fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

XVIII. -La Virgen María y el sacerdote

María es Reina y Madre de todos los cristianos, y en especial de los sacerdotes. Por la semejanza que tienen con su divino Hijo, ve a Jesús en cada uno de ellos. Y la Virgen los ama no solamente porque son miembros del Cuerpo Místico, sino también por el carácter sacerdotal que llevan impreso en su alma y por los santos misterios que celebran in persona Christi.

Nadie ha comprendido como ella la misión que ejerce en la Iglesia el sacerdocio. ¿No es cierto que el sacerdote continúa en la tierra la obra de su Hijo por medio del ministerio de la predicación, de la administración de los sacramentos y, principalmente, con la inmolación de la divina víctima bajo los velos de las sagradas especies? Pues el más vivo deseo de María es el de ayudarnos, sosteniendo nuestra fragilidad y elevando nuestra alma.

Debemos estar íntimamente persuadidos de que es utilísimo encomendarnos frecuentemente, tanto cuando celebramos la santa Misa como en todas las ocasiones de nuestra vida, a la poderosa intervención de nuestra Madre celestial. Por lo mismo que conoce tan bien la dignidad de nuestro sacerdocio, sabe cuán necesario nos es el auxilio de la gracia.

Aunque no conoció el pecado ni estuvo sujeta a las miserias de los demás mortales, se puede afirmar, sin embargo, que María fue objeto de las mayores misericordias de parte de Dios, no ciertamente para perdonarla, sino para preservarla de toda mancha. Y María, a su vez, se muestra llena de condescendencia para con nosotros: Salve, Regina, Mater misericordiæ.

No es empresa fácil hablar de la Virgen María, porque lo que de ella se puede decir sobrepasa a cuanto pudiéramos expresar con palabras. Vamos, sin embargo, a intentar todos juntos considerar brevemente los fundamentos teológicos de nuestra devoción a María y la manera de ofrecerle un culto filial.



1.- La predestinación de María

En su acepción original, la palabra «devoción» significa el don total o parcial de sí mismo y de las actividades propias a una persona o a una obra. Ahora bien, los sacerdotes estamos consagrados a Dios y a las cosas de Dios con nuestras personas y con todas nuestras actividades.

Pero si Dios, en su inmensa bondad, ha querido amar y colmar de honores a una de sus criaturas, nuestra devoción a la suprema Majestad nos impone el deber de imitar su conducta y de rendir a esta criatura privilegiada el homenaje de nuestra veneración más profunda.

Y bien sabemos que la Santísima Virgen ha sido colmada de todas las gracias por la Santísima Trinidad. Sus prerrogativas la han elevado por encima de todas las demás criaturas y triunfa ahora en el cielo, a la diestra de Jesús, como reina de los ángeles y de los santos.

Para comprender en todo el alcance de nuestra fe el culto que debemos tributar a María, hay que remontarse hasta el decreto por el cual el Padre «tanto amó al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Jo., III, 16).

El Hijo de Dios pudo aparecer entre nosotros, si lo hubiera querido, como hombre maduro y perfecto. Hubiera bastado un simple deseo de su voluntad para revestirse de una naturaleza como la nuestra, sin tener que conocer el seno de una madre. En ese caso, el Salvador no hubiera sido propiamente «hijo del hombre», aunque Dios era muy dueño de otorgar el perdón a cualquiera otra clase de reparación.

Pero, en los arcanos de su sabiduría, escogió otro camino y quiso que el redentor de los hombres fuese, a semejanza de ellos, «nacido de mujer»: factum ex muliere (Gal., IV, 4). Y por eso, en el mismo decreto de la Encarnación Dios incluyó la elección de una mujer bendita entre todas que fuese madre del Salvador y madre de Dios.

Para medir la dignidad incomparable de María hay que hacerlo necesariamente a la luz de su predestinación. La Virgen estuvo presente en el pensamiento divino antes que todas las demás criaturas. Y por eso, la Iglesia canta de ella: «Túvome Yahvé como principio de sus acciones, ya antes de sus obras, desde entonces» (Prov., VIII, 22). ¿No es verdad que entre el Verbo encarnado y ella existe un nexo indisoluble? En los planes eternos, la voluntad de Dios se dirige a un mismo tiempo a la maternidad divina y a toda la obra de la redención.

