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Segunda consecuencia. Aplicación de estos principios teológicos al Concilio Vaticano II

1. La grande y grave crisis postconciliar

El Concilio Vaticano II tuvo lugar durante un período difícil de gran crisis en la Iglesia y su celebración sirvió como ocasión y pretexto para grandes errores, propagados en su nombre, generando confusión entre lo que era realmente del Concilio y lo que se difundía en su nombre, lo cual llevó a muchas personas a hacer un análisis negativo del mismo. El Papa Pablo VI se lamentaba en estos términos:

«Pensábamos que el Concilio traería días soleados para la historia de la Iglesia. En cambio, son días repletos de nubes, tempestades, oscuridad, búsqueda e incertidumbre» (homilía 29 de junio de 1972) 59.

59 El Papa Pablo VI habló del «humo de Satanás» que había entrado en el Templo de Dios (homilía del 29 de junio de 1972) y Su Santidad el Papa Juan Pablo II se quejaba en estos términos: «Se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre; se han propalado verdaderas y propias herejías, en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeliones, se ha manipulado incluso la liturgia» (Discurso a los participantes en el Congreso Nacional Italiano sobre el tema «Misiones populares para los años 80», 6-II-1981).

El entonces Cardenal Ratzinger, nuestro actual Papa, en una entrevista concedida a L’Osservatore Romano, afirmó en 1984:

«Los resultados que siguieron al Concilio parecen cruelmente opuestos a lo esperado por todos, empezando por el Papa Juan XXIII y el Papa Pablo VI... Sin lugar a dudas, la última década ha sido decididamente desfavorable para la Iglesia Católica». 60
El actual Papa también comentó:

«El Cardenal Julius Doepfner decía que la Iglesia postconciliar es una gran obra de construcción. Sin embargo, un espíritu crítico agregó que es una obra en la que el proyecto se ha perdido y cada uno sigue construyendo lo que mejor le parece. El resultado es evidente» 60.

60 L’Osservatore Romano, ed. inglesa, 24-12-1984 (cf. también Card. Ratzinger, Vittorio Messori, Informe sobre la Fe).

Añadió, sin embargo, con la misma claridad:

«En sus expresiones oficiales, en sus documentos auténticos, el Vaticano II no puede ser considerado responsable de este desarrollo, el cual, al contrario, contradice radicalmente tanto la letra como el espíritu de los Padres conciliares» 61.

61 Card. Ratzinger, Vittorio Messori, Informe sobre la Fe.

Este aspecto negativo se debió principalmente al notorio y pernicioso «espíritu del Concilio», que el entonces Cardenal Ratzinger llamaba el «anti-espíritu» 62. Este «espíritu del Concilio» causó tal impresión que, hasta hoy, cuando se quiere explicar algo sobre el Concilio, algunos creen que se está hablando del mismo según la interpretación modernista y como si uno fuera a aprobar los errores que se derivan de esa interpretación.

62 «Es el antiespíritu según el cual la historia de la Iglesia debería comenzar a partir del Vaticano II, considerado como una especie de punto cero» ... «¡Cuántas antiguas herejías han reaparecido estos años, presentadas como novedades!» (Card. Ratzinger, Vittorio Messori, Informe sobre la Fe).

El objetivo específico de esta Orientación Pastoral no es defender el Concilio, sino más bien salvar la indefectibilidad de la Iglesia y su Magisterio, haciendo las distinciones necesarias, e iluminar a nuestros católicos para que no se equivoquen de objetivo: al atacar los errores, se corre el riesgo de atacar a la vez a la propia Iglesia y a su Magisterio.


2. Valor de los documentos del Concilio Vaticano II

No podemos olvidar que el Vaticano II fue un verdadero concilio de la Iglesia Católica, legítimamente convocado y presidido por el Beato Juan XXIII 63 y continuado por el Papa Pablo VI, con la participación de obispos del mundo entero.

63 Juan XXIII, Bula Humanæ salutis, de convocatoria del Concilio Vaticano II (25-XII-1961, nº 18): «… después de oír el parecer de nuestros hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y nuestra, publicamos, anunciamos y convocamos, para el próximo año 1962, el sagrado Concilio ecuménico y universal Vaticano II, el cual se celebrará en la Patriarcal Basílica Vaticana…».

El hecho de que el Vaticano II fuera pastoral no va en detrimento de su autoridad magisterial, como bien explicó el Papa Pablo VI:

«Teniendo en cuenta el carácter pastoral del concilio, el mismo evitó proclamar de forma extraordinaria dogmas que comportasen la nota de la infalibilidad, pero dotó a sus enseñanzas de la autoridad del magisterio ordinario supremo; ese magisterio ordinario y manifiestamente auténtico debe ser acogido dócil y sinceramente por todos los fieles, de acuerdo con el espíritu del Concilio concerniente a la naturaleza y fines de cada documento» (Disc. aud. general 12-I-1966).

Como ya vimos, según la teología:

«Puesto que la enseñanza no infalible de la Iglesia, aunque no de forma absoluta, también recibe la asistencia del Espíritu Santo, mucho se equivocaría quien pensase que ello nos deja completamente libres para asentir o rechazar la misma» (M. Teixeira-Leite Penido, O Mistério da Igreja, VII, O poder do Magistério, p. 294).

Con respecto a los concilios, Bossuet, y con él la teología católica, distinguen entre la historia de un concilio y su autoridad doctrinal 64. Su historia a menudo está llena de discusiones y problemas. Sin embargo, una vez que las decisiones han sido promulgadas y aprobadas por el Papa, se reviste de la autoridad del Magisterio y el lado humano de su historia desaparece ante el valor de sus decretos.

64 San Francisco de Sales: «Has oído decir, Teótimo, que en los Concilios generales se producen grandes disputas y búsquedas de la verdad, mediante discursos, razonamientos y argumentos de teología, pero, cuando se trata de un tema discutido, los Padres, es decir, los obispos y especialmente el Papa, que es el jefe de los obispos, concluyen, resuelven y deciden, y una vez que se ha pronunciado la decisión, cada uno se detiene y da su asentimiento pleno, no por las razones alegadas en la disputa y en la investigación anteriores, sino en virtud de la autoridad del Espíritu Santo, el cual, al presidir de forma invisible los Concilios, juzga, decide y concluye por boca de los servidores que ha establecido como pastores de los cristianos. La investigación, pues, y la disputa se llevan a cabo ante los sacerdotes, entre los doctores, pero la resolución y el asentimiento tienen lugar en el santuario, donde el Espíritu Santo que anima el cuerpo de la Iglesia habla por las bocas de sus jefes, como lo prometió nuestro Señor» (Tratado del Amor de Dios, Libro II, cap. XIV). [Nota añadida por el Autor en la edición francesa].

