también tengo el derecho de daros algo que no me podéis rehusar. Desde ahora sois capitán».

El tercer estamento que había que sanear era el de la justicia. Los códigos legales resultaban incompletos o absurdos, totalmente inadecuados para enfrentar las corrientes revolucionarias y evitar los desórdenes. García Moreno, doctor en derecho, que ya había experimentado la incoherencia de la legislación durante su primera presidencia, trató de ajustarla ahora a los principios del derecho natural e incluso del derecho canónico, pidiéndole a los obispos que le indicasen los artículos que contradecían las disposiciones del Concordato. De la reforma del código civil se pasó a la del código penal, teniendo en cuenta el estado de decadencia del mundo moderno, según aquel principio que formulara Donoso Cortés, de que cuanto más baja el termómetro de la conciencia, más debe subir el termómetro de la represión. Y así se introdujeron disposiciones severas contra los blasfemos, concubinos, borrachos y atentadores de la moralidad pública.

Pero no bastaba con mejorar los códigos. Había que depurar a los mismos jueces. Con frecuencia sus fallos dependían del soborno que los acusados estaban dispuestos a pagar, lo que se explicaba, en parte, por los malos sueldos que recibían y que García Moreno se ocupó en acrecentar sustancialmente. Sin embargo ello sólo hubiera significado quedarse en la periferia del problema. Era preciso ocuparse de la calidad de los jueces. Y así el Presidente se interesó por la formación profesional de los candidatos a la jurisprudencia. Con frecuencia aparecía en la Facultad de Derecho y asistía personalmente a los exámenes, haciéndoles preguntas a los estudiantes.

Un día, cierto aspirante al doctorado contestó satisfactoriamente a los examinadores. «Conoce usted perfectamente el derecho –le dijo el Presidente–, pero ¿sabe usted también el catecismo? Un magistrado debe conocer ante todo la ley de Dios para administrar justicia». Le hizo entonces algunas preguntas, y al ver que nada sabía: «Caballero –le dijo con toda seriedad–, sois doctor; pero no ejerceréis vuestra profesión hasta que hayáis aprendido la doctrina cristiana. Id unos cuantos días al convento de los franciscanos para aprenderla».

En virtud de la nueva Constitución, el gobierno intervino en el nombramiento de los jueces, tarea hasta entonces reservada a los legisladores. De este modo se logró descartar a los incapaces o a los indignos. Los jueces debían responder de sus sentencias, y si algún abogado aceptaba una causa notoriamente injusta se hacía pasible de graves penas. Por todo el Ecuador corrió una anécdota muy aleccionadora.

Cierta mujer, famosa por su vida desarreglada, había cometido un asesinato. Los jueces, que no eran propiamente malos, pero sí débiles, trataron de salvarla, buscando minimizar la naturaleza del crimen, para acabar condenándola sólo a unos cuantos meses de destierro. García Moreno quedó indignado por la lenidad del castigo, pero no pudiendo hacer nada por vía judicial, quiso al menos castigar la cobardía de aquellos jueces. Tras hacerlos comparecer les dijo:

«Habéis condenado a unos meses de destierro a esa mujer notoriamente culpable de asesinato. Pues bien, es preciso ejecutar la sentencia. Como mis soldados están ocupados, la ley me autoriza a designar ciudadanos particulares para dar convoy a los condenados, y os elijo a vosotros para conducir a esa criminal a Nueva Granada».

Se pusieron colorados, ya que ello significaba una humillación pública. Pero no fue todo. Cuando se aprestaron a buscar los caballos para el largo viaje, advirtieron que García Moreno ya había pensado en ello: eran varios mulos cojos y bichocos. «Vais a hacer un servicio al público y es preciso que viajéis a expensas del gobierno. No os quejéis de las caballerías: son menos cojas que vuestros fallos».

b. La educación

Mientras se iban consolidando los estamentos religioso, militar y judicial, García Moreno trató de cumplimentar otras obligaciones del Estado. La instrucción pública estaba poco menos que en ruinas. Durante el dominio español, de la Universidad de Quito habían salido numerosos filósofos, teólogos y abogados, aunque no tantos literatos y científicos. Los colegios eran pocos, y los que funcionaban estaban reservados por lo general a la clase alta. La gente sencilla contaba con escuelas primarias bastante rudimentarias. Después de la separación de España, y sobre todo en la época de Urbina y de los suyos, con frecuencia las aulas de la Universidad, colegios, seminarios y conventos, fueron convertidas en cuarteles, con las consecuencias que son fáciles de imaginar.

La labor de García Moreno en este campo fue admirable, máxime porque el asunto no carecía de dificultades. El país era muy pobre, y no había dinero para fundar y sostener escuelas y colegios. Por otra parte, pocos eran los profesores adecuados. Pero no por ello se amilanó. Lo primero que hizo fue la reforma de la instrucción primaria. Las escuelas de este nivel, mal organizadas y dirigidas, tenían escasísimos alumnos. Como lo señalamos anteriormente, durante su primera presidencia ya se había preocupado de ese problema, invitando a religiosos de diferentes congregaciones de enseñanza, florecientes por aquellos tiempos en Europa. Así empezaron a llegar los Hermanos de la Salle, las Hermanas del Sagrado Corazón, las Religiosas de la Providencia, entre otros, instalando comunidades en ciudades grandes como Quito, Cuenca y Guayaquil, para establecer allí escuelas gratuitas y libres.

Ahora, en el mensaje de 1871 al Congreso, había afirmado: «El proyecto de ley que se os presentará concede al gobierno la autorización... a fin de que doscientos mil niños al menos, reciban la educación; y declara indirectamente obligatoria para todos la instrucción primaria», aclarando que dicha instrucción sería gratuita.

Poco después trajo de Europa nuevas tandas de religiosos para iniciar escuelas primarias en el interior de la república y en los pueblos pequeños. Pero como los que llegaron no fueron suficientes, resolvió suscitar maestros locales, para lo cual creó una escuela normal, según el sistema educativo de los Hermanos, de modo que los que de allí saliesen, católicos, patriotas y bien formados, fueran aptos para trabajar en el campo. Pensemos que por esos tiempos gobernaba Domingo Faustino Sarmiento en Argentina, con una política educativa diametralmente diversa a la sustentada por García Moreno.

Lo cierto es que en poco tiempo floreció la enseñanza primaria. A principios de 1875, las nuevas escuelas llegaron a quinientas. La educación alcanzó a todos, incluidos los indios, de quienes hablaremos después. Asimismo hubo cursos especiales para soldados y presos. García Moreno gozaba cuando veía esta multitud de alumnos, formados en el cristianismo y la práctica de las virtudes. Estaba preparando el futuro de la nación, estaba preparando un pueblo cristiano.

Preocupóse también de la educación secundaria o segunda enseñanza. En cierto modo, era ésta aún más importante, ya que es allí donde se forman los futuros dirigentes. Para ello recurrió especialmente al auxilio de la Compañía de Jesús, dándoles plena libertad para que empleasen los métodos por ellos consagrados en la Ratio studiorum. Casi todas las provincias pudieron contar con un colegio de este tipo.

En Quito, García Moreno hizo levantar uno magnífico, que confió a dichos padres, y que llegaría a tener más de 1600 alumnos. Él quería llamarlo San José, pero el Obispo prefirió denominarlo San Gabriel, en honor de su ilustre fundador.

Cuando pronunció el Mensaje ante el Congreso había expuesto su criterio en este ámbito: «Si los colegios han de ser buenos –dijo–, dando garantías de la moralidad y aprovechamiento de los alumnos, es necesario no omitir gastos para que sean lo que deben ser; pero si han de ser malos, es mejor no tenerlos, porque la mayor calamidad para la nación es que la juventud pierda sus mejores años en pervertirse en el ocio o en adquirir con un estéril trabajo nociones incompletas, inútiles o falsas».

Dicho criterio coincidía puntualmente con el que tenían los jesuitas. En un discurso ante alumnos y profesores, el rector del colegio de Quito hizo suya aquella sentencia de Quintiliano: «Si las escuelas, al dar la instrucción, deben corromper las costumbres, no vacilo en decir que sería preciso preferir la virtud al saber». Para erigir colegios femeninos, García Moreno llamó a nuevas congregaciones, sobre todo el Sagrado Corazón, que fundaron institutos en Quito y en otras ciudades, algunos de ellos para alumnas internas. También promovió la creación de escuelas de artes y oficios.

Se ocupó asimismo, como era previsible, de la enseñanza superior, coronando de este modo el edificio educativo. Recuérdese que su primer acto al ser elegido de manera provisional fue disolver la antigua Universidad de Quito, nido de errores y de agnosticismo. Su proyecto era fundar, sobre las ruinas de aquélla, una Universidad nueva, fiel al espíritu de la Constitución recientemente promulgada. Los profesores no sólo debían ser sabios sino también buenos cristianos. La teología, enseñada según la doctrina de Santo Tomás, sería como el sol que domina el resto de las asignaturas.

En una sesión literaria que los padres dominicos celebraron en Quito, se sostuvo formalmente, en pleno acuerdo con García Moreno: «Para extirpar los errores de nuestra sociedad moderna, nada más necesario hoy, como en los siglos pasados, que enseñar la doctrina de Santo Tomás en los cursos de Teología». Al propiciarlo, García Moreno se adelantaba, también en esto, a las declaraciones de León XIII.

Las facultades de filosofía y de teología se las confió a la Iglesia. La de derecho, reorganizada según los principios católicos, la encomendó a la Compañía, que con la total anuencia de García Moreno, basó sus cursos en los principios de Tarquini y Taparelli. Resolvió también erigir una facultad de ciencias, que encargó a un grupo de jesuitas alemanes. Con este motivo llegaron al país, físicos, químicos, naturalistas y matemáticos. Creó además una escuela politécnica con tres carreras, arquitectura, ingeniería y artes industriales. Pronto surgió la facultad de medicina. Tampoco en este campo había profesores competentes. Para equiparla, hizo traer de Europa todos los instrumentos necesarios.

Cuando los extranjeros recorrían las aulas recién montadas se quedaban impresionados: gabinete de física, provisto de diversos instrumentos de mecánica y óptica; laboratorio de química; colecciones completas de biología, mineralogía y botánica; todo un equipo que aventajaba a muchos de los institutos superiores europeos. Asimismo trajeron de Montpellier dos médicos prestigiosos, uno especializado en cirugía y otro en anatomía, con todos los aparatos necesarios, para formar a los que serían catedráticos de la facultad. Piénsese que la universidad católica de París no contaba aún con facultad de medicina. Gracias a las sucesivas promociones de nuevos doctores pronto se montarían numerosos hospitales.

García Moreno puso en todas estas fundaciones su mayor empeño, ya que sobre dicha base científica quería fundar la prosperidad material de la nación.

En los diversos claustros universitarios se fue formando, poco a poco, una falange de jóvenes deseosos de construir un Ecuador pujante, uniendo en sus corazones el interés por los conocimientos con el doble amor a Dios y a la Patria. En 1873 se creó una congregación mariana para universitarios, bajo la dirección de uno de los decanos, que era sacerdote, con el propósito de que sus miembros emprendiesen una cruzada de evangelización en el campo cultural. De allí saldrían jóvenes portadores de ideales, jóvenes valientes, que despreciarían el respeto humano. El modo privilegiado de transformación fueron los ejercicios ignacianos y las obras de caridad.

Para unir la belleza con la verdad, García Moreno fundó también una Academia de Bellas Artes, donde se cultivó la pintura, la escultura y la música. Para esta empresa hizo venir, con grandes gastos, un grupo de profesores de Roma, al tiempo que envió a dicha ciudad discípulos selectos para perfeccionarse y convertirse luego en maestros. Estableció asimismo en Quito un conservatorio nacional de música religiosa y profana, trayendo también de Roma organistas y maestros de canto, que al tiempo que formaban destacados alumnos, contribuyeron al realce de la liturgia en los templos de la ciudad. Uno de esos maestros, conversando en cierta ocasión con el Presidente, quedó impresionado al verle disertar sobre teorías del arte, como si fuese un experto.

Otro proyecto que excogitó García Moreno fue la erección de un observatorio internacional en las afueras de Quito. Varios sabios astrónomos le habían señalado la posición excepcionalmente ventajosa del lugar, por encontrarse a tres mil metros de altura sobre el nivel del mar, bajo la línea del equinoccio, y contar con un cielo de admirable pureza y transparencia. Comunicó su propósito a centros científicos de Francia, y luego de Inglaterra y Estados Unidos, sin encontrar el eco esperado. Pero él se había empeñado en realizarlo, y abriendo grandes créditos para montarlo debidamente, hizo traer de München los mejores aparatos. De hecho nunca lo pudo inaugurar, porque la muerte se lo impidió. Sus sucesores, los «progresistas» liberales, dejarían morir la empresa.

Como se ve, las iniciativas culturales de García Moreno fueron múltiples. Él las consideraba como parte de su función de gobernante. Nada escapó a su visión gigantesca, desde la escuela primaria hasta la Universidad. Y todo lo realizó con presteza, sin aumentar los impuestos ni contraer deudas, un poco autoritariamente, quizás, porque de otro modo nada se hubiera podido hacer. Durante medio siglo, la Revolución no había sido capaz de crear nada serio en ninguno de aquellos campos. En sólo seis años, García Moreno hizo pasar a su Patria de las espesas tinieblas de la ignorancia a la luz de la sabiduría. Cuando los liberales retomaran el poder, el Ecuador volvería al caos original.

c. Obras públicas

García Moreno se lanzó también a un asombroso plan de obras públicas. En sus seis años de gobierno construyó numerosos edificios, entre ellos colegios, hospitales, cuarteles, casas de huérfanos, penitenciaría, conservatorio...

Emprendió asimismo la construcción de una amplia red de carreteras. Hasta entonces el ecuatoriano debía viajar a caballo, llevando sus bultos a lomo de mula o a espaldas de indios. Ir de Guayaquil a Quito, como lo hiciera muchas veces nuestro héroe, constituía una verdadera odisea; caminos impracticables, precipicios, nieves perpetuas. De ahí que las poblaciones del interior se encontrasen tan aisladas, principalmente en la época de lluvias. Todo lo que se producía quedaba en los pueblos, y en ellos debía ser consumido, sin posibilidad de comercialización.

García Moreno se propuso solucionar dicha situación. Lo primero que resolvió hacer fue la carretera de Quito a Guayaquil. Cuando dio a conocer su propósito, la calificaron de utópico, de dilapidador de los bienes públicos. Él los dejó hablar, y se lanzó a concretar su designio.

Nuevas dificultades aparecieron sobre la marcha, especialmente cuando protestaron los propietarios por cuyas tierras debía pasar la ruta. Él siguió adelante. Por lo demás, los problemas técnicos no eran pequeños. Hubo que traer, incluso del extranjero, ingenieros capaces para nivelar el terreno, construir viaductos y grandes puentes. Durante diez años, miles de trabajadores se emplearon en abrir picadas a través de las selvas y bordear montañas, acompañados de médicos por si enfermaban, así como de sacerdotes para que les enseñaran religión y oraran con ellos. Comenzada en 1862, durante su primera presidencia, la carretera quedó concluida en 1872. Los que antes consideraron que se trataba de una locura, hoy se mostraban asombrados.

«Sin este hombre de genio –se decía– el Ecuador permanecería siempre en el statu quo a que por su posición parecía irremediablemente condenado. Su energía ha vencido todos los obstáculos, triunfado de la pusilanimidad de unos, de la indolencia de otros y de todas las pasiones sublevadas contra él. El Ecuador no tiene voces suficientes para bendecirlo y celebrar su gloria».

Simultáneamente mandó hacer otras cuatro rutas, dando vida a varias regiones hasta entonces relegadas. Por estas cinco grandes arterias, las ciudades y provincias, conectadas entre sí, se ponían en comunicación con la capital.

También la ciudad de Quito conoció durante su mandato un progreso sustancial. El terreno en las partes bajas de la ciudad fue levantado y en las altas rebajado. Las calles, hasta entonces sucias y cenagosas, fueron empedradas, posibilitándose así el paso de los carruajes. ¿De dónde sacaba dinero para hacer frente a tantos gastos? Desde las guerras de la independencia, Ecuador había contraído una deuda externa abrumadora. Los gobiernos se sucedían, heredando dicha deuda, que se acrecentaba siempre más con los intereses. Por otro lado, el despilfarro había creado una abultada deuda interna. La bancarrota era inminente. García Moreno supo sacar al país de la ruina. Eliminada la corrupción, los ingresos aumentaron de modo sorprendente. Así los sueldos de los empleados pudieron elevarse en un tercio mientras que los impuestos disminuyeron. El sucre, unidad monetaria del Ecuador, llegó a estar a la par del dólar, como en ningún otro país de Hispanoamérica.