San Beda expresa en términos precisos esta incomparable y gloriosa dignidad maternal. «Cristo, dice él, no tomó su carne de la nada ni de ningún otro lugar, sino de la Virgen. Si no lo hubiese hecho así, no hubiéramos podido llamar Hijo del hombre a Aquél que no tuvo origen humano» [In Luc., IV, 11. P. L., 92, col. 480]. Por eso, dijo el ángel a María: «Darás a luz un hijo»: Paries filium (Lc., I, 31), y por eso también pudo decir María a Jesús, cuando le encontró en el templo: «Hijo, ¿por qué nos ha hecho así?» (Lc., II, 48). Y el mismo Jesús, por haber nacido «en carne semejante a la del pecado» (Rom., VIII, 3), «no se avergüenza de llamarnos hermanos»: Non confunditur eos fratres appellare (Hebr., II, 11). No hay lengua capaz de expresar la inefable dignidad de la Virgen, cuyo hijo es una persona divina, el mismo que a ella le dio el ser: Genuisti qui te fecit.

Consideremos otro hecho que viene también a demostrarnos hasta qué punto quiso Dios honrar a María. El ángel le anuncia el altísimo fin para el que ha sido destinada. Pero Dios ha querido contar con el previo consentimiento de María para investirla de la dignidad de Madre de Dios de tal manera, que, en cierto sentido, se puede decir que el Señor ha subordinado la encarnación redentora al fiat de la Virgen. Sólo cuando ella lo pronunció, secundando amorosamente los planes de Dios, sólo entonces el Hijo de Dios se hizo hombre.

De esta admirable manera el Padre ha hecho de María la criatura más privilegiada de toda la creación, ya que en este solemne momento de la encarnación puede decirse que todo dependió de ella y todo nos vino por ella.

Esta divina maternidad de María es la razón de todas sus insignes prerrogativas: su Inmaculada Concepción, su exención de todo pecado, su santificación, que, «como la aurora que se levanta», velut aurora consurgens [Antífona de la fiesta de la Asunción], ha ido en continuo progreso desde la infancia de María hasta el día de su gloriosa Asunción, cuando fue coronada de gloria y de poder a la diestra de Jesucristo.

Como veis, la devoción a la Virgen no es una devoción más o menos voluntaria, sino que pertenece a la esencia misma del cristianismo. Dejaríamos de ser verdaderos discípulos de Jesucristo si no tributáramos a su Madre el respetuoso homenaje que demanda el misterio de la encarnación. La Iglesia reconoce esta incomparable excelencia, tributándole un culto superior al que rinde a los demás santos: el culto de hiperdulía.

Cuando, al cantar el Te Deum, los antiguos monjes de Cluny llegaban a las palabras: «Tú, deseando salvar al hombre, te dignaste bajar al seno de una Virgen»: non horruisti Virginis uterum, solían inclinarse profundamente. Si nosotros no imitamos este gesto, fomentemos al menos en nuestro corazón una profunda veneración hacia el estupendo misterio de amor que la Virgen María llevó en su seno.



2.- María es nuestra Madre

Por firme que sea este primer cimiento que hemos puesto a nuestra devoción mariana, vamos a considerar ahora otra de las razones que tenemos para honrar a Nuestra Señora: es nuestra Madre. El culto que le tributamos como hijos suyos nos hace más semejantes a Jesús, que tanto ama y venera a su Madre.

«No somos hijos de Dios sólo de nombre, sino con toda verdad» (I Jo., III, 1); pues de la misma manera somos hijos de la Santísima Virgen, ya que este apelativo no es una metáfora ni una figura, sino la expresión de lo que nos enseña la fe.

¿En qué nos fundamos para tener la dichosa certeza de que somos hijos de la Reina del cielo?

