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La Iglesia

J. Auer, La Iglesia, sacramento universal de salvación, Barcelona, Herder 1986; R. Blázquez, Jesús sí, la Iglesia también, Salamanca, Sígueme 1983; J. Collantes, La Iglesia de la Palabra, I-II, BAC 338-339 (1972); J. Hamer, La Iglesia es una comunión, Barcelona, Estela 1965; H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Madrid, Encuentro 1980; Las iglesias particulares en la Iglesia universal, Salamanca, Sígueme 1974; O. Semmelroth, La Iglesia como sacramento original, San Sebastián, Dinor 1963.

La Iglesia de los apóstoles

El día de pentecostés, «Pedro, de pie con los Once», después de haber recibido el Espíritu Santo, predicó el evangelio a los judíos en Jerusalén. Sus «palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: Arrepentíos, bautizaos confesando que Jesús es el Mesías, para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo... Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil. Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones» (Hch 2,14. 37-42). En estas últimas palabras, nos da San Lucas una perfecta definición descriptiva de la Iglesia, que ahora nosotros iremos comentando.

Fe en Jesucristo

«Quien confiese que Jesús es el hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1 Jn 4,15). Creer en Jesucristo: ése es el principio de la salvación (Hch 8,35-37). El que cree en Jesús tendrá vida eterna, no sufrirá más sed, no morirá para siempre (Jn 3,36; 6,35.40; 11,25-26). El que cree en Jesús será justificado, no se verá confundido, vencerá al mundo, hará obras muy grandes y recibirá de Dios cuanto le pida (Hch 13,39; Rm 9,33;10,11; 1 Jn 5,5; Jn 14,12; 16,23-24).

Es evidente, pues, que la identidad cristiana se define fundamentalmente por la fe en Cristo, tal como es predicado por la Iglesia de los apóstoles. Cristianos somos los que hemos creído y sabemos que Jesús es el Santo de Dios (6,69), y los que estamos dispuestos a confesar esta fe ante los hombres (Mt 10,32-33). Cristianos somos los que estamos convencidos de que «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Hch 4,12). «Esta afirmación» de San Pedro, dice Juan Pablo II, «asume un valor universal, ya que para todos -judíos y gentiles- la salvación no puede venir más que de Jesucristo» (enc. Redemptoris missio 7-XII-1990, 5).

((Hoy no pocos se declaran cristianos sin creer en Jesucristo. Ya en 1971, de una encuesta hecha en Francia resultaba que un 96% de los franceses se declaraban bautizados; 84% se confesaban de religión católica; 75% afirmaban la existencia de Dios; 41% creían que Jesús hoy vive realmente; 37% creían en la virginidad de María; 34% creían en la existencia del infierno... Pareciera, según esa encuesta y tantos otros datos, que muchos conciben la identidad cristiana en función de la aceptación de un «ideal ético», más bien que de una fe. La identidad cristiana no implicaría necesariamente una fe en Jesús, tal como lo predica la Iglesia. Pero hay en esto un inmenso error. La Iglesia es ante todo una comunión de los que creen en Jesucristo y en su nombre se bautizan para recibir el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo)).

Los hombres sólo pueden hallar su salvación en la verdad, y ésta no pueden encontrarla sino en Jesucristo, que es la Verdad (Jn 14,16). Unicamente en la verdad puede realizar el hombre su plena libertad, es decir, su propio ser (8,32; +36). Así pues, para la salvación del hombre no da lo mismo que su pensamiento esté en la luz de la verdad o en las tinieblas del error. Jesucristo es el único Salvador de los hombres, y él quiere que seamos «santificados en la verdad» (17,17).

((En contra de esto, algunos piensan hoy que la santidad cristiana consiste en hacer una ofrenda total de la propia vida por una causa alta, sin que tenga mayor importancia que se crea o no en Jesucristo, o que la causa motivadora de esa ofrenda, supuestamente total, sea verdadera o falsa. Pero no hay más santificación cristiana que la que procede de convertirse «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar del cielo a Jesús, su Hijo, a quien resucitó de entre los muertos, quien nos libró de la ira venidera» (2Tes 1,9-10).