Leemos en su Mensaje al Congreso de 1875: «Con los recursos de los seis últimos años, hemos dedicado cerca de seis millones de pesos tanto a la total extinción de la deuda angloamericana, como a la amortización de la interior. Tengo la satisfacción de anunciaros que la deuda inscripta quedará extinguida el año próximo, y la flotante, dentro de corto número de años».

Bien escribe el P. Berthe que, aunque se sonrían los materialistas, toda la ciencia económica de García Moreno se encuentra resumida en esta máxima del Señor: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y el resto, es decir, la felicidad temporal, se os dará por añadidura». Un éxito tan categórico no fue sino el resultado de la victoria sobre la corrupción y de la aplicación de la virtud de la justicia. En tres años se duplicaron las rentas del Estado. Con el orden reapareció la confianza, y con la confianza la actividad, multiplicándose el trabajo con tantas obras públicas. Se ve así cuán falso es el axioma de quienes afirman que sólo los gobiernos materialistas son capaces de hacer progresar materialmente un país. Como si el gobernante católico, por preferir los bienes trascendentes, estuviese inhabilitado para comprender la importancia de los problemas económicos, volviéndose de ese modo incapaz de alcanzar su solución.

No descuidó García Moreno el fomento de la agricultura. El campo estaba poco menos que abandonado, las estancias se veían siempre amenazadas por los malones, asaltos, de la indiada. A ello se unía la indolencia de los peones. García Moreno había tenido experiencia de los trabajos agrícolas, según lo señalamos páginas atrás, y trató de incorporar, también en este ramo, los adelantos técnicos de otros países.

d. Salud pública

Muy cerca de la Casa de Gobierno estaba el hospital de Quito, que todavía conservaba el título de «Hospital de San Juan de Dios». El edificio era grande, con una doble fachada y hermosos patios, pero estaba muy mal atendido. Al empezar su segundo mandato, García Moreno anunció al Congreso: «Nuestros establecimientos de beneficencia presentan un cuadro repugnante, indigno de un pueblo cristiano y civilizado, no sólo a consecuencia de la insuficiencia de las rentas, sino principalmente por la falta completa de caridad de los que lo sirven». Enseguida se puso en acción. Comenzó por traer Hermanas de la Caridad para la atención espiritual de los enfermos. Luego promulgó un reglamento, que dictó personalmente. Pronto el hospital sería considerado como uno de los mejores de Hispanoamérica.

Una tarde, pasando por Guayaquil, visitó el hospital, como solía hacerlo cada vez que llegaba a una ciudad. Aquel día se encontró con un espectáculo vergonzoso: los enfermos estaban tendidos en el suelo, sobre precarias esteras. Indignado, le dijo al gobernador, que lo acompañaba:

–Estos pobres infelices están muy mal acostados, ¿cómo es que no se les provee lo necesario?

–Señor presidente, carecemos de recursos...

–Lo cual, por lo que veo, no impide que usted goce de buena salud y se acueste en buenos colchones, mientras estos desgraciados enfermos tienen que dormir por los suelos.

–Le prometo, señor presidente, que dentro de pocas semanas quedarán remediadas sus necesidades.

–Bueno, pero no dentro de pocas semanas, porque no tienen tiempo de esperar. Usted se acostará aquí en una estera y en el suelo esta misma noche y todas las que sigan, hasta que cada enfermo de éstos tenga un colchón y su avío decente.

Por supuesto que antes de terminar ese día, hubo camas y colchones para todos los enfermos, y el gobernador pudo dormir tranquilamente en su casa.

Había también un leprosería en el Ecuador, que estaba en pésimas condiciones. Un día, muy temprano, apareció de improviso García Moreno. Al mediodía comió con los enfermos y conversó largamente con ellos. Antes de irse, dejó una orden tajante: de inmediato debía mejorarse la alimentación. Así se hizo. Luego de unos meses, entró de nuevo, sin haberse anunciado, y comió nuevamente con los enfermos. Uno de ellos, de esos que nunca están satisfechos, se volvió a quejar delante de los demás. Él, sonriendo, le contestó: «Amigo mío, sepa usted que yo no estoy tan bien alimentado y eso que soy el presidente de la república».

Pululaban también en el Ecuador niños abandonados y niños huérfanos. Ambos tenían casas propias. Él las tomó bajo su protección y las transformó totalmente de caserones tristes que eran en lugares acogedores y festivos. El de los niños abandonados lo confió a las Hermanas de la Caridad. Luego esos niños se trasladaron a un buen edificio, cedido por un donante, que García Moreno se encargó de dotar y sostener. El de los huérfanos se lo encargó a las Hermanas de la Providencia. Tras su muerte, ambos establecimientos tuvieron que luchar a brazo partido para poder sobrevivir.

e. La atención de los indios

Una buena parte del territorio del Ecuador está cubierto de selvas vírgenes. En las márgenes del Napo, del Marañón, del Putumayo y de otros ríos, vivían más de 200.000 indios, entre los cuales se encontraban los temibles jíbaros, crueles y belicosos. Muchos de ellos merodeaban por los poblados. En los tiempos del dominio español, la corona encargó a los jesuitas su cuidado, y ellos, de manera semejante a como lo hicieron entre los guaraníes, habían establecido reducciones, es decir, pueblos de indígenas, para que se agrupasen, no sólo en poblaciones, sino también en cristiandades. La expulsión de los padres de la Compañía tuvo en este sentido graves consecuencias. Llegada la independencia y el acceso al poder de los liberales, la despreocupación por los indios fue total, y éstos volvieron a su mundo salvaje original. Cuando García Moreno subió a la presidencia por segunda vez, retomó un proyecto ya iniciado en su primer mandato, publicando en 1870 el siguiente decreto, que suscitó, como no era para menos, la ira de los liberales:

«Siendo imposible organizar un gobierno civil entre los salvajes, e igualmente imposible la vida social sin autoridad, los Padres misioneros establecerán un gobernador en cada centro de población, invistiéndole del derecho de mantener el orden y administrar justicia... En cada centro habrá una escuela fundada a expensas del gobierno, a la cual tendrán obligación de concurrir todos los niños hasta la edad de doce años, y se les enseñará además de la doctrina cristiana la lengua española, la aritmética y la música».

El trabajo apostólico de los misioneros fue tan exitoso como en tiempos pasados. En dos años fundaron veinte aldeas con 10.000 cristianos. Se creó también una Escuela Normal de indios, en orden a formar maestros indígenas para que luego pudiesen educar a sus hermanos de raza.

Juntamente con la atención de los indios, se preocupó García Moreno por ayudar a los cristianos que vivían en zonas abandonadas, donde sólo de tiempo en tiempo aparecía algún sacerdote. El Presidente hizo lo que estaba a su alcance, tratando de acrecentar el número del clero, dándoles una renta suficiente, con la obligación de residencia. Logró asimismo del Papa, como lo señalamos anteriormente, la erección de nuevas diócesis en esas zonas desamparadas. Numerosos misioneros, sobre todo redentoristas, comenzaron a recorrer dichos parajes. También en las ciudades se predicaron misiones. García Moreno gozaba con ello, según lo deja entrever en carta a un amigo:

«El buen Dios nos bendice, y el país progresa verdaderamente, y la reforma de las costumbres se nota en todas partes gracias a los jesuitas, a los dominicos, a los observantes, a los redentoristas, a los carmelitas, etc., que ayudan, llenos de celo, a los sacerdotes del país. Es incalculable el número de los que, durante la cuaresma, han sido regenerados por la penitencia. Como en nuestra juventud se contaban los que cumplían los deberes religiosos, hoy contamos los que rehúsan cumplirlos. Se diría verdaderamente que Dios nos lleva de la mano, como hace un tierno padre con un niñito que principia a dar sus primeros pasos».

f. Su vida interior

No hubo dicotomía entre la vida pública del Presidente y su vida privada. De él se conserva un plan de reforma interior que trazó luego de hacer una tanda de Ejercicios Espirituales. Dividía en dos partes su programa. En la primera, que se refiere a su vida pública, se obligaba a no decidir nada sin pensarlo o sin hacerse asesorar convenientemente; a escribir todas las mañanas lo que había de realizar en el día; a hacerlo todo exclusivamente ad maiorem Dei gloriam, a la mayor gloria de Dios.

La segunda parte, que se refiere a su vida privada, nos muestra al hombre que busca la perfección, dejando traslucir sus luchas interiores, su sed de Dios, su temperamento místico. Se impone la obligación, en la oración de la mañana, de «pedir particularmente la humildad»; de trabajar de un modo útil y perseverante y de distribuir bien su tiempo; de contenerse pensando en Dios y en la Virgen; de no dejarse llevar por la cólera, siendo amable aun con los importunos; de hacer examen de su conducta antes de comer y de dormir; de poner actos de humildad y desearse toda clase de humillaciones, «procurando no merecerlas», y de alegrarse de que censuren sus actos y su persona; de oír misa, rezar el rosario y leer el Kempis diariamente; de conservar la presencia de Dios y de confesarse una vez por semana. Luego vienen dos propósitos.

Hará examen general de su vida cada noche, y examen particular dos veces al día, sobre la humildad, la modestia, la caridad y la paciencia. En las dudas y tentaciones se habrá como si estuviese en la hora de su muerte, preguntándose: «¿Qué pensaré de esto en mi agonía?». Tratará de mantenerse lo más conscientemente posible en la presencia de Dios, sobre todo al hablar, para refrenar la lengua. Evitará, con toda prudencia, las familiaridades. Leerá todas las noches, después del Kempis, «éstas y las otras instrucciones». No hablará de él como no sea para mostrar sus defectos o malas acciones. Levantará su corazón a Dios, ofreciéndole sus obras antes de empezarlas. Se mortificará todos los días, menos los domingos, con cilicios y disciplinas.

Cuando leemos este programa de santificación advertimos enseguida el influjo que ejerció en él la espiritualidad de San Ignacio, a través de los Ejercicios. En el telón de fondo de sus propósitos late el espíritu de la meditación del Reino, de las Dos Banderas y de la tercera manera de humildad. Es allí donde encontró la solución a la aparente dualidad del hombre de mando y del católico sincero. A lo largo de su mandato seguiría haciendo todos los años los Ejercicios Espirituales. También, a veces, retiros de un día. En este caso hacía correr la voz de que se iba a otro lugar, no para disimular su propósito, ya que se había liberado por completo del respeto humano, sino para que no lo molestasen. Montaba entonces a caballo y se dirigía hacia Cotocollao, sitio próximo a la capital, donde tenía una quinta de descanso; luego, al anochecer, retornaba a Quito, dejaba el caballo en las afueras e iba al colegio de San Gabriel, donde se encerraba en un cuarto para meditar. Sólo tres personas tenían noticia de su estadía en el colegio, el Rector, el que lo dirigía en los Ejercicios, y un hermano coadjutor que le servía.

Veamos cómo fue cumpliendo el programa al que nos referimos más arriba. A veces se mostraba demasiado severo y tajante en sus conversaciones, principalmente cuando se trataba de temas relacionados con la doctrina o la justicia. Es que estaba convencido de defender la verdad. Sobre todo lo irritaba el tener que alternar con personas de mentalidad liberal; en ocasiones, empleaba palabras duras para desenmascarar sus sofismas. En cambio, cuando se trataba de temas prudenciales, discutía con la mayor calma y aceptaba que lo contradijesen. «Me equivoqué –le decía a su adversario–; esta cuestión la conoce usted mejor que yo». Por otro lado, como todos los grandes hombres, sabía reconocer sus errores y se mostraba pronto a repararlos.

Se cuenta que en cierta ocasión estaba hablando con un arquitecto de un asunto urgente; de pronto entró un sacerdote e intentó interrumpirlo. García Moreno se sintió molesto, y más cuando vio que se trataba de un tema insignificante. «No merecía la pena de que usted se incomodara, ni de haberme incomodado por semejante pequeñez», le dijo despidiéndole. El sacerdote se retiró bastante contrariado, pero cuál no sería su sorpresa cuando al día siguiente vio que García Moreno iba a su casa para pedirle perdón por su conducta de la víspera.

Cuando estaba con un adversario era capaz de ser incisivo, hasta echar rayos y centellas, pero luego se volvía cordial, coloquial y hasta emotivo. Sus enemigos sólo se quedaron con su faz intransigente, cual si hubiera sido un intratable. Su epistolario, casi desconocido, nos lo muestra como un hombre apacible y bondadoso.

El ritmo de su vida puede parecer vertiginoso, pero en realidad era muy metódico, con un horario bastante estricto. Dedicaba un tiempo a su familia, a leer los diarios, a descansar lo que necesitaba, a fomentar la eutrapelia con amigos y contertulios. Se levantaba a las seis de la mañana, iba a la iglesia para oír misa, en que comulgaba casi todos los días. De la iglesia se dirigía al hospital para hacer una visita a los pobres y enfermos. A las siete ya estaba trabajando. Suspendía sus labores a la diez para almorzar. Luego volvía a sus tareas hasta las tres de la tarde. Hacia las cuatro, comía, y después, hasta las seis, visitaba e inspeccionaba obras públicas. Dedicaba tres horas a su familia y amigos, así como a sus plegarias personales. A las nueve leía diarios, escribía cartas, hasta las once o doce, en que se acostaba. Afirma Gálvez que, al igual que otros hombres excepcionales y de temperamento análogo, como Felipe II o, entre nosotros, Juan Manuel de Rosas, estaba al tanto de todos los detalles de la administración.

El Kempis fue su libro de cabecera. Siempre lo llevaba consigo. Lo leía, lo releía, recurría a él en circunstancias puntuales, en la catedral, en su casa, o cuando en los viajes pernoctaba en algún mesón. A pesar de sus absorbentes ocupaciones, consagraba diariamente media hora a la oración mental. «Si los reyes hiciesen todos los días media hora de oración –decía Santa Teresa–, cuán presto se renovaría la faz de la tierra».

Cuando rezaba en las iglesias, se lo veía tan absorto en la oración, que a veces hablaba en voz alta, sin reparar en ello. Más de una vez se le oyó exclamar: «¡Señor, salva a Ecuador!». El secreto de su vida de estadista fue, como se lo había propuesto: «conservar siempre la presencia de Dios». Varias personas que entraron en su despacho nos cuentan que a veces lo encontraron arrodillado ante un crucifijo. Era conocida su devoción a la Cruz. Al ser sorprendido, se levantaba sonriendo, un poco ruborizado, y pedía disculpas por no haber advertido la presencia del visitante o del empleado.

Especial era su devoción a la Santísima Virgen, cuyo escapulario llevaba. Todas las noches, rodeado de su familia, así como de sus ayudantes y sirvientes, rezaba el rosario, al que agregaba una lectura piadosa, que solía comentar con unción y fervor. Había ingresado en la congregación mariana que los jesuitas dirigían en Quito. El grupo de los varones contaba con dos secciones, una para sus miembros más importantes y otra para la gente sencilla. Enteróse García Moreno de que en la primera había personas de mucha influencia pero que políticamente no coincidían con él, y pensando que su presencia podría resultarles embarazosa, le pidió al padre encargado estar en el otro grupo. Al padre no le pareció del todo bien. Pero el Presidente insistió: «No, padre, mi puesto está en medio del pueblo». Y asistía puntualmente a las reuniones, como uno más, sin la menor singularidad.

Particular devoción mostraba por San José. Precisamente en aquellos años, Pío IX lo había proclamado patrono de la Iglesia universal, debiéndose celebrar su fiesta el 19 de marzo. Dicha designación no encontró el menor eco entre los reyes y presidentes de las naciones. En el Ecuador, en cambio, se le dio singular relevancia. Ese día fue declarado feriado nacional, celebrándose en todo el país con gran solemnidad. También veneraba de manera especial a la beata Mariana de Jesús, llamada la Azucena de Quito. Sufría al ver su culto poco honrado por la gente, y sus reliquias casi olvidadas en una iglesia. Durante su primera presidencia entregó una parte de su sueldo para embellecer el santuario que se le dedicó, donde luego serían trasladados sus despojos mortales. Más tarde dispuso que se le hiciese una urna magnífica para conservar dichos restos.

Pero lo que más valoraba García Moreno era la Sagrada Eucaristía. Así nos lo testifica un profesor alemán, que lo había tratado de cerca, acompañándolo con frecuencia a esa finca donde iba algunas veces a descansar.