Todos los documentos del Concilio Vaticano II terminan con el siguiente acto solemne de promulgación:

«Todas y cada una de las cosas establecidas en esta (Constitución dogmática o pastoral, este decreto o declaración) han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la potestad apostólica que nos ha sido conferida por Cristo, juntamente con los venerables Padres, las aprobamos, decretamos y estatuimos en el Espíritu Santo, y ordenamos que lo así decretado conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios. Roma, ... Yo, Pablo, Obispo de la Iglesia Católica [siguen las firmas de los Padres conciliares]».

En su Instrucción Pastoral sobre la Iglesia, tratando de los documentos del Concilio Vaticano II, Dom Antônio de Castro Mayer escribió:

«En el caso de las decisiones conciliares aprobadas y promulgadas por el Papa Pablo VI, toda una serie de publicaciones católicas se atrevió a hacer restricciones en cuanto a la actitud del Papa, precisamente cuando, de acuerdo con el dogma católico, aprobó las decisiones de los Padres conciliares de la manera en que, asistido por el Espíritu Santo, juzgó que debía hacerlo» 65.

65 Dom Antônio de Castro Mayer, Instrucción Pastoral sobre la Iglesia, cap. VI. No están, pues, en el camino recto aquellos que tratan al Concilio Vaticano II como un conciliábulo, una reunión de herejes o un concilio cismático (D. M. L. en Mysterium fidei, Denoyelle, n° 33, X-XII-1976).


3. La interpretación de los textos del Concilio Vaticano II: la modernista y la auténtica interpretación del Magisterio

El Concilio debe ser entendido e interpretado según una hermenéutica de la continuidad y no de ruptura con el pasado, como bien ha explicado el Papa Benedicto XVI 66. Esto es lo que afirmaba el Papa Juan Pablo II cuando hablaba de «enseñanza íntegra del Concilio», «entendida a la luz de toda la santa Tradición y sobre la base del constante Magisterio de la Iglesia misma» 67.

66 «Por una parte existe una interpretación que podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” […] Por otra parte está la “hermenéutica de la reforma”, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino [...] La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. […] A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma […] “Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado” [Juan XXIII]» (Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, 22-XII-2005).

67 Juan Pablo II, Discurso en la inauguración de la asamblea plenaria del Sacro Colegio Cardenalicio, el 5-XI-1979, nº 6.

Sucede lo mismo que con la Palabra de Dios escrita, las Sagradas Escrituras, que deben leerse a la luz de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia. Nadie diría que la Biblia sea algo malo por el hecho de que necesite esta luz para ser comprendida y para evitar las interpretaciones de los herejes.

El actual Papa, cuando era cardenal, ya había explicado:

«En primer lugar, es imposible para un católico tomar postura “a favor” del Concilio Vaticano II y “en contra” del Concilio de Trento y el Vaticano I. Quien acepta el Vaticano II, tal como el mismo se ha expresado y entendido claramente, afirma al mismo tiempo toda la tradición ininterrumpida de la Iglesia Católica, y en particular los dos concilios anteriores. Esto se aplica al llamado “progresismo”, al menos en sus formas extremas. En segundo lugar, de la misma manera, es imposible colocarse “a favor” del Concilio de Trento y del Vaticano I y “contra” el Vaticano II. Todo aquel que niega el Concilio Vaticano II niega la autoridad que sostiene a los otros dos concilios y, de esa forma, los separa de su fundamento. Esto se aplica a lo que se denomina “tradicionalismo”, también en sus formas extremas. En este tema, cualquier opción parcial destruye la totalidad, la historia misma de la Iglesia, que sólo puede existir como unidad indivisible» 68.

68 Card. Ratzinger, Vittorio Messori, Informe sobre la Fe.

Después de haber participado en el Concilio Vaticano II desde 1962 hasta 1965, e incluso habiendo luchado contra la corriente modernista que intentaba imponer sus tesis en el mismo, Dom Antônio de Castro Mayer firmó, junto con el Papa Pablo VI, al igual que Mons. Marcel Lefebvre, las actas de promulgación de todos los documentos del Concilio, considerándolos «como doctrina del Magisterio supremo de la Iglesia». Él escribió, como obispo diocesano, tres cartas pastorales sobre la aplicación del Concilio Vaticano II en su diócesis, tratando de proporcionar a sacerdotes y fieles la interpretación legítima del aggiornamento deseado por el Papa Juan XXIII, advirtiendo contra aquellos que, aprovechándose del Concilio, intentaban hacer revivir en la Iglesia el modernismo y su conjunto de herejías. Mostraba también cómo el Concilio puede y debe ser interpretado según la Tradición, es decir, que sus documentos «deben entenderse a la luz de la doctrina tradicional de la Iglesia» 69.

69 Dom Antônio de Castro Mayer, Carta Pastoral sobre los documentos conciliares relativos a la Sagrada Liturgia y a los medios de comunicación social, pg. 7.

En su carta pastoral del 19 de marzo de 1966, titulada «Consideraciones acerca de la aplicación de los documentos promulgados por el Concilio Ecuménico Vaticano II», Dom Antônio cita la advertencia del «Santo Padre gloriosamente reinante» Pablo VI, con fecha del 18 de noviembre de 1965, contra la interpretación modernista de los textos conciliares. Dom Antônio afirma:

«Estas son sus palabras: “Es el momento [dice Pablo VI] del verdadero aggiornamento, recomendado por nuestro venerado predecesor, el Papa Juan XXIII, el cual no atribuía a esta palabra el significado que algunos pretenden darle, como si fuera lícito considerar según los principios del relativismo y de la mentalidad profana todo lo relacionado con la Iglesia de Dios: dogmas, leyes, estructuras y tradiciones. Por el contrario, con su ingenio agudo y firme, tenía [Juan XXIII] el sentido de la estabilidad de la doctrina y de la estructura de la Iglesia, de manera que convirtió esa estabilidad en el fundamento de su pensamiento y de su acción». [...] [Don Antonio continúa:] «Démonos cuenta, queridísimos hijos, [...] que el Santo Padre [...] llama nuestra atención sobre la existencia de una falsa interpretación del Concilio, como si la Iglesia hubiese renunciado a la inmutabilidad su doctrina, de su estructura fundamental, del valor salvífico de sus tradiciones, para embarcarse en el proceloso mar de la evolución que hace desvariar a los hombres de hoy y consigue que crean que no existe nada, absolutamente nada, perenne y eterno que se imponga a la mente humana» 70.