Por el contrario, se da la terrible posibilidad de que un hombre entregue a los otros hombres su vida y todos sus bienes, y que esto de nada le sirva en orden a la vida eterna (1Cor 13,3). Hombres hay que todo lo sacrifican a la riqueza; mujeres que hacen lo que sea por la belleza; atletas que todo lo ordenan a la victoria; militantes que todo lo sacrifican a su ideal político. Pero la totalidad de la ofrenda vital no garantiza el valor salvífico de la ofrenda -como si la entrega total de la persona fuera un valor en sí mismo-. ¿A qué se hace esa ofrenda, a quién, a qué?... Los idólatras sacrifican sus vidas a los ídolos que veneran, y toda causa creatural que absorba totalmente la entrega del hombre tiene un carácter idolátrico.

Más aún, cuanto los ídolos son más altos (la sociedad humana, un ideal político o filosófico) son más peligrosos, mucho más peligrosos que los ídolos más bajos (dinero, droga, placer), pues aquéllos tienen apariencia de gran valor, aunque no pasan de ser ídolos. De hecho, los idólatras de altos ídolos son mucho más fanáticos que los servidores de ídolos bajos, y es más raro que se conviertan al único Dios verdadero. A unos y a otros, a todos hay que predicar el evangelio. Es la misión que Jesús dio a Pablo: «Yo te envío a los gentiles para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban la remisión de los pecados y la herencia entre los debidamente santificados por la fe en mí» (Hch 26,18).))

Fe en la Iglesia

El hombre encuentra a Jesús en la Iglesia. Al Señor se le encuentra si se le busca donde él quiere manifestarse y comunicarse; es decir, si se le busca donde él está. Y «Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica» (SC 7a). El hombre carnal pierde el tiempo si busca a Cristo siguiendo sus propios gustos arbitrarios y subjetivos. Es en la Iglesia católica donde se recibe el auténtico y apostólico «testimonio de Jesucristo» (Ap 1,2). Y «únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación» (UR 3e).

La espiritualidad cristiana sabe bien que Jesucristo santifica siempre a los hombres con la colaboración de la Iglesia, madre espiritual de los cristianos. Sin ella no hace nada. Así como en su vida mortal Cristo hacía sus curaciones unas veces por contacto y otras a distancia, así también su Iglesia unas veces santifica a los hombres por contacto (a los cristianos) y otras a distancia (a los no-cristianos). Pero lo cierto es que «en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b).

Antes de su muerte y resurrección, Cristo santificaba a los hombres por medio de su corporalidad temporal, que a un tiempo velaba y revelaba la fuerza de su Espíritu (Lc 8,46; Mc 5,30). Ahora, ascendido al Padre, Cristo glorioso obra según el Espíritu por medio de su Cuerpo, que es la Iglesia. Y nos convino, sin duda, que volviera al Padre, pues ahora su acción es más poderosamente santificante y más universal (Jn 16,7; +14,12). Así pues, «la Iglesia, a la vez que reconoce que Dios ama a todos los hombres y les concede la posibilidad de salvarse (+1 Tim 2,4), profesa que Dios ha constituído a Cristo como único mediador y que ella misma ha sido constituida como sacramento universal de salvación (LG 48, GS 43, AG 7.21)» (Redemptoris missio 9).

Ahora bien, «la universalidad de la salvación no significa que se conceda sólamente a los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la Iglesia», que para algunos apenas llegará a ser una propuesta inteligible. «Para ellos, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental» (10). La Iglesia en la eucaristía actualiza diariamente el misterio de la salvación no sólo por nosotros, los fieles, sino «por todos los hombres, para el perdón de los pecados». Todos los hombres, pues, que se salvan, se salvan por Cristo y por la Iglesia. Y en este sentido, la fe católica ha profesado siempre que no hay salvación fuera de la Iglesia.

