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Capítulo III. La vida contemplativa de las Fraternidades

Si bien Charles de Foucauld fue el principal inspirador de la vida religiosa de las Fraternidades, no habría de dejar una doctrina espiritual sistemáticamente formulada, ya que la mayoría de sus escritos los componían anotaciones personales que no estaban destinadas a la publicación.

Quien habrá de elaborar y exponer las principales líneas que configuran la espiritualidad de las Fraternidades será, pues, René Voillaume. Esto explica la importancia que tendrán sus escritos para la vida de los Hermanitos de Jesús y también, a su manera, para las Hermanitas de Jesús.

Según hemos visto ya, después de una primera etapa en la que los Hermanitos fueron precisando su identidad propia, Voillaume se hará vocero de esta experiencia, buscando una conceptualización más precisa para el ideal definitivo de las Fraternidades. Esto tendrá lugar durante los años 50 y 60 en los escritos contenidos en En el corazón de las masas y en sus Cartas a las Fraternidades, así como en la Regla de vida de los Hermanitos de Jesús, redactada por Voillaume en 1950, y reformulada en 1962. Será, pues, principalmente en estas fuentes, donde encontraremos expresado su pensamiento sobre la vida contemplativa de las Fraternidades.

Consideramos conveniente partir de un perfil sintético, para proceder luego de manera analítica. Para ello nos serviremos del texto por el cual la Iglesia elevaba la Fraternidad, en 1968, a Congregación de derecho pontificio. Desde este marco, veremos cómo fundamenta y explicita Voillaume, particularmente en los escritos mencionados, los elementos que conforman la vida contemplativa de las Fraternidades.

El texto del decreto de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares (Roma, 13-6-68), decía así:

«El fin de este Instituto, a ejemplo de Nazaret humilde y escondido, consiste principalmente y se consuma en una peculiar vida contemplativa, en la adoración de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, en el ejercicio de la pobreza evangélica, en el trabajo manual y en la real participación de la condición social de aquellos que se encuentran despojados de todo.»

1. «Una vida contemplativa peculiar»

«El Padre de Foucauld se consideró siempre como un monje y un contemplativo. Los Hermanitos de Jesús también son contemplativos, pero no como los otros» (AUC, 177).

Para entender esta afirmación, con la que René Voillaume comienza su carta sobre la vida contemplativa de las Fraternidades, será preciso mostrar aquello en lo cual los Hermanitos se distinguen de la vida contemplativa tradicional; pero antes, aquello en lo que conservan una fundamental continuidad respecto de ella.

La vida contemplativa

Por vida contemplativa no hemos de entender aquí la vida personal de un cristiano cuya oración es contemplativa –o tiende a ello–, sino la vida que lleva a cabo una familia religiosa que la Iglesia ha reconocido como «ordenada a la contemplación» en el seno del Pueblo de Dios (cf. «Perfectæ Caritatis», 7). Es en este sentido como Santo Tomás de Aquino afirma que «son llamados contemplativos, no aquellos que contemplan, sino aquellos que consagran toda su vida a la contemplación» (2-2. q. 81, a. 1, ad 5).

—La contemplación

La vida contemplativa no se entiende, sin embargo, sino por referencia a la contemplación, a la cual se ordena. Hay que partir entonces precisando lo que entendemos por ella. Voillaume la define como «un conocimiento experimental y sobrenatural de Dios, percibido por connaturalidad de amor, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo» (AUC, 178).

La contemplación sobrenatural, en sí misma, está fuera del alcance directo del alma, y responde a una gracia que sólo Dios puede otorgar. Pero existe, no obstante, todo un conjunto de actos de que somos capaces, que nos preparan y encaminan hacia ella, en cuanto que, normalmente, son necesarios para llegar a la contemplación. Y si bien la donación de esta gracia jamás estará exigida por la preparación, ella suele ser, sin embargo, su prolongación, y la continuación normal, aunque misteriosamente gratuita, de nuestro encaminamiento hacia Dios. Lo cierto es que, con frecuencia, muchas almas quedan privadas de la gracia de la contemplación, al carecer de la debida preparación para acoger este don. Afirmado lo cual, Voillaume concluye que la contemplación supondrá, por ello, habitualmente, una preparación, la cual posee sus exigencias propias (cf. ibid.).

—Contemplación y «vida contemplativa»

Al analizar estas exigencias, Voillaume considera importante distinguir entre aquellas que pertenecen a la preparación misma del alma, y aquellas que tocan a las condiciones exteriores de vida.

En el primer caso, Voillaume sitúa la disposición última del alma para recibir la gracia de la contemplación, en la muerte a todo lo que no es Dios. Lo cual supone un desasimiento profundo de todo lo creado y, particularmente, de sí mismo. No significa esto que tal muerte esté totalmente en nuestro poder, porque las mismas gracias de contemplación habrán de consumarla en nosotros, al hacer penetrar el fuego acrisolador del amor en aquellas profundidades del alma en las que nada podemos por nosotros mismos. Con todo, ese desasimiento radical, aun cuando no podamos realizarlo actualmente sino de un modo imperfecto, ha de ser, al menos, intencionalmente querido y deseado, a la espera de que sea consumado por la acción de Dios en nuestras almas (cf. AUC, 179-180).

Por otra parte, esta muerte por la que el alma va alcanzando la debida disposición, no ha de entenderse en un sentido sólo ni primariamente negativo. El movimiento de desprendimiento viene como fruto de nuestra adhesión a Dios por el amor. Es, pues, «en el orden de la caridad donde se sitúa la predisposición esencial a la gracia de la contemplación» (AUC, 180).

El hecho de que la disposición última del alma se sitúe en el plano del amor explica que la donación de esta gracia esté abierta a cristianos de toda condición y estado: Precisamente porque la preparación que el hombre puede ofrecer está más vinculada a la disposición interior del alma, que a las condiciones exteriores de vida.

No obstante lo cual, sigue siendo cierto que hay todo un conjunto de medios exteriores particularmente aptos para preparar a las almas a la contemplación. Estos, en el cristianismo, han alcanzado históricamente su más alta expresión en las Ordenes reconocidas por la Iglesia como contemplativas. Su experiencia secular en esta materia hace que estas prácticas puedan ser consideradas como privilegiadas. Entre ellas, Voillaume destaca especialmente la clausura y el silencio.

Reconoce Voillaume que las observancias monásticas de la clausura y el silencio exterior crean unas condiciones de vida particularmente favorables para la realización de esa muerte a todo lo creado que hace posible la perfecta unión con Dios. Pero no ha de pensarse, añadirá, que el solo hecho de abrazar exteriormente un tal género de vida, dispone el alma de un modo inmediato a la contemplación*.

*[Es aquí, por otra parte –agrega Voillaume–, donde se separa la concepción monástica cristiana de la mayor parte de los ensayos realizados fuera de la Iglesia en orden a alcanzar la comunión con la divinidad (cf. AUC, 183). En esto parece hacerse eco de lo que afirmara en su momento Maritain: «La contemplación cristiana responde, ante todo, a ese espíritu que sopla donde quiere, y hace oír su voz sin que nadie sepa de dónde viene ni adónde va (Jn 3, 8)... Esto implica que la contemplación cristiana es todo lo contrario de un asunto de técnica... La espiritualidad natural, como la de la India, por ejemplo, tiene técnicas bien determinadas. «Este aparato de técnicas es lo primero que impresiona a quien comienza a estudiar la mística comparada. Pues bien, una de las diferencias más obvias entre la mística cristiana y las otras místicas es su libertad en lo que respecta a la técnica y a todas las recetas y fórmulas... » (J. y R. Maritain, Liturgie et contemplation, Brujas 1959, 64-65)].

La clausura y el silencio no son para el monje cristiano sino instrumentos al servicio del amor, y conservan toda su eficacia sólo en la medida en que conducen al desarrollo de la caridad. Pues es precisamente por relación a la caridad, por lo que pueden disponer a la contemplación. Así se explica que, de hecho, estas prácticas puedan ser ineficaces: sea por falta de generosidad en el sujeto, sea porque resultan inadecuadas para un determinado tipo de temperamento*.

*[Cuando falta la generosidad, las observancias, que debían favorecer el desapego del corazón para su dilatación en el amor, pueden pasar a ser refugio de una actitud mezquina para con Dios y para con el prójimo (cf. AUC, 183-186)].

Esto nos lleva, según Voillaume, a la necesidad de distinguir las disposiciones interiores que estas prácticas están destinadas a producir en el alma, de las prácticas u observancias consideradas en sí mismas. Y a preguntarnos en qué medida las observancias de la clausura y el silencio, tal como son practicadas en las órdenes contemplativas tradicionales, tienen un valor absoluto como medio, en orden a la vida contemplativa.

Por aquí arribamos entonces a la posibilidad –y a la validez– de esa vida contemplativa peculiar que representan en la Iglesia las Fraternidades. Lo cual supuso cierta continuidad y, a la vez, cierta ruptura respecto de la experiencia monástica precedente.

Para entender mejor esto, parece oportuno recordar aquello que se considera imprescindible para la realización de la vida contemplativa, cualquiera sea su forma. El P. Voillaume dirá que ella implica, necesariamente, un doble elemento:

«La Iglesia confiere al religioso contemplativo una misión en el Cuerpo místico de Cristo, misión invisible pero que se expresa concretamente por una separación visible de las otras actividades humanas» (AUC, 188).

