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II. Las reluctancias frente al Apocalipsis

Tal es la gran enseñanza del Apocalipsis. Por eso quizás en el Adviento, al celebrarse la Expectativa de la Primera Venida del Señor, se comienza por recordar y «expectar» la Segunda, pues si ésta no existiera, en cierta manera la Parusía quedaría trunca. El Apocalipsis nos recuerda que este mundo terminará. Pero dicho término se verá precedido por una gran tribulación, y una gran apostasía, tras las cuales sucederá el advenimiento de Cristo y de su Reino, que no ha de tener fin.

La llegada del Señor, decíamos, será precedida por cataclismos, primordialmente cósmicos. En su Discurso Esjatológico, el Señor dice que «habrá en diversos lugares hambres y terremotos..., el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo» (Mt 24, 7.29). El sol en la Escritura representa a veces la verdad religiosa; la luna, la ciencia humana; las estrellas figuran a los sabios y doctores. Pregúntanse los exégetas si aquellos «signos en el cielo» tan extraordinarios, serán físicos o metafóricos; si hay que tomar esas palabras como símbolos de grandes trastornos y perturbaciones morales, o si efectivamente las estrellas caerán y la luna se pondrá color sangre. Castellani piensa que las dos cosas; porque al fin y al cabo el universo físico no está separado del universo espiritual, y estas dos realidades, materia y espíritu, que se nos muestran como separadas y aun opuestas, en el fondo no son sino dos caras de una misma realidad.

Pero más allá de tales señales en la tierra y en el cielo, Cristo dio tres signos troncales de la inminencia de su Segundo Advenimiento: la predicación del Evangelio en todo el mundo (cf. Mt 24, 14), el término del vasallaje de Jerusalén en manos de los Gentiles (cf. Lc 21, 24), y un período de «guerras y rumores de guerras» (Mt 24, 6). Los tres signos parecen haberse cumplido. El Evangelio ha sido traducido ya a todas las lenguas del mundo y los misioneros han recorrido los cinco continentes. Jerusalén, que desde su ruina el año 70 ha estado sucesivamente bajo el poder de los Romanos, Persas, Árabes, Egipcios y Turcos, ha vuelto a manos de los Judíos con la consiguiente implantación del «Estado de Israel». Y en lo que toca a las guerras, nunca existió antes en el mundo una situación semejante a la de las últimas décadas, en que la guerra, según dijo Benedicto XV en 1919 «parece establecida como institución permanente de toda la humanidad». Estos síntomas no son aún el fin, pero están como preludiando el fin que será el Reinado Universal del Anticristo, quien perseguirá a todo el que crea de veras en Dios, hasta que finalmente sea vencido por Cristo.

Bien señala Castellani que todo el mundo, o casi, acepta que Cristo ha existido, ha nacido en Belén. Tanto Rousseau como Renan, tanto los modernistas como los judíos lo reconocen como un gran hombre de nuestra raza, y en cierto modo como Dios, sin concretar mucho si ese modo es el de Arrio, el de Nestorio, el de Mahoma, o el de Dante y Tomás de Aquino. Pero lo que distingue a los verdaderos cristianos es su fe en la Segunda Venida. «Hoy día ser verdadero cristiano es desesperar de todos los remedios humanos y renegar de todos los pseudosalvadores de la Humanidad que desde la Reforma acá surgen continuamente con panaceas universales», escribe Castellani.

A semejanza de Pieper, sostiene Castellani que frente al trascendental tema del «sentido de la historia», se han dado dos posiciones igualmente falsas, o mejor, dos actitudes heterodoxamente proféticas: una agorera y otra eufórica, que pueden ejemplificarse con facilidad en la actual literatura social o filosófica.

La primera de ellas podría enunciarse así: «Todo es inútil, no se puede hacer absolutamente nada». Dicha tesitura es advertible en el existencialismo ateo, así como en diversas obras al estilo de El ocaso de Occidente de Spengler, quien documentó con admirable erudición el estado de ánimo del pesimismo radical: nuestra civilización ha llegado al término de su devenir, al agotamiento senil e irreversible, contra lo cual no hay nada que hacer. Una posición semejante la encontramos en Luis Klages, Benedetto Croce, y tantos otros, que desahucian al Occidente de manera implacable, extendiendo el certificado de defunción al acontecer histórico.

La otra posición, de euforia atolondrada e infantil, es la más generalizada. Quizás haya encontrado su mejor expresión en la teoría espejista del Progreso Indefinido, que tanta vigencia tuvo en el siglo pasado, y que se opone tan directamente a la palabra de Cristo de que el final intraterreno será catastrófico, de que una terrible lucha precederá como agonía suprema la resolución del drama de la Historia. Oigamos si no lo que decía Renan: «El Anticristo ha cesado de alarmarnos. Nosotros sabemos que el fin del mundo no está tan cerca. Operará por medio del frío en centenares de centurias, cuando el planeta Tierra haya agotado los recursos de los senos del viejo Sol para proveer a su curso». Y tras mostrar su admiración por las leyes del progreso de la vida, sólo veía en este mundo brotes y yemas de un gran árbol que se va elevando por siglos sin fin. Por eso, concluye, «el Apocalipsis no puede dejar de regocijarnos. Simbólicamente expresa el principio fundamental de que Dios no tanto “es”, cuanto que “llegará a ser”». Lo que dice Renan, el padre del modernismo, no es por cierto lo que dice Cristo, quien nos habló de una tribulación como no se ha visto otra en el mundo, de guerras terribles, pestes, terremotos, y de una acción desatada de Satanás.