70 Dom Antônio de Castro Mayer, Carta Pastoral, cf. Por um Cristianismo Autêntico, Ed. Vera Cruz, São Paulo, 1971, pg. 277.

Es en la misma línea está la advertencia del cardenal Ratzinger, antes citada, contra aquellos que buscan separar el Concilio Vaticano II de la tradición anterior de la Iglesia.

Como hemos dicho anteriormente (IV y V), el Magisterio vivo y auténtico que existe en la Iglesia es continuo, sin interrupción, y la asistencia continua e ininterrumpida del divino Espíritu Santo es su garantía contra todo error con respecto a la fe y a la moral. Esta asistencia divina no se interrumpió en el Concilio Vaticano II. El Papa Juan XXIII, en la convocatoria del Concilio, nos recordó esta verdad. Después de citar el pasaje del Evangelio: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), añadió:

«Esta gozosa presencia de Cristo, viva y operante en todo tiempo en la Iglesia santa, se ha advertido sobre todo en los períodos más agitados de la humanidad» 71.

71 Juan XXIII, Constitución Apostólica Humanæ salutis, de 25-XII-1961, nº 2.

Aunque algunos padres conciliares de tendencia modernista pudieran tener la intención malévola de producir en el Concilio textos que serían como una bomba de efecto retardado, como algunos de ellos han confesado, el Espíritu Santo, que es Dios, no permitió que tales intenciones se expresasen en los textos auténticos oficialmente promulgados por el Magisterio. Y en lo referente al Magisterio de la Iglesia, lo que vale son los textos, no las supuestas intenciones de los redactores. En otras palabras,

«sin que interese la opinión particular que hayan podido sustentar los Padres conciliares al respecto [...] el acto verdaderamente conciliar, como acto de le Iglesia, y que merece la asistencia del Espíritu Santo, es el texto en su plena formulación objetiva, aprobado por acto definitivo de la Asamblea conciliar y del Soberano Pontífice» 72.

72 Julio Meinvielle, De Lamennais a Maritain, Apéndice II: «La declaración conciliar sobre libertad religiosa y la doctrina tradicional», Buenos Aires, 1967.

De manera análoga a lo que hemos dicho anteriormente acerca de la Misa, las interpretaciones dadas por los modernistas impresionaron a todo el mundo católico y muchos pensaron que ésa era la interpretación que había que dar al Concilio. Pero no es así: el significado de los textos es el proporcionado por el Magisterio de la Iglesia.

De forma similar, cuando surgieron interpretaciones erróneas del decreto del Concilio Vaticano I sobre la jurisdicción del Papa y los obispos, los obispos alemanes escribieron una carta circular, dando la interpretación correcta, y recibieron del Papa Pío IX una carta de aprobación de dicha interpretación precisa 73. Por lo tanto, la correcta no era una interpretación que habría podido ajustarse al texto, ni aquella que quería darle al texto el Canciller Bismarck, sino la que le daba el Magisterio.

73 Declaracion colectiva de los Obispos de Alemania [enero-febrero de 1875] y Pío IX, Carta Apostólica Mirabilis illa constantia, 4-III-1875, DzSch 3112-3117.

Del mismo modo, el significado fiel de los textos del Concilio Vaticano II es el proporcionado por el Magisterio de la Iglesia y no por los modernistas.


4. Intervenciones oficiales de la Santa Sede sobre este tema

Inmediatamente después del Concilio Vaticano II, comenzaron a surgir interpretaciones modernistas. La Santa Sede, mediante la Congregación para la Doctrina de la Fe, rechazó inmediatamente esas falsas interpretaciones y dio la verdadera interpretación, en una carta a los presidentes de las Conferencias Episcopales, firmada por el entonces pro-prefecto de la Congregación, el Cardenal Ottaviani, cuyos pasajes principales transcribimos aquí 74:

74 Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales Cum oecumenicum, 24-VII-1966.

«Una vez que el Concilio Vaticano II, recientemente concluido, ha promulgado documentos muy valiosos, tanto en los aspectos doctrinales como en los disciplinares, para promover de manera más eficaz la vida de la Iglesia, el pueblo de Dios tiene la grave obligación de esforzarse para llevar a la práctica todo lo que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ha sido solemnemente propuesto o decidido en aquella amplísima asamblea de Obispos presidida por el Sumo Pontífice.

«A la jerarquía, sin embargo, corresponde el derecho y el deber de vigilar, de dirigir y promover el movimiento de renovación iniciado por el Concilio, de manera que los documentos y decretos del mismo Concilio sean rectamente interpretados y se lleven a la práctica según la importancia de cada uno de ellos y manteniendo su intención. Esta doctrina debe ser defendida por los Obispos, que bajo Pedro, como cabeza, tienen la misión de enseñar de manera autorizada. De hecho, muchos pastores ya han comenzado a explicar loablemente la enseñanza del Concilio. Sin embargo, hay que lamentar que de diversas partes han llegado noticias desagradables acerca de abusos cometidos en la interpretación de la doctrina del Concilio, así como de opiniones extrañas y atrevidas, que aparecen aquí y allá, y que perturban no poco el espíritu de muchos fieles.

«Hay que alabar los esfuerzos y las iniciativas para investigar más profundamente la verdad, distinguiendo adecuadamente entre lo que debe ser creído y lo que es opinable. Pero a partir de documentos examinados por esta Sagrada Congregación consta que en no pocas sentencias parece que se han traspasado los límites de una simple opinión o hipótesis y en cierto modo ha quedado afectado el dogma y los fundamentos de la fe.

«Es preciso señalar algunas de estas sentencias y errores, a modo de ejemplo, tal como consta por los informes de los expertos así como por diversas publicaciones.