La vida contemplativa propia de las Fraternidades

Para mostrar el carácter contemplativo de la vida de las Fraternidades habrá, pues, que precisar cuál es la misión espiritual que los Hermanitos de Jesús reciben de la Iglesia, y cuál la forma concreta de separación por la que aquélla adquiere una expresión visible. Comenzaremos, pues, por esto último.

—Separación y presencia

Ni el Padre de Foucauld ni los Hermanitos de Jesús dudaron nunca del sentido contemplativo de su vocación. Ello implicaba, por tanto, una separación. Sólo que ésta no habría de consistir en la tradicional clausura material, sino en la renuncia a todo un conjunto de actividades, entre las que se contaban, tanto el ministerio de la predicación, como cualquier obra de apostolado explícito o de caridad organizada. La separación tendrá lugar, entonces, en el orden de las actividades, pero no en el de la presencia en medio de los hombres.

«El aspecto propio de la vocación contemplativa del Padre de Foucauld que lo distingue radicalmente de las otras órdenes contemplativas es que ella debe ser vivida en contacto con los hombres, en medio de ellos» (AUC, 190).

El deseo ardiente de imitar a Jesús de Nazaret, lleva al Padre de Foucauld a buscar configurarse a él, tanto interiormente, en la actitud de una vida vuelta hacia el seno del Padre (cf. Jn 1,18), como exteriormente, abrazando «la existencia humilde y oscura del Dios obrero de Nazaret» (Ch. de Foucauld, Oeuvres Spirituelles, 32).

Es el misterio de Nazaret el que puede entonces determinar esta forma original de vida religiosa, que dispone al servicio contemplativo de Dios, en medio de una presencia efectiva entre los hombres. Allí se resuelve esa aparente contradicción entre la separación y la presencia que, respecto de los hombres, exige esta vocación. Será, pues, en el corazón de las masas donde se realice este apartamiento. Porque es allí donde los Hermanitos están llamados a vivir esa «prioridad totalitaria» (AUC, 190), esa «preocupación primordial» por la búsqueda de Dios, que es propia de toda vocación contemplativa*.

*[La vocación a la vida contemplativa se expresa en una preocupación primordial por la búsqueda de Dios, la cual, si bien es común a toda vida religiosa, aquí adquiere una radicalidad e inmediatez tales, que determinará la orientación de todo lo demás «como un fuerte viento dominante que inclina en su sentido toda la vegetación de un paisaje» (P.-R. Regamey, L’exigence de Dieu, París 1969, 114)].

Vemos entonces que no es a pesar de, sino en esa situación, en el corazón de las masas, donde los Hermanitos habrán de llevar a cabo su vida contemplativa (cf. FPF, 124-126)*.

*[Advierte, con todo, Voillaume, que «sólo un alma que presente un mínimo de formación interior en el camino de la unión con Dios podrá encontrar, en los contactos con los hombres, no un obstáculo sino, por el contrario, un alimento para su contemplación. El noviciado y los años de formación y de estudio que le siguen están, pues, consagrados a educar en este sentido la vida interior del religioso: este tiempo estará sobre todo reservado a la formación de una sólida vida de oración eucarística» (Ib., 124)].

Esta peculiaridad de la vida de las Fraternidades no deja de desconcertar, sin embargo, a muchos que miran su vocación desde fuera. Así lo comprueba René Page, sucesor de Voillaume como prior de las Fraternidades: «Bien puede reprochársenos haber buscado la dificultad y haber querido realizar la cuadratura del círculo, hablando de vida contemplativa en medio del ruido, sin clausura ni silencio, y queriendo incluso encontrar un lugar propio, distinto de las tareas pastorales y las responsabilidades temporales» (R. Page, Petits Frères de Jésus dans le monde d’aujourd’hui, «Les Petits Frères de Jésus» 13, 1972, nn. 51-52,10).

Así, habrá para quien será oscuro el sentido de la presencia del Hermanito en medio de los hombres, y la posibilidad de una vida contemplativa en esas condiciones. Para otros, en cambio, será difícil de comprender su separación: por qué, si están en el mundo, no dicen ni hacen todo lo que apostólicamente podrían.

A esto habría que añadir que, para los mismos Hermanitos esta forma peculiar de separación se hará a veces problemática: «La tentación de realizarse a sí mismo dentro de una acción exterior inmediata o utilizando medios activamente eficaces, se hará algunos días más apremiante. Renunciar a ella es lo que constituye nuestra clausura, nuestro desposeimiento más profundo» (L/I, 293).

Será preciso, pues, entender adecuadamente el sentido de esta separación:

«Este rechazo [del Padre de Foucauld] no es timidez espiritual ni temor a las responsabilidades, ni existe tampoco únicamente en orden a conservar la vida de intimidad con Dios. No se presenta tampoco como un empobrecimiento de su personalidad espiritual ni como una disminución de la acción real y profunda sobre el mundo de las almas. Lejos de ello, la separación establece al Padre de Foucauld y, tras él, a sus Hermanitos, en un verdadero estado de vida contemplativa, del cual ella es signo, la expresión directa, al mismo tiempo que condición evidente de su realización» (AUC, 190).

—La misión de las Fraternidades

La separación, como elemento constitutivo de la vida contemplativa no es, en última instancia, sino el revés de una misión. Esta, en el caso de las Fraternidades, está compuesta por un doble elemento: Los Hermanitos de Jesús «deben dar testimonio, gritar el Evangelio con su vida, y realizar en plenitud la contemplación del misterio del Sagrado Corazón de Jesús» (AUC, 191).

–El apostolado silencioso

Cuando a fines de 1985, el Papa Juan Pablo II visitaba la Fraternidad General de las Hermanitas de Jesús en Tre Fontane, Roma, se refirió a este peculiar aspecto de la vocación de las Fraternidades, que consiste en estar presentes en medio de los hombres como «testigos silenciosos de la amistad divina» –así titula Voillaume una de sus cartas al respecto– (cf. L/I, 335-346):

«Yo he pensado muchas veces sobre este problema de vuestra identidad, de vuestro apostolado. Muchas veces me preguntaba, incluso, ¿por qué siempre callan?, ¿por qué no hablan? Pero yo comprendo cada vez más que es algo acertado, que hace falta –en esta gran riqueza, en esta gran diversidad de vocaciones que hay en la Iglesia– tener también esta vocación totalmente excepcional, esta vocación de la presencia, el apostolado de la presencia, para dar testimonio de la verdad, de la realidad de Dios, de Dios que no puede ser expresado con ninguna palabra humana. Hay una sola Palabra, el Verbo, el Hijo, que es siempre para nuestras palabras humanas una realidad absolutamente trascendente. Es entonces un buen camino el expresarlo sin palabras, el expresarlo callando, en silencio, contemplando, adorando, amando.

«Yo quiero con estas palabras confirmar, como lo ha querido vuestra superiora, confirmar vuestra vocación en la Iglesia, y deciros que es una vocación auténtica, actual, necesaria» (Juan Pablo II, Alocución a las Hermanitas de Jesús; Tre Fontane, 22-12-85; Tre Fontane, 22-12-85, «Nouvelles des Fraternités» 12, 1986,7)*.

*[ Parece legítimo preguntarse si no estarían en el pensamiento de Juan Pablo II estas reflexiones, cuando escribía, muy poco tiempo después (16-3-86), su Carta a los sacerdotes, del Jueves Santo de 1986. En ella decía: «Si bien el objetivo es ciertamente agrupar al Pueblo de Dios en torno al misterio eucarístico con la catequesis y la penitencia, son también necesarias otras actividades apostólicas, según las circunstancias: a veces, durante años, hay una simple presencia, con un testimonio silencioso de la fe en ambientes no cristianos; o bien una cercanía a las personas, a las familias y sus preocupaciones; tiene lugar un primer anuncio que trata de despertar a la fe a los incrédulos y tibios; se da un testimonio de caridad y de justicia compartida con los seglares cristianos, que hace más creíble la fe y la pone en práctica» («Ecclesia» 46 (1986) 432)].

En la línea de lo expresado por el Papa, Voillaume había afirmado en 1962 que el apostolado que los cristianos realizan mediante la predicación de la palabra y el ministerio de los sacramentos, no agota todos los medios que Jesús posee en su Iglesia para manifestarse. Porque hay verdades divinas, en particular ciertos aspectos del amor misericordioso con que Dios rodea al hombre pecador, que no pueden expresarse plenamente mediante palabras, sino sólo a través de una cierta manera de vivir. Jesús mismo, Palabra de Dios encarnada, no se contentó con instruirnos con enseñanzas orales. El juzgó necesario manifestarnos los sentimientos de su corazón y ciertas actitudes del amor misericordioso de Dios, a través de su propia manera de ser y de vivir.

«Hay en ello un aspecto fundamental de la revelación que Dios realiza por la Encarnación, y una serie de cualidades del amor de Jesús como Buen Pastor, tales como el respeto, la humildad, la paciencia y la misericordia por los pecadores, que ninguna enseñanza por medio de la palabra podría expresar ni transmitir plenamente. Ahora bien, si Jesús ha querido continuar enseñando y transmitiendo, por los sacramentos, la vida divina a través de la Iglesia, ¿cómo podría dejar de comunicarnos aquello que sólo su manera de vivir podría hacernos comprender?