«Siempre me estaba edificando –escribe–, por su bondad, y su amabilidad encantadora, que sin embargo era grave, y sobre todo por su profunda piedad. Por la mañana, a la hora de la misa, iba a su capilla, preparaba por sí mismo los ornamentos y ayudaba la misa en presencia de su familia y de los habitantes del lugar. Si le hubieseis visto con su elevada estatura, sus facciones pronunciadas, sus cabellos blancos y su continente militar; si hubieseis podido leer como nosotros, en aquella fisonomía el temor de Dios, la fe viva, la piedad ardiente de que su corazón estaba henchido, comprenderíais el respeto que infundía a todos la presencia de este hombre del Señor».

En las procesiones de Corpus se lo veía con su uniforme de general en jefe y todas sus condecoraciones, tomando el guión y precediendo al palio. Un día, en que el calor era sofocante, le pidieron que se pusiera el sombrero para evitar una insolación, pero él declaró que delante de su Dios no se cubría. Le gustaba acompañar al Viático, cuando advertía que lo llevaban por las calles a algún enfermo de gravedad.

Destacóse también por sus obras de caridad. En Ecuador eran numerosos los pobres. García Moreno emprendió una lucha sin tregua contra las causas de la pobreza. Pero mientras tanto, trató de acudir concretamente en ayuda de las víctimas. Ya vimos cómo en Quito fundó casas de misericordia para los niños abandonados. En cuanto a las mujeres de mala vida, creó para ellas hogares especiales, a cargo de las Hijas del Buen Pastor, donde las monjas trataban de regenerarlas, bajo la protección de María Magdalena. Mejoró asimismo la situación de los que estaban presos por diversos delitos. Cada tanto se daba una vuelta por las cárceles para ver en qué estado se encontraban, y con la ayuda de capellanes fervorosos trataba de que tuviesen una función educativa. A los presos se les daba clases de religión, lectura y escritura, y en ocasiones era él mismo quien les tomaba examen. Se les impuso trabajos manuales, prometiéndoseles la libertad si observaban buena conducta.

Bandidos y ladrones asolaban el país, especialmente en la zona montañosa, donde numerosas cuevas les servían de madrigueras. Incluso en las inmediaciones de Quito operaban bajo la conducción de jefes de banda, sabiéndose que actuaban con la complicidad de algunos policías. García Moreno eligió a uno de éstos últimos, en quien creyó poder confiar, para que le trajera preso al principal jefe de la banda, el más temido en aquella tierra. Logró hacerlo el policía, y el delincuente fue conducido ante García Moreno. Estaba cierto de que iba a ser condenado a muerte, pero cuál no sería su sorpresa cuando vio que el Presidente lo acogía con benevolencia, invocando sus sentimientos de honor y de religión. La única pena que le impuso fue pasar todos los días una hora con un santo religioso que le designó, y de hacerle a él dos visitas, una por la mañana y otra por la tarde. El bandolero se transformó por completo. Entonces el Presidente puso la policía a su disposición, y le encargó que la condujese a sus antiguos compañeros del delito «para transformarlos –le dijo–, en hombres de bien, como tú». Pocos días después los malhechores fueron apresados y llevados a aquella cárcel dónde se planeaba su regeneración. Para suplir la antigua y sórdida prisión, García Moreno hizo construir un nuevo edificio, terminado en 1875. Una vez inaugurado, se vio que era casi inútil porque no había delincuentes que encerrar. Sólo alojó unos cincuenta.

g. Las virtudes del gobernante

Muchas son las virtudes que caracterizaron a García Moreno y que resplandecieron tanto en el ámbito familiar como en el político. Fue proverbial el amor por su familia, donde este hombre tan severo volcaba toda su capacidad de ternura. Su dedicación al quehacer político jamás lo absorbió de tal manera que sofocase el deseo de estar entre los suyos. Con su mujer no tenía secretos, y ella compartía tanto sus éxitos como sus preocupaciones. Cuando Dios se llevó a su hija, sólo atinaba a llorar. «Qué débil que soy. ¡Y tan fuerte como me creía!».

La delicadeza paternal de su alma se concentró entonces en su hijo, de quien quería hacer otro hombre como él, y por eso lo educó, sin permisivismos, en el amor de Dios y de la Patria. Cuando lo presentó en el colegio de los Hermanos, le dijo al Director:

«Aquí está mi hijo; tiene seis años y lo que deseo es que hagáis de él un buen cristiano. La ciencia y la virtud harán de él un buen ciudadano. No tengáis consideración con él, os lo ruego; y si merece castigo, no miréis en él al hijo del presidente de la república, sino un escolar cualquiera a quien es preciso enderezar».

Amaba sin límites a su madre. Dios se la conservó hasta la edad de 94 años. Con ocasión de su muerte, recibió una carta del arzobispo de Toledo, que era primo suyo, donde le expresaba sus condolencias. En su respuesta García Moreno le decía:

«¡Cuántas veces en mi niñez me inculcaba con tanto celo que una sola cosa debía temer en este mundo, el pecado; y que sería feliz si por no cometerlo lo sacrificaba todo, sin exceptuar los bienes, el honor y la vida!».

Pero más allá de las virtudes que practicó en su vida familiar, queremos acá destacar sobre todo las que tienen relación con su manera de ejercer el gobierno. La primera de ellas es la prudencia, de la que dio relevante ejemplo. Es cierto que a veces se lo acusó de obrar con precipitación.

«A mí me llaman atolondrado y loco –respondía–, porque el pueblo, habituado a leer mil proyectos escritos, sin verlos jamás realizados, sólo ve en mis actos la presteza y rapidez de la ejecución, y no pone en cuenta la lentitud y madurez del consejo que precede a mis resoluciones. Yo pienso bien las cosas antes de hacerlas; mas una vez pensadas no doy tregua a la mano ni desisto hasta no haberlas cuanto antes concluido; este es mi atolondramiento y locura».

Descolló, asimismo, en otra virtud muy propia de un verdadero estadista, la de la justicia. García Moreno tenía muy en claro su misión primordial de «dar a cada cual lo que le corresponde». Precisamente una de sus máximas más frecuentes fue: «Libertad para todo y para todos, menos para el mal y los malhechores».

El primer derecho que encontró violado fue el de Jesucristo, como Rey de las sociedades. En vez de «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», el César revolucionario había usurpado los derechos de Dios en pro de lo que llamó «derechos del hombre». Este despojo ya había echado raíces en las naciones antiguamente cristianas, y ahora se veía defendido por los gobiernos, sancionado en las constituciones de ambos mundos, y aceptado de manera generalizada por la opinión pública. García Moreno, convencido como estaba de que un jefe de Estado no debía someterse a la Revolución, enfrentó valerosamente dicha situación. Los liberales enarbolaban las leyes arbitrariamente escritas por ellos. Él les opondría las leyes escritas por Dios en el corazón de los hombres, en el Decálogo y en el Evangelio.

«Creía, con los filósofos de todos los tiempos y de todos los países –escribe el P. Berthe–, que las leyes eternas están por encima de las ficciones parlamentarias, que las constituciones son hechas para los pueblos y no los pueblos para las constituciones, por consiguiente, que si la ley constitucional pone a una nación en peligro de muerte, la salud del pueblo llega a ser la suprema ley. Cuando la legalidad basta, decía él con Donoso Cortés, la legalidad, cuando no basta para salvar a un pueblo, la dictadura». Por eso afirmaba: «Nadie creerá jamás que para salvar la constitución, ese pedazo de papel que se rasga aquí cada cuatro años, estoy obligado a entregar la república a sus verdugos».

Sobre estas bases forjó con mano firme una Constitución católica, que puso término a la soberanía de los hombres, propugnada por la Revolución, supliéndola por una nueva y solemne ratificación de los derechos de Dios.

He ahí el primer y más trascendente acto de justicia: dar a Dios lo que es de Dios, dar a Cristo lo que es de Cristo. Al mal y el bien les otorgaría lo que a cada uno de ellos le corresponde, al bien el amor, al mal el odio. Amó el bien con entusiasmo, con pasión, y odió el mal «con vehemencia, con furor». Este hombre, «de talla colosal», era totalmente ajeno a todo tipo de «equilibrismo», que es una de las expresiones más abominables de la mediocridad. Su radicalismo no lo llevó a sacrificar ninguna libertad legítima, la de las familias y corporaciones, la de prensa y asociación, con tal de que respetasen la religión, la moral y el orden público. Pero en modo alguno juzgó que la libertad podía hacerse extensible a la impiedad, la inmoralidad y el espíritu revolucionario.

Si fue preciso devolver a Dios lo que a Él le pertenecía, el espíritu de justicia lo impelió a dar al pueblo lo que es suyo. El primer derecho del pueblo es a ser bien dirigido, a tener buenos gobernantes. García Moreno practicó con enorme equidad la justicia distributiva, eligiendo para las dignidades y los empleos según los méritos y aptitudes respectivos. Nada de acomodar a protectores o amigos. «El mal de este siglo –afirmaba– es no saber decir que no. Vosotros solicitáis este empleo como un favor, y yo os digo: el hombre es para el empleo y no el empleo para el hombre».

Volcóse asimismo, y sin vacilaciones, en favor de los débiles, sobre todo de los oprimidos por los poderosos. Cuando hacía reconocimientos por el interior del país, o se alojaba en alguna posada, a él acudían los pobres de la región en busca de equidad. Este hombre de Dios, como antaño San Luis bajo la encina de Vincennes, escuchaba sus quejas, y hacía justicia.

En cierta ocasión, un grupo de indios le contaron que un rico propietario, para acrecentar sus posesiones, se había apoderado de parcelas que les pertenecían. García Moreno llamó inmediatamente al acusado y tras verificar la realidad de los hechos, le ordenó devolver enseguida lo robado; además como ocupaba altos puestos, lo destituyó de sus cargos.

Otra vez, una pobre viuda le contó cómo un miserable estafador le había robado todo su peculio. Habiendo quedado en la miseria, y no teniendo cómo mantener a sus hijos, se había visto obligada a vender una pequeña propiedad, lo único que le quedaba. El que se la compró le dijo que le iba a pagar dentro de un mes, pero le exigió que enseguida le adelantase el recibo. Ella, que era una mujer sencilla e ingenua, así lo hizo. Pasó un mes, y el comprador se negó a pagarle nada, aduciendo que ella ya había firmado dicho recibo y que por tanto nada le debía. Llorando, se dirigió a García Moreno, quien no ocultó su indignación. Legalmente nada podía hacer, porque los papeles estaban en favor del delincuente.

Entonces lo llamó, y le preguntó si era cierto que había comprado aquella propiedad. Él le dijo que sí. «Esta mujer tiene necesidad de dinero –le replicó el Presidente– y se lamenta de que la hagáis esperar demasiado la suma que le debéis». El ladrón le juró que ya le había pagado, y en prueba de ello le mostró el recibo correspondiente. Era lo que García Moreno estaba esperando: «Amigo mío –dijo fingiéndose sorprendido–, he hecho mal en sospechar de vuestra lealtad, y os debo una reparación. Hace mucho tiempo que ando buscando un hombre honrado de vuestra especie para un nuevo empleo que voy a crear: os nombro gobernador de Galápagos, y como no conviene que un gran dignatario viaje sin escolta, dos agentes os acompañarán a vuestro domicilio, donde haréis inmediatamente vuestros preparativos de viaje». Luego lo despidió, lanzándole una mirada severa. Las islas de los Galápagos eran unas rocas perdidas en medio del mar, donde sólo había víboras y bestias feroces. El delincuente, desesperado, hizo llamar a la viuda, le entregó su dinero, y le pidió de rodillas que obtuviese la revocación de la terrible sentencia. Así lo hizo la mujer. «Yo lo había nombrado gobernador –le contestó García Moreno a la señora–, mas ya que tiene tan poco apego a las dignidades, anunciadle que admito su dimisión».

Anécdotas como ésta corrían de boca en boca por todo el país, suscitando la admiración general. Es claro que a los perversos y delincuentes tales actitudes no les caían en gracia. Sus enemigos, al ver con cuánta energía acosaba a los malhechores, lo tildaron de déspota, confundiendo despotismo con equidad. Es cierto que en algunas ocasiones, muy excepcionales por lo demás, no vaciló en fusilar. Por ejemplo a un grupo de jefes que se habían aliado con invasores extranjeros. «No tiene caridad», decían de él ciertos objetores «piadosos», a los que él respondía que más caridad había que tener con los inocentes que con los criminales, los cuales, si se los dejaba impunes, seguirían matando inocentes. A uno de aquéllos le dijo: «Usted se lamenta de la suerte de los verdugos; yo tengo compasión de la víctima».

Un caso tiene que ver con nosotros, los argentinos. Tras una batalla librada en la ciudad de Guayaquil, en la que García Moreno salió vencedor, el Presidente ordenó el encarcelamiento del abogado argentino Santiago Viola, acusado de ser agente de enlace entre el famoso Urbina y sus cómplices en la ciudad. Cuando Viola estaba en Buenos Aires, había pertenecido a la Asociación de Mayo, cuyos miembros eran al principio partidarios de Rosas, pero luego se volvieron sus adversarios más enconados. Temiendo la reacción de don Juan Manuel, Viola huyó a Montevideo, y luego a Guayaquil, donde adquirió gran predicamento social. Pronto se mostró enemigo furioso de García Moreno. Quizás su estilo de gobernante la traería al recuerdo la figura para él execrable del dictador argentino. Apenas arrestado, compareció ante García Moreno. «Doctor Viola –le preguntó el Presidente–, ¿sabe usted la pena que merece un traidor?». «La muerte», contestó Viola. García Moreno le mostró las pruebas de su traición: «Doctor Viola, ya que la traición es patente y que, a su propio juicio, la muerte es el castigo de la traición, prepárese usted a ella. Será usted fusilado a las cinco de la tarde». Todo Guayaquil pidió por Viola, incluidos los diplomáticos; el propio Obispo le sugirió que dicha ejecución era contraria a la Constitución. García Moreno respondió que cuando el país se encontraba en juego, la salvación de la Patria estaba por encima de la misma Constitución. Llegó la hora. Viola rechazó al sacerdote y fue ejecutado. Rosas había dicho: «Crimen sin castigo, calamidad». Y García Moreno: «Hay algo peor que un crimen, y es un crimen impune».

No significa esto que fuese frío, o cruel, como si se gozara en el dolor ajeno. Baste un ejemplo para probarlo. Un día cayó en sus manos el general Maldonado, que era el más peligroso cabecilla de una grave sedición que ponía en peligro la estabilidad del país. Para colmo, dicho jefe había reincidido en conjurar contra el Gobierno. García Moreno lo fue a ver en el calabozo. «No cuenta usted ya, general, con jueces prevaricadores, que se burlan de la justicia absolviendo a los mayores criminales. Le dije a usted que si volvía a conspirar sería fusilado en la plaza. Prepárese usted a comparecer delante de Dios, pues mañana, a estas horas, habrá dejado de existir».

El Presidente pasó esa noche angustiado, rezando y dudando. Por un lado se inclinaba a rever su decisión, y por otro a ser inflexible, para salvar a la Patria. Corrió la voz en toda la ciudad, e intercedieron en favor de Maldonado los amigos del general, y hasta los propios parientes de García Moreno. Incluso el Arzobispo se unió a los suplicantes. A este último el Presidente le contestó: «Si usted me asegura que incurro en pecado venial por esta sentencia de muerte, perdono a Maldonado, aun exponiendo la paz de la república». El prelado no se animó a hacerlo, con lo que García Moreno quedó plenamente tranquilo en su conciencia.

Como el pueblo comenzaba a removerse, el jefe de la prisión envió un ayudante a García Moreno, con el encargo de preguntarle si no se podría reconsiderar la medida. Éste le respondió: «Dígale al coronel que si a las cinco de la tarde no oigo disparos, él será fusilado». A las cinco en punto, García Moreno oyó la descarga. Había conmoción en el gentío, tanto que los amigos del Presidente le recomendaron que no saliese del palacio, como pensaba hacerlo para inspeccionar los trabajos de reparación de una calle. Pero él se negó. No tenía por qué ocultarse. Al contrario, debía terminar su obra demostrando que sólo lo había guiado la justicia y tenía la conciencia en paz. Por eso había dispuesto que la ejecución fuese espectacular, en pleno día y en la plaza principal de Quito. ¿Por qué iba a temer ahora, si había obrado de acuerdo a justicia? De ahí que quiso salir a la calle, solo, sin guardaespaldas.