«1. Ante todo está la misma Revelación sagrada. Hay algunos que recurren a la Escritura dejando de lado voluntariamente la Tradición, y además reducen el ámbito y la fuerza de la inspiración y la inerrancia, y no piensan de manera correcta acerca del valor histórico de los textos.

«2. Por lo que se refiere a la doctrina de la fe, se dice que las fórmulas dogmáticas están sometidas a una evolución histórica, hasta el punto que su mismo sentido objetivo sufre un cambio.

«3. El Magisterio ordinario de la Iglesia, sobre todo el del Romano Pontífice, a veces hasta tal punto se olvida y desprecia, que prácticamente se relega al ámbito de lo opinable.

«4. Algunos casi no reconocen la verdad objetiva, absoluta, firme e inmutable, y someten todo a cierto relativismo, y esto conforme a esa razón entenebrecida, según la cual la verdad sigue necesariamente el ritmo de la evolución de la conciencia y de la historia.

«5. La misma adorable Persona de nuestro Señor Jesucristo se ve afectada, pues al abordar la cristología se emplean tales conceptos de naturaleza y de persona, que difícilmente pueden ser compatibles con las definiciones dogmáticas. Además serpentea un humanismo cristológico para el que Cristo se reduce a la condición de un simple hombre, que adquirió poco a poco conciencia de su filiación divina. Su concepción virginal, los milagros y la misma Resurrección se conceden verbalmente, pero en realidad quedan reducidos al mero orden natural.

«6. Asimismo, en el tratado teológico de los sacramentos, algunos elementos o son ignorados o no son considerados de manera suficiente, sobre todo en lo referente a la Santísima Eucaristía. Acerca de la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino no faltan los que tratan la cuestión favoreciendo un simbolismo exagerado, como si el pan y el vino no se convirtieran por la transustanciación en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, sino meramente pasaran a significar otra cosa. Hay también quienes, respecto a la Misa, insisten más de la cuenta en el concepto de banquete (ágape), antes que en la idea de Sacrificio.

«7. Algunos prefieren explicar el sacramento de la Penitencia como el medio de reconciliación con la Iglesia, sin expresar de manera suficiente la reconciliación con el mismo Dios ofendido. Pretenden que para celebrar este sacramento no es necesaria la confesión personal de los pecados, sino que solo procuran expresar la función social de reconciliación con la Iglesia.

«8. No faltan quienes desprecian la doctrina del Concilio de Trento sobre el pecado original, o la explican de tal manera que la culpa original de Adán y la transmisión del pecado al menos quedan oscurecidas.

«9. Tampoco son menores los errores en el ámbito de la teología moral. No pocos se atreven a rechazar la razón objetiva de la moralidad; otros no aceptan la ley natural, sino que afirman la legitimidad de la denominada moral de situación. Se propagan opiniones perniciosas acerca de la moralidad y la responsabilidad en materia sexual y matrimonial.

«10. A todo esto hay que añadir alguna cuestión sobre el ecumenismo. La Sede Apostólica alaba a aquellos que, conforme al espíritu del decreto conciliar sobre el ecumenismo, promueven iniciativas para fomentar la caridad con los hermanos separados, y atraerlos a la unidad de la Iglesia, pero lamenta que algunos interpreten a su modo el decreto conciliar, y se empeñen en una acción ecuménica que, opuesta a la verdad de la fe y a la unidad de la Iglesia, favorece un peligroso irenismo e indiferentismo, que es completamente ajeno a la mente del Concilio (quod quidem a mente Concilii omnino alienum est).

«Este tipo de errores y peligros, que van esparciendo aquí y allá, se muestran como en un sumario o síntesis recogida en esta carta a los Ordinarios del lugar, para que cada uno, conforme a su misión y obligación, trate de solucionarlos o prevenirlos.

«Este Sagrado Dicasterio ruega insistentemente que los mismos Ordinarios de lugar, reunidos en las Conferencias Episcopales, traten de estas cuestiones y refieran oportunamente a la Santa Sede sus determinaciones antes de la fiesta de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo del presente año. […] Roma, 24 de julio de 1966. Alfredo Card. Ottaviani».

Esta carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe es uno de los innumerables documentos de la Iglesia posteriores al Concilio Vaticano II en los cuales se declara el verdadero sentido de los decretos y disposiciones conciliares, contra las falsas interpretaciones que estaban naciendo.

Está firmada por un cardenal más allá de cualquier sospecha, Ottaviani, pro-prefecto de la Congregación. Su firma aquí tiene, evidentemente, un valor mucho mayor que aquella otra, tan difundida en los medios tradicionalistas, con respecto a la Misa de Pablo VI, cuando, según las palabras del mismo cardenal, se usó indebidamente su nombre (cf. Nota 53).


5. Puntos controvertidos: el caso del «subsistit in» y el ecumenismo

Los modernistas, está claro, siguieron dando sus falsas interpretaciones de los textos del Concilio, como por ejemplo, el famoso pasaje de la Lumen Gentium, nº 8, sobre la Iglesia Católica:

«Ésta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf. 1Tm 3,15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica».

Los modernistas tratan de interpretar este texto así: «La Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica, pero también puede subsistir en otra Iglesia cristiana». A partir de ahí, se puede desarrollar un falso ecumenismo, que sitúa en el mismo plano a las Iglesias protestantes y a la Iglesia Católica. Eso es lo que hizo el teólogo modernista Leonardo Boff en su libro Iglesia: carisma y poder (Ed. Sal Terrae 1982, pg. 142):

«La Iglesia católica, apostólica y romana, por un lado es la Iglesia de Cristo y por otro no lo es. Es la Iglesia de Cristo, porque en esta mediación concreta aparece en el mundo. Pero no lo es, porque no puede pretender identificarse exclusivamente con la Iglesia de Cristo, dado que ésta puede subsistir también en otras Iglesias cristianas. El Concilio Vaticano II, superando una ambigüedad teológica de anteriores eclesiologías, que tendían a identificar lisa y llanamente la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica romana, dice con mucho acierto: “Esta Iglesia [de Cristo], constituida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia Católica (subsistit in: tiene su forma concreta en la Iglesia Católica)”».

Esta interpretación fue condenada por el Magisterio de la Iglesia, en un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe titulado Notificación sobre el volumen del Padre Leonardo Boff, O.F.M., «Iglesia: carisma y poder. Ensayo de Eclesiología militante» (11-III-1985).