«Aquí hallamos entonces la vocación del Hermanito de Jesús, quien, según la célebre expresión del Padre de Foucauld, debe "gritar con su vida el Evangelio", expresión con la que quiso definir la misión exterior de las Fraternidades y justificar así su forma de vida religiosa» (R-62, 24)*.

*[Aclara Voillaume que «siempre ha habido en la Iglesia, mediante la vida de los santos y el testimonio de los religiosos, una tal enseñanza a través de la vida. La diferencia radica en que los Hermanitos de Jesús tienen una forma de vida religiosa más completamente orientada a esta sola enseñanza de valores evangélicos a través de la vida» (Ib., nota 1)].

Subrayando la virtualidad apostólica de esta presencia silenciosa, dirá Voillaume que los Hermanitos parecen haber sido llamados a manifestar, por su manera de amar, ese respeto misterioso por la libertad de la inteligencia y del corazón que hallamos en Dios: esa paciencia incansable de la misericordia divina, que está humildemente sentada a la puerta del pecador o del incrédulo, y allí espera. Y «manifestar a alguien una amistad enteramente desinteresada, amándole por sí mismo, sin intentar convencerle o traerle a la fe, aunque, desde luego, sin ocultarle nuestra fe, puede ser a menudo la única manera de revelarle la plenitud del amor que reside en Dios» (L/I, 337).

Siguiendo al Padre de Foucauld, los Hermanitos deben dar testimonio, en medio del mundo, de una vida de intimidad con Jesús, sin que ello, sin embargo, sea procurado por sí mismo:

«Nuestra vida de unión con Jesús no es querida por esto, pues ella no es un medio sino un fin en sí misma. Nosotros debemos simplemente estar presentes» (AUC, 191).

«Y para que una tal actitud no sea un [mero] método de aproximación, es preciso que sea vivida por los Hermanitos como una imitación del Corazón de Jesús, imitación que sólo puede ser fruto de la vida contemplativa» (L/I, 339).

Asoma aquí el otro elemento que va a delinear la misión de las Fraternidades. Porque si bien la presencia del Hermanito en el mundo se hace necesaria para poder irradiar el Evangelio por medio de su vida, este aspecto de su misión es, con todo, algo derivado:

«Aquello que debemos desear, primariamente y ante todo, es la total comunión con la vida del Sagrado Corazón, que es el fin mismo de nuestra vida y que exige, igualmente, los contactos con los hombres, para ser vivida en plenitud» (AUC, 192).

–Redentores con Jesús: el Sagrado Corazón de Jesús y la vida contemplativa de las Fraternidades

Recorriendo a grandes trazos la historia de la vida religiosa contemplativa, el Padre Voillaume señala que a partir de los tiempos modernos, ella tiende a salir del claustro y a penetrar la vida cotidiana de los hombres para asumir, tanto sus necesidades y sus penas, como la expiación de sus pecados. Esto, afirma, parece corresponder a un desarrollo de la espiritualidad cristiana que busca cada vez más su fuente y su camino en la contemplación del misterio del Corazón de Jesús. Las revelaciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María van a abrir una nueva etapa en la oración de las almas contemplativas.

El fin de la contemplación ya no será únicamente la búsqueda sólo de Dios, sino la tendencia a identificarse y asimilarse a la vida del Corazón de Jesús, Redentor del mundo. Esto supone, además, un acento cristocéntrico sobre la vida contemplativa, en la que Jesús comunicará sus inquietudes y sufrimientos, asociándola a su trabajo redentor.

«Es en esta línea donde se insertará la espiritualidad del Padre de Foucauld y sus Fraternidades, centrada totalmente sobre el misterio del Sagrado Corazón de Jesús Redentor. Ya hemos hecho notar esta particularidad de la espiritualidad del Padre, quien desde un comienzo asoció a la vida de Nazaret la intensa actividad redentora del Sagrado Corazón [...], ese impaciente deseo de salvar, por la inmolación de sí mismo, del cual el alma del oscuro obrero de Nazaret debía desbordar, en el silencio de sus relaciones con el Padre» (AUC, 195).

También los Hermanitos deberán centrarse en el Corazón de Jesús, si buscan penetrar en el misterio de Nazaret:

«La vida de Nazaret es Jesús permaneciendo treinta años sin actividades exteriores definidas: un Hermanito no puede vivir en Nazaret si su vida entera no está en conformidad con la vida y con la actividad íntima de Jesús, con la de su Sagrado Corazón» (L/I, 289).

Si bien son muy pocos los textos en los que Charles de Foucauld se refiere a la devoción al Sagrado Corazón considerándola en sí misma, advertimos, sin embargo, con facilidad, que la vida del Corazón de Jesús se encuentra para él subyacente a todo, y emerge a cada instante como algo tan natural, que pareciera hacerle innecesaria una referencia más explícita. El culto al Sagrado Corazón es, en el Hermano Carlos, inseparable del de la persona misma de Jesús. Y la necesidad imperiosa de asemejarse al Señor que él experimenta desde un comienzo, lo lleva a querer conformarse con los sentimientos de su Corazón. Esta búsqueda de conformidad hace nacer en él un deseo de inmolación, que se expresará primeramente en el anhelo del martirio. Pero habrá luego en él una actitud de constante inmolación interior, traducida particularmente en su voluntad de participación, mediante el sufrimiento, en el trabajo redentor de Jesús:

«Deseo de sufrimientos para devolverle amor por amor, para imitarle, [...] para entrar en su trabajo, y ofrecerme con El, la nada que yo soy, en sacrificio, en víctima, por la santificación de los hombres» (Ch. de Foucauld, Écrits spirituels, París 1947, 67).

Los Hermanitos participan de esta vocación, y son llamados, junto al Hermano Carlos, a ser «redentores con Jesús»*.

*[Así el título de una importante carta del P. Voillaume, donde expone esta dimensión de la vida de las Fraternidades: AUCM (Sauveurs avec Jésus), 215-229. Traducida en la versión castellana como Redentores con Jesús]:

«Amamos a Jesús: Queremos compartir toda su labor de Redentor y todos sus sufrimientos. [...] Se trata de haber llegado a comprender bien el sentido de la Cruz en nuestra vida, y de haber aceptado alegre y generosamente que Jesús nos haga entrar en su trabajo. Es preciso que nuestra alma esté dispuesta a acoger el sufrimiento, a comprender su valor, y a amarlo poco a poco. Esto debe llegar a constituir un estado de alma permanente, que debemos trabajar por establecer en nosotros desde ahora. Se le podría llamar espíritu de inmolación, lo que indica el valor de sacrificio y de oblación que otorga esta disposición del alma a todos nuestros actos» (AUCM, 216-219)*.

*[Voillaume declara, en numerosas oportunidades, la influencia que tuvo sobre él Santa Teresa del Niño Jesús en lo que se refiere a la comprensión del sentido redentor del sufrimiento humano en la vida espiritual (cf. HIST, 1,146-147; 1,162; 4,59-60; 5,46)].

«Estableciendo vuestra alma en este estado de inmolación conseguiréis la unidad de vuestra vida, que de este modo se transforma como en un solo acto vuelto hacia Dios, en una oblación vivida a cada instante. Es por esto por lo que nuestra vida es verdaderamente contemplativa. Pero lo es en un espíritu de reparación, de redención, lo que le confiere su matiz particular» (AUCM, 229).

Esta aspiración de los Hermanitos a unirse enteramente al Corazón de Jesús no podrá llevarse a cabo sin padecer una profunda preocupación por la redención de los hombres y por sus sufrimientos. Porque todo configura una misma realidad, en la unidad del Cuerpo místico del Redentor.

«Los hombres están demasiado cerca del Corazón de Jesús como para que sus sufrimientos, sus miserias físicas y morales, no hubieran tenido en él una profunda resonancia. Nosotros también habremos de experimentar, consecuentemente, todos esos sufrimientos» (AUC, 197).

«No busquemos no ver, u olvidar, o distraernos de todos esos males que agobian a nuestros hermanos. Al contrario, nuestra alma debe llegar a ser enteramente receptiva de las preocupaciones y de todas las miserias de los otros. No encerremos nuestra vida interior en un oasis de indiferencia, bajo el pretexto de preservar nuestro recogimiento. Dejémonos invadir por todo el sufrimiento, todas las desesperanzas, todos los gritos de angustia de la humanidad. Somos totalmente solidarios en Cristo. Nuestros coloquios silenciosos con Jesús deben sensibilizarnos cada vez más para experimentar dolorosamente todo aquello que hace mal a nuestros hermanos e, inversamente, toda esta pena experimentada por nosotros a causa del sufrimiento de nuestros hermanos debe conducirnos a comprender mejor el abismo misterioso del corazón de Jesús» (AUC, 202).