Ese mismo día hizo pública una proclama: El gobierno tiene que optar, afirmaba en ella, «o deja que el orden y vuestros más caros intereses, junto con la Constitución y las leyes, sean devorados por la audacia de los traidores y sepultados en la anarquía; o asume la grave y gloriosa responsabilidad de reprimirlos por medios severos pero justos, terribles pero necesarios; e indigno sería yo de la confianza con que me honráis si vacilase un momento en hacerme responsable de la salvación de la Patria». Y terminaba: «En adelante, a los que corrompe el oro los reprimirá el plomo; al crimen seguirá el castigo; a los peligros que hoy corre el orden, sucederá la calma que tanto deseáis; y si para conseguirlo es necesario sacrificar mi vida, pronto estoy a inmolarme por vuestro reposo y vuestra felicidad».

Otra virtud en la que resplandeció como estadista fue la fortaleza. Ya hemos conocido algunas manifestaciones de dicha virtud. Jamás hizo concesión alguna al respeto humano. Fue el hombre menos hipócrita del mundo. Y el político menos maquiavélico. Todo en él era auténtico y coherente, lo que pensaba, lo que decía y lo que hacía. Como lo expresó en su Mensaje de 1873:

«Pues que tenemos la dicha de ser católicos, seámoslo lógica y abiertamente, seámoslo en nuestra vida privada y en nuestra existencia pública y confirmemos la verdad de nuestros sentimientos y de nuestras palabras con el testimonio público de nuestras obras». Este deber le parecía especialmente imperativo en aquellos días, «de guerra espantosa y universal que se hace a nuestra Religión sacrosanta, ahora que todo se liga, que todo conspira contra Dios y su Ungido».

La neutralidad o el desinterés en dicho combate hubiera constituido a sus ojos un acto de imperdonable cobardía. Se necesitaba fortaleza de espíritu para hacer suyo el ideal del Estado católico explícitamente sustentado por la Iglesia. Dicho ideal chocaba, ante todo, con la pública oposición de los adversarios del cristianismo, tanto de los llamados «radicales», que querían hacer desaparecer a la Iglesia, para librarse de sus reivindicaciones, como de los «liberales», que consentían en dejarla vivir, pero encerrada en las sacristías.

En segundo lugar chocaba con la displicencia de muchos católicos que consideraban buena la separación de la Iglesia y del Estado. Eran los católicos liberales, que si bien aceptaban especulativamente la tesis de la unión de ambas sociedades, enseguida agregaban que en la hipótesis que planteaba el mundo moderno, más adherido a la declaración de los derechos del hombre que a los preceptos del Decálogo y del Evangelio, no podía existir un Estado confesadamente católico, sin provocar con ello la guerra civil. El liberalismo resultaba inaceptable, decían, pero al fin y al cabo no era sino un mal menor, para evitar otro más grave.

García Moreno respondía que aceptar como principio la separación de la Iglesia y del Estado implicaba negar el derecho de Jesucristo sobre las naciones, y que reconocer la tesis y luego declararla imposible de aplicar, era como aceptar los mandamientos en principio, pero agregar enseguida que son inaplicables porque si se los cumpliera se haría violencia a nuestra naturaleza caída. A lo cual añadía que así como la fe sin obras es incapaz de alcanzarnos la salvación, la doctrina social de la Iglesia no salvará al mundo del caos si ni siquiera se intenta traducirla en los hechos.

Oponerse a tantos enemigos, de afuera y de adentro, requería una elevada cuota de fortaleza y de paciencia. Comentando el aluvión de ataques, denuestos y calumnias de que era objeto, les decía a sus amigos:

«Mirad, la injuria es mi sueldo. Si mis enemigos me atacaran por algún crimen que yo hubiera cometido, pediríales perdón, y trataría de enmendarme; pero se conjuran contra mí, porque amo de veras a mi Patria, porque trato de salvar el tesoro más preciado, la fe; porque soy y me muestro sumiso hijo de la Iglesia...»

El criterio que lo guiaba lo manifestó así ante el Congreso: «El Ecuador es un pueblo profundamente religioso: yo nunca puedo representarle como lo merece, sin conservar, sostener y defender hasta el último trance nuestra verdadera y divina religión. Mas aunque la fe es acendrada, mucho temo que el pueblo se halle herido de la enfermedad endémica del siglo, la debilidad de carácter; mucho me temo que una persecución violenta, no halle entre nosotros muchos mártires. Es indispensable levantar de algún modo el espíritu de los ecuatorianos». García Moreno buscaba infundir fortaleza a un pueblo debilitado por las logias y el liberalismo.

Por defender sus ideas, a veces tuvo desencuentros con las mismas autoridades eclesiásticas, especialmente cuando juzgaba que algún obispo no cumplía adecuadamente su deber. En cierta ocasión se dirigió a la Curia, por medio de su canciller, para exponerle al Arzobispo su extrañeza al ver que en las iglesias no se había rezado el Viernes Santo, entre las plegarias que anteceden a la adoración de la santa cruz, la oración por el Jefe de Estado, preguntando si sucedería lo mismo los próximos años. El Arzobispo consultó al Nuncio, quien le respondió que desde la caída del Imperio ya no había oración especial con esa intención. El Presidente resolvió entonces no asistir a las próximas ceremonias, y así lo hizo saber a la Curia. Pocos meses después, el Nuncio le comunicó que el Papa le había concedido el privilegio de que el Viernes Santo se dijesen dos oraciones: una por el Presidente, y otra por la República.

El paso que dio el jefe de Estado no fue movido por el orgullo o la vanidad sino por el deseo de acrecentar su autoridad moral y por creer seriamente en la necesidad de una especial protección divina. A algunos les podrá llamar la atención estos encontronazos con autoridades eclesiásticas. En el fondo no eran sino la consecuencia de su adhesión profunda a la Iglesia, a la que quería pura y santa. Su actitud nos recuerda el modo de proceder de Leon Bloy, quien por amor a la Iglesia atacó con tanta vehemencia a sacerdotes que faltaban a su deber o que transigían con el espíritu de la época.

Se le ha echado en cara cierto autoritarismo en su conducción política. Es que las circunstancias lo obligaron a ello. Si hubiera entrado en trato con los grupos revolucionarios, hubiese sido en detrimento de la restauración del país. La experiencia del comportamiento de Luis XVI lo confirmaba en su conducta. Se ha dicho también que menospreciaba la opinión. Lo cierto es que antes de obrar se ponía en la presencia de Dios y no de la opinión pública. Estaba convencido de que el Gobierno no debía seguir la opinión sino encauzarla. Este obstinarse en ser fiel a los dictámenes de su conciencia, al plan de Dios y a la doctrina de la Iglesia, a pesar de las exigencias perentorias de la Revolución y los ejemplos dados por todos los gobiernos de su época, revela una actitud de heroica fortaleza. Nunca pecó contra la luz. Cuando entendía lo que debía hacer, se mostraba inamovible, cosa que impresionaba grandemente a todos, especialmente a sus adversarios. Un contemporáneo decía ver en él «la mirada fría e implacable de acero pavonado, de los retratos de Felipe II».

El acto supremo de fortaleza es el martirio. García Moreno no podía sino aspirar a él. Sobre todo en los postreros años de su vida surgió desde lo más hondo de su ser un anhelo incoercible de sufrir y morir por Cristo.

Claramente lo manifestó al asumir el mando por segunda vez, cuando refiriéndose al juramento que acababa de pronunciar, dijo con energía: «¡Feliz yo si logro sellarlo con mi sangre, en defensa de nuestro augusto símbolo, religión y patria». Cinco años después, en carta a un sacerdote, le ruega que le alcance de Dios fuerzas para regocijarse de tener que sufrir «en unión con Nuestro Señor». Considera «una verdadera felicidad» el soportar insultos, ya que ello lo hacía entrar en comunión con los jesuitas perseguidos, los buenos obispos y el Papa. Recordemos cómo, en 1873, le pide al Santo Padre alcanzarle de Dios «que le conceda morir en defensa de la fe y de la Iglesia».

García Moreno tenía la certeza de que su muerte había sido ya resuelta por sus enemigos, pero eso no le atemorizaba. Sabía que entre esos enemigos se encontraba la Masonería, que lo consideraba como el hombre de lo sobrenatural, el hombre de Cristo. Por eso no le disgustaba la perspectiva de su muerte. Poco antes de caer bajo el puñal homicida, le escribió a un amigo íntimo que estaba en Europa:

«Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la santa Fe. Nos veremos en el Cielo». Días atrás, en carta a Pío IX le hacía saber que las logias de los países vecinos, instigadas por las de Alemania, procuraban «sigilosamente» hacerlo desaparecer. Por eso, le dice, «necesito más que nunca de la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra Religión santa y de esta pequeña República».. Y agrega: «¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de ser aborrecido y calumniado por causa de nuestro Divino Redentor! ¡Y qué felicidad tan inmensa sería para mí, si vuestra bendición me alcanzara del Cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz, por nosotros!».

El deseo de dar la vida por Cristo fue, sin duda, el principal efecto de la honda devoción que sentía por la Cruz, lugar del martirio del Señor. Sabía muy bien que su obra le había acarreado el odio de los enemigos de Cristo. Pero sabía también, y ello lo llenaba de consuelo, que al morir por la Iglesia y por Cristo, completaría en su carne lo que falta a aquella pasión, ganando muchas almas para Dios en Hispanoamérica y en el mundo.

Por aquellos días se realizó en Quito una misión predicada por los padres redentoristas. A su término, García Moreno iba a dar ante los ecuatorianos y ante el mundo entero, un testimonio magnífico de su amor a la Cruz. Diríase un acontecimiento tomado de la Edad Media, cuyo protagonista podría haber sido San Luis de Francia, San Fernando de Castilla o Godofredo de Bouillon. Estamos en Quito, en su plaza mayor, con sus viejas casonas coloniales y su magnífica Catedral. La iglesia desborda de concurrencia. Allí se encuentra el Presidente y sus ministros, pero también numerosos nobles, estudiantes, obreros e indios, todos unidos por la fe común. Como recuerdo de la misión, los padres habían regalado a la ciudad una enorme cruz, de seis metros de largo, tomada en bloque y sin cortes de un solo árbol, que sería llevada en procesión por las calles de la ciudad, para quedar finalmente emplazada en la Catedral. Uno de los misioneros pronunció ante los presentes una alocución. Luego de recordar que la redención nos vino por la cruz, prosiguió diciendo que ahora, al recorrer procesionalmente con ella las calles de Quito, se estaba significando el triunfo de Cristo Redentor.

Siglos atrás, agregó, el emperador Heraclio había cargado sobre sus espaldas la cruz del Calvario, aquella misma cruz sobre la que murió Cristo y que, tras haber sido capturada por los persas, acababa de ser devuelta al Imperio cristiano. Tras el sermón, comenzó el acto procesional. Ahí estaba la inmensa cruz, que aguardaba ser cargada por los fieles. De pronto, sucedió lo inesperado. El Presidente de la república se acerca a ella, la carga sobre sus hombros, y comienza a caminar lentamente, seguido del pueblo, que observaba estupefacto. Luego de haber recorrido un buen tramo, estaba sudoroso y parecía sumamente cansado. Entonces, a semejanza de los que sucedió en el Vía Crucis, una mujer se le acercó y le ofreció de beber. Un año más tarde, cuando cayese bajo los puñales y las balas, todos acabarían por comprender el símbolo de lo que estuvieron presenciando.

García Moreno se destacó asimismo por la virtud de la humildad. Su rango presidencial no le impidió visitar frecuentemente a los enfermos y a los encarcelados, ni pedir perdón cuando creía haber molestado a alguien. Este hombre, a quien sus enemigos lo consideraban como una persona llena de orgullo y de ambición, jamás buscó el poder por dar pábulo a un anhelo de autopromoción. No admitió la primera presidencia sino contra su voluntad, y en la segunda fue necesario obligarlo para que la aceptase. Nunca le interesó la popularidad, ni el aplauso de la multitud, ni el caer simpático al pueblo o mostrarse condescendiente con él. Por haber estado tan lejos de toda especie de populismo, los agravios se multiplicaron. A un religioso que confidencialmente le relataba cuánto sufría de parte de sus enemigos, le consoló diciéndole:

«Compadezco vuestras penas; pero habéis tenido magnífica ocasión de atesorar para la eternidad. Los golpes que os han dado os parecerían menos duros, si los comparaseis con los que yo estoy recibiendo todos los días. Haced como yo, poned los ultrajes al pie de la cruz, y pedid a Dios que perdone a los culpables. Pedidle que me dé bastante fuerza, no sólo para hacer el bien a los que derraman sobre mí de palabra y por escrito los torrentes de odio que guardan en su corazón; sino para regocijarme ante Dios de tener que sufrir algo en unión con Nuestro Señor».

Cuando se encontraba frente a un sacerdote, su humildad tomaba la forma de la reverencia. En cierta ocasión, un padre capuchino, que estaba de paso por Quito, fue a visitarle; al verlo, se sacó el sombrero. «Cúbrase, por amor de Dios, padre», le dijo, mientras él se descubría. El padre replicó: «No puedo cubrirme ante el presidente de la república». A lo que García Moreno contestó: «Padre, ¿qué es un jefe de Estado ante un ministro de Dios?». A otro sacerdote le había pedido que lo confesara cada semana. Éste, para ahorrarle un cuarto de hora de camino, le ofreció ir él a la Casa de Gobierno. «Perdóneme, padre, el pecador es el que tiene que ir a buscar al juez, que el juez no va a ir buscando al pecador».

Su humildad quedaba también de manifiesto cuando les pedía por escrito a algunos sacerdotes de su confianza que le hiciesen conocer los errores en que como gobernante había incurrido. Pero la más bella forma de humildad cristiana fue su modo de aceptar las injurias, no sólo con resignación sino llegando a experimentar júbilo.

En cierta ocasión dijo: «No puedo evitar la inevitable alegría de que me siento poseído al verme calumniado e injuriado sin tregua por los enemigos de la Iglesia... Si ellos aborrecen en mí la fidelidad a mi Dios, les agradezco y me esforzaré en merecer sus odios; la injuria es mi salario». Con cuánta verdad pudo hacer suya la expresión de San Pablo: «Sobreabundo de gozo en mis tribulaciones».

3. La realeza social de Jesucristo

García Moreno había entendido perfectamente la perversidad que se escondía en el ideario de 1789 y su radical incompatibilidad con la doctrina católica. Había entendido que en la historia de su tiempo se seguía concretando el enfrentamiento teológico de las Dos Ciudades de San Agustín o de las Dos Banderas de San Ignacio. De ahí que consideraba su quehacer político como una forma, y cuán elevada, de combate y de apostolado. Escribe el P. Berthe que su celo era tan intenso que si hubiera sido sacerdote habría sido un San Francisco Javier. Como Jefe de Estado quiso al menos abrir caminos a la Iglesia, a sus sacerdotes y misioneros, derribando los obstáculos que la Revolución había acumulado. De tal manera lo devoraba este fuego de caridad, que no podía ocultarlo ni aun cuando estaba de viaje, recorriendo los caminos de su Patria.

«Cuando el presidente venía en medio de nosotros para vivir como simple particular –contaban aquellos pobres labradores–, no nos perdonaba ni el castigo, ni la corrección; pero era un verdadero santo; nos daba grandes jornales y magníficas recompensas; nos enseñaba la doctrina cristiana, rezaba el rosario, nos explicaba el evangelio, nos hacía oír misa, y a todos nos preparaba para la confesión y comunión. La paz y la abundancia reinaban en nuestras casas; porque sólo con la presencia de tan excelente caballero, se ahuyentaban todos los vicios».

La humildad a que arriba nos referimos hacía que cuando hablaba de sus actos de gobierno, por ejemplo ante los miembros del Congreso, trataba de disminuir sus méritos para que todo fuese ordenado a Dios. «Entro en estos detalles –dijo en cierta ocasión– no para gloria nuestra sino de Aquel a quien todo lo debemos, y a quien adoramos como a nuestro Redentor y nuestro Padre, nuestro protector y nuestro Dios». Dios era para él un ser vivo, no aquel «Ser supremo» o aquella «Providencia» genérica, tan frecuente en los discursos de gobernantes secularizados. Concretaba así el lema ignaciano: Omnia ad maiorem Dei gloriam, todo a la mayor gloria de Dios. De ahí que no pudiera disimular su gozo cuando se enteraba de que el cristianismo hacía progresos en su Patria. También cuando prosperaba en el extranjero, ya que su corazón era católico, es decir, universal.

«¡Gloria a Dios y a la Iglesia –escribía en 1874– por las numerosas conversiones que se operan entre los disidentes, especialmente las del Marqués de Ripón, de lord Grey y de su Majestad la reina madre de Baviera! Es indudable que estos grandes ejemplos tengan influencia decisiva en la conversión de todos los protestantes de recto corazón».