((Algunos que no creen ni en Jesús ni en su Iglesia alegan que creerían si vieran en la Iglesia signos de Dios más convincentes. Puede haber, sin duda, casos en que los hombres no hayan recibido signos suficientemente inteligibles como para que suscitar en ellos la fe en Cristo y en su Iglesia. Pero otras veces quienes así alegan no son sino aquellos mismos que en el Calvario meneaban la cabeza ante el Crucificado y decían: «Que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42). ¡Ni a un muerto resucitado que les predicara el evangelio le creerían éstos! (Lc 16,31).

Jesús muchas veces se negó a realizar señales espectaculares para suscitar la fe en él: quiso dar como señal definitiva su propia resurrección, considerándola signo suficientemente elocuente (Mt 12,38-42). La Iglesia de Cristo en la historia es un signo suficientemente claro para que los hombres de buena voluntad, al recibir el evangelio, puedan creer con el auxilio del Espíritu Santo, haciendo la ofrenda de una fe meritoria. Y es un signo suficientemente oscuro como para que los otros viendo no vean y oyendo no oigan ni entiendan (Mt 13,10-17).))

La Iglesia de la Palabra

Jesús constituyó a los apóstoles «para enviarles a predicar» (Mc 3,14). A ellos les autorizó el Señor como a embajadores suyos ante los hombres: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16; +2Cor 5,20). Y este envío no se limitó, en la intención de Cristo, a los primeros apóstoles, sino a todos los que, como sucesores suyos, iban a hacer permanente en la Iglesia el ministerio apostólico. En efecto, Jesús dio autoridad docente a los apóstoles y a sus sucesores. Y según esto ha de afirmarse que «entre los principales oficios de los Obispos sobresale la predicación del Evangelio» (LG 25a).

Y a esta obligación de los sagrados Pastores corresponde en los fieles cristianos el deber de «perseverar en la escucha de los apóstoles» (Hch 2,42). En efecto, «los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra» (ib.). Así pues, una atención habitual a las principales enseñanzas del Magisterio apostólico será un elemento integrante de la espiritualidad cristiana.

Pero ya desde el principio la voz de los apóstoles se vio combatida por las ruidosas voces de muchos falsos profetas y teólogos. Los escritos apostólicos reflejan constantemente esta preocupación y este dolor: San Pedro (2 Pe 2), Santiago (3,15), San Judas (3-23), San Juan (Ap 2-3; 1 Jn 2,18.26; 4,1), todos denuncian una y otra vez el peligro de estos maestros del error. De verdad se cumplió y se cumple la palabra de Jesús: «Saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente» (Mt 24,11; +7,15-16; 13,18-30. 36-39).

San Pablo, concretamente, en sus cartas dedica fuertes y frecuentes ataques contra los falsos doctores del evangelio, y los denuncia haciendo de ellos un retrato implacable. «Resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (2 Tim 3,8), son «hombres malos y seductores» (3,13), que «pretenden ser maestros de la Ley, cuando en realidad no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan» (1 Tim 1,7; +6,5-6.21; 2 Tim 2,18; 3,1-7; 4,4.15; Tit 1,14-16; 3,11). Y si al menos revolvieran sus dudas en su propia intimidad... Pero todo lo contrario: les apasiona la publicidad, dominan los medios de comunicación social -que se les abren de par en par-, son «muchos, insubordinados, charlatanes, embaucadores» (Tit 1,10). «Su palabra cunde como gangrena» (2 Tim 2,17).