Advierte, sin embargo, Voillaume, sobre un riesgo: «El escollo que ha de evitarse es el de llevar esta compasión a una sensibilidad malsana, replegándonos sobre este sufrimiento, o dejándonos aplastar por él. La alegría de la cruz ha de dominar todo. Nuestra compasión no debe ser piedad o compasión puramente sensibles. El estado de nuestra alma ha de estar en comunión con el misterio mismo de Cristo y, consecuentemente, incluir la paz y la alegría inenarrables de las que el fondo del alma del Verbo encarnado estuvo siempre inundado. El riesgo principal de estos contactos es, pues, que ellos no repercutan en nosotros sino de un modo sensible y humano. De allí la constante necesidad de una unión muy pura con Jesús, a la que debe conducirnos nuestra vida eucarística; sólo ella podrá elevar poco a poco a la realidad de una participación en el misterio de la Cruz de Jesús, aquellas preocupaciones, fatigas y sufrimientos que nos alcancen nuestros contactos con los hombres» (Ib., 202-203).

Uno de los motivos que más influyeron para que los Hermanitos abandonaran la vida claustral fue el deseo de compartir, de una manera efectiva, la suerte de los desheredados. Pero el contacto y las relaciones con los hombres no fueron sólo exigidos para la realización de una vida pobre, sino también «por la verdad misma de una vida contemplativa que tiene por término la unión a Cristo entero, el Cristo con todos sus miembros, y esta vida quiere ser una participación real en los sufrimientos de la Cabeza y de los miembros» (AUC, 199).

«El tipo de vida contemplativa que nos ha legado el padre Charles de Foucauld no sólo se distingue por el hecho de que se viva en medio del mundo y compartiendo la condición de la gente pobre (esto implicará, por lo demás, una transformación de los medios de la vida contemplativa); va más allá, puesto que esa vida contemplativa, centrada en el Corazón de Cristo, se abre al misterio de la caridad para con los hombres, contemplada en su fuente divina» (CONT, 61).

Será entonces en la contemplación del Corazón de Jesús y en la asimilación a él, donde alcance su unidad la vida contemplativa de las Fraternidades. Allí se conjugan elementos aparentemente contradictorios, que configuran la vida religiosa de los Hermanitos.

«Toda la vida del padre Charles de Foucauld está consagrada al Corazón de Cristo como único lugar donde se encuentran [...] esos dos movimientos de amor aparentemente tan diversos, en las condiciones de su realización concreta: el que nos impulsa a amar a Dios hasta la separación de lo creado, y el que nos mueve a amar a los hombres con una total presencia a sus tareas terrenas cotidianas» (CONT, 62).

Si bien más adelante desarrollaremos con mayor detenimiento la dimensión eucarística de la vida de las Fraternidades, parece necesario, sin embargo, señalar aquí la íntima relación que existe, en la vocación de los Hermanitos, entre su participación en el misterio del Corazón de Jesús, y su vida eucarística. Ya Carlos de Foucauld presentaba claramente asociadas estas dos realidades en su experiencia espiritual. Voillaume se preocupó, a su vez, de que esto no se perdiera de vista en la experiencia espiritual de las Fraternidades:

«Este estado de ofrenda al sufrimiento por amor, que tiende poco a poco a hacerse como habitual [...], no hace sino explicitar el carácter de víctima en unión con Cristo, impreso por el bautismo en nuestras almas. En la Misa es donde ejercemos litúrgicamente este carácter, ofreciéndonos realmente con Jesús. No tengo, pues, necesidad de insistir aquí sobre la importancia primordial del Sacrificio Eucarístico en nuestra vida de redentores.

«En la Santa Misa es donde realizamos al máximo esta comunión con Cristo crucificado y ofrecido, debiendo ser, nuestra vida de inmolación, su realización diaria» (AUCM, 227).

2. «A ejemplo de Nazaret»

Tan pronto como el Padre de Foucauld descubrió en el Evangelio que era preciso «encerrarlo todo en el amor», y que éste último «tiene por efecto primero la imitación», no sintiéndose llamado a imitar la vida pública de Jesús en la predicación, sintió que «debía imitarlo en la vida oculta del humilde y pobre obrero de Nazaret» (Ch. de Foucauld, Lettres à Henry de Castries, París 1938, 96-97). Considera, en este sentido, Voillaume, que «desde el día de su conversión hasta su muerte, en el transcurso de una existencia con etapas tan contrapuestas en apariencia, este ideal se presenta como el punto fijo al que se refieren todas sus aspiraciones» (AUCM, 187). Así lo vemos expresado en una de las anotaciones de su Diario:

«Toma [...] como objetivo la vida de Nazaret, en todo y para todo, en su simplicidad y en su amplitud, no sirviéndote del Reglamento sino como de un Directorio, que te ayudará, en ciertas cosas, a entrar en la vida de Nazaret [...]: nada de hábito –como Jesús en Nazaret–; nada de clausura –como Jesús en Nazaret–; nada de alojamiento alejado de todo lugar habitado, sino cerca de una aldea –como Jesús en Nazaret–; no menos de ocho horas de trabajo al día (manual o de otra clase; siempre que sea posible, manual) –como Jesús en Nazaret–; ni mucho terreno, ni gran alojamiento, ni grandes gastos, ni siquiera grandes limosnas, sino extrema pobreza en todo –como Jesús en Nazaret–. En una palabra, en todo: Jesús en Nazaret» (Ch. de Foucauld, Oeuvres Spirituelles, 369-370).

La vida de Nazaret

Dos elementos esenciales configuran, según Voillaume, el ideal de vida religiosa que, inspirado en Nazaret, concibió el Padre de Foucauld.

a) En primer lugar, Nazaret encarna para él un cuadro de vida religiosa que deberá integrar, salvaguardándolas a la vez, la pobreza real del alojamiento y del nivel de vida, así como la inseguridad y el duro trabajo que son propios de una familia obrera.

El Hno. Carlos estuvo fuertemente atraído por la dimensión de humildad social que el trabajo manual confería a la vida de Nazaret. Esto influye decisivamente en su vocación; por ello, en gran medida, deja la Trapa. Por ello, también, se resiste durante mucho tiempo a la posibilidad del sacerdocio, por temor a que la dignidad del ministerio le impusiera un comportamiento social incompatible con la imitación de la pobreza obrera.

«Es preciso no olvidar este aspecto muy importante [de la comunidad social de destino con los pobres] que ha dado origen a la Congregación de los Hermanitos de Jesús y a las Hermanitas, porque todo procede de aquí. Si esta Congregación está llamada a vivir mezclada con los pobres y a abrazar una pobreza social, y no sólo una pobreza religiosa (porque es preciso distinguir bien estos dos géneros de pobreza), es a causa de esta intuición que ha tenido el Padre de Foucauld» (FRA-SEC, IV-Nazareth, 3)*.

*[Recuerda Voillaume a «los Hermanitos y las Hermanitas del Padre de Foucauld, [que] tienen, como primera misión, convertirse en hermanos y hermanas de los pobres, no sólo amándoles, sino perteneciendo socialmente con toda su vida a la clase de los pobres. [...] La pertenencia al mundo de los pobres arrastra para las Fraternidades la obligación de vivir de su trabajo, sin poder recibir limosnas. Acarrea también consigo la elección del barrio y del alojamiento, la hospitalización en caso de enfermedad, un cierto modo de vivir y de alimentarse» (AUCM, 33 y 36)].

«El trabajo manual de los pobres debe ser para la Fraternidad, como para Jesús y su familia, el medio normal de subsistencia. Existe una estrecha vinculación entre este género de trabajo y la pobreza. [...] El hecho de compartir el trabajo cotidiano para vivir es lo que realiza, principalmente, la asimilación de la Fraternidad al mundo de los pobres: sin compartir esto, la pobreza del alojamiento y de la vida, el conocimiento del medio, inclusive la amistad, serían insuficientes. El hecho de vivir del trabajo de las manos constituye, por esta razón, un elemento esencial de la Fraternidad, sin el cual ella no podría ser fiel ni a su misión ni a su espíritu» (R-62, 324-325).

b) Hubiera sido posible mantener la imitación de la vida de Nazaret en un marco de clausura, silencio y retiro efectivo, lo que le habría conferido una fisonomía monástica tradicional; y esto es, en efecto, lo que el Padre de Foucauld se esforzó en realizar durante algún tiempo: los Reglamentos redactados por él en 1896 y 1899 prescriben una clausura estricta, y su primera fraternidad en Beni-Abbés tenía ya como un esbozo de muro. Pero con el andar del tiempo abandonaría toda idea de separación, para vivir, por el contrario, en estrecho contacto con los hombres que lo rodeaban. He aquí el segundo elemento original en el ideal de vida religiosa, concebido por el Hno. Carlos de Jesús, en imitación de Nazaret.

En numerosas ocasiones el P. Voillaume afirma que esta presencia en medio de los hombres, que caracteriza la vida de las Fraternidades, es únicamente comprensible si tiene como fin el apostolado, entendido éste en su sentido más amplio –habida cuenta de la forma singular en que se desarrolla el apostolado de los Hermanitos–.

Es éste, sin embargo, un tema respecto del cual el padre Voillaume no siempre mantuvo la misma postura: Los contactos con los hombres, que la vida de Nazaret supone, ¿están justificados únicamente en orden a ese apostolado silencioso de las Fraternidades, al que más arriba nos hemos referido?. (En favor de esta tesitura: AUCM, 28-31; 191; 200-205; R-62, 22-25; HIST, 10,557-561; 10,608-609, 28-31; 191; 200-205; R-62, 22-25; HIST, 10,557-561; 10,608-609).