Cierta vez le reprocharon el haber puesto el Estado a los pies de la Iglesia. Él respondió:

«Este país es incontestablemente el reino de Dios; le pertenece en propiedad y no ha hecho otra cosa que confiarlo a mi solicitud. Debo, pues, hacer todos los esfuerzos imaginables para que impere en este reino; para que mis mandatos estén subordinados a los suyos, para que mis leyes hagan respetar su ley». No era sino la aplicación de aquellas dos súplicas de la oración dominical: «Venga a nosotros tu reino» y «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo»

a. En defensa de Pío IX

Como bien escribe el P. Berthe, García Moreno pareciera haber nacido para luchar contra los principios de la Revolución francesa, que tanto se habían propagado por todas las naciones cristianas. De algún modo logró vencerlos en su Patria, volviendo a sentar en el trono del Estado a nuestro Señor Jesucristo. En Ecuador había sucedido lo que en otros países hispanoamericanos, o al menos en algunos de sus grupos dirigentes, esto es, que al emanciparse de España habían pretendido emanciparse también de los principios católicos que España nos había traído, tendiendo la mano a los revolucionarios de ultramar. En nuestra Argentina esos grupos estuvieron representados por personajes como Moreno, Monteagudo y Rivadavia. El gran papa Pío IX, hoy beatificado por Juan Pablo II, había salido valientemente al encuentro de la Revolución Anticristiana. García Moreno, como gobernante de un país cristiano, era un cultivador de la obediencia. Ante todo de la obediencia a Dios, entendiendo que las leyes divinas están por encima de las leyes humanas, pero también de la obediencia al Santo Padre, por quien sentía un cariño realmente filial.

Pues bien, fue precisamente este Papa quien en 1864 promulgó el Syllabus, donde denunciaba la perniciosidad del naturalismo, el racionalismo y el liberalismo dominantes. En una de sus cláusulas decía que al Sumo Pontífice no le era lícito reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna, es decir, con los principios de la Revolución. El liberalismo, que se podría definir como la aplicación del naturalismo en el campo de la política, es uno de los errores más difíciles de erradicar.

Cuando a un liberal se le dice que un gobierno, si quiere ser tal, no puede mantenerse como el fiel de la balanza, equidistante del bien y del mal, enseguida responde que su interlocutor es un extremista. Si se le dice que como la naturaleza humana está herida por el pecado, la verdad necesita protección para no ser aplastada por el error, contesta que ello es innecesario, ya que la verdad triunfa naturalmente del error, sin requerir ningún apoyo de afuera; Dios no precisa que lo defiendan, Él se defiende a sí mismo. Si un documento como el Syllabus anatematiza sus errores, trata al Papa de retrógrado. El único dogma superviviente es el de la democracia liberal, aunque la experiencia muestre los desastres a que ha llevado.

Estas ideas se iban extendiendo por todos los pueblos que durante el medioevo habían integrado el bloque de la Cristiandad. A dicha expansión del mal coadyuvaban los acontecimientos políticos que tenían a Italia por epicentro. Allí los garibaldinos y los carbonarios, como se autodenominaban los masones de aquella península, habían tomado por asalto la ciudad de Roma, donde residía el Papa, el 20 de septiembre de 1870. Al Sumo Pontífice lo defendieron varias compañías de soldados, algunos voluntarios austríacos, un grupo de franceses y de españoles tradicionalistas. Oficialmente Francia había colaborado en aquel despojo, retirando sus tropas en momentos decisivos.

Al año siguiente, quizás como castigo de Dios a una nación que había sido la primera que abrazó la fe católica, y que ahora daba una nueva muestra de su secular apostasía, un comité revolucionario llamado la Commune, se apoderó de París, llenando de sangre sus calles. Refiriéndose a ello, exclamaba García Moreno: «¡Qué desgracia que esta Francia cuyo glorioso pasado tanto amo, sea gobernada por bandidos! Conducida por un hombre de energía, pronto volvería a tomar su puesto de hija primogénita de la Iglesia». Sólo el Imperio austrohúngaro, el único poder europeo que no era liberal y que dominaba el noreste de Italia, apoyó al Papa en dicha coyuntura.

Un estadista católico de la talla de García Moreno no podía permanecer indiferente en aquellas circunstancias. Al mejor estilo caballeresco, sin atender a la poquedad de sus fuerzas y despreciando todo respeto humano, sacó la cara en favor del Papa ultrajado, proclamando el derecho de gentes, reclamando justicia, y reprochando su cobardía a reyes y potencias de gran ascendiente. Aquella voz, humilde pero majestuosa, resonó en las altas cancillerías, llenando de vergüenza a los buenos católicos europeos. Empezó la ofensiva enviando a través de su ministro de relaciones exteriores, por vía diplomática, una nota de enérgica protesta al ministro de Víctor Manuel II, el rey usurpador. Entre otras cosas allí le decía:

«Atacada la existencia del catolicismo en el Representante de la unidad católica... a quien se le ha privado de su dominio temporal, única y necesaria garantía de libertad e independencia en el ejercicio de su misión divina, es innegable que todo católico, y con mayor razón todo gobierno que rige a una porción considerable de católicos, tiene no sólo el derecho, sino el deber de protestar contra aquel odioso y sacrílego atentado, y, sin embargo, el gobierno del infrascripto aguardó en vano que se hiciera oír la protesta autorizada de los Estados poderosos de Europa contra la injusta y violenta ocupación de Roma, o que Su Majestad el rey Víctor Manuel, rindiendo espontáneo homenaje a la justicia y al sagrado carácter del inerme y anciano Pontífice, retrocediera en el camino de la usurpación y devolviera a la Santa Sede el territorio que acaba de arrebatarle.

«Pero no habiéndose oído hasta hoy la voz de ninguna de las potencias del antiguo continente, y siguiendo oprimida Roma por las tropas de Su Alteza el rey Víctor Manuel, el gobierno del Ecuador, a pesar de su debilidad y de la distancia... cumple con el deber de protestar, como protesta, ante Dios y el mundo, en nombre de la justicia ultrajada, y, sobre todo, en nombre del católico pueblo ecuatoriano... de ese indigno abuso de la fuerza en perjuicio de Su Santidad y de la Iglesia Católica... El rey Víctor Manuel repare noblemente el efecto deplorable de una ceguera pasajera, antes de que el trono de sus ilustres antepasados sea tal vez reducido a cenizas por el fuego vengador de la Revolución Francesa...»

Al mismo tiempo envió, también por conducto diplomático, copia de aquel documento a todos los gobiernos hispanoamericanos, con una carta adjunta donde los exhortaba a reprobar públicamente la violenta ocupación de Roma. «Una violación tan completa de la justicia contra el Augusto Jefe de la Iglesia católica no puede ser mirada con indiferencia por los gobiernos de la América libre, y ya que el antiguo mundo ha encontrado sólo el silencio de los reyes, es natural que en el nuevo halle la esperada reprobación de los gobiernos que lo representan». No encontró eco alguno el Don Quijote moderno. En carta a un amigo le confesaba:

«Colombia me ha dado respuesta negativa, en términos moderados. Costa Rica una respuesta igualmente negativa, pero en términos insolentes. Bolivia me ha hecho decir con mucha cortesía que tomaba mi protesta en gran consideración. En cuanto a Chile, el Perú y los otros Estados, no se han dignado siquiera enviarme una nota de recibo. Empero ¿qué importa eso? Dios no tiene necesidad de nosotros, ni de nada para cumplir sus promesas, y Él las cumplirá, a despecho del infierno y de sus satélites los francmasones, que por medio de sus gobernantes, son más o menos dueños de toda América, a excepción de nuestra patria».

Si la abstención de los estamentos políticos fue tal, las minorías católicas de muchos países, que no se habían dejado contaminar por el liberalismo, se enardecieron ante el testimonio martirial del gran ecuatoriano. Un columnista del diario español La Cruz, escribía:

«El antiguo mundo, este mundo, envilecido con los envilecimientos más asquerosos; este mundo que tiene monarcas que ni reinan ni gobiernan,... este mundo antiguo, donde han desaparecido todas las virtudes y donde sólo imperan los malvados... se han hecho cómplices en la revolución... y hasta complacientes, han visto los gobiernos liberales este triunfo del mal, sin que uno solo haya enviado una palabra de consuelo a la gran víctima del Vaticano... Pero hay al otro lado de los mares una región donde se conserva la lengua y la fe de la antigua España; una región donde el catolicismo es la base del gobierno, de sus leyes..., una nación que no está contaminada con el virus del liberalismo..., pues bien, esa nación es la única que ha escuchado la voz del gran Pío IX, esa nación es la única que ha levantado heroica, solemne y enérgica protesta contra la iniquidad...»

Acentos semejantes encontramos en aquel grupo de apologistas católicos franceses, tan queridos por García Moreno, que giraban en torno al periódico L’Univers.

Algunos patriotas quiteños entregaron un documento al Nuncio: «Si nosotros nada podemos hacer contra ese funesto atentado, al menos lo reprobamos y condenamos con nuestro corazón, y rogamos al Ser Supremo, al Dios de las naciones y de los ejércitos, que abrevie este tiempo de prueba y de tribulación, y devuelva la independencia y libertad al Jefe de la Iglesia».

El Papa quedó profundamente emocionado al conocer la actitud de García Moreno. Cuando llegó a sus manos la declaración oficial exclamó: «¡Ah! Si éste fuese un rey poderoso no le hubiera faltado al Papa todo el apoyo del mundo». El 21 de marzo de 1871 le envió una carta de elogiosa gratitud, junto con la máxima condecoración vaticana, la gran cruz de la Orden de Pío IX. En la carta le decía:

«A los numerosos y magníficos testimonios de piadosa adhesión que nos habéis dado en el cumplimiento de los deberes de vuestro cargo, habéis añadido una prueba espléndida de fidelidad a la Santa Sede y a nuestra humilde persona... En un tiempo desastroso para la santa Iglesia, no habéis temido condenar públicamente con aplauso de todos los corazones honrados, la usurpación de nuestro poder temporal que hombres ingratos y pérfidos acaban de perpetrar».

Ante todos los diputados reunidos en el recinto del Congreso, García Moreno explicó así su actitud:

«Si el último de los ecuatorianos hubiese sido vejado en su persona o en sus bienes por el más poderoso de los gobiernos, habríamos protestado altamente contra ese abuso de fuerza, como el único medio que le queda a los Estados pequeños para no autorizar la injusticia, con la humillante complicidad del silencio. No podía, pues, callar cuando la usurpación del dominio temporal de la Santa Sede y la consiguiente destrucción de la libertad e independencia en el ejercicio de su misión divina, habían violado el derecho, no de uno, sino de todos los ecuatorianos, y el derecho más elevado y más precioso, el derecho de su conciencia y de su fe religiosa».

A las palabras, siguieron las acciones. Enterado García Moreno de que los católicos del mundo habían instituido la Obra del óbolo de San Pedro para paliar la pobreza, casi mendicante, en que había quedado el Papa, ofreció la colaboración del Estado. Enseguida sus enemigos lo acusaron de «despilfarrador». Eran los Judas de siempre. Para el Presidente no era sino la manera de expresar la gratitud de la nación por tanto como había recibido de la Iglesia a lo largo de los siglos. El Congreso le dio todo su apoyo, y corroboró sus intenciones. Entonces García Moreno hizo llegar al Papa, por medio de uno de los ministros de su Gobierno, la suma de 10.000 pesos, «mezquina ofrenda de nuestra pequeña república», le dijo éste al Nuncio, quien respondió:

«Permitidme, señor ministro, que os exprese el homenaje de la admiración que nos domina, y os ruego al mismo tiempo que os dejéis de hablar de la pequeñez de la república, porque no son pequeños los Estados que saben elevarse a tanta altura».

Pío IX le escribió enseguida, aprovechando la ocasión para alabar una vez más su gestión de gobierno, su habilidad para restablecer en tan poco tiempo la paz social, el pago de una notable parte de la deuda pública, la duplicación de las rentas, la reforma de las instituciones... Todo ello, le decía, no es sino una prueba de la intervención divina. García Moreno quedó conmovido:

«No soy capaz de expresar a Su Santidad la profunda impresión de gratitud que me causó la lectura de su paternal y afectuosa carta. La aprobación que Vuestra Santidad se digna dar a mis pobres esfuerzos, es para mí la recompensa más grande que puedo recibir en la tierra, y por mucho que ellos valieren, ella sería ciertamente superior a cuanto yo pudiera merecer. Pero en justicia tengo que confesar que todo lo debemos a Dios, no sólo la creciente prosperidad de esta pequeña república, sino todos los medios que empleo, y aun el deseo que Él me inspira de trabajar para su gloria».

Tan cordiales fueron las relaciones que existieron siempre entre Pío IX y García Moreno. Lo que Pío IX más admiraba en el presidente ecuatoriano era al gobernante católico, fuerte y justo, tenaz adversario de la Revolución. El mismo Papa que se presentaba lleno de majestad cuando se dirigía a los Césares de la época, los Bismarck, los Napoleón III, se mostraba desbordante de ternura con el jefe de un Estado lejano y casi desconocido, cuyo noble corazón latía al unísono con el suyo. Por su parte, García Moreno amaba entrañablemente a aquel heroico Pontífice, defensor incansable de los derechos de la verdad. En él veía a un nuevo Gregorio VII, que en un siglo de indiferencia y liberalismo generalizado, tuvo la lucidez y el coraje de promulgar el Syllabus y convocar el Concilio Vaticano.

b. El Ecuador a los pies de Cristo Rey

En sus últimos años, García Moreno fue revelando todas las dimensiones de un gran estadista, también lúcido e intrépido, convencido de que lo más trascendente de su gestión consistía en llevar a cabo la restauración católica, luego de haber abatido la revolución laicista. Lo demás se seguiría casi con naturalidad. «Quien busca ante todo el reino de Dios –decía–, obtiene el resto por añadidura Se había propuesto entronizar a Cristo en su Patria. Y de algún modo lo logró, según lo reconocía un pensador colombiano de su tiempo: «La República del Ecuador es hoy el único Estado social y políticamente católico». No un Estado clerical, por cierto, ya que si bien García Moreno pedía consejo a los buenos sacerdotes, quien mandaba en el orden temporal era él.

Ya hemos visto cómo, cuando lo consideró necesario, supo imponerse al Nuncio, al Arzobispo y a otros prelados. Su sueño era implantar en el Ecuador el reino de Cristo. No se trataba de levantar grandes iglesias, sino de elaborar una legislación católica que vivificase el entero entramado social, atendiendo a todos los estamentos, desde los nobles hasta los indios más humildes y abandonados. La suntuosidad de los templos podría ser el colofón de su obra, pero lo esencial era el señorío de Cristo sobre las inteligencias y voluntades de los miembros de su pueblo y de la sociedad en general.

García Moreno rendía un culto especial al Corazón de Cristo, vieja y sólida devoción, muy de los jesuitas, que había arraigado profundamente en el Ecuador, y él había aprendido especialmente en los Ejercicios ignacianos, que solía reiterar todos los años. La devoción al Sagrado Corazón llenaba los templos los primeros viernes de mes, y más socialmente se expresaba en entronizaciones, sobre todo en el ámbito familiar. Desde que asumió la presidencia recordó que entre las peticiones del Corazón de Cristo a sus escogidos estaba la consagración de las naciones como tales. En doscientos años ninguna nación lo había hecho. Él se propuso llevarla a cabo oficialmente en su propia patria.

Como le gustaba hacer las cosas bien, quiso que esa consagración fuese un acto verdaderamente nacional, refrendado por los organismos parlamentarios, los mandos militares, las jerarquías eclesiásticas y los sectores culturales del Estado. La idea de consagrar públicamente el Ecuador al Sagrado Corazón le había sido sugerida por el P. Manuel Proaño, director nacional del Apostolado de la Oración. He aquí la respuesta de García Moreno, donde muestra algunas vacilaciones, productos de su nobleza y sinceridad.

«Reverendo y querido P. Manuel. No puede concebirse idea más plausible ni más conforme con los sentimientos que me animan de promover en todo sentido la prosperidad y ventura del país cuyo Gobierno me ha confiado la Divina Providencia, dándole por base la más alta perfección moral y religiosa a que nos llama la profesión práctica del Catolicismo. Reconozco la fe del pueblo ecuatoriano, y esa fe me impone el deber sagrado de conservar intacto su depósito, aunque sea a costa de mi vida. No temo a los hombres, porque está más alto Dios... Y si fue, en algún tiempo, deber indeclinable de todo hijo sincero de la Iglesia confirmar la fe del corazón con las más explícitas y reiteradas y solemnes profesiones de los labios, esto es sin duda en la época actual, cuando, aun entre los pueblos creyentes, la enfermedad endémica del siglo es la debilidad de carácter. Pero digo: ¿y será el Ecuador una ofrenda digna del Corazón del HombreDios?...