¿Qué buscan estos hombres? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Prestigio?... En unos y en otros será distinta la pretensión. Pero lo que ciertamente buscan todos es el éxito personal en este mundo presente (Tit 1,11; 3,9; 1 Tim 6,4; 2 Tim 2,17-18; 3,6). Éxito que normalmente consiguen. Basta con que se distancien de la Iglesia, para que el mundo les garantice el éxito que desean. Y es que «ellos son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha. Nosotros, en cambio, somos de Dios; quien conoce a Dios nos escucha a nosotros, quien no es de Dios no nos escucha. Por aquí conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1 Jn 4,5-6; +Jn 15,18-27).

Pues bien ¿será posible que, entre tantas voces discordantes y contradictorias, puedan los cristianos permanecer en la Verdad? Será perfectamente posible si «perseveran en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), si saben arraigarse «sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular el mismo Cristo» (Ef 2,20), si se agarran con fuerza a «la Iglesia del Dios vivo, que es columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3,15), si tienen buen cuidado en discernir la voz del Buen Pastor, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25) mediante el Magisterio apostólico. Quienes «conocen su voz, no seguirán al extraño, antes huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn 10,4-5).

Éstos entran en el Reino porque se hacen como niños, y se dejan enseñar por la Madre Iglesia. Estos saben prestar a la autoridad del Magisterio apostólico «la obediencia de la fe» (Rm 1,5; +16,26; 2Cor 9,13; 1Pe 1,2.14). Ya dice el concilio Vaticano II que «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final (Mt 24,13; 13,24-30. 36-43)» (GS 37b). Pues bien, éstos han librado el buen combate y han guardado la fe (2 Tim 4,7; +2,25; 4,7; 1 Tim 2,4; 2 Pe 2,20; Heb 10,26). Estos han sabido guardarse de los «falsos profetas, que vienen a vosotros con vestiduras de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces» (Mt 7,15). Estos han sabido discernir la calidad de los doctores y de sus doctrinas «por sus frutos» (7,16-20).

((Por el contrario, camino del error siguen aquéllos que «no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de novedades, se agenciarán un montón de maestros a la medida de sus propios deseos, se harán sordos a la verdad, y darán oído a las fábulas» (2 Tim 4,3-4). Estos, para recibir el Magisterio apostólico, presentan unas exigencias críticas casi insuperables, mientras que las novedades conformes a sus gustos se las tragan con una credulidad acrítica próxima a la estupidez. Sordos a la verdad, crédulos para las fábulas. Es el doble crimen de que se queja el Señor: «Dejarme a mí, fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua» (Jer 2,13).

Así vienen a ser como «niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error» (Ef 4,14; +2 Tes 2,10-12). Al extremo de todo esto, habrá que pensar: El pecado, la infidelidad a la gracia, les ha llevado al error (Jn 3,20). No han sabido guardar la genuina fe en una conciencia pura (1 Tim 1,19). Se les han enfermado los ojos, y todo el cuerpo se les quedó en tinieblas (Mt 6,23). Se les ha podrido la mente, el nous, y ya no pueden volver a estar en Cristo-Luz sin conversión, sin metanoia (3,8; Lc 10,13), sin una profunda «renovación de la mente» (metamorfoo, anakainosis tou noos, Rm 12,2; +Ef 4,23). La verdad es principio de todo bien, y el error es principio de todo mal.))

El Cardenal Joseph Ratzinger, en una homilía pronunciada cuando era arzobispo de Munich y Freising, hacía notar que al Magisterio eclesiástico «se le confía la tarea de defender la fe de los sencillos contra el poder de los intelectuales» (31-XII-1979). Cuando éstos son humildes, y guardan ante la fe de la Iglesia una actitud discipular, iluminan con sus enseñanzas al pueblo de Dios. Pero cuando son soberbios, y se atreven a juzgar la fe de la Iglesia, poniéndose sobre ella, causan entre los cristianos terribles daños, sobre todo cuando se hacen con el poder en las editoriales y en los medios de comunicación.