«De la famosa expresión del Concilio: “Hæc Ecclesia (sc. única Christi Ecclesia)... subsistit in Ecclesia catholica”, él deduce una tesis exactamente contraria al significado auténtico del texto conciliar, cuando afirma: “De hecho, ella (es decir, la única Iglesia de Cristo) puede subsistir también en otras Iglesias cristianas” (pg. 131). En cambio, el Concilio eligió la palabra “subsistit” precisamente para aclarar que existe una sola “subsistencia” de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su trabazón visible sólo existen “elementa Ecclesiae” que –siendo elementos de la misma Iglesia– tienden y conducen hacia la Iglesia Católica (LG 8)».

La declaración Dominus Iesus, del 6 de agosto de 2000, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, también de la Congregación para la Doctrina de la Fe, reitera la interpretación correcta que hay que dar al subsistit in:

«Con la expresión “subsitit in”, el Concilio Vaticano II quiere armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica, y por otro lado que “fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad”, ya sea en las Iglesias o en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica. Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia “deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica”. Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él» (nn. 16-17).

Durante la presentación de esta declaración Dominus Iesus a la prensa, el 5 de septiembre de 2000, el Cardenal Joseph Ratzinger, nuestro actual Papa, dio la interpretación del Magisterio concerniente a las realidades buenas que se encuentran en otras religiones, realidades consideradas por los Santos Padres como una preparación para el Evangelio. De esta forma, dio también la explicación correcta del pasaje análogo del decreto Unitatis redintegratio (nº 3), sobre el ecumenismo, donde, hablando de las Iglesias separadas, se dice que, a pesar de sus defectos, «el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia». El cardenal comentaba así este texto:

«Por lo tanto, no todo lo que hay en las religiones debe ser considerado præparatio evangelica, sino sólo “lo que el Espíritu obra” en ellas. De esto se desprende una consecuencia muy importante: el camino de la salvación es el bien que está presente en las religiones, como obra del Espíritu de Cristo, pero no las religiones en cuanto tales. Esto, además, es confirmado por la misma doctrina del Concilio Vaticano II acerca de las semillas de la verdad y de bondad presentes en otras religiones y culturas, expuesta en la Declaración conciliar Nostra Aetate: “La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (NA 2). Todo lo que hay de verdadero y bueno en las religiones no debe perderse, sino que debe ser reconocido y valorado. El bien y la verdad, dondequiera que se encuentren, vienen del Padre y son obra del Espíritu; las semillas del Logos están esparcidas por todas partes. Sin embargo, no podemos cerrar los ojos ante los errores y engaños aún presentes en las religiones. La misma Constitución Dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II dice: “Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador” (LG 16)».

Además, el propio texto de la declaración Dominus Iesus afirma:

«Queda claro que sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones. Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de Dios.

«Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad que proceden de Dios [...] De hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación evangélica, en cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de los hombres son estimulados a abrirse a la acción de Dios. A ellas, sin embargo no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1Co 10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación (cf. Juan Pablo II, Redemptoris missio, 55).

«Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres (cf. Hch 17,30-31) (cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris missio, 11). Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista “marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que ‘una religión es tan buena como otra’”(Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 36). Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos (cf. Pío XII, encíclica Mystici corporis: DzSch 3821)» (Dominus Iesus 21-22).

Después de que el teólogo Jacques Dupuis, S.J., presentase su libro Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso (2000), la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió una Notificación con fecha del 24 de enero de 2001, en cuyo preámbulo se recordaba la verdadera doctrina del Magisterio sobre el valor y la función salvífica de las tradiciones religiosas:

«Según la doctrina católica, se debe considerar que “todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica” (cf. Constitución Dogmática Lumen gentium, nº 16). Por lo tanto, es legítimo sostener que el Espíritu Santo actúa la salvación en los no cristianos también mediante aquellos elementos de verdad y bondad presentes en las distintas religiones; mas no tiene ningún fundamento en la teología católica considerar estas religiones, en cuanto tales, como vías de salvación, porque además en ellas hay lagunas, insuficiencias y errores acerca de las verdades fundamentales sobre Dios, el hombre y el mundo».

Don Antonio de Castro Mayer, en la Instrucción Pastoral en la que comentaba, a la luz de la Tradición, los documentos del Concilio, especialmente sobre la Iglesia (Lumen Gentium) y el ecumenismo (Unitatis redintegratio), daba exactamente esta interpretación correcta del Magisterio, distinta de la interpretación modernista:

«La Tradición considera como preparación para el Evangelio los restos de verdad y de bien que perviven en las religiones paganas. El Espíritu Santo se sirve de ellos para despertar en los corazones de estos pueblos los deseos de poseer toda la verdad y todo el bien, que solo se encuentran en la Revelación. Sucede algo similar en las religiones llamadas cristianas, que se formaron como resultado del abandono de la casa paterna. También en ellas la misericordia de Dios mantiene riquezas dispersas –como los sacramentos, la sucesión apostólica o la Sagrada Escritura– que pertenecen a la verdadera Iglesia de Dios y deben servir como punto de partida para un retorno al seno de la familia» (Instrucción Pastoral sobre la Iglesia, 2-III-1965, pg. 25).


6. La colegialidad

Citemos de nuevo a Dom Antônio de Castro Mayer, que fue uno de los Padres del Concilio Vaticano II y, por lo tanto, testigo ocular de lo que allí sucedió:

«Uno de los problemas que más agitaron los debates conciliares fue el tema de la “colegialidad episcopal”. La prensa de espíritu modernista se esforzó por crear presión de la opinión pública en la dirección de una modificación por parte del Concilio de la estructura de la Iglesia, pasando de monárquica, ya que está construido sobre una sola persona, Pedro –uni, Petro–, a colegial, es decir, gobernada conjuntamente por el episcopado, compuesto por los obispos del mundo entero, que tendían en Roma un senado, como su representante, para compartir con el Papa el gobierno eclesiástico. Después de muchas enmiendas, el esquema conciliar sobre la Iglesia se modificó, para conservar la línea trazada dogmáticamente por el Concilio Vaticano I. Así, se suprimieron las expresiones que pudieran indicar una sujeción de San Pedro al Colegio de los Apóstoles. Por ejemplo, donde se hablaba sobre el poder concedido a San Pedro, como primero de los Apóstoles y jefe del Colegio Apostólico, se eliminaron los términos “como” y “jefe del Colegio Apostólico”, para decir simplemente que el poder se le concedió a San Pedro, sin estar sujeto a ninguna condición del propio Colegio Apostólico, y, por tanto, sin ningún tipo de dependencia con respecto a este Colegio. Ofrecemos este ejemplo para mostrar cómo realmente se realizaron cambios en el esquema, para eliminar del mismo las huellas del modernismo que podían encontrarse en él. No obstante, estas modificaciones no parecieron suficientes a la “Autoridad superior” (para usar las palabras del Secretario General del Concilio), que, en este caso era el Papa –única autoridad superior a los Padres del Concilio allí reunidos. El Santo Padre hizo añadir una nota explicativa que daba el sentido de la doctrina del esquema con respecto al Colegio Episcopal. En esa nota, con claridad e incluso con cierta superabundancia, se marcaba el significado preciso de la “colegialidad” episcopal y se explicaba que no puede tomarse en sentido estricto, es decir, en el de un cuerpo formado por muchos miembros iguales, y que el Colegio Episcopal jurídicamente sólo tiene poder en la Iglesia universal en unión con el Papa, cuando ha sido convocado por el mismo y bajo su completa dependencia. En su versión final, con la nota aclaratoria que disipaba cualquier duda, el esquema conciliar consiguió una unanimidad impresionante: sólo cinco Padres Conciliares votaron en contra en la sesión de clausura. Así pues, estamos ante un documento de la Iglesia docente que debería ser acatado con aceptación plena y cordial por toda la Iglesia» (ib. pgs. 51-52).

El resultado es, por lo tanto, una clara distinción entre la interpretación modernista de la colegialidad y la correcta interpretación de la misma dada por el Magisterio de la Iglesia docente.


7. La libertad religiosa

La Declaración conciliar Dignitatis humanæ sobre la libertad religiosa fue uno de los textos más utilizados por los modernistas para propagar sus ideas. Muchos lo entendieron como una aprobación de la indiferencia religiosa, del laicismo, del relativismo doctrinal y de la libertad moral para hacer cualquier cosa, doctrinas ya condenadas por el Magisterio anterior.

La parte del texto que resulta más polémica es el número 2 de la Declaración:

«Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural 75. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil.

75 Cf. Juan XXIII, enc. Pacem in terris, 11-IV-1963; Pío XII, Radiomensaje, 24-XII-1942; Pío XI, enc. Mit brennender Sorge, 14-III-1937; León XIII, enc. Libertas præstantissimum, 20-VI-1888.

«Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre, y enriquecidos por tanto con una responsabilidad personal, están impulsados por su misma naturaleza y están obligados además moralmente a buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a aceptar la verdad conocida y a disponer toda su vida según sus exigencias. Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia naturaleza, si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa. Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza. Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido».

Distintos teólogos tradicionalistas 76 han demostrado en varias ocasiones la ausencia de contradicción entre el texto de la declaración conciliar Dignitatis humanæ en su formulación objetiva y la doctrina tradicional sobre el tema.

76 Por ejemplo: Dom Basile Valuet, O.S.B., La liberté religieuse et la Tradition catholique, obra en 6 volúmenes, Abadía de Santa Magdalena, Le Barroux, 1998 ; P. Louis-Marie de Blignières y P. Dominique-Marie de Saint-Laumer, Nos recherches sur la liberté religieuse y Le droit à la liberté religieuse et la liberté de conscience, Sedes Sapientiæ, 1988 ; P. Bernard Lucien, entre otras obras: Vatican II et l’herméneutique de la continuité, Sedes Sapientiæ [2006]. –El P. Bernard Lucien es sacerdote de la Archidiócesis de Vaduz, en Liechtenstein, profesor de Filosofía y Teología en diversas casas de formación sacerdotal tradicionalistas; el P. Julio Meinvielle, escritor, filósofo y teólogo argentino, con mucho prestigio en los ambientes tradicionalistas.

El P. Julio Meinvielle, hablando de la coherencia interna entre una y otra doctrina, afirma:

«Un cambio y modificación de la misma en punto tan importante y vital, como es el hecho religioso, pondría muy seriamente en cuestión la asistencia del Espíritu Santo al magisterio de la Iglesia y pondría en cuestión asimismo la santidad de la misma Iglesia» 77.

77 Julio Meinvielle, De Lamennais a Maritain, Apéndice II: La declaración conciliar sobre libertad religiosa y la doctrina tradicional, Buenos Aires, 1967.
Ante todo, es importante entender las razones y circunstancias de este documento, que, de hecho, se explican en el propio documento:

«No faltan regímenes en los que [...] las mismas autoridades públicas se empeñan en apartar a los ciudadanos de profesar la religión y en hacer extremadamente difícil e insegura la vida de las comunidades religiosas [...] Denunciando con dolor estos hechos deplorables, el sagrado Concilio exhorta a los católicos y ruega a todos los hombres que consideren con toda atención cuán necesaria es la libertad religiosa, sobre todo en las presentes condiciones de la familia humana» (DH 15).

En la época en la que se elaboró esta Declaración conciliar, aproximadamente dos tercios de la cristiandad y una gran parte del mundo se encontraban sometidas a la esclavitud de la dictadura comunista atea: la Unión Soviética y sus satélites, desde China hasta Cuba y desde Vietnam hasta Ucrania, incluyendo en particular países totalmente católicos como Polonia, Lituania o Eslovaquia, todos ellos esclavizados por el régimen comunista. Se impedía a millones de católicos practicar su religión, aterrorizándolos y castigándolos en los países de régimen comunista. Esta situación y estas circunstancias eran las que tenían en mente el Papa y los obispos cuando promulgaron la Dignitatis humanæ y proclamaron que el ser humano tiene derecho a la libertad religiosa desde el punto de vista político, es decir, es decir, a la inmunidad de coacción por parte del Estado en la práctica religiosa.

Por otra parte, el significado auténtico y preciso del texto conciliar promulgado por el Papa y por los Padres del Concilio, se había dado desde el principio, en el Informe Oficial sobre la libertad religiosa, presentado por Mons. Émile De Smedt, obispo de Brujas, Bélgica , presentado a los Padres Conciliares, con el «nihil obstat» de la Comisión Teológica del Concilio, de la siguiente manera:

«La expresión “libertad religiosa” tiene un significado bien determinado. Se crearía una gran confusión en nuestros debates si algunos Padres asignasen a esta expresión un significado distinto del que se le da en este texto.