Sobre todo, en el dogma de nuestra incorporación a Cristo como miembros de su Cuerpo Místico. Una mujer se hace madre desde el punto mismo que comunica a otro su misma vida. Ahora bien, ¿de dónde nos viene en el orden sobrenatural esta vida divina que está destinada no a terminar con la muerte como nuestra vida corporal, sino a revestirse de gloria en la eternidad? Eva nos dio la vida natural contaminada con el pecado original; pero la vida de la gracia nos vino por María. María es la nueva Eva que, por su predestinación, está asociada al nuevo Adán. ¡Cuán eficaz fue su cooperación a la obra de la redención! Como acabamos de ver, el día de la Anunciación Dios quiso, en cierta manera, subordinar la venida de su Hijo al consentimiento de María. Desde entonces, la Virgen es la criatura privilegiada que comunica a todos los hombres este gran don de Dios que es la vida sobrenatural, ya que aceptó la dignidad de la maternidad plegándose enteramente a los designios de Dios que desde toda la eternidad la había elegido para que fuera madre de Cristo y madre de todos sus miembros.

Por eso, la liturgia canta, transportada de júbilo: «Pueblos redimidos, cantad a la vida que se os ha dado por la Virgen»: Vitam datam per Virginem, gentes redemptæ plaudite.

San Agustín expresa la misma idea: «Madre de Cristo en el sentido natural de la palabra, María se ha convertido espiritualmente en «madre de todos los miembros del cuerpo de su Hijo»»: Plane Mater membrorum ejus, quod nos sumus. ¿Y por qué así? «Porque, por su amor, ha cooperado [con su Hijo] a que nazcan en la Iglesia los fieles, que son sus miembros»: Quia cooperata est, caritate, ut fideles in Ecclesia nascerentur qui illius membra sunt [De santa virginitate, VI. P. L., 40, col. 399].

Pero será al pie de la cruz, en medio de los dolores de su compasión, cuando María será plenamente consagrada madre del género humano. Allí es donde puede decirse que la Santísima Virgen cumplió el último objetivo de su vida, allí es donde realizó en toda su plenitud el fiat de la encarnación y la misión que le había confiado la divina Sabiduría. Asociada a la inmolación de su Hijo y confundida con Él en la llama de un mismo amor, participaba de su misma voluntad de sumisión al Padre y de la misma intención de sufrir y de cumplir los designios eternos. En virtud de esta unión moral, puede decirse que María fue corredentora, aunque con entera subordinación al que es el único Mediador. Así es como ella nos ha engendrado a la vida sobrenatural y se ha convertido con toda verdad en Madre nuestra.

El mismo Jesús ha querido mostrarnos estas grandes verdades. Trasladémonos en espíritu al Calvario. Desde lo alto de la cruz, donde Él agoniza, ha pronunciado una palabra sublime, que sólo después de muchos siglos se ha llegado a comprender en todo el alcance de su significado. Para el corazón de una madre siempre son sagradas las palabras que pronuncia su hijo en el trance de la muerte. Y María amaba a Jesús como nadie le ha amado. Como madre suya que era y madre adornada y enriquecida con todos los dones de la gracia, amaba a su Hijo con toda la intensidad de su inmenso cariño.

¿Cuáles fueron las últimas palabras que Jesús dirigió a su madre? María estaba junto a Él al pie de la cruz, mirando de hito en hito al rostro de su Hijo y recogiendo todas sus palabras: «Padre, perdónalos…» (Lc., XXIII, 34). «Hoy estarás conmigo en el paraíso…» (Ibid., 43). Luego que hubo dicho esto, Jesús fijó sus ojos en ella y en el discípulo amado y pronunció estas palabras: «Mujer, he aquí a tu hijo» (Jo., XIX, 26).

Estas solemnes palabras de Jesús constituyeron para María un testamento de incomparable valor.

Nosotros podemos ver representadas en San Juan a todas las almas fieles que desde aquel punto iban a tener por madre a la Virgen María. Pero no debemos olvidar que el Apóstol San Juan fue ordenado sacerdote el día anterior en la última Cena y que, por este título, San Juan representaba de una manera especial a todos los sacerdotes de todos los tiempos. ¡Qué cosa más grata es para nosotros pensar que, en la hora de su muerte, la más solemne de todas, Jesús se dirigió a nosotros y nos confió a su madre en la persona de su discípulo amado!