«Este Corazón es santo, inmaculado; ¿y hemos logrado ya moralizar bastantemente a los pueblos? ¿Hemos santificado el hogar doméstico? ¿Reina la justicia en el Foro, la paz en las familias, la concordia entre los ciudadanos, el fervor en los templos? El Corazón de Jesús es el trono de la Sabiduría. ¿Y el pueblo ecuatoriano acepta todas sus enseñanzas, es dócil y sumiso a su divino magisterio, recibe y acoge con amor sus inspiraciones, rechaza prácticamente todos los errores del siglo, y se sobrepone a toda la perversión actual de las ideas?...

«Temo que este país no sea todavía ofrenda digna del Corazón de Jesucristo. Pidamos en fervientes plegarias al Señor que nos envíe misioneros santos, apóstoles infatigables. Vengan a lo menos cincuenta sacerdotes celosos y caritativos que recorran todo el territorio, visiten nuestros pueblos, sin dejar un rincón; y enseñen y prediquen el Evangelio, y conviertan, si es posible, a todos los pecadores; y entonces podremos consagrar con manos puras, al Dios de la pureza, un pueblo purificado con la sangre divina».

Nos impresiona la autenticidad de su espíritu sin doblez. Consagrar la Patria al Corazón de Jesús parecía fácil, ya que eso estaba en sus manos, por ser el jefe de Estado, pero que el pueblo ecuatoriano, en todos los estamentos, hiciese suya dicha consagración, era algo que excedía el ámbito de sus posibilidades. Sólo podían lograrlo los sacerdotes, y éstos eran pocos. Recurrió entonces al superior general de los redentoristas, pidiéndole por lo menos cincuenta misioneros fervorosos. Se ve que había decidido cumplir su propósito con cierta celeridad, aunque sin omitir lo necesario. Algunos amigos le sugirieron que no se metiese en esta nueva aventura, que ya demasiado excitadas estaban las logias del país y del extranjero. Por otro lado, agregaban, era un gesto que resultaba exótico; ningún gobierno europeo había hecho algo semejante. El consejo le resultó indignante y sólo logró que apresurase la ejecución del designio.

Precisamente por esos días se estaba celebrando en Quito un sínodo eclesiástico. García Moreno aprovechó la ocasión para hacer una consulta formal a la Iglesia. Todos le manifestaron su conformidad. Luego se dirigió a las Cámaras, con el deseo de que el Estado se uniese a la Iglesia en este acto solemne. También los diputados estuvieron de acuerdo. Entonces firmó el decreto, donde se disponía: «Las solemnidades correspondientes a la Consagración se harán en todas las iglesias catedrales y parroquias en la próxima cuaresma». Pío IX, al conocer su propósito, le escribió expresándole su aquiescencia. Un grupo de quiteños, quiso mostrar su adhesión a la iniciativa del Gobierno proponiendo la erección de un gran templo nacional al Sagrado Corazón, rey de Ecuador. La obra fue aprobada, pero García Moreno no la vería terminada, ya que se inauguró diez años después de su muerte.

Llegó la fecha señalada, el 23 de marzo de 1873. Ya los misioneros escogidos habían recorrido pueblo tras pueblo, disponiendo el espíritu de los ecuatorianos de todo el país. García Moreno preparó personalmente el acontecimiento, codo a codo con su amigo, el P. Proaño. En todos los edificios oficiales se izó la bandera nacional, para saludar al rey de la Patria. La catedral, ricamente engalanada, fue el ámbito donde se encontraron el Arzobispo y su clero, los miembros del Gobierno, los jueces, jefes y oficiales, alcaldes y autoridades de los pueblos. A la cabeza de todos sus funcionarios, García Moreno, con uniforme de comandante de las fuerzas armadas y su banda de jefe de Estado. El Arzobispo se acercó al cuadro del Sagrado Corazón, pintado para la solemnidad por un artista quiteño. García Moreno le había pedido al pintor que lo representase de medio cuerpo, con la corona sobre su sien, que «la mano derecha de Cristo empuñe el cetro real y la mano izquierda sostenga el globo del mundo, en que aparezca notoriamente la nación ecuatoriana». Leyó el Arzobispo la consagración, y el pueblo la fue repitiendo, frase por frase. Al acabar, se adelantó García Moreno, y en nombre de la Patria y de todos los estamentos del Ecuador, la reiteró con voz firme. He aquí el texto íntegro, redactado por el P. Proaño:

«Este es, Señor, vuestro pueblo. Siempre, Jesús mío, os reconocerá por su Dios. No volverá sus ojos a otra estrella que a esa de amor y de misericordia que brilla en medio de vuestro pecho, santuario de la Divinidad, arca de vuestro Corazón. Mirad, Dios nuestro: gentes y naciones poderosas traspasan con muy agudos dardos el dulcísimo seno de vuestra misericordia. Nuestros enemigos insultan nuestra Fe, y se burlan de nuestra esperanza, porque las hemos puesto en Vos. Y, sin embargo, este vuestro Pueblo, su Jefe, sus Legisladores, sus Pontífices, consuelan a vuestro Vicario, enjugan las lágrimas de la Iglesia; y confundiendo la impiedad y apostasía del mundo, corren a perderse en el océano de amor y caridad que les descubre vuestro suavísimo Corazón.

«Sea, pues, Dios nuestro, sea vuestro Corazón el faro luminoso de nuestra Fe, el áncora segura de nuestra esperanza, el emblema de nuestras banderas, el escudo impenetrable de nuestra flaqueza, la aurora de una paz imperturbable, el vínculo estrecho de una concordia santa, la nube que fecunde nuestros campos, el sol que alumbre nuestros horizontes, la vena en fin riquísima de la prosperidad y abundancia que necesitamos para levantar templos y altares donde brille, con eternos y pacíficos resplandores, su santa y magnífica gloria.

«Y pues nos consagramos y entregamos sin reservas a vuestro divino Corazón, multiplicad sin fin los años de nuestra paz religiosa; desterrad de los confines de la Patria la impiedad y corrupción, la calamidad y la miseria. Dicte nuestras leyes vuestra Fe; gobierne nuestros tribunales vuestra justicia; sostengan y dirijan a nuestros jefes vuestra clemencia y fortaleza; perfeccione a nuestros sacerdotes vuestra sabiduría, santidad y celo; convierta a todos los hijos del Ecuador vuestra gracia, y corónelos en la eternidad vuestra gloria: para que todos los pueblos y naciones de la tierra contemplando, con santa envidia, la verdadera dicha y ventura del nuestro, se acojan a su vez a vuestro amante Corazón, y duerman el sueño tranquilo de la paz que ofrece al mundo esa Fuente pura y Símbolo perfecto de amor y caridad. Amén».

Tras la bendición del Arzobispo, sonaron los clarines en la plaza y el tronar de la artillería, junto con los repiques de todas las iglesias del Ecuador. En los cerros colindantes, las águilas planeaban... Era el primer Estado de la historia que se había consagrado al Corazón de Cristo y le había prestado público homenaje como a Rey de la nación. García Moreno se adelantaba, también aquí, a Pío XI y a su encíclica Quas primas.

V. El martirio

Por fin reinaba la calma en el Ecuador. Luego de tantas turbulencias, la Patria había encontrado la paz, no la paz de la inacción, la paz del cementerio, sino la paz viva de un pueblo que iba prosperando, la paz en cuyo marco se emprendían obras públicas de envergadura, la paz en los colegios y la Universidad, la paz entre la Iglesia y el Estado, la paz de Cristo en el reino de Cristo. García Moreno no necesitaba ya mostrarse como aquel hombre tan severo de 1864. Ahora contaba con una Constitución católica, con un país consagrado a Cristo, y con todo el poder necesario para hacer cumplir los compromisos contraídos.

Sin embargo, o quizás por eso mismo, los enemigos acechaban. Abundantes eran las «desgracias» que habían tenido que soportar los hermanos: el Concordato de 1862, repudiando el liberalismo; la Constitución de 1869, donde se proscribía la secta masónica; la protesta de 1871 contra la invasión de Roma por Víctor Manuel; y para llenar el vaso de la ignominia, la consagración de la república al Sagrado Corazón, en pleno «siglo de las luces...» Era ya demasiado. El Jefe de Estado no podía sino ser condenado a muerte.

Desde ese momento, todos los periódicos de la secta, tanto en Europa como en América, se confabularon para desprestigiar a la víctima, de modo que luego su asesinato resultase más potable. Ya se habían perpetrado varios atentados contra su vida, pero todos resultaron fallidos. En 1873 lo intentaron nuevamente; en dicha ocasión sus propulsores estaban tan seguros del éxito que la noticia de su muerte apareció en los diarios... ¡siendo leída por la misma víctima!

En mayo de 1875 finalizaba el mandato de García Moreno y debía elegirse el nuevo Presidente. La Constitución autorizaba la reelección. En conversación íntima con un amigo, García Moreno le revelaba sus propósitos:

«En 1851, cuando me decidí a tomar alguna parte en la política del país, consideré que la República, para su prosperidad y dicha, necesitaba de tres períodos de una administración justiciera y benéfica, cada uno de los cuales debía abrazar de cuatro a seis años. El primer período debía ser de reacción, el segundo de organización, el tercero de consolidación. Por esto cuando llegué al poder, mi primer período tuvo, como debió tenerlo, un carácter de reacción contra los males que desgarraban la patria; y como esos males eran inveterados, impusiéronme el deber penoso de emplear la violencia hasta extirparlos.

«El segundo período que va a terminar en breve, ha sido para mi gobierno período de organización, la cual, como era natural, no me ha demandado violencia; en prueba de ello, aun mis adversarios políticos reconocen hoy la moderación y templanza con que he regido el país. Si la divina Providencia no dispone otra cosa, el próximo período será de consolidación; y en él los pueblos habituados ya al orden y a la paz, gozarán de más amplias libertades bajo un gobierno verdaderamente paternal y tranquilo. Asegurado así el porvenir de nuestra querida patria, me retiraré a la vida privada, llevando en mi alma la satisfacción de haber salvado al país y colocádole definitivamente en la senda de su progreso y engrandecimiento».

Un amigo de Urbina, católico liberal, le ofreció acompañarlo en las elecciones. La respuesta de García Moreno fue la que de él se podía esperar:

«Ya dije en 1861 que la lucha entre el bien y el mal es eterna. Por consiguiente los que sostenemos la causa del bien, la causa de la religión y de la patria, jamás podremos amalgamarnos con nuestros adversarios. Admitiremos a los que de buena fe se pasen a nuestras filas; no perseguiremos a nadie sino cuando cometan delitos; proseguiremos de frente por el camino del bien, prontos a arrostrar toda resistencia, vencer todos los obstáculos con la asistencia divina. Tengo convicciones muy arraigadas y reglas fijas de conducta, por eso soy siempre consecuente con mis actos».

Mientras tanto, recrudecían las amenazas no sólo en Ecuador sino también en Lima, Bogotá y Santiago. El temor a una reelección exasperaba a sus enemigos y los impulsaba a unirse en una vasta conspiración. Por esos días apareció una tendenciosa biografía de García Moreno donde se podía leer que el mismo que comulgaba era el que fusilaba, proscribía y confiscaba; «ofrendas dignas del Dios de los jesuitas».

Sus ojos, se decía allí, anuncian la muerte, «una nariz patibularia, la nariz austríaca de Felipe II, idiotizando a España», y lindezas de ese jaez. En carta a un amigo, nuestro héroe comenta el hecho sin atribuirle importancia:

«Para colmo de mi dicha Dios ha permitido que apareciese un folleto de Juan Montalvo, contra mí y contra los obispos, como también contra el clero y contra la Iglesia católica. Me han dicho que soy llamado ladrón y tirano. Tengo razones para creer que este opúsculo, repartido en dos mil ejemplares, ha sido inspirado por la francmasonería. Pero esto es un nuevo motivo para dar gracias a Dios, puesto que soy calumniado porque soy católico».

Llegó el día de los escrutinios. La victoria de García Moreno fue aplastante, con lo que las críticas arreciaron:

«Nuevo Calígula», lo llamaban, que dejaba en la sombra a Nerón; el duque de Alba parecía un angelito comparado con este engendro; se asemejaba a Torquemada. Era el lenguaje de la «democracia», de los demócratas liberales, que habían sido desairados por el pueblo ecuatoriano, «el soberano» a quien antes dedicaban ditirambos.

Las proclamas enemigas se sazonaban con blasfemias, reiterándose textos de Proudhon, como por ejemplo, «el primer deber del hombre inteligente es arrojar inmediatamente de su conciencia la idea de Dios»; «Dios imbécil, tu reino ya ha concluido: busca otras víctimas entre las bestias, que tú ya estás hecho añicos»; «y tú, Satanás, calumniado por curas y reyes, ven, que te abrace y estreche contra mi corazón», etc.

Llevaban la batuta las logias inglesas, francesas y escocesas. Ya se comenzó a hablar en público de si no sería conveniente hacer desaparecer al atrevido, con el objeto de que el pueblo ecuatoriano se fuese familiarizando con la idea. Mientras tanto se reunían en Lima, que en aquellos tiempos era un centro masónico, enviados especiales de las sectas de Chile, Perú, Ecuador, Colombia y otros países hispanoamericanos. Allí urdieron sus planes.

No podía ya desconocerse la proximidad del peligro. Los amigos de García Moreno le aconsejaron ponerse en guardia, así como diversas estratagemas, que se hiciese acompañar por una escolta, que variase sus itinerarios habituales... Pero él no les hacía caso. Estaba demasiado dedicado a «pensar el Ecuador» que soñaba, a proyectar su progreso en todos los sentidos, espiritual y material, como para perder tiempo en considerar aquella eventualidad. Su horario seguía siendo el mismo. Por la mañana, su misa y meditación diarias, las acostumbradas visitas al Santísimo, sus largas horas en el despacho oficial.

Un prelado que mucho lo apreciaba, hallándose de paso por Quito, lo fue a visitar y le previno: «Es posible y notorio que la secta ha condenado a usted, y que los sicarios aguzan sus puñales. Tome usted, pues, algunas precauciones para salvar la vida». «¿Y qué precauciones quiere usted que tome?», le respondió. «Rodéese usted de una buena escolta». «¿Y quién me librará de esa escolta a la que se podrá corromper? Yo prefiero confiarme a la guarda de Dios».

En estas preocupantes circunstancias escribió su última carta al Sumo Pontífice, plenamente reveladora de la piedad de un santo y del valor de un mártir.

«Santísimo Padre: Hace algún tiempo que he deseado vivamente volver a escribir a Vuestra Santidad; pero me ha impedido el hacerlo el temor de quitarle su tiempo, demasiado precioso y necesario para el gobierno del Orbe católico. Sin embargo, hoy tengo que sobreponerme a este temor para implorar Vuestra apostólica bendición, por haber sido reelecto, sin merecerlo ni solicitarlo, para gobernar esta República católica por seis años más...

«Ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por la de Alemania, vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y de calumnias horribles, procurando sigilosamente los medios de asesinarme, necesito más que nunca de la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión santa, y de esta pequeña República que Dios ha querido que siga yo gobernando. ¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de ser aborrecido y calumniado por causa de Nuestro Divino Redentor, y qué felicidad tan inmensa sería para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros!»

Solicítale luego al Papa dos favores: que disponga el envío de un grupo de Hermanas para que se encarguen de varios hospitales, y que las reliquias de San Pedro Claver, prácticamente abandonadas en Cartagena de Colombia, sean llevadas al Colegio de los jesuitas de Quito, de modo que Ecuador tenga un nuevo abogado en el cielo.

Con tales disposiciones, se aprestó a redactar el Mensaje que debía pronunciar el 1º de agosto para la apertura del nuevo Congreso. No le fue fácil hacerlo, ya que las noticias que le hacían llegar contribuían a distraerlo de su trabajo, noticias macabras, que lo afectaban, por cierto, aunque sin desesperarlo. A un amigo que viajaba a Europa le dio un abrazo y le dijo: «Ya no nos volveremos a ver, lo presiento. Éste es nuestro postrer adiós». El 4 de agosto se dirige epistolarmente a esa misma persona –sería su última carta–, y al terminar escribe: «Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la santa Fe. Nos veremos en el cielo». Hacia la tarde, queriendo concluir su Mensaje al Congreso, dio orden al ayudante de no recibir absolutamente a nadie. Al rato llegó un sacerdote. El ayudante le informó que el Presidente no podía recibirlo. Aquél insistió, alegando que se trataba de algo urgente. Apenas entró, le dijo a García Moreno:

«Se le ha prevenido a usted que la masonería ha decretado su muerte; pero no se le ha dicho cuándo va a ser ejecutado el decreto. Vengo a decir a usted que sus días están contados, y que los conjurados han resuelto asesinarle en el más breve plazo posible, mañana, tal vez, si encuentran ocasión; en consecuencia, tome usted sus medidas». García Moreno le respondió: «He recibido muchas advertencias semejantes, y después de reflexionar maduramente he visto que la única medida que tengo que tomar es la de estar pronto a comparecer ante el tribunal de Dios». Y continuó su trabajo, como si le hubieran anunciado una noticia sin importancia alguna.