La comunión de los santos

Los que creyeron y se bautizaron deben «perseverar en la comunidad de vida (koinonía)» (Hch 2,42). Para eso dio su vida Jesucristo, «para congregar en unidad a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). La Iglesia no es un número de ovejas que sigue cada una su camino (Is 53,6), sino un rebaño congregado por el Buen Pastor y por los pastores que le representan. La Iglesia es un Cuerpo, un Pueblo, una Comunión, en la que «la asamblea visible y la comunidad espiritual no deben ser consideradas como dos cosas distintas» (LG 8a). Por tanto, no se puede ser cristiano «por libre», sin vinculación habitual con los hermanos y con los pastores.

La existencia cristiana es una existencia eclesial. Para ser miembro de Cristo, miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia, no basta fe y bautismo, hace falta incorporarse de verdad a la sociedad de la Iglesia; y a ella «están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y de la comunión eclesiástica» (LG 14b).

Quiso Dios que en su Iglesia hubiera un ministerio de la representación de Cristo -id, evangelizad, haced esto en memoria mía, apacentad mis ovejas, perdonad los pecados-. En este sentido, el sacerdocio ministerial no es sino el signo visible del amor invisible y de la solicitud constante del Buen Pastor por los hombres.

Como afirmó el Sínodo de los Obispos de 1971, «el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, que continúa el ministerio de Cristo mediador y es distinto del sacerdocio común de los fieles por su esencia y no sólo por grado (LG 10), es el que hace perenne la obra esencial de los Apóstoles; en efecto, proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y sobre todo celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios». Así pues, «el sacerdote hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, y no sólo en su vida personal, sino también social» (1,4).

((El Sínodo de 1985, veinte años después del concilio Vaticano II, lamentaba que «después de una doctrina sobre la Iglesia, explicada [entonces] tan amplia y profundamente, aparezca con bastante frecuencia una desafección hacia la Iglesia» (I,3). Los bautizados no-practicantes, aquellos que están alejados habitualmente de la comunidad eclesial difícilmente pueden ser considerados cristianos. Quizá lo fueron, pero, habrá que insistir en ello, la vida cristiana es una vida eclesial, comunitaria. Por otra parte, el problema del alejamiento parece haberse dado en la Iglesia desde el principio, como se ve por ciertas exhortaciones: «Miremos los unos por los otros, no abandonando nuestra asamblea, como es costumbre de algunos» (Heb 10,24-25). «En tu enseñanza, invita y exhorta al pueblo a venir a la asamblea, a no abandonarla, sino a reunirse siempre en ella; abstenerse es disminuirla. Sois miembros de Cristo; no os disperséis, pues, lejos de la Iglesia, negándoos a reuniros; Cristo es vuestra cabeza, según su promesa, siempre presente, que os reune; no os descuidéis, ni hagáis al Salvador extraño a sus propios miembros, no dividáis su cuerpo, no lo disperséis» (Didascalia II,59,1-3, en el s.III).

La dimensión eclesial del ser cristiano está muy devaluada actualmente en algunos países de antigua tradición cristiana. Según, por ejemplo, una encuesta, casi todos los alemanes, incluyendo creyentes o ateos, «están de acuerdo en que "se puede ser cristiano sin pertenecer a la Iglesia"» («30 Días» 58/59, 1992, 25).))

La herejía y el cisma rompen la Comunión eclesial. «La herejía de suyo se opone a la fe, mientras que el cisma se opone a la unidad eclesial de la caridad» (STh II-II,39,1 ad 3m). La herejía suele conducir al cisma, y el cisma lleva a la herejía. Y es que la fe genuina ha de guardarse en el Templo de la caridad eclesial. Hay alejados por ignorancia o por pereza, pero el alejamiento consciente y voluntario se parece mucho a la actitud del cismático.

En éste, escribe J. Hamer, se da una «negativa a actuar como parte de la Iglesia, sean los que sean los motivos que conduzcan a tal negativa. Las razones pueden ser diversas, de orden afectivo o de orden intelectual. Son cismáticos todos los que se apartan del camino de la Iglesia, hasta el extremo de no querer comportarse como partes, y los que pretenden obrar como totalidades autónomas y separadas, para enseñar y para ser enseñados, para gobernar y obedecer, para santificar y ser santificados» (La Iglesia es una comunión 174).