¿O son parte integrante de su vida contemplativa, dándole a ésta, incluso, su configuración propia, y no siendo, en este caso, el apostolado, sino fruto, por irradiación, de esa misma vida contemplativa? En favor de esta última postura, encontramos que Voillaume declara lo que sigue:

Los contactos «con los hombres, en el espíritu de Nazaret y de la Visitación [...], son parte integrante de nuestra vida de oración. No hay que imaginarlos como momentos más o menos tolerados de dispersión y disipación, de una vida interior trabajosamente acumulada en los momentos de silencio y oración. No, esos contactos, vivificados evidentemente por nuestra unión a Cristo, deben convertirse, a su vez, en fuentes donde se alimentará nuestra vida de inmolación y de unión a Cristo Jesús» (AUC, 192).

Nuestras relaciones con los hombres son exigidas «por la verdad misma de una vida contemplativa que tiene por término de su unión al Cristo entero, al Cristo con todos sus miembros, y esta vida quiere ser una participación real en los sufrimientos de la Cabeza y de los miembros de ese gran cuerpo místico» (AUC, 199).

Los contactos con los hombres «no deben jamás proponerse la búsqueda de un fin apostólico. Representar nuestra presencia en medio de los hombres y nuestro género de vida como un método de apostolado sería falsearlo todo. No debemos buscar jamás la conversión y, menos aún, organizar nuestras actividades con vistas a ganar almas y acercarlas a nosotros. Si nuestra vida es un apostolado, es porque ella es, toda entera, la realización de una vida vivida con Jesús, con Jesús obrero, con Jesús redentor, Jesús viviente en sus hermanos los hombres» (Ib.).

Con todo, en El-Abiodh-Sidi-Cheikh, su estudio histórico sobre los Hermanitos de Jesús, Voillaume advierte sobre el riesgo de concebir el ideal de «Nazaret» acentuando la absoluta gratuidad de la contemplación, sin considerar su finalidad apostólica. Lo cual habría llevado a algunos a una cierta estrechez en la manera de entender sus relaciones con los hombres (cf. HIST, 10, 608-609).

Por último, cabe agregar que estos dos elementos constitutivos de «la vida de Nazaret» (pobreza/trabajo y contactos) no sólo han de influir sobre la configuración de la vida contemplativa de las Fraternidades sino, además, sobre la decisión de constituir pequeñas comunidades, lo cual caracterizará también la fisonomía de la Congregación. Recuerda, al respecto, Voillaume, que el Hno. Carlos de Jesús «vuelve a su primera idea de grupos pequeños, no sólo porque esto permite ser más pobres, sino también –y esto es fruto de la experiencia de sus últimos años– porque permite estar más cerca de los hombres, más mezclado entre ellos, multiplicándose a la vez los puntos de contacto» (AUCM, 28).

Nazaret y la vida contemplativa de las Fraternidades

Los religiosos de las Ordenes monásticas tradicionales se disponen a la oración contemplativa por el camino de la soledad, el aislamiento y el silencio. Voillaume considera que esta forma de oración no representa toda la oración ni la agota. En todo caso, no parece ser la que están llamados a tener, habitualmente, los Hermanitos de Jesús. Estos son llamados, por su estado de vida, a una verdadera y auténtica oración, pero que «no adoptará en su alma la misma forma que la oración del religioso de clausura» (AUCM, 97). No se desarrollará en iguales circunstancias de vida, y las condiciones de su ejercicio serán radicalmente diversas. La oración de los Hermanitos surgirá, con frecuencia, en medio del cansancio, del sufrimiento, de las dificultades de una vida de pobreza muchas veces atropellada.

«Los Hermanitos de Jesús están llamados a vivir un esfuerzo de oración y de fe que brotará, algunas veces, del sufrimiento de su propia vida y, más a menudo, tal vez, de la plena comunión con la miseria física y moral de quienes les rodean.

«Esta integración en la humanidad dolorida está ligada al brote de su oración, y no ha de existir, para ellos, un problema de dosificación en este sentido. [...] Hermanitos, no os extrañéis, por tanto, al descubrir que vuestra oración adoptará con mucha frecuencia la forma de un impulso doloroso, de una espera oscura o de una sed insatisfecha, orientada hacia Jesús Redentor. [...] El Espíritu Santo trabajará en vuestros corazones, y es oportuno que sepáis en qué dirección os llevará, para que no estorbéis su acción en vosotros, y a fin de que permanezcáis con toda calma en este modo de oración» (AUCM, 97-99).

Esta vida contemplativa peculiar que los Hermanitos llevan a cabo «arrojados en el mundo y en la miseria del mundo» (J. y R. Maritain, o.c., 78.), responde al ideal de vida religiosa que el Padre de Foucauld concibiera «a ejemplo de Nazaret».

«En esta intuición original del Padre de Foucauld, ¿se trata simplemente de una vida contemplativa llevada a cabo en medio de los hombres, especialmente entre los pobres, y compartiendo su condición trabajadora, sin que la naturaleza misma de esta vida contemplativa, y la actitud de corazón y de espíritu que ella implica en nuestras relaciones con los hombres sea fundamentalmente diferente de aquella que está implicada por una vida contemplativa llevada a cabo en el desierto? ¿O bien, más profundamente, se trata de un nuevo tipo de vida contemplativa, en la cual la misma contemplación, centrada sobre el Corazón de Cristo, se abre al misterio de la caridad hacia los hombres, contemplada en su fuente divina, y se encarna concretamente en una amistad realizada? [...] La vida de Nazaret así concebida es más que una simple forma exterior de vida: ella tiene exigencias profundas que le son propias. Esta intuición del Hno. Carlos está, pues, en la base de la vida religiosa de las Fraternidades de los Hermanitos de Jesús [y] concierne también, de una manera esencial, las Fraternidades del Evangelio» (R. Voillaume, Lettre aux Fraternités de l’Évangile; Béni-Abbès, 15-10-70, texto policopiado, s.l., s.a., 17).

«Nazaret», así presentado, parece configurar, entonces, de un modo peculiar, la vida contemplativa de las Fraternidades, no sólo en lo que respecta a su cuadro exterior de vida –ya original–, sino también en lo que se refiere a los caminos de su oración contemplativa.

El «misterio de Cristo, unido a la vida y al destino de la humanidad, así como al de cada hombre [...], está en el fondo del misterio de Nazaret, y confiere a la contemplación de los discípulos del Padre de Foucauld su naturaleza, sus caminos y sus expresiones propias. [...] Para todo discípulo del Hno. Carlos, se trate de los Hermanitos de Jesús o de los Hermanitos del Evangelio, esta identificación misteriosa entre Jesús y el hombre se convierte en objeto de contemplación en el corazón de Cristo. [...] Precisamente por esto, la vida contemplativa de un Hermanito de Jesús implica, por su misma naturaleza, el compartir la condición humana en su realidad existencial. [...] Pertenece al carácter propio de esta contemplación, expresarse a través de la realidad ordinaria de la vida humana, a la cual abraza con un amor que no cesa de ser el amor de Jesús» (Ib., 19-20).

Así lo confirma, asimismo, la experiencia de los mismos Hermanitos: «La imitación de Jesús en el misterio de Nazaret ofrece sus propios «medios» de vida contemplativa y, más aún, sus propios caminos de oración contemplativa» (Un piccolo fratello di Gesú, I Piccoli Fratelli di Gesù del Padre de Foucauld, «Vita Consacrata» 22, 1986, 508). «Muy pronto tuvimos la certeza vivida –afirma uno de ellos– de que «la vida de Nazaret» como y donde la llevábamos a cabo, estaba llena de múltiples provocaciones para la «oración de las pobres gentes» « (Ib.).

Reconocen, sin embargo, también, los Hermanitos, la ambivalencia que la «vida de Nazaret», considerada en sus condicionamientos humanos, presenta: «Nuestro enterramiento en el mundo [...] puede ser enriquecedor, estimulante, ocasión de superación o, por el contrario, ocasión de desaliento o insipidez en nuestro impulso hacia Dios. En este terreno no hay nada de automático: este enterramiento no es un medio de oración, sino materia, camino, llamado para nuestra vida de oración» (Petits Frères de Jésus, Chapitre Géneral 1966, Rapport d’Ollières, 10).

Señalan, asimismo, que su oración y su vida de unión con Dios no permanecen indiferentes frente a las realidades que, con mayor o menor profundidad, marcan su existencia cotidiana. Por un lado, el trabajo manual asalariado y la confrontación con la miseria y el desempleo; por otro lado, el encuentro con las grandes religiones no cristianas, o con un relativismo doctrinal desconcertante: «Respecto de nuestra vida teologal, todas esas realidades humanas o religiosas que repercuten en nosotros son ambivalentes. Ellas pueden estimular o disminuir nuestra vida de unión con Dios» (Ib.).

Otro tanto comprueban respecto de la «invasión» que sufre la vida de los Hermanitos por parte de las personas que los rodean: puede ser invitación al desposeimiento de sí mismo, como puede ser ocasión de dispersión, o de búsqueda de sí en una multiplicidad de «contactos».