El Mensaje quedó terminado. Espiguemos algunos de sus párrafos. Comienza diciendo:

«Desde que poniendo en Dios toda nuestra esperanza, y apartándonos de la corriente de impiedad y apostasía que arrastra al mundo en esta aciaga época, nos reorganizamos en 1869 como nación realmente católica, todo va cambiando día a día para bien y prosperidad de nuestra querida patria». Enumera luego sus grandes obras: el ferrocarril comenzado, las carreteras, la Penitenciaría, el Observatorio, las escuelas. Con satisfacción observa que todo eso «raya en lo increíble para los que conocieron el atraso y pobreza del país y no saben lo fecundo que es la confianza en la Bondad Divina». Y termina con estas palabras admirables: «Si he cometido faltas, os pido perdón mil y mil veces, y lo pido con lágrimas sincerísimas a todos mis compatriotas, seguro de que mi voluntad no ha tenido parte en ellas. Si al contrario, creéis que en algo he acertado, atribuidlo primero a Dios y a la Inmaculada dispensadora de los tesoros inagotables de su misericordia, y después a vosotros, al pueblo, al ejército y a todos los que en los diferentes ramos de la administración, me han secundado con inteligencia y lealtad a cumplir mis difíciles deberes».

Luego se retiró a su cuarto. Sus allegados pudieron notar que pasó en oración un largo rato de la noche. Como de costumbre, se levantó a las cinco de la mañana, y a las seis se dirigió a la iglesia para oír misa y comulgar. Era el primer viernes de mes. La acción de gracias se prolongó por más tiempo que lo habitual. Los conjurados se habían apostado, para acecharlo, en la plaza de Santo Domingo, delante del templo. Allí vivía García Moreno, a cinco cuadras de la Plaza Mayor, lugar este último donde se encuentran la Casa de Gobierno y la Catedral.

Vuelto a su casa, pasó un rato en familia, y luego dio los últimos toques a su Mensaje. Con él bajo el brazo, salió hacia el palacio, a eso de la una. Al pasar ante la casa de su suegro, subió a saludarle. Éste le recordó: «Gabriel, ya te dije, no debías salir; no ignoras que tus enemigos te están siguiendo los pasos». «Sí, pero suceda lo que Dios quiera, yo me pongo en sus manos en todo y para todo». El calor era tremendo, y pidió algo de beber, que no le debió caer bien, ya que le hizo transpirar. Luego sintió fresco y se abotonó la chaqueta. Este último detalle tiene su importancia, porque en el momento del atentado le privaría de rapidez para extraer su revólver. Enseguida se dirigió a la Casa de Gobierno.

Los conjurados estaban nerviosos, ya que llevaban horas de retraso. Al verlo salir de la casa de su suegro, cada cual fue al puesto que se le había asignado, con una misión muy determinada. De pronto a García Moreno se le ocurrió hacer una visita al Santísimo de la Catedral, que hacía ángulo con el Palacio. Estuvo allí de rodillas un buen rato. Los sicarios, cada vez más nerviosos, le mandaron decir que alguien lo esperaba afuera por un asunto urgente. El Presidente se levantó enseguida, salió del templo, y comenzó a subir las escaleras laterales del Palacio de Gobierno. Uno de los asesinos, el capitán Faustino Lemus Rayo, se le acercó por la espalda, y le descargó un brutal machetazo. «¡Vil asesino!», exclamó García Moreno volviéndose hacia él, y haciendo inútiles esfuerzos para sacar el revólver que estaba bajo la chaqueta abotonada. Los demás saltaron sobre el herido y le dispararon, mientras Rayo le hería en la cabeza. Chorreando sangre, García Moreno dio varios pasos hacia una de las entradas del Palacio. Rayo le asestó otro golpe, cortándole la mano derecha, hasta separarla casi por entero. Una segunda descarga le hizo vacilar. Se apoyó sobre una columna de la galería y rodó por las escaleras hasta la plaza, desde unos cuatro metros de altura. Yacía ensangrentado y malherido, cuando el feroz Rayo bajó rápidamente las escaleras del peristilo y se precipitó sobre el moribundo gritando: «¡Muere, verdugo de la libertad! ¡Jesuita con casaca!», mientras le tajeaba la cabeza con otra cuchillada. García Moreno, según luego confesaron los asesinos, murmuraba con voz débil: «¡Dios no muere!».

No había fallecido todavía. Acudió gente del pueblo, así como varios soldados y sacerdotes, todos acongojados. Lo transportaron, agonizante, a la catedral, y lo acomodaron ante el altar de la Virgen de los Dolores, tratando de vendar sus heridas. Luego lo llevaron a la habitación del sacristán. Aún tenía pulso, pero no le era posible hablar. Sólo con su mirada, que todavía daba señales de vida, respondió a las interrogaciones rituales del sacerdote, y asintió cuando se le preguntó si perdonaba a los asesinos. Le dieron entonces la absolución y la santa unción. Pocos minutos después expiraba en paz.

Al examinar su cadáver, vulnerado por catorce puñaladas y seis balazos, encontraron sobre su pecho una reliquia de la Cruz de Cristo, el escapulario de la Pasión y del Sagrado Corazón, y un rosario con la medalla de Pío IX. La efigie de este Papa estaba tinta en sangre, simbolizándose de esta manera tan conmovedora la entrañable amistad que los había unido y el común amor a la Iglesia. Igualmente se le encontró en el bolsillo una agenda con apuntes diarios. En la última página había escrito con lápiz, aquel mismo día, tres líneas que lo pintan de cuerpo entero: «¡Señor mío Jesucristo, dadme amor y humildad, y hacedme conocer lo que hoy debo hacer en vuestro servicio!». En respuesta, Dios le había pedido su sangre y él la derramó, como último acto de servicio, «por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros». Tales fueron las palabras que él había empleado en su reciente carta al Papa, donde le rogaba que su bendición le alcanzase del cielo la gracia del martirio.

Los conjurados esperaban que el ejército y el pueblo, llenos de alegría, se adhiriesen a ellos, repudiando al «tirano». Nada de eso sucedió. Al contrario, la multitud quiso linchar a Rayo. Los soldados lo impidieron, apoderándose de él, y lo condujeron al cuartel. Allí un cabo, lleno de ira, descargó su rifle contra el asesino, muriendo éste antes que García Moreno. Luego la gente arrastró su cadáver por las calles de Quito. La Gran Logia de Lima, que haría de él un prohombre, mandó pintar un inmenso cuadro que representase su «hazaña» y celebrar como fiesta el 6 de agosto. De los demás asesinos, algunos lograron escapar, y los otros fueron procesados y fusilados.

Grandes homenajes le tributaron a García Moreno. Tras embalsamarlo, lo vistieron de Capitán General y le colocaron en el Palacio de Gobierno, sentado en un sillón y rodeado de guardias. Hubiérase dicho que seguía vivo, aunque adormecido. Los asesinos lo habían acribillado, pero dejaron ileso su noble semblante en que aún se podían advertir los expresivos rasgos de su viril fisonomía. Durante los tres días que transcurrieron entre su muerte y las exequias, la gente afluía sin interrupción. Muchos de ellos se retiraban llorando. «Hemos perdido a nuestro padre –exclamaban–, y ha dado su sangre por nosotros». El espectáculo era desgarrador.

Sobre un magnífico catafalco erigido en la Catedral, apareció por última vez ante la multitud que llenaba el templo, con el uniforme militar y la cabeza descubierta, como le gustaba estar cuando se encontraba en presencia de Dios o de sus representantes en la tierra. Pronunció el sermón el P. Cuesta, que era senador al tiempo que deán de la catedral de Riobamba. La oración fúnebre fue conmovedora.

«El gran Pontífice [Pío IX] fijó sus ojos llenos de grato consuelo, en la pequeña nación de los Andes de Ecuador, y vio allí, combatiendo contra la universal apostasía al único soldado de Cristo que aún blandía en sus manos la gloriosa espada que habían empuñado Constantino, Carlomagno y San Luis. Y ved ahora esas manos, señores: ¡están mutiladas!». Las palabras finales lo decían todo: «Nosotros, aquí en el mundo ya no te veremos; pero tú nos ves desde la alta región adonde te han conducido tus grandes virtudes. Di al Señor, sí, dile, con el interés que arde en tu grande alma, que no abandone a tu república a la anarquía... ¡Señor, Dios de las naciones, suscitad en vuestro pueblo hombres semejantes al que hemos perdido, que continúen vuestro reinado en la república! ¡adveniat regnum tuum!».

El entierro se realizó ocultamente, por temor a posibles atentados de sus enemigos. Su corazón fue puesto en una urna. Algunos días después, se declararon abiertas las sesiones del Congreso. El ministro del Interior leyó ante sus miembros el Mensaje que García Moreno llevaba consigo en el momento del asesinato. Resulta imposible describir la emoción de los allí presentes cuando vieron, cubierto de manchas de sangre, aquel manuscrito en que el Presidente dejaba expuesto su pensamiento y sus últimas voluntades. El 16 de agosto, el Congreso dirigió un manifiesto a la nación:

«Hemos perdido un hombre grande, no sólo para el Ecuador sino para América, y no sólo para América sino para el mundo; porque poseyó la grandeza del genio... Era un genio atormentado por dos diversas pasiones: el amor al Catolicismo y el amor a la Patria; y si por el amor de la Patria fue grande para el Ecuador, por el amor al Catolicismo fue grande para el Ecuador, para la Patria y para el mundo». Tras recordar en síntesis su inmensa obra civilizadora, se afirmaba que su sangre había sido derramada «por la santa causa de la Religión, de la moral, del orden, de la paz y el progreso».

Un mes más tarde, el 16 de septiembre, el Congreso dictó una ley de homenaje:

«El Senado y cámara de diputados del Ecuador reunidos en congreso, considerando:

«Que el Excelentísimo señor doctor Gabriel García Moreno, por su distinguida inteligencia, vasta ilustración y nobilísimas virtudes, ocupó el primer puesto entre los más preclaros hijos del Ecuador;

«Que consagró su vida y las altas y raras dotes de su espíritu y corazón a la regeneración y engrandecimiento de la República, fundando las instituciones sociales en la firme base de los principios católicos;

«Que ilustre entre los grandes hombres, arrostró con frente serena y pecho magnánimo las tempestades de la difamación, de la calumnia y del sarcasmo impío, y supo dar al mundo el más noble ejemplo de fortaleza y perseverancia, en cumplimiento de los sagrados deberes de la Magistratura católica;

«Que amó la Religión y la Patria hasta recibir por ellas el martirio, y legar a la posteridad su memoria esclarecida, con esa aureola inmortal que sólo se concede por el Cielo a las virtudes eminentes;

«Que hizo a la nación inmensos e imperecederos beneficios, morales y religiosos, y
«Que la Patria debe gratitud, honor y gloria a los ciudadanos que la enaltecen con el brillo de sus prendas y virtudes, y la sirven con la abnegación que inspira el puro y acrisolado patriotismo...»

Siguen varios decretos. Se lo llamará «Ilustre regenerador de la patria y mártir de la civilización católica»; se le hará un mausoleo digno de sus restos; se le erigirá una estatua, en mármol o bronce, en cuyo pedestal conste grabada esta inscripción: «La República del Ecuador agradecida al Exmo. Señor doctor don Gabriel García Moreno, el primero de sus hijos, muerto por ella y por la religión el 6 de agosto de 1875». Para todo esto se votará el adecuado presupuesto lo antes posible; en los salones de las municipalidades y oficinas públicas se conservará su retrato; la carretera nacional y el ferrocarril llevarán su nombre.

VI. Repercusión mundial

La muerte de García Moreno, tan dramática como heroica, tuvo enorme resonancia en todo el mundo. Los periódicos católicos de España, Argentina, Inglaterra, Alemania e Italia, exaltaron sus méritos y su gloria. El orador de la catedral de París, el P. Roux S. J., que estaba predicando un ciclo homilético acerca del naturalismo y del odio de sus cultores a los derechos de Dios, al enterarse del asesinato de Quito, no pudo dejar de aludir al gran hombre del Ecuador:

«Contemplad los dos polos del mundo moderno. En Roma, un Papa proclama los derechos de Dios, en el Pacífico, un gran cristiano los convierte en regla de su gobierno. Pío IX está preso en el Vaticano, y el cristiano cae teñido de sangre bajo el cuchillo de infames asesinos. ¡Reconoced al justo de este siglo: es García Moreno!».

Con la misma emoción se refirió a nuestro héroe el cardenal L. Pie, arzobispo de Poitiers, en uno de sus admirables sermones:

«Había en las regiones meridionales de América, bajo los ardores del Ecuador, un pequeño pueblo que reconocía a su Dios; un pueblo que se había dado un jefe cristiano, y que, por su intermedio, había alcanzado ventajas siempre crecientes tanto en lo que hace a la civilización material como a la moral... Pero la revolución, que lo veía crecer, tenía en sus manos el puñal. Salud, García Moreno, salud a los rayos múltiples de la aureola que ciñe vuestra frente; porque si bien es cierto que es la aureola del mártir, es también la de la doctrina, la doctrina más desconocida por los gobiernos de este tiempo, la doctrina de la política cristiana. Y porque habéis sido docto en esta ciencia, y porque la habéis enseñado a muchos, vuestra memoria resplandecerá en el firmamento hasta el fin de las edades, y vuestra frente brillará entre los astros del cielo durante toda la eternidad».

El vibrante polemista francés, Luis Veuillot, así escribía en L’Univers, comentando el llanto del pueblo ecuatoriano por la muerte de su caudillo:

«¡No es seguramente una cosa ordinaria la que allí vemos: un pueblo reconocido al jefe que no lo ha despojado; que no ha vendido ni su cuerpo ni su alma; que, por el contrario, ha querido audazmente libertarlo de los ignorantes, de los mentirosos y de los hombres de rapiña; que lo ha conducido delante de Dios en la luz, en la inocencia y en la paz, y que ha dado, al fin, su vida por su salvación! Existe, pues, hoy día sobre la tierra un lugar pequeño y oscuro, pero visible, sin embargo, donde la alabanza del Justo se proclama en todas partes. Se lo llora, no sólo ante el altar, sino en calles y plazas. Nosotros deducimos de aquí que todavía hay justicia entre los hombres; y cuando la justicia deja resonar su voz en cualquier parte del mundo, no puede tenerse el mundo por perdido. La justicia que habla en el Ecuador es un gran servicio prestado al género humano; el mayor quizá que la América nos ha hecho hasta el presente».

En otro artículo del mismo periódico, trazó de García Moreno una semblanza que dio vuelta por todo el mundo. Allí leemos:

«Saludemos a tan noble figura; es digna de la historia. Los pueblos están ya hartos de tanto gigante de cartón, efímero y miserable, cuyo molde lleva trazas de no deshacerse jamás. Sediciosos, intrigantes, malogrados, fantasmones, se van presentando insolentes para engañar el hambre y sed de grandeza que devora al público. Delante de cada uno de ellos se ha exclamado: ¡He aquí el hombre providencial! Pero se lo toma, se lo pesa, y no pesa nada; no hay hombre siquiera... Tal es la historia común de los presidentes de república: unos cuantos crímenes vulgares, un montón de necedades vulgares y rara vez siquiera la honrada y baja vulgaridad. Nada para lo presente, nada para el porvenir. No hay amor posible hacia estos particulares sin calor y sin idea. Hacen los negocios, y sobre todo, su negocio: nos fastidian y se fastidian. Oficio sin resultados, sin altivez, sin fuerza, y cuyas más felices consecuencias no pueden pasar de consecuencias ordinarias de un negocio que no ha salido mal: pan y olvido, y cuando se tiene conciencia, remordimientos. García Moreno era de otra especie y la posteridad lo conocerá. Ha sido admirado por su pueblo; se ha salvado del crimen, se ha escapado de la vulgaridad y del olvido; y hasta del odio se hubiera librado si Dios pudiera permitir que el odio no persiguiese a la virtud. Se puede decir que ha sido el más antiguo de los modernos; un hombre que hacía honor al hombre... Osó intentar lo que la época estima como imposible, y lo consiguió: fue en el gobierno del pueblo un hombre de Jesucristo.