La fe de los antiguos Padres, la fe de siempre, se expresa en estas palabras de Pablo VI: «Del Espíritu de Cristo vive el Cuerpo de Cristo. ¿Quieres tú también vivir del Espíritu de Cristo? Entra en el Cuerpo de Cristo. Nada tiene que temer tanto el cristiano como ser separado del Cuerpo de Cristo. Pues si es separado del Cuerpo de Cristo, ya no es miembro suyo; y si no es su miembro, no está alimentado por su Espíritu» (18-V-1966). La acción apostólica nace de esta fe en la Iglesia, y si decae la fe, cesa el apostolado. El apóstol evangeliza para asociar a otros hombres al gozo de la Comunión de los santos: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que sea completo vuestro gozo» (1 Jn 1,3-4).

En las Confesiones de San Agustín hallamos una anécdota que da mucha luz sobre la necesidad de la Iglesia para que pueda haber vida cristiana. Simpliciano, «para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeños, me recordó el caso de Victorino, doctísimo anciano, maestro de muchos nobles senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano, cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por algo máximo; venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios a los que se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana».

Este notable personaje comenzó a sentirse atraído por el cristianismo. «Leía -al decir de Simpliciano- la Sagrada Escritura y estudiaba con sumo interés todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy en secreto y familiarmente: "¿Sabes que ya soy cristiano?" A lo cual respondía él: "No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la iglesia de Cristo". A lo que este replicaba burlándose: "Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?". Y esto de que "ya era cristiano" lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél "la burla de las paredes". Y era que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que habían de caer sobre él sus terribles enemistades». Hasta que un día, avergonzado ante la verdad, se decidió a recibir «los sacramentos de humildad» del Verbo encarnado, y «de improviso le dijo a Simpliciano, según él mismo contaba: "Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano". Éste, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él» a inscribir su nombre para el bautismo. Llegó por fin el día y la hora en que había de «hacer la profesión de fe», en un lugar eminente del templo, y aunque le habían ofrecido «los sacerdotes a Victorino que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza, él prefirió confesar su salud en presencia del pueblo santo. Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión, todos murmuraban su nombre con un murmullo de júbilo y un grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban: "Victorino, Victorino"» (Confesiones VIII,2,3-5). Esa decisión final de Victorino ayudó a la conversión del prestigioso intelectual Agustín. El ser cristiano es un ser eclesial. Tenía razón Simpliciano.

La Iglesia de los sacramentos

Los creyentes bautizados «perseveraban en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). En el capítulo sobre la liturgia hemos de desarrollar más todo lo que se refiere a la dimensión eclesial y litúrgica de la espiritualidad cristiana. Aquí afirmaremos sólamente el principio fundamental: «La liturgia es la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10a). «La liturgia es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (14b).

Todos los sacramentos proceden de la Eucaristía, que es la pasión y la resurrección de Cristo. Y la vida entera, personal y comunitaria, de los cristianos tiene en la Eucaristía su centro permanente. La Iglesia hace la eucaristía, y la eucaristía hace la Iglesia.

Hijos de la Iglesia

«Si no os hiciéreis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Actitud constitutiva de la espiritualidad cristiana es aceptar la mediación santificante de la Santa Madre Iglesia, dejándose configurar por ella en todos los aspectos. Para ser hermano de Cristo, para ser hijo de Dios, es preciso hacerse niño y recibir como madre a la Santa Iglesia, tomándose confiadamente de su fuerte y suave mano. No hay mayor bienaventuranza en este mundo.