Al aceptar nuestra condición de hijos de María, entramos plenamente en los designios misericordiosos del Señor. ¿No es verdad que el Padre nos «predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo?: prædestinavit nos conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29).

Estas palabras se refieren a todos los cristianos, pero de un modo especial a los sacerdotes. En virtud de la ordenación, la perfección sacerdotal consiste en que reproduzcamos en nuestra vida, con mayor perfección que el resto de los fieles, la imagen de Jesucristo.

Jesucristo es esencialmente Hijo de Dios e Hijo de María. Si no fuera el Verbo consustancial al Padre, no sería Dios; y si no fuera el fruto de las entrañas de la Virgen, consubstantialis matri, como dice San Beda, no sería el mediador que, en nombre de sus hermanos, satisfizo por los pecados y nos mereció todas las gracias. No podemos imitar enteramente a Cristo si no somos, como Él, hijos de Dios, aunque adoptivos, al mismo tiempo que hijos de María. Como veis, Jesús desea compartir con nosotros todo cuanto Él tiene de más sublime y aún todo cuanto es.

Puesto que hemos sido asimilados a Cristo por el bautismo y más aún por la ordenación, confirmemos esta gracia llenando nuestro corazón de respeto, de confianza y de devoción a la Santísima Virgen y esforzándonos por mostrarnos siempre como buenos hijos de tan buena madre, aprendiendo del ejemplo que Jesús nos dio el primero.

Nada más consolador para un alma sacerdotal que saber que la veneración y el amor que profesamos a la Virgen María es un excelente medio para llevar hasta su última perfección nuestra asimilación a Jesús.



3.- La dispensadora de las gracias

El poder que tiene la Virgen en la dispensación de las gracias constituye un nuevo fundamento de nuestra devoción mariana.

Bien sabemos que, como nos enseña San Pablo, «porque uno es Dios, uno también el mediador de Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (I Tim., II, 5). Tal es el orden establecido por Dios.

Pero subordinándolas totalmente a la mediación de Cristo, a sus méritos y a su acción eficaz sobre las almas, Dios ha querido establecer en nuestro favor otras mediaciones que nos faciliten el acceso al mundo sobrenatural. A esto obedece el carácter y el papel de intermediario que tiene la Iglesia visible; y a esto obedece también el privilegio de mediación que ha sido otorgado a la Santísima Virgen y el valor de intercesión que tienen los santos.

María fue la Reina de los mártires, puesto que ella participó más que ningún otro de los sufrimientos y de las humillaciones de Jesús. Por eso se le pueden aplicar, guardadas las debidas proporciones, aquellas palabras que San Pablo dice de Jesús: «Dios la exaltó, exaltavit illam, y le otorgó un nombre que está sobre todo nombre» (Philip., II, 9). La glorificó más que a los ángeles y a los santos y la hizo Reina de los cielos y distribuidora de los tesoros de su gracia.

Como sabéis, muchos teólogos opinan que es la medianera de todas las gracias. Dios no ha querido darnos a su Hijo sino por ella; y por eso quiere también que todas las gracias nos vengan por ella. Como ha dicho tan egregiamente Bossuet: «Una vez que Dios ha decidido darnos a Jesucristo por María, no cambiará nunca este orden que ha establecido, porque Dios no se arrepiente de sus dones. Es un principio de constante actualidad, que, una vez que hemos recibido por el amor de María el principio universal de todas las gracias, siempre continuaremos recibiendo por su mediación las diversas aplicaciones en los diferentes estados que integran la vida cristiana» [Œuvres oratoires, «Ed. Lebarq», V, pág. 609].

Esto nos demuestra porqué el Señor se complace en que invoquemos a su Madre como mediadora de sus perdones y de sus beneficios. Ella es nuestra abogada cerca de su misericordia. Sus oraciones y sus méritos interceden sin cesar a favor nuestro, hasta el punto de que la piedad cristiana se gloría desde hace siglos en proclamar que ella es «omnipotente por sus súplicas»: Omnipotentia suplex.