«He aquí el rasgo característico y supremo que lo hace sin par: hombre de Jesucristo en la vida pública, hombre de Dios. Una pequeña república del sur nos ha mostrado esta maravilla: un hombre asaz noble, asaz fuerte y asaz inteligente para perseverar en la resolución de ser, como se dice, «hombre de su tiempo», de acoger y fomentar las ciencias, de aceptar las costumbres, de conocer y seguir los usos y las leyes de su época, sin dejar de ser por eso hombre del Evangelio, exacto y fiel, es decir, exacto y fiel siervo de Dios; y más aún, haciendo de su pueblo, que era cuando él se puso a su cabeza, semejante a todos los pueblos de la tierra, un pueblo exacto y fiel en el servicio de Dios...

«Era un cristiano tal como no pueden soportarlo al parecer los puestos soberanos; un jefe tal que los pueblos no parecen dignos de tener; un justiciero tal, que los sediciosos y conspiradores no parecen que hoy por hoy puedan temer; un rey tal, como aquellos de que las naciones han perdido la memoria. Se vio en él a Médicis y Jiménez de Cisneros: Médicis, menos la trapacería; Jiménez, menos la púrpura y el temperamento romanos. De entrambos tenía la extensión del genio, la magnificencia y el amor a la patria; pero sobresalían en su fisonomía los admirables rasgos de los reyes justos y santos: la bondad, la dulzura, el celo por la causa de Dios...

«Desde que fue conocido, la secta tan poderosa en América y de quien él se declaró atrevidamente enemigo, lo condenó a muerte. Él supo que el fallo, pronunciado en Europa, había sido ratificado en los conciliábulos de América, y que sería ejecutado. No hizo caso; era católico, y había resuelto serlo en todo y por todo; católico a todo trance, de la raza hoy ignorada entre los jefes oficiales de los pueblos, católico que se dirige desde luego a nuestro Padre que está en los cielos, y le dice en voz alta: ¡Venga a nosotros tu reino!

«Este hombre de bien, este verdadero grande hombre a quien sus enemigos no echan en cara más que el haber querido regenerar a su país y regenerarlos a ellos por un indomable amor de luz y de justicia, no ignoraba que era espiado por asesinos. Se le decía que tomase sus precauciones y respondía: ¿Cómo defenderme contra gentes que me reprochan el ser cristiano? Si los contentase, sería digno de muerte. Desde el punto en que no temen a Dios, dueños son de mi vida; yo no quiero ser amo de Dios, no quiero apartarme del camino que me ha trazado. Y seguía el recto y rudo que va a la muerte en el tiempo, y a la vida en la eternidad; y repetía su frase acostumbrada ¡Dios no muere!

«Nos atrevemos a decir que Dios le debía una muerte como la que ha tenido. Debía morir en su fuerza, en su virtud, en su oración a los pies de la Virgen Dolorosa, mártir de su pueblo y de su fe por los cuales ha vivido. Pío IX ha honrado públicamente a ese hijo digno de él; su pueblo, sumergido en largo duelo, lo lamenta como la antigua Israel lloraba a sus héroes y sus justos. ¿Qué le falta a su gloria? Ha dado un ejemplo, único en el mundo y en el tiempo, en medio de los cuales ha vivido. Ha sido la honra de su país; su muerte es todavía un servicio, y tal vez el mayor; ha mostrado a todo el género humano qué jefes le puede dar Dios, y a qué miserables se entrega él mismo por su locura».

En Chile, segunda patria de nuestro héroe, también se lo enalteció. Así leemos en el periódico El Estandarte Católico:

«Dios lo había destinado a mostrar al mundo que aborrece al catolicismo, lo que puede y debe hacer un mandatario católico. Cuando llegó al poder, el Ecuador en nada se distinguía de otros pueblos de América, sino en la mayor intensidad de los males, completo desgobierno, espantosa anarquía y corrupción. Parecía imposible que un hombre solo fuese capaz de poner un dique a la desorganización social. García Moreno tomó a su cargo esta obra gigantesca... No miraba a su alrededor, ni tampoco al provenir para encontrar su camino: miraba al cielo, y allí únicamente buscaba la norma de su conducta».

Desde un púlpito de la ciudad de Concepción cierto predicador dijo de él:

«Un personaje que reúne en tan alto grado todas las cualidades y todas las perfecciones que constituyen al hombre eminente, al hombre modelo en todo sentido, yo no lo encuentro ni aun en la historia de los siglos; y vive Dios que no exagero. Nacimiento ilustre, talento extraordinario, ciencia vastísima, erudición extensa, elocuencia persuasiva y brillante, genio organizador, habilidad diplomática, valor e intrepidez indomables, pericia y arrojo militar, economista insigne, administrador eximio, patriotismo ilimitado, virtudes cristianas en altísimo grado; todo lo era, todo lo poseía en escala vastísima nuestro incomparable personaje. ¿Sería posible no ver en García Moreno al hombre encargado por la Providencia de una misión extraordinaria y trascendental?».

Según Menéndez y Pelayo, García Moreno fue «uno de los más nobles tipos de dignidad humana que en el presente siglo pueden glorificar a nuestra raza». A su juicio, «la República que produjo a tal hombre puede ser pobre, oscura y olvidada, pero con él tiene bastante para vivir honradamente en la historia». Nuestro escritor Carlos Octavio Bunge ha dicho de él que «es uno de los más conspicuos gobernantes criollos»; su gobierno le parece «único en la historia contemporánea, pues no existe otro en que la acción se haya amoldado tan estrictamente a los principios absolutos de la Iglesia Católica»; cree que si Godofredo de Bouillon resucitase y gobernase, lo haría como García Moreno; lo considera como un personaje salido de los viejos tiempos, llevando «en una mano la espada del Cid, en la otra la Cruz de Gregorio VII, y además, en la oreja, la pluma de Santo Tomás».

Pero fue sobre todo Pío IX, que tan bien lo había conocido, quien más lo enalteció. El 20 de septiembre de 1875, dirigiéndose a un grupo de peregrinos de Francia, aprovechó la ocasión para fustigar a los perseguidores de la Iglesia, especialmente a los masones, que tanto pugnaban contra la Santa Sede, en Francia, en Alemania, en Suiza, en las repúblicas hispanoamericanas, encarcelando a los obispos, expulsando a los religiosos, confiscando los bienes eclesiásticos. De pronto su voz, indignada hasta entonces, se enterneció:

«En medio de esos gobiernos entregados al delirio de la impiedad –dijo–, la república del Ecuador se distinguía milagrosamente de todas las demás por su espíritu de justicia y por la inquebrantable fe de su presidente que siempre se mostró hijo sumiso de la Iglesia, lleno de amor a la Santa Sede y de celo por mantener en el seno de la república la religión y la piedad. Y ved ahí que los impíos, en su ciego furor, miran como un insulto a su pretendida civilización moderna, la existencia de un gobierno que, sin dejar de consagrarse al bien material del pueblo, se esfuerza al propio tiempo en asegurar su progreso moral y espiritual. A consecuencia de conciliábulos tenebrosos, organizados en una república vecina, esos valientes decretaron la muerte del ilustre presidente. Ha caído bajo el hierro de un asesino, víctima de su fe y de su caridad cristiana hacia su patria».

No se limitó el Papa a pronunciar elogios. Algunos días después, dispuso que se celebrasen en Roma exequias solemnes por el alma de García Moreno, como estilan los Papas cuando muere alguno de sus hijos predilectos. Pero todavía fue más allá. Enterado de que un grupo de católicos italianos estaban proyectando erigir en Roma una estatua al héroe de la fe, aplaudió tan noble emprendimiento, y contribuyó con una suma considerable a la ejecución del monumento, que mandó colocar en el Colegio Pío Latino Americano. Allí lo encontramos todavía hoy, de pie sobre un pedestal de mármol blanco, en uniforme militar, como si aún estuviera predicando la cruzada contra la Revolución. En las cuatro caras del monumento, sendas inscripciones recuerdan su gloria:

Integérrimo guardián de la religión,
Promovedor de los más preciados estudios,
Devotísimo servidor de la Santa Sede,
Cultor de la justicia, vengador de los crímenes.
El mármol resalta su estampa heroica:
GABRIEL GARCÍA MORENO
Presidente de la república del Ecuador,
con impía mano
muerto por traición
el día 6 de agosto de 1875,
cuya virtud y causa de su gloriosa muerte
han admirado, celebrado y lamentado todos los buenos.
El soberano Pontífice Pío IX
con su munificencia
y las ofrendas de numerosos católicos,
ha elevado este monumento
al defensor de la Iglesia y de la República.

Cuando subió León XIII al solio pontificio, sucediendo inmediatamente a Pío IX, el doctor Flores le hizo entrega, en nombre de Ecuador, del Mensaje ensangrentado, en un relicario de cristal de roca. El Papa exaltó la figura del gran presidente. «Cayó por la Iglesia bajo la espada de los impíos», exclamó, repitiendo las palabras con que la Iglesia celebra la memoria de los mártires Santo Tomás de Cantorbery y San Estanislao de Polonia.

Fue, sin duda, García Moreno un hombre providencial. Sabemos cómo esta expresión es motivo de hilaridad en los medios de opinión. Pero dejemos que los insensatos se rían. El hecho es que cada tanto Dios suscita en la historia hombres de este tipo, hombres por Él elegidos, que llegan a ser hipotéticamente indispensables para un pueblo. ¡Dichoso ese elegido, si es tan inteligente para comprender su misión como corajudo para cumplirla! ¡Dichoso también el pueblo que, cuando aparece, sabe reconocerlo! Porque un gran hombre sin un pueblo detrás, poco puede, y un buen pueblo, sin cabeza, anda a la deriva.

Cuando se juntan ambos, el hombre y el pueblo, es cuando surgen y triunfan los Carlomagno, Pelayo, San Fernando, San Luis, Cisneros, Isabel la Católica. Se ha dicho que García Moreno, sin las cristianas multitudes del Ecuador, sólo hubiera sido un dictadorzuelo barato; ni siquiera sería conocido. El Ecuador, por otra parte, sin su Presidente, no habría llegado a ser la República del Sagrado Corazón. De un pueblo pequeño, García Moreno hizo una gran nación.

El P. Berthe, en la magnífica biografía que en 1887 publicó homenajeando a nuestro héroe, afirma que García Moreno, quien llevó en sus manos la antorcha vigilante de la fe, es la estatua gigantesca que puede oponerse a la estatua de la libertad, erigida hacía poco en los Estados Unidos. Refiriéndose precisamente a ese libro, el cardenal Desprez, arzobispo de Toulouse, escribía al autor:

«Si alguna vez, compadecido el Señor de nuestra desdichada Francia nos hace volver a un gobierno cristiano, los restauradores de la patria estudiarán la historia que habéis escrito. Contemplando a García Moreno, aprenderán a poner los intereses religiosos sobre los efímeros bienes de este mundo. Sólo entonces se cerrará la era de las revoluciones». También en carta al P. Berthe, con el mismo motivo, le decía dom Couturier, abad de Solesmes: «Su libro nos demuestra que todavía es posible un Estado cristiano en nuestros días; que es posible vencer el torrente revolucionario, descartarse de la hipótesis, tomando el Syllabus por norma de los Estados y de las sociedades; posible, en fin, atacar en su origen los principios de la revolución... La muerte de García Moreno no ha destruido esta conclusión; pero deja a los príncipes o presidentes, jefes de gobierno, una gran lección, enseñándoles que el poder no es sólo un derecho a los honores, sino un deber impuesto por Dios, y que es menester cumplirlo aunque cueste la vida».

Hemos experimentado un gozo inmenso a medida que íbamos escribiendo esta semblanza de García Moreno. Abundan modelos de virtud heroica en todos los estamentos y profesiones. Hay sacerdotes santos, médicos santos, mendigos santos. Pero hombres de gobierno santos, especialmente en épocas recientes, hay muy pocos; los que existen, son de siglos pasados, de los tiempos medievales. Jefes de Estado que hayan tenido la lucidez y el coraje necesarios para transformar una nación en un trozo de Cristiandad, desde 1789 hacia acá, casi sólo García Moreno.

El conocimiento de su vida resultará particularmente útil a la juventud, que hoy poco o nada sabe del gran Presidente. No era antes así. Manuel Gálvez, en el prólogo de su libro sobre García Moreno, nos cuenta que siendo un niño de doce o trece años, oyó en el colegio del Salvador, de Buenos Aires, leer la vida del héroe ecuatoriano. Su ejemplo y su docencia resultan de acuciante actualidad en esta Argentina nuestra, que agoniza entre políticos ineptos y funcionarios corruptos.

Cerremos estas páginas trayendo a colación un inteligente juicio del P. Berthe. Tras encomiar a Pío IX y su Syllabus, tan esclarecedor de lo que estaba pasando en aquel entonces y en buena parte sigue aconteciendo hoy, así como a García Moreno, el primer jefe de Estado católico desde 1789, señala que si continúa avanzando el largo proceso revolucionario iniciado a fines de la Edad Media, y se sigue llevando adelante la destrucción no sólo de la Cristiandad sino también del Cristianismo, la gente dirá: ¡Si se hubiese creído a Pío IX! ¡Si se hubiese seguido el ejemplo de García Moreno! Y concluirán: «¡Nuestros jefes nos han perdido, porque han rehusado escuchar las lecciones de Pío IX, el Pontífice perseguido, y seguir las huellas de García Moreno, el héroemártir».

¡Cuánto desearíamos ver elevado a los altares a este modelo de estadista! ¡Cuánto desearíamos que su estampa suscitara en nuestra Patria un gobernante de semejante envergadura! Lo que parece imposible para los hombres, no lo es para Dios. De nuestra parte no nos queda sino ir preparando un pueblo que, si algún día aquél surge, sepa reconocerlo, admirarlo y seguirlo.


Obras Consultadas

P. Alfonso Berthe, García Moreno, Cruzamante, Buenos Aires 1981.
Manuel Gálvez, Vida de don Gabriel García Moreno, Difusión, Buenos Aires 1942.
Adro Xavier, García Moreno, Casals, Barcelona 1991.

A García Moreno
Porque sabio es aquel que saborea
las cosas como son, y señorea
con el don inefable de la ciencia.
O descubre que en Dios se vuelve asible
la realidad visible y la invisible.
Llamaremos virtud a su sapiencia.

Porque al Principio el Verbo se hizo hombre,
encarnado en María, cuyo nombre
el Ángel pronunció como quien labra.
Toda voz cuando fiel es resonancia
de la celeste voz y en consonancia,
llamaremos invicta a su palabra.

Porque viendo flamear las Dos Banderas,
izó la que tenía las señeras
bordaduras de sangre miliciana.
Prometió enarbolarla en un solemne
ritual latino del amor perenne.
Diremos que su vida fue ignaciana.

Porque sufrió el castigo del destierro,
persecuciones duras como el hierro
–si en herrumbres el alma se forjaba–.
Enfrentó con honor la peripecia
por defender la patria y a la Iglesia.
Diremos que su guerra fue cruzada.

Porque podía, con el temple calmo,
versificar hermosamente un salmo,
penitente de fe y de eucaristía.
Mientras en Cuenca, Loja o Guayaquil
empuñaba la espada y el fusil.
Proclamaremos su gallarda hombría.

Porque probó que el Syllabus repone
el orden en el alma y las naciones,
desafiando el poder de la conjura.
Bajó la vara de la justa ley,
alzó el gran trono para Cristo Rey.
Proclamaremos grande su estatura.

Porque sabía en clásico equilibrio
inaugurar un puente o un Concilio,
unir la vida activa al monacato.
En el gobierno fue arquitecto o juez,
estratega o liturgo alguna vez.
Nombraremos egregio a su mandato.

Porque asistió a los indios y leprosos
con la humildad de los menesterosos
y el señorío de los reyes santos.
Cargó en Quito la Cruz sobre su espalda.
De España amó el blasón en rojo y gualda.
Nombraremos su gloria en nuevos cantos.

Porque las logias dieron la sentencia
de difamarlo con maledicencia,
matándolo después en cruel delirio.
Pagó con sangre el testimonio osado
de patriota y católico abnegado.
Honraremos la luz de su martirio.

Era agosto y lloraban las laderas,
las encinas, el mar, las cordilleras
del refugio que el águila requiere.
Un duelo antiguo recorría el suelo.
Una celebración gozaba el cielo.
Todo Ecuador gritaba: ¡Dios no muere!
Antonio Caponnetto