Detengámonos un tanto en esta segunda posición, tan francamente optimista. El mundo ha vivido ya cientos de millones de años, afirman sus sostenedores, y por lo tanto puede pensarse que seguirá existiendo cientos de siglos más. Todas las dificultades por las que pasamos, no pueden ser sino una especie de gripe, que necesariamente pasará para dejar al organismo más sano y más robusto. No son dolores de agonía sino de parto. La Ciencia y la Civilización convertirán a este mundo en el Edén del Hombre Emancipado. Esta idea está muy impregnada en el ambiente, y con ella podemos tropezar por doquier, en forma de argumento o de espectáculo. Es la gran Esperanza del Mundo Moderno, poseído del «espíritu de la tierra», el mesianismo del Progreso o milenarismo de la «Ciencia», sobre el que tantos pseudo-profetas de hoy escriben páginas tan brillantes. No hacen sino cumplir lo que preanunciaba San Pedro: «Sabed que en los últimos días vendrán hombres llenos de sarcasmos, guiados por sus propias pasiones, que dirán en son de burla: ¿Dónde queda la promesa de su Segunda Venida? Pues desde que murieron los padres [los fieles de la primera generación], todo sigue como al principio de la creación» (2 Pe 3, 3-4). Los hombres, como en los días de Noé, comerán, beberán, harán negocios, sin abrigar la menor duda sobre la continuidad indefinida del mundo. Por eso, como dice Castellani, «la última herejía será optimista y eufórica, «mesiánica»». Será como el resumen de todas las anteriores.

Nuestro autor insiste en este punto, capital para la inteligencia de su obra: la enfermedad mental específica del mundo moderno es pensar que Cristo «no vuelve más». En base a ello, y tras declarar que el cristianismo ha fracasado, el mundo inventa sistemas, a la vez fantásticos y atroces, para solucionar todos los problemas, nuevas Torres de Babel en orden a escalar el cielo. Pululan los profetas que dicen: «Yo soy. Aquí estoy. Éste es el programa para salvar el mundo. La Carta de la Paz, el Pacto del Progreso, la Liga de la Felicidad, la Una, la Onu, la Inam, la Unesco. ¡Mírenme a mí! ¡Yo soy!» Y así, encerrándose en su inmanencia, negando explícitamente la Segunda Venida de Cristo, lo que el mundo hace, en el fondo, es negar su Mesianismo, negar el proceso divino y providencial de la historia. «Con retener todo el aparato externo y la fraseología cristiana, falsifica el cristianismo, transformándolo en una adoración del hombre; o sea, sentando al hombre en el templo de Dios, como si fuese Dios. Exalta al hombre como si sus fuerzas fuesen infinitas. Promete al hombre el reino de Dios y el paraíso en la tierra por sus propias fuerzas». Esto se llamó sucesivamente filosofismo, naturalismo, laicismo, protestantismo, catolicismo liberal, comunismo, modernismo, corrientes diversas, por cierto, pero que confluyen ahora en una religión que todavía no tiene nombre. «Todos los cristianos que no creen en la Segunda Venida de Cristo se plegarán a ella. Y ella les hará creer en la venida del Otro», como llamó Cristo al Anticristo: «Porque yo vine en nombre de mi Padre y no me recibisteis; pero otro vendrá en su propio nombre y a ése lo recibiréis» (Jn 5, 43).

De ahí la importancia de ese dogma que recitamos en el Credo, casi como de paso: «Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar vivos y muertos». Un dogma bastante olvidado y nada meditado. Su traducción es ésta: el mundo no continuará desenvolviéndose indefinidamente, ni acabará por azar, o por un choque cósmico, sino por una intervención directa del Creador. «El Universo no es un proceso natural, como piensan los evolucionistas o naturalistas –escribe Castellani–, sino que es un poema gigantesco, un poema dramático del cual Dios se ha reservado la iniciación, el nudo y el desenlace; que se llaman teológicamente Creación, Redención y Parusía». El día en que el Señor ascendió, dijeron los ángeles: «Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá tal como le habéis visto subir al cielo» (Act 1, 11). De donde concluye nuestro autor: «El dogma de la Segunda Venida de Cristo, o Parusía, es tan importante como el de su Primera Venida, o Encarnación».

Por eso San Pablo dijo: «El tiempo es corto» (1 Cor 7, 29), recordando las enseñanzas de Cristo sobre la vigilancia que es preciso mantener frente a la muerte, el «ladrón nocturno», dirigida ahora no ya solamente a los particulares sino a toda la historia, así como a sus grandezas caducas y sus ilusiones de pervivencia terrena y de «progreso indefinido». Lo preocupante es que muchos cristianos consienten a dicha tentación. Porque, como escribe Castellani, «la señal más cierta de la aproximación del Anticristo será cuando la Iglesia no querrá ocuparse de él, conforme dice San Pablo: “cuando digan, henos aquí en plena paz y prosperidad, entonces súbito vendrá la pataleta” (1 Tes 5, 3)».