«Al defender la libertad religiosa,

-No se sugiere que le corresponda al ser humano considerar el problema de la religión como le plazca, sin admitir ninguna obligación moral, y decidir a su gusto si abraza o no la religión (indiferentismo religioso);

-No se afirma que la conciencia humana sea libre, en el sentido de no estar sujeta a ninguna ley, es decir, exenta de cualquier obligación para con Dios (laicismo);

-No dice que el error deba tener los mismos derechos que la verdad, como si no hubiera ninguna norma objetiva de la verdad (relativismo doctrinal);

-Tampoco se admite que el hombre tenga, de alguna manera, un cierto derecho a complacerse tranquilamente en la incertidumbre (pesimismo diletante).

«Si alguien persiste obstinadamente en asignar uno de esos significados a la expresión “libertad religiosa”, daría a nuestro texto un sentido que no admiten ni las palabras ni nuestra intención [...]» 78.

78 Primer informe oral de Mons. Émile de Smedt, Congregación general 70ª, 19-XI-1963.

Para evitar cualquier interpretación incorrecta, la Declaración se esfuerza por ser totalmente clara en el nº 1, que debe ser leído evidentemente antes que el nº 2, ya que lo ilumina y le da su verdadero alcance:

«En primer lugar, profesa el sagrado Concilio que Dios manifestó al género humano el camino por el que, sirviéndole, pueden los hombres salvarse y ser felices en Cristo. Creemos que esta única y verdadera religión subsiste en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la misión de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28, 19-20). Por su parte, todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla.

«Confiesa asimismo el santo Concilio que estos deberes afectan y ligan la conciencia de los hombres, y que la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas. Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo. Se propone, además, el sagrado Concilio, al tratar de esta verdad religiosa, desarrollar la doctrina de los últimos Pontífices sobre los derechos inviolables de la persona humana y sobre el ordenamiento jurídico de la sociedad» (DH 1).

El Concilio, por lo tanto, enseña, desde el punto de vista natural, un derecho a no ser forzado ni impedido en materia religiosa por el Estado, dentro de límites razonables. Es decir, el Concilio afirma que en este campo de la conciencia, hay una falta de jurisdicción, una relativa ausencia de competencia del poder civil. Esta ausencia de competencia es real, pero no absoluta, ya que la autoridad civil puede y debe reconocer la verdadera religión y a la Iglesia Católica. Ella, la no competencia, se deriva de la trascendencia de la esfera religiosa –las relaciones de las personas con Dios– con respecto al reino terrenal y temporal, que constituyen el fin propio del Estado (cf. DH 3).

El Concilio, sin embargo, sólo reconoce un derecho negativo, sin conceder ningún derecho afirmativo a las personas con respecto a los actos que no se ajusten a la verdad y a la bondad en el ámbito religioso.

No existe, pues, contradicción real entre lo enseñado por el Beato Pío IX y la enseñanza de la Dignitatis humanæ. En otras palabras, Pío IX, en la encíclica Quanta Cura y en el Syllabus, condenó la libertad religiosa según la perspectiva liberal y masónica de la Revolución Francesa, que apoya el indiferentismo del Estado, la igualdad de todos los las religiones y la libertad moral del hombre para elegir la religión que quiera. La Dignitatis humanæ defiende la libertad política, civil –a la cual se refiere «la inmunidad de coacción en la sociedad civil»–, pero no la libertad moral.

De este modo, poniendo cada cosa en su contexto, no hay ninguna contradicción real, y no podría haberla, entre estos documentos del mismo Magisterio de la Iglesia, asistido por el Espíritu Santo de Dios.

Incluso en el nº 2, el documento conciliar subrayaba que todos los hombres están «obligados además moralmente a buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a aceptar la verdad conocida y a disponer toda su vida según sus exigencias».

Al decir, en el nº 1, que los individuos y las sociedades (los Estados) tienen la obligación moral enseñada por la doctrina católica tradicional con respecto a la verdadera religión y a la única Iglesia de Cristo, el Concilio excluyó el agnosticismo y el indiferentismo del Estado, que algunos creen deducir de este documento. El Concilio sostiene que el Estado no puede interferir en la esfera de la conciencia de las personas, ni obligándolas a actuar contra su conciencia ni impidiendo que actúen según su conciencia, al menos dentro de justos límites, que deben ser determinados para cada situación social mediante el uso de la prudencia política, según los requerimientos del bien común, y ratificados por la autoridad civil según «normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo» (DH 7; cf. CEC 2109).

Afirmar que la jurisdicción del Estado tiene límites no significa negarle el deber de reconocer la verdadera religión y a la Iglesia Católica, de ayudarla en su misión, de protegerla y de dar un culto público a Dios y a Cristo Rey.

Cuando el Concilio afirma que deja «íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (DH 1), está declarando que continúan en vigor los principios que enseñan las encíclicas Mirari Vos (Gregorio XVI), Quanta Cura (Pío IX), Mortalium Animos, Quas Primas (Pío XI) y la totalidad de la enseñanza tradicional sobre el reinado social de Cristo Rey.

El Concilio defiende, por lo tanto, la laicidad del Estado, entendida en el sentido de la distinción entre la esfera política y la religiosa (Gaudium et spes 76), la cual «es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado» 79, pero no la laicidad entendida como independencia de la ley moral 80, ni tampoco el laicismo o agnosticismo del Estado, que supondría una indiferencia con respecto a la religión verdadera.
79 Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública, 24-XI-2002, nº 6.

80 Cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n° 571.

El documento conciliar dice también, excluyendo cualquier forma de indiferentismo:
«Los fieles, en la formación de su conciencia, deben prestar diligente atención a la doctrina sagrada y cierta de la Iglesia (cf. Pío XII, Radiomensaje 23-III-1952). Pues por voluntad de Cristo la Iglesia católica es la maestra de la verdad, y su misión consiste en anunciar y enseñar auténticamente la verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana. Procuren además los fieles cristianos, comportándose con sabiduría con los que no creen, difundir “en el Espíritu Santo, en caridad no fingida, en palabras de verdad” (2 Co 6, 6-7) la luz de la vida, con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta el derramamiento de sangre» (DH 14).

El documento conciliar expone, además, las raíces que tiene esta doctrina en la Revelación divina (DH 9-12).