Siempre que nos postramos a los pies de Nuestra Señora, podemos decirle: «Mirad que soy sacerdote…» «Vuelve a mí esos tus ojos misericordiosos». María ve en nosotros no solamente un miembro del Cuerpo Místico de su Hijo, sino también un ministro de Jesús que participa de su sacerdocio. Ella ve en nosotros a su mismo Hijo y no puede rechazarnos, porque equivaldría a rechazar al mismo Jesús. Por eso, nosotros los sacerdotes podemos repetir siempre con mucha mayor confianza que los simples fieles: «Jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, o reclamado vuestro auxilio, haya sido abandonado de Vos» [Memorare].

Si alguna vez os sentís abrumados por vuestra miseria, recordad también lo que dice San Bernardo: «Si se levantan vientos de tentaciones…, llama a María. Si, confuso a vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado ante la idea del horror del juicio, comienzas a ser absorbido en la sima sin fondo de la tristeza, en el abismo de la desesperación, piensa en María, invoca a María» [Homilía 2ª Super Missus est. P. L., 183, col. 70].

No ignora Nuestra Señora que todo cuanto tiene lo ha recibido por gracia y privilegio y que todos los favores que lleva aparejados la sublime dignidad de su predestinación son un efecto de las bondades divinas. La Trinidad la eligió para que fuese Madre del Verbo encarnado. Su Inmaculada Concepción es como una diadema con que quiso adornarla desde el primer instante en que entró en este mundo, por los méritos de la pasión y muerte de su Hijo, previstos desde toda la eternidad en los planes divinos: Ex morte Filii sui prævisa, como lo proclama la Iglesia en la oración de la fiesta del 8 de diciembre. Si la Virgen no fue mancillada por el pecado y si la corriente que a todos nos envuelve en sus olas cenagosas no llegó hasta ella, fue únicamente debido a una disposición enteramente gratuita de la divina misericordia.



La Virgen María tenía plena conciencia de que era objeto de un inmenso amor por parte de Dios: Benedicta inter mulieres, y daba incesantes gracias al Señor por haber parado mientes en «la humildad de su sierva» y por haber realizado en ella grandes cosas (Lc., I, 48-49).

Por eso sabe nuestra Madre hasta qué punto nos es necesaria la gracia a nosotros, pobres pecadores, que somos tan débiles por naturaleza. ¿Cómo iba a poder nuestra alma, sin la ayuda de la gracia, viviendo como vive en contacto tan frecuente con el mundo, mantenerse en la atmósfera sobrenatural que le es indispensable al que es ministro de Jesucristo?

Tengamos, pues, una confianza inmensa y filial en la mediación de la Santísima Virgen. Acudamos a su patrocinio para presentar a Dios nuestras oraciones y buenas obras. Cuando en el ejercicio de nuestro apostolado nos encontramos con almas reacias, dominadas por el orgullo o víctimas de la desesperación, con almas por las que parece que nada queda ya por hacer, porque hemos agotado todos los recursos, confiémoslas a María.



4.- Nuestra devoción a María

Puede decirse, en términos generales, que la devoción del sacerdote a la Santísima Virgen consiste en comportarse con ella de la misma manera que lo hizo Jesucristo.

¿Cuál debe ser la práctica fundamental de nuestra devoción?

La Santísima Trinidad eligió libérrimamente a Nuestra Señora para que fuese la madre de Jesucristo. También nosotros podemos imitar esta santa elección divina consagrándonos a ella. Debemos ofrecer a María espontáneamente nuestra persona y nuestra vida, y esta práctica fundamental de la devoción mariana la debemos renovar con mucha frecuencia, por ejemplo, después de la Misa, ofreciéndonos a nuestra Madre y rogándola que vele sobre nosotros como veló sobre su Hijo.

Debemos, también, honrar a María con algunas prácticas especiales de piedad. No es que yo quiera sobrecargaros con demasiados ejercicios. Las devociones son como las flores de un jardín, que se van cortando una a una para formar un ramillete.