((Algunos no se abren bastante al influjo santificante de la Iglesia. Ante el Magisterio apostólico, ellos piensan mas en discurrir por su cuenta o por cuenta de otros, que en configurarse intelectualmente según la enseñanza de la Iglesia. Ante la vida pastoral, ponen más confianza en los modos y métodos propios, que en las normas y orientaciones de la Iglesia, de las que no esperan sino fracasos. Ante los problemas políticos y sociales, no buscan luz en la doctrina de la Iglesia, sino en otras doctrinas diferentes, que ellos estiman más eficazmente liberadoras del hombre. Ante la vida litúrgica, piensan más en inventar signos y ritos nuevos a su gusto, que en estudiar, asimilar, explicar y aplicar con prudencia y creatividad las formas y textos que la Iglesia propone.

San Juan de la Cruz diría que son como chicos pequeños: «por el mismo caso que van por obediencia los tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos» (I Noche 6,2). Ellos quieren moverse por sí mismos, no moverse desde Cristo por la Iglesia. Todo esto frena gravemente la santificación personal. Como el adolescente que, cerrándose a los mayores, compromete su maduración personal, así el cristiano que mantiene ante la Iglesia una actitud de adulto. Y del mismo modo disminuye grandemente la fecundidad apostólica, por mucha que sea la actividad. ¿Por qué habría de dar fruto el trabajo apostólico de un ministro del Señor que en su vida personal, en la catequesis, en las celebraciones litúrgicas, en sus predicaciones, está actuando frecuentemente contra la doctrina y la disciplina de la Iglesia? Sin Cristo no se puede dar fruto (Jn 15,5). Y el que en su enseñanza y acción se distancia de la Iglesia, se aleja de Cristo, y queda necesariamente sin fruto.))

Todos los santos han tenido un amor profundo y apasionado hacia la Iglesia, siendo ellos, sin duda, los testigos más lúcidos de sus miserias y deficiencias. Ese amor intenso es el que los hijos deben tener por la Madre. San Bernardo contempla a la Iglesia como Esposa unida a Cristo Esposo: «La Iglesia, habiendo rasgado el velo de la letra, que mata, por la muerte del Verbo crucificado, guiada por el Espíritu de libertad que la ilumina, penetra audaz hasta sus entrañas, siéntese conocida, le agrada, queda hecha Esposa y goza de sus apretados abrazos. Y al calor del Espíritu, adherida a Cristo Señor, con el que se une, se ve inundada por él con el óleo de alegría deliciosa, más que todos sus copartícipes, y dice: "Ungüento derramado es tu nombre [Cristo]". ¿Y qué de extraño tiene si queda ungida la que abraza al Ungido?» (Cantar 14,4).

La Iglesia Esposa es más bella que todas las bellezas del mundo: «¿Cómo podría compararse la belleza de este cielo visible y material, aunque tan hermoso y adornado con tanta variedad de astros rutilantes, con ese conjunto de bellezas espirituales que resplandecen en el manto hermosísimo de santidad con que el Señor ha revestido a su Esposa?» (27,4). «Bien te irá ¡oh madre Iglesia!, bien te irá en el lugar de tu peregrinación; ni de parte del cielo ni de la tierra te faltarán jamás los auxilios necesarios. Los encargados de guardarte no duermen ni dormitan. Tus guardianes son los santos ángeles, y tus centinelas los espíritus bienaventurados y las almas de los justos» (77,4).

San Ignacio de Loyola, al final de sus Ejercicios espirituales, da unas preciosas normas para sentir en todo con la Iglesia, a la que él tanto amaba. En una de ellas dice: «Debemos siempre mantener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia» (13ª regla).

Conocido es el amor apasionado de Santa Teresa de Jesús por la santa Iglesia: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará, ni lo permitirá Dios, a alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe, que entienda ella de sí que por un punto de ella morirá mil muertes. Y con este amor a la fe, que infunde Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12).

«En cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría yo a morir mil muertes» (33,5). Teresa la reformadora, la mujer impetuosa y fuerte, eficaz y creativa, descansaba totalmente en la Iglesia, y en ella hacía fuerza: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (31,4).