Por eso, los mismos Hermanitos advierten sobre la necesidad de un discernimiento, para que las actividades y realidades que la «vida de Nazaret» supone, puedan alimentar realmente su vida de unión con Dios:

«Estas actividades deben ser objeto de un discernimiento realizado, a la luz de una fe viva, sobre la trama de nuestra vida cotidiana, la cual parece –o puede– hacer más o menos violencia sobre nuestro deseo de unión con Dios. Es únicamente a este precio como ellas deben y pueden ser integradas al movimiento que unifica y pacifica nuestra vida religiosa, en la donación a nuestro muy amado Hermano y Señor Jesús. Parafraseando a San Pablo, podría decirse que para unirnos a Dios, nos esperan aún, en nuestra vida misma de Nazaret, "la labor de nuestra fe, los trabajos de nuestra caridad, la constancia de nuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo, bajo la mirada de Dios, nuestro Padre" (1 Tes 1, 3)» (Ib. Compte-rendu 2, 5).

No obstante lo experimentado por los Hermanitos y lo afirmado por Voillaume en los textos más arriba citados, respecto del valor de la «vida de Nazaret» no sólo como cuadro exterior de su vida religiosa sino inclusive como matriz de una vida contemplativa peculiar, es preciso reconocer que en más de una ocasión encontramos al mismo Voillaume desandando los pasos que anteriormente diera en esta dirección. Sobre todo, puede sorprender que en El-Abiodh-Sidi-Cheikh, su estudio histórico sobre la vida de los Hermanitos de Jesús, al referirse en la conclusión a las características esenciales del carisma de la fundación, omita voluntariamente hablar de «Nazaret», por considerar que «este término se presta a múltiples interpretaciones, siendo, además, [...] herencia común de todos los discípulos del Hno. Carlos» (HIST, 10, 932).

Este alejamiento de Voillaume en relación a «Nazaret» refleja probablemente la preocupación que en más de una oportunidad le causaron algunos Hermanitos de Jesús o del Evangelio al interpretar de modo inexacto la imitación de la vida de Nazaret.

El tema de «Nazaret» es, así, uno de los que más fluctuaciones ha sufrido en el pensamiento de Voillaume. Es quizá aquí donde más claramente aparece el costo de su distanciamiento físico, a partir de los años 60, respecto de las Fraternidades. Pues pareciera que el paso del tiempo fue afianzando en los Hermanitos la valoración de las potencialidades que la «vida de Nazaret» posee en relación a su vida contemplativa propia, mientras que en Voillaume vemos sucederse períodos de mayor convencimiento con otros de vacilación o retractación.

—La oración de las pobres gentes

«Nuestra oración debe ser la oración de los pobres, la oración de los que penan y sufren» (AUCM, 112).

Una de las principales objeciones que solían hacerse al modo de vida de las Fraternidades era que el cansancio, el ruido y la pesadez del espíritu provocada por un esfuerzo físico penoso y prolongado, quitarían toda posibilidad de llevar adelante una auténtica vida de oración. Los mismos Hermanitos reconocían, por lo demás, que llegada la hora de la oración, se sentían incapaces, la mayor parte del tiempo, de meditar y de pensar. Sin embargo, ellos experimentaban que Dios los impulsaba a una participación cada vez más completa en el destino de los pobres y, a la vez, a una auténtica vida de oración. Toda la cuestión estaba, pues, en saber si no se les ofrecía otro camino para avanzar hacia la unión con Dios en la oración.

«Aquellos que se ven privados de meditar debido a sus condiciones de vida, ¿se verían, por el mismo motivo, privados de orar? ¿No está la oración más allá de la reflexión? Los pobres no pueden meditar. No están dispuestos para ello, no poseen la cultura requerida, no conocen el mecanismo de la meditación, o bien están demasiado cansados. Participando de la vida de los trabajadores, tendréis que participar también de su modo de oración. Tampoco vosotros estáis dispuestos para meditar cuando regresáis a vuestra morada, atontados por el ruido de las máquinas de la fábrica, deshechos por el trabajo en el fondo de las minas, embrutecidos por las largas horas de trabajo al sol en una granja, con la cabeza pesada debido a la intoxicación producida por los gases que lanza al aire la fábrica de plásticos, o llenos de sueño después de las jornadas de pesca en el mar. No podéis meditar» (AUCM, 121).

«No debemos querer tomar otro camino que el que Dios nos ofrece. Debemos orar como podamos y no tenemos que inquietarnos intentando rezar como no podemos. No quiero decir que la meditación no juegue su papel en este proceso [...] Lo único que quiero decir es que la meditación no es oración, que ni siquiera es esencial como preparación a la oración cuando circunstancias independientes de nuestra voluntad nos obligan a seguir otro camino. Porque existe otro camino» (AUCM, 120).

Propone Voillaume entonces a sus Hermanitos, el recorrido de un camino más despojado, más adecuado a las condiciones físicas y psicológicas en las que los introduce la vida pobre y laboriosa de Nazaret, con la seguridad «de que Dios aceptará este itinerario reducido para las pobres gentes» (AUCM, 124).

«Sí podréis, a fuerza de valor perseverante y por medio de actos de fe y de amor sencillos y desnudos, sí podréis poneros delante de Dios, y esperarle, abriéndole el fondo de vuestro ser tal y como es. Espera de su venida en el deseo, pero ante todo, espera en esa sensación de impotencia, de miseria, de cobardía. El resultado será, con frecuencia, una oración dolorosa, tosca, aparentemente poco espiritual» (AUCM, 121-122).

«Sólo se trata de estar realmente presentes delante de Dios, no por medio del pensamiento, de la imaginación o de los sentimientos, los cuales quizá vagabundeen por otro lado, sino por el deseo, constantemente renovado, de nuestra voluntad. Muchas veces la única manera a vuestro alcance de poder expresar esta voluntad, será permaneciendo físicamente presentes, de rodillas, a los pies del Tabernáculo. Y esto bastará. Esta aspiración silenciosa de vuestro ser hacia Dios, si es auténtica, representa infinitamente más que la meditación o la lectura. [...] No temáis aceptar el vacío de pensamiento y de sentimiento, con tal que no haya sido provocado artificialmente por medio de vuestros esfuerzos, y con tal de que hagáis pasar a ese vacío la espera silenciosa, valiente, dolorosa tal vez, en todo caso oscura, de la visita divina» (AUCM, 126-127).

Añadirá Voillaume que los Hermanitos no han de temer extraviarse por este camino, con la condición de perseverar. Esta es la única condición esencial. Y recuerda que, reuniendo todas las enseñanzas de Jesús acerca de la oración, no encuentra uno, prácticamente, sino una sola recomendación: la perseverancia. Olvidamos con frecuencia que esta recomendación demuestra, precisamente, que Dios se propone hacer el resto (cf. AUCM, 124).

«Esta convicción es la que tenéis que grabar en el fondo de vuestro corazón: creer que ese camino es bueno, que es un camino de atajo que lleva a la unión en la fe, y que Dios vendrá para hacer vuestra oración a pesar vuestro. No se cree en esto suficientemente, por eso no llega uno a acostumbrarse a la idea de una oración sin forma» (AUCM, 122. cf. R-62, 93. En relación a este tema de la oración de las pobres gentes, véase también PV, 3-15, 3-15).

—Nazaret y el desierto

Si bien Voillaume alienta a los Hermanitos a perseverar por el camino de las pobres gentes, es consciente, sin embargo, de los riesgos propios de su modo de vida. La fatiga, el embotamiento de la inteligencia, la agitación y el ruido continuo pueden, a la larga, alterar el silencio interior del corazón. Por eso juzga indispensable que los Hermanitos procuren, a intervalos regulares, un tiempo para la reflexión acerca de la fe, del Evangelio y de sí mismos, con objeto de no engañarse sobre las propias disposiciones interiores.

«Inspirados por la contemplación de Cristo en Nazaret, los discípulos del padre Charles de Foucauld eligen compartir, como marco y materia de su vida religiosa contemplativa, los trabajos y las condiciones de vida de los pobres, exponiéndose así a quedar privados, de manera casi habitual, de un mínimo de silencio, de libertad de espíritu y de tiempo dedicable a la oración prolongada, cosas todas ellas consideradas generalmente como medios privilegiados, si no indispensables, de una oración contemplativa. Sin embargo, para los hermanitos el valor de estos medios no es objeto de contestación. Experimentan incluso la necesidad urgente de volver a ellos periódicamente, acentuando en lo posible su densidad espiritual. Estos períodos de recomienzo se distinguen por un carácter de absoluto silencio, de soledad y de despojo propio del desierto» (CONT, 63-64).

A lo largo de los años 50, y respondiendo a ciertas aspiraciones que iban surgiendo en la Fraternidad, las cartas del padre Voillaume robustecerían en ella algunas observancias tradicionales de la vida contemplativa, por el espíritu y la práctica del desierto.

En un comienzo se había puesto el acento sobre la santificación del domingo y sobre los retiros mensuales y anuales. Luego se incorporan otras prácticas, tales como la cuarentena en soledad, que precede a la profesión perpetua, o la instalación de una ermita en los alrededores de cada fraternidad. A continuación del Capítulo General de 1966 se instauró el «año de desierto», que realizarían los hermanitos diez años después de su salida de la fraternidad de estudios.