¿No es verdad que haríamos una cosa agradabilísima a la Santísima Virgen si cada día pusiéramos especial empeño en guardar escrupulosamente una prescripción litúrgica con la intención de honrar con ello a nuestra Madre? Así, por ejemplo, al decir el Communicantes en la santa Misa, las rúbricas nos mandan que hagamos una inclinación de cabeza al pronunciar el nombre de María; pues hagamos esta inclinación con todo respeto y amor. Tengamos también especial cuidado en decir con espíritu de piedad el Avemaría, que tantas veces repetimos al rezar el oficio divino, y lo mismo cabe decir del himno mariano que solemos rezar al fin del oficio.

Cuando la liturgia celebra las fiestas de la Bienaventurada Madre de Jesús, formemos explícitamente la intención de ofrecer el oficio divino y la Misa en honor de María y agradezcamos al Señor por «haber hecho maravillas en ella» (Lc., I, 49). Una de las más elevadas formas de amor divino es el admirar las perfecciones de Dios, complaciéndose en exaltarlas. Pues lo mismo puede decirse del amor a Nuestra Señora: el gozarse de sus privilegios, de la plenitud de su gracia y de la belleza incomparable de su santidad, bendiciendo por ello al Señor, es un hermoso homenaje de amor. Y cada una de las fiestas que la liturgia ha instituido en honor de la Virgen es un maravilloso cántico, en el que se exaltan todos estos privilegios.

Por lo que respecta a la devoción del rosario, hay algunos temperamentos que la menosprecian, diciendo que es una devoción propia de niños o de sencillas mujeres. Pero, ¿no fue, por ventura, el mismo Jesucristo quien dijo que para entrar en el cielo debemos ser humildes como los niños? (Mt., XVIII, 3).

Os voy a proponer una comparación que os ayudará a comprender la eficacia del santo rosario. ¿Os acordáis de la historia de David cuando derrotó a Goliat? ¿De qué se valió el joven israelita para derribar al gigante? De su honda, con la que le lanzó un guijarro que le dio en mitad de la frente. Si el filisteo es el representante de todas las potencias del mal, la herejía, el orgullo, la impureza…, las piedras de la honda, que son capaces de derribar al enemigo, son el símbolo de las Avemarías del rosario. Los caminos de Dios son completamente distintos de los nuestros. Solemos creer que para producir grandes efectos hay que emplear poderosos medios. Pero los criterios de Dios son completamente contrarios a los nuestros y se complace en emplear para sus obras los instrumentos más débiles: Infirma mundi elegit ut confundat fortia (I Cor., I, 27).

¿De dónde le viene al rosario su eficacia?

Ante todo, de las oraciones tan sublimes que lo forman. El Padrenuestro lo recibimos de labios de nuestro Señor Jesucristo como un trasunto del amor y de la santidad del Padre celestial; el Avemaría nos vino del cielo cuando el arcángel San Gabriel saludó a Nuestra Señora. Y la Iglesia, que conoce perfectamente las necesidades de sus hijos, ha añadido una plegaria, que nos hace repetir ciento cincuenta veces, para pedir a la Santísima Virgen que ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. ¿Hay, acaso, aún para los sacerdotes, petición que sea más oportuna y conveniente que ésta?

Además, la recitación del rosario nos trae al recuerdo los misterios más principales de nuestra redención. Aunque ya os lo he dicho en otras ocasiones, no está de más que os repita en este lugar que, de todos los pasos de la vida de Cristo, se desprende como una virtud de la que nos beneficiamos siempre que meditamos en las escenas del Evangelio. Esta devoción del rosario, hace que tributemos al Señor, por mediación de María, el homenaje de una consideración amorosa, al paso que vamos recorriendo los misterios de su infancia, los de su pasión y los de su triunfo glorioso y contribuye, por lo mismo, a que desciendan sobre nosotros con gran abundancia los auxilios divinos.

Añádase a esto que en todas y cada una de las acciones de la Santísima Virgen, tan sencillas y tan generosas, encontramos magníficos ejemplos de virtudes que imitar, al mismo tiempo que grandes motivos de esperanza, de caridad y de alegría.

Veamos, por ejemplo, el primer misterio: la Anunciación. ¿Hay algo más estimulante y provechoso que contemplar a la Virgen dialogando con el ángel? También nosotros saludamos a María, llena de gracia…, bendita entre todas las mujeres. Dice San Juan, a propósito de la encarnación: «el Verbo habitó entre nosotros», in nobis. Cuando contemplamos este sublime misterio, podemos acomodar el texto del evangelista, y decir: Verbum habitat in illa: «El Verbo habita en María», y reside en su seno virginal como Hijo suyo concebido por el Espíritu Santo.