La Declaración conciliar fue promulgada (y esto es lo que hace de ella un documento del Magisterio), con las palabras oficiales que ya hemos mencionado anteriormente (cf. el 2. Valor de los documentos del Concilio Vaticano II). A continuación, están las firmas de los Padres conciliares (entre ellas las de Dom Antônio de Castro Mayer y Mons. Marcel Lefebvre).

El Catecismo de la Iglesia Católica, otro acto del Magisterio, promulgado por el Papa Juan Pablo II, «en virtud de la autoridad apostólica» por la Constitución Apostólica Fidei Depositum, explica con claridad en qué sentido la Iglesia comprende la libertad:

«El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre “sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales” 81. [...] Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina» (CEC 1740).

81 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia, sobre la libertad cristiana y la liberación, 22-III-1986, nº 13.

«El derecho al ejercicio de la libertad, especialmente en materia religiosa y moral, es una exigencia inseparable de la dignidad del hombre. Pero el ejercicio de la libertad no implica el pretendido derecho de decir o de hacer cualquier cosa. “Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5,1)» (CEC 1747-1748).

«“Todos los hombres [...] están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla” (DH 1). Este deber se desprende de “su misma naturaleza” (DH 2). No contradice al “respeto sincero” hacia las diversas religiones, que “no pocas veces reflejan, sin embargo, [...] un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (NA 2), ni a la exigencia de la caridad que empuja a los cristianos “a tratar con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe” (DH 14). El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf. DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf. AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf. León XIII, enc. Immortale Dei; Pío XI, enc. Quas primas, sobre Cristo Rey)» (CEC 2104-2105).

«El derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error (cf. León XIII, Carta enc. Libertas præstantissimum), ni un supuesto derecho al error (cf. Pío XII, discurso 6-XII-1953), sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es decir, a la inmunidad de coacción exterior, en los justos límites, en materia religiosa por parte del poder político. Este derecho natural debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de manera que constituya un derecho civil (cf. DH 2)» (CEC 2108).

«El derecho a la libertad religiosa no puede ser de suyo ni ilimitado (cf. Pío VI, breve Quod aliquantum), ni limitado solamente por un “orden público” concebido de manera positivista o naturalista (cf. Pío IX, enc. Quanta cura). Los “justos límites” que le son inherentes deben ser determinados para cada situación social por la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil según “normas jurídicas, conforme con el orden moral objetivo” (DH 7)» (CEC 2109).

«Toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su jerarquía de valores, su línea de conducta. La mayoría de las sociedades han configurado sus instituciones conforme a una cierta preminencia del hombre sobre las cosas. Sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente en Dios, Creador y Redentor, el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y sobre el hombre: Las sociedades que ignoran esta inspiración o la rechazan en nombre de su independencia respecto a Dios se ven obligadas a buscar en sí mismas o a tomar de una ideología sus referencias y finalidades. Y al no admitir un criterio objetivo del bien y del mal, ejercen sobre el hombre y sobre su destino, un poder totalitario, declarado o velado, como lo muestra la historia (cf. Juan Pablo II, enc. Centesimus Annus 45-46)» (CEC 2244).

«La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia, no se confunde en modo alguno con la comunidad política [...] es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La Iglesia “respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política de los ciudadanos” (GS 76,3)» (CEC 2245).

«Pertenece a la misión de la Iglesia “emitir un juicio moral incluso sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y condiciones” (GS 76,5)» (CEC 2246).

«La autoridad pública está obligada a respetar los derechos fundamentales de la persona humana y las condiciones del ejercicio de su libertad» (CEC 2254).

«El deber de los ciudadanos es cooperar con las autoridades civiles en la construcción de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad» (CEC 2255).

«El ciudadano está obligado en conciencia a no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando son contrarias a las exigencias del orden moral. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29)» (CEC 2256).

«Toda sociedad refiere sus juicios y su conducta a una visión del hombre y de su destino. Si se prescinde de la luz del Evangelio sobre Dios y sobre el hombre, las sociedades se hacen fácilmente “totalitarias”» (CEC 2247).

En este sentido católico, dado por el Magisterio, es en el que aceptamos la libertad religiosa. Cualquier otro sentido modernista, irenista, indiferentista, laicista o relativista de la libertad religiosa, diferente del explicado por el Magisterio como hemos visto anteriormente, pertenece a la «hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura» que caracteriza el mal «espíritu del Concilio» estigmatizado por el Papa Benedicto XVI en su discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005.

Como hemos indicado anteriormente, el objetivo específico de la presente Orientación Pastoral no consiste en analizar a fondo todos los aspectos de la libertad religiosa defendida por el Concilio, ni la oportunidad o falta de ella de este documento, ni su aplicación la práctica, ni la cuestión de saber si se podría mejorar su formulación, ni solicitar más precisiones de la jerarquía de la Iglesia. Sólo hemos querido mostrar la ausencia de contradicción doctrinal entre este documento y los demás del Magisterio, su autoridad como documento del Magisterio supremo de la Iglesia, con todo el respeto que se le debe como tal, y la imposibilidad de que contenga errores doctrinales, protegiendo así la indefectibilidad de la Iglesia y de su doctrina, que se deriva de la asistencia continua del divino Espíritu Santo.


8. Para concluir

Resulta evidente que aún queda mucho que estudiar sobre el Concilio Vaticano II. Sería imposible agotar el tema en la presente Orientación Pastoral.

En nuestra declaración a la Santa Sede del 18 de enero de 2002, fecha de nuestro reconocimiento canónico y del establecimiento de nuestra Administración Apostólica, escribíamos sobre este tema:

«Reconocemos el Concilio Vaticano II como uno de los concilios ecuménicos de la Iglesia Católica, aceptándolo a la luz de la Santa Tradición. Nos comprometemos a profundizar en todas las cuestiones que aún están abiertas, teniendo en cuenta el canon 212 del Código de Derecho Canónico».

Este canon reconoce el derecho y a veces incluso el deber de expresar la propia opinión, también de forma pública, en la Iglesia. El hecho de citar este canon significa que no nos comprometemos a ningún silencio cómplice ante los errores.

Por esta razón, deseando ser fieles al Magisterio de la Iglesia, con la gracia de Dios, seguiremos combatiendo los errores que la Santa Iglesia siempre ha condenado y combatido.