La extensa carta El camino de la oración, contenida en el primer volumen de las Cartas a las Fraternidades, es, por otra parte, clara muestra de esta tendencia a la que venimos aludiendo. Redactada a fines de 1958, responde a una consulta general en la que los Hermanitos expusieron los interrogantes que por entonces se planteaban respecto de la oración, y las dificultades con que tropezaban para ser fieles a ella. Habían pasado ya varios años desde que Voillaume escribiera La oración de las pobres gentes. Esta nueva carta, sin querer de ningún modo contradecir lo expuesto anteriormente, revela, sin embargo, el esfuerzo por incorporar mejor, tras ese tiempo de experiencia, los medios tradicionales de unión con Dios, aunque adaptados a la situación propia de las Fraternidades*.

*[En El camino de la oración, y relacionando ambas cartas, advierte Voillaume a los Hermanitos sobre el riesgo de caer en estado de pasividad, sin aprender a orar y sin reaccionar contra las dificultades exteriores de la oración, apoyándose para ello en lo expuesto por él en La oración de las pobres gentes (cf. L/I, 199). Hace notar, incluso, Voillaume, en otra carta, que el hecho de llevar a cabo la vida contemplativa mezclado entre los hombres, con sus preocupaciones y sufrimientos, «supone absolutamente una formación previa del espíritu de fe, y la adquisición de un hábito de oración, fruto de un esfuerzo fecundado por la acción escondida [...] del Espíritu de Jesús en nosotros» (L/II, 263). Hay que apuntar también, que en una carta escrita por Voillaume en 1961, reflexionando sobre la formación para la oración que la Fraternidad debía proporcionar a los Hermanitos, revaloriza de modo notable el lugar de la meditación en ese proceso (cf. L/III, 51-55).

Los Capítulos Generales de 1966 y 1972 pondrían, asimismo, de manifiesto, la preocupación de los Hermanitos por ahondar en esta búsqueda.

Insistirá Voillaume, por lo demás, en numerosas ocasiones, sobre la necesidad de ir adquiriendo un ritmo de alternancia entre la vida habitual de «Nazaret» y las idas al desierto: «Debemos ir sin cesar del desierto a los hombres y de los hombres al desierto, y dentro de la alternancia de esos estilos de vida exteriormente inconciliables y opuestos, se realizará, poco a poco, dentro de nosotros, la unidad espiritual de la vida de Nazaret» (L/II, 265). Ya en La oración de las pobres gentes señalaba la importancia de esto:

«Es necesario comprender bien el sentido de esta alternancia, que os lleva a perseguir la unión con Dios en dos direcciones de vida diametralmente opuestas. Por un lado, las jornadas de trabajo cargadas de fatiga, atropelladas por la importunidad de aquellos que tienen necesidad de vosotros, os obligarán a tener una oración oscura, informe, a veces dolorosa, de la que ya conocéis ahora su valor de purificación y de unión con Dios en la fe. Por otro lado, las horas de recogimiento más prolongadas, las horas de silencio, os encontrarán, a causa del contraste, como un poco psicológicamente inadaptados, por lo menos al comienzo. Es normal. De esta manera os obligarán a un esfuerzo espiritual en el plano de la lectura meditada y de la profundización de la fe [...].

«Estos períodos alternos de vidas diferentes son para vosotros una garantía de verdad en la fe. Entregándoos generosamente a una y otra, sin intentar eludir lo que cada una de ellas os ofrece de desasimiento, de entrega generosa, evitaréis los riesgos inherentes a cada una de estas formas de vida. Vuestra oración, vuestra fe, vuestro amor de Dios y de los hombres, estarán al abrigo de las ilusiones. Por lo que concierne a la oración [...], os veréis constantemente constreñidos a abordarla en tales condiciones que os obligarán a un esfuerzo de fe, ya se trate de la hora de adoración al atardecer de un día de trabajo, o del silencio que guardaréis durante una jornada de retiro» (AUCM, 133-134).

Por último, es conveniente reparar, una vez más, en el lugar primordial que la «vida de Nazaret» ocupa, en la vida contemplativa de las Fraternidades. De lo contrario, correríamos el riesgo de pensar que ésta se constituye fundamentalmente sobre las «huidas» al desierto.

«Insisto en el valor de acercamiento hacia la unión divina que tiene en nuestro ritmo de vida el período de trabajo y el de fatiga. No es tiempo durante el cual vivimos como de algo adquirido, consumiendo energías espirituales almacenadas durante nuestros momentos de retiro; como si fuera un depósito que se llenó y se vacía en poco tiempo. Semejante concepto es totalmente falso. [...] En ese estado de expropiación de nosotros mismos en el que nos sumerge el esfuerzo valeroso para orar al atardecer de una jornada agotadora, estamos tanto, y a veces más, a la disposición de la acción santificante del espíritu de Dios, que en el transcurso de un reposo apacible en la lectura meditada, hecha en el umbral de una jornada silenciosa; pero uno y otro son los dos elementos que aseguran, al abrigo de las ilusiones, el equilibrio y la profundización generosa de nuestra vida por Dios» (AUCM, 135).

3. «Adoración de Cristo en el sacramento de la Eucaristía»

El amor del Padre de Foucauld por la persona de Jesús, que tras su conversión determina prácticamente todas sus actitudes y aspiraciones, lo encontramos expresado en sus dos grandes devociones: la Eucaristía y el Evangelio. «Su oración –sostiene Voillaume– brota de su fe en la presencia real de Jesús, y su meditación, siempre escriturística, es la forma revestida de su culto a la Palabra de Dios contenida en la Biblia» (Id., La vie de prière du Père de Foucauld, en L’oraison, París 1947, 103).

Los Hermanitos, tras él, tendrán en la palabra de Dios y, más particularmente, en la Eucaristía, el camino por donde encontrar y conformarse a Jesús.

La Eucaristía en la vida del Padre de Foucauld

Desde su estancia en Tierra Santa, cuando llevaba a cabo su vida escondida en la cabañita de madera del jardín de las Clarisas (1897-1900), el alma del Hno. Carlos de Jesús quedará marcada profundamente por su fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Es bajo este aspecto como se le presentará primeramente el misterio eucarístico. Se siente poseído por un gran deseo de hacer oración delante del Tabernáculo, y las exposiciones del Santísimo Sacramento son para él fuente de una felicidad muy honda. Le agrada asistir a todas las misas que se celebran en el monasterio.

Y, lo que es más importante, en el concepto ideal que se formó entonces sobre la «vida de Nazaret», el Smo. Sacramento se constituye en el elemento primordial en torno al cual todo se organiza: es precisamente la presencia de Jesús la que configura a la Fraternidad con la verdadera casa de Nazaret. Esto se verá cristalizado en el reglamento de los Hermanitos del Sagrado Corazón de 1899, que está concebido en función de esta idea.

En su concepción del misterio eucarístico, Charles de Foucauld es tributario del pensamiento de su época, y participaba por ello de las carencias propias del siglo XIX. Sabemos que, por entonces, la devoción y el culto al Smo. Sacramento no eran suficientemente vinculados, teológica y litúrgicamente, con el sacrificio eucarístico.

Con todo, si bien la piedad del Padre de Foucauld estuvo alimentada por esta espiritualidad, veremos que no se redujo a ella. Pues con el tiempo, este culto a la sagrada Hostia se irá abriendo a una vida eucarística más íntegra, por su configuración con Cristo, ofrecido en sacrificio al Padre y entregado en favor de sus hermanos.

Esta transformación comenzó a verificarse en Beni-Abbés, pero se puso particularmente de manifiesto cuando tuvo que escoger entre la regularidad cotidiana de la exposición del Santísimo en su ermita de Beni-Abbés, y el abandono de su capilla durante varios meses para salir en busca de los tuaregs, en virtud de una caridad que lo impulsaba a compartir su existencia. En Tamanrasset habría de estar seis años soportando la privación de la reserva eucarística, pues el Prefecto Apostólico había decidido no concederle esta facultad sino en caso de que hubiera cristianos en la vecindad.

El P. Voillaume expresa así lo que él entiende por una vida eucarística:

«Vivir una vida eucarística no es sólo creer en este misterio y adorarlo, en las efusiones de una devoción íntima o de un culto público; tampoco estriba en contentarse con participar en el divino sacrificio o en la comunión, como es deber de todo cristiano si no quiere dejar de vivir; consiste, a fuerza de amor y atraído por una gracia particular, en ser configurado a Cristo, tal como se nos manifiesta en el Sacramento, [...participando] de [la] oblación de Jesús a su Padre y de [su] ofrecimiento a los hombres en el alimento» (FPF, 97-98).

En esta perspectiva, el alma, nutrida en la contemplación eucarística, es abandonada y ofrecida al Padre, como Jesús en su Sacrificio, y entregada en alimento a sus hermanos, como el pan eucarístico. Una tal vida, observa Voillaume, puede en ciertas circunstancias, y para desarrollarse más plenamente, exigir el sacrificio de una parte de su culto eucarístico, que no es sino medio con relación a ella (cf. FPF, 98). Así explica que la vida del Padre de Foucauld

«es una, sin fisuras y sin contradicciones, no obstante las apariencias; [...] era necesario que él tuviera, a la vez, las largas adoraciones de Nazaret frente a la custodia, y la soledad sacramental de Tamanrasset, que consuma el don total del Hno. Carlos, entregado a los Tuaregs como en alimento, y a su Dios en inmolación. Lo propio del sacramento es producir lo que significa: era necesario que el alma del eremita del Hoggar fuera plenamente configurada a Jesús-Hostia» (FPF, 98-99). «Más tarde, cuando todo se haya consumado, cuando el Hermanito de Jesús caiga sobre la arena, no se encontrará ya la Sagrada Hostia en el Tabernáculo, sino yacente junto al cuerpo de su amigo, como si Dios hubiera querido señalar así la indisoluble amistad que unía, por encima de la muerte, a Jesús-Eucaristía y a su servidor. En este hecho no hay, sin duda, más que un símbolo, pero que expresa la realidad de lo que fue la trama de su vida» (AUCM, 20).

Por último, cabe agregar que en Charles de Foucauld, su vocación eucarística es inseparable de su amor al Sagrado Corazón y de su deseo de participar de su trabajo redentor: «Configurado por amor al Cristo eucarístico y al Corazón abierto en la Cruz, el Padre de Foucauld debía experimentar y reproducir en él la inmolación que redime. Este estado de víctima es el acabamiento, la conclusión de una vida eucarística plenamente vivida» (FPF, 102).

La Eucaristía en la vida de las Fraternidades

Reconociendo la huella que Charles de Foucauld dejó para el camino de las Fraternidades, el P. Voillaume declara:

«No podríamos imaginar el seguimiento del Hno. Carlos, sin compartir su amor por la Eucaristía. En el momento en que abandonamos la recogida soledad del desierto para vivir en el seno del bullicio y las solicitaciones múltiples de las muchedumbres, llevábamos con nosotros la Eucaristía, no sólo como un claustro, sino como la realidad de la presencia de Cristo en estado de perpetua ofrenda de sí y de intercesión, en el corazón de nuestra vida. La Fraternidad está centrada, en un sentido concreto y espiritual, sobre la Eucaristía, a la vez signo y realidad de su presencia» (HIST, 10, 933).

Al igual que el Padre de Foucauld, las Fraternidades tienen en la Eucaristía el centro de su vida; por una parte, porque el camino de su oración pasa habitualmente por la adoración eucarística; pero, por otra parte, también, porque participando de este misterio y prolongándolo en sus vidas, realizan su vocación de redentores con Jesús.

Los Hermanitos de Jesús, sostiene Voillaume, tienen la misión de venerar la presencia de la humanidad gloriosa de Jesús en el Santísimo Sacramento, y adorarle en nombre de la Iglesia y de los hombres a quienes están consagrados.

«Sin la presencia eucarística, tu vida ya no es una imitación de Nazaret, en el sentido en que la entendía el Hno. Carlos de Jesús, quien veía en la presencia eucarística y la adoración cotidiana del Santo Sacramento, la obra propia y característica de la Fraternidad. La adoración eucarística no es ciertamente la única forma, pero sí la forma más importante de la plegaria y de la oración contemplativa para un Hermanito de Jesús» (R-62, 112).

«Por cierto que el Padre de Foucauld, para permanecer fiel a una llamada excepcional de la caridad, no dudó en sacrificar, durante varios meses, no solamente el culto sino hasta la presencia del Santísimo Sacramento y la celebración de la santa misa; pero no se determinó a este extremo sin vacilaciones y sin sufrimientos, y no cesó de aspirar al día en que le fuera dado volver a encontrar esta presencia tan amada, de la que tanto recibió, y que siempre fue para él, literalmente, el camino que conduce al Padre. Por obediencia a nuestra vocación, también podemos nosotros vernos forzados a privarnos de la misa ciertos días, y a veces hasta de la presencia eucarística. En este caso el Señor suplirá a las gracias que nos llegan ordinariamente a través del sacramento del Cuerpo de Jesús y a través de su culto, pero entonces deberíamos estar más deseosos que nunca de venerar el Cuerpo de Cristo y comulgar en él. [...] El culto eucarístico es un alimento y un apoyo indispensable para nuestra flaqueza, y jamás debemos privarnos de él por negligencia o fuera de la obediencia» (L/I, 217-218).

Sin embargo, observa Voillaume que la orientación eucarística de la Fraternidad no ha de confundirse con la vocación que caracterizó a algunas congregaciones adoratrices surgidas en los últimos dos siglos: No tienen por misión, los Hermanitos, asegurar la adoración solemne y continua del Santísimo Sacramento. Para ellos, como para el Hermano Carlos, el culto eucarístico es el signo en el que se expresa su comunión de todo momento con la actividad redentora de Jesús, por medio de la oración y del sacrificio de su propia vida.

«Nuestra principal actividad, la que justificaría por sí sola nuestra consagración a una forma de vida tan insensata como es la de un Hermanito, consiste en reproducir la Pasión de Jesús, en dejarle volver a vivir en nosotros sus sufrimientos [...] Tenemos que realizar nuestro lote de sufrimientos y de sacrificios: la comunión en el Sacrificio eucarístico debe nutrir este esfuerzo y fortalecernos con miras no solamente a aceptar la cruz en nuestra vida, sino hasta ir a su encuentro. [...] La Eucaristía es como el lazo que une a cada uno de nosotros y a cada una de nuestras jornadas, con su lote de pobres miserias y pequeños sufrimientos, con lo que sucedió en la hora del sufrimiento humano de Jesús» (L/I, 63).

Vemos, pues, que los Hermanitos están llamados a la realización de una vida eucarística. Esto implicará, según Voillaume, por una parte, el ofrecimiento de su vida a Cristo, en unión a su Sacrificio, y por la salvación de los hombres. Por otra parte, como la Eucaristía, que es también alimento, los Hermanitos han de entregarse a sus hermanos, «habiéndose transformado, por su contemplación eucarística, en algo "útilmente devorable"» (FPF, 105).

La lectura meditada de la Sagrada Escritura

Es preciso aludir, antes de terminar, al lugar de privilegio que el Hno. Carlos de Jesús y, tras él, las Fraternidades, confirieron a la Sagrada Escritura, en el desarrollo de su vida contemplativa.

El Hno. Carlos acompañó siempre su oración eucarística con la lectura meditada del Evangelio. Esa necesidad que experimentó de meditar –y de meditar por escrito– el texto evangélico, responde al amor ardiente que tenía por la persona de Jesús, que aparejaba una tal veneración por su palabra. Sabemos que exponía siempre –en una época en la que resultaba llamativo, por inusual–, al lado del tabernáculo, un ejemplar de la Sagrada Escritura. Era a Jesús mismo a quien él buscaba en los Evangelios, deseoso de conformar a él sus pensamientos, sus deseos, toda su vida (cf. Id., La vie de prière..., 110-111).

Voillaume recuerda a los Hermanitos que la lectura meditada de la Biblia y, en particular, de los libros del Nuevo Testamento, ha de convertirse en el pan cotidiano para alimentación de su fe. En ella adquirirán el conocimiento del verdadero rostro de Dios y de Jesucristo, y del camino que han de recorrer para asemejarse a él (cf. R-62, 77-78).

«La lectura meditada de la Biblia es un medio indispensable para disponerte a la contemplación de los misterios de Dios. No puedes prescindir de ella. Es imposible una vida de oración ferviente, sin alimentar previamente tu espíritu, tu memoria y tu corazón, con la meditación de la palabra de Dios.

«La lectura meditada de la Sagrada Escritura debe igualmente imprimir en tu memoria los gestos de Dios y sus enseñanzas, con el fin de conformar a ellos tu vida. No progresarás en la comprensión de la Escritura, y del Evangelio en particular, si no pones en práctica lo que has leído. Es viviendo el Evangelio, "realizándolo", como se aclara, y recibes parte de la sabiduría divina» (R-62, 78).

Conclusión

La experiencia de esta vida contemplativa peculiar que llevan a cabo los Hermanitos de Jesús, ha sido reflejada y, a la vez, iluminada, por la palabra y los escritos del padre Voillaume.

El correr de los años fue ayudando a clarificar el horizonte y los caminos de la vida contemplativa de las Fraternidades. Se integraron también, en ese proceso de maduración, vacilaciones, fallos y rectificaciones. Hay incluso algunas cuestiones que, según hemos podido ver –al menos en el pensamiento de René Voillaume–, no han sido aún formuladas con la debida precisión. Sin embargo, no es difícil advertir la riqueza que representa, para la vida de la comunidad eclesial, esta presencia contemplativa en pleno mundo, en cuya espiritualidad se ven reflejadas muchas de las aspiraciones de vida evangélica surgidas en nuestro tiempo.

Fue así como numerosos laicos, sacerdotes y religiosos serían atraídos por la experiencia espiritual de las Fraternidades, sin cuyo testimonio, quizá, «muchos cristianos no habrían creído posible –señala Voillaume– llegar a una verdadera oración contemplativa, dentro de las condiciones ordinarias de la vida actual» (L/I, 315).

Para ellos también habló Voillaume en no pocas oportunidades. De esto quisiéramos dar cuenta en el próximo capítulo, exponiendo allí sus enseñanzas en torno al desarrollo de la dimensión contemplativa de la vida cristiana.