Es un motivo de gran consuelo saber que nuestro Salvador, al entrar en el mundo, encontró un corazón como el de su madre, que le estuvo enteramente consagrado. Es verdad que Jesús vive también en cada uno de nosotros, pero nuestros pecados impiden que su vida alcance el debido desarrollo. Aún en las almas santas, su reinado se ve entorpecido por las imperfecciones a que están sujetas. Pero en María no ocurría así, porque le estaba enteramente consagrada hasta el punto de que no vivía sino de su amor: por eso el ángel la llamó gratia plena. Pidámosle, pues, que nos dé a este Cristo que ella concibió para nosotros.

En el misterio de la Visitación admiramos la caridad de la Virgen. La avanzada edad de Isabel y la proximidad del nacimiento de San Juan Bautista reclamaban la presencia de María en casa de su prima. La Virgen se trasladó allí «con diligencia»: Abiit… cum festinatione (Lc., I, 39), y apenas entró en la casa, Isabel, movida por el Espíritu Santo, la saludó con esta exclamación: «Bendita tú entre las mujeres», y añadió: «Dichosa tú que has creído. Porque, siguiendo una conducta completamente distinta a la de mi marido, que dudaba en dar fe a las palabras del ángel, tú has creído inmediatamente la maravillosa embajada que te trajo el arcángel San Gabriel».

La Virgen, al oír esto, prorrumpió en un cántico de agradecimiento al Señor: «Ha mirado la humildad de su sierva… Ha hecho en mí maravillas…» Las fórmulas del Magnificat están tomadas de diversos lugares de la Biblia y la Virgen las hizo suyas para poder expresar mejor los sentimientos de reconocimiento y de alegría que desbordaban su corazón. Todo el mundo interior de María –su humildad, su santa admiración, su amor– se revelan en estos admirables versículos. El espíritu de Jesús, que llenaba su alma, es el que le inspiró estas expresiones.

La Iglesia ha elegido sabiamente este himno para que lo cantemos nosotros todos los días en Vísperas, enseñándonos a alabar al Señor con los mismos acentos que su Madre.

De forma parecida podemos meditar los demás misterios que recordamos en el santo rosario. Si nuestra alma llegara a impregnarse de los sublimes misterios que evocamos al practicar esta devoción, encontraríamos una facilidad mucho mayor para nuestra oración.

Nos quejamos, a veces, de que al hacer la meditación nos encontramos vacíos de ideas. Nada tiene esto de extraño si no procuramos que nuestra alma se alimente de santos pensamientos.

¿No se podría afirmar que, si alguno no tiene aprecio a la devoción del santo rosario, es ordinariamente señal de que no se ha esforzado durante algún tiempo en recitarlo con la debida piedad?

No faltan quienes piensan que se pueden desgranar las cuentas del rosario sin prestar la menor atención a lo que dicen. Y están en un lamentable error, porque en toda oración, para que merezca el nombre de tal, hay que fijar la atención o en las palabras que recitamos o en Aquél a quien nos dirigimos.

Cuando el alma llega a penetrar el espíritu de la devoción del rosario, encuentra en su práctica las mayores delicias. San Alfonso María de Ligorio, durante su última enfermedad, no lo soltaba de la mano. Un día que el Hermano de su Congregación que le cuidaba estaba impaciente para llevarle a la mesa y servirle la comida, cuanto todavía no había terminado las Avemarías de la decena que estaba rezando, le repuso el santo: «Espere un momento, porque un Avemaría vale más que todas las comidas del mundo». Otro día que el Hermano le dijo: «Pero, Monseñor, ya habéis rezado el rosario y no es cosa de repetirlo diez veces», le respondió el santo: «Ignoráis, acaso, que mi salvación depende de esta devoción?».

¿No os habéis encontrado con sencillas ancianitas que lo rezan siempre con gran fervor? Pues haced cuanto está de vuestra parte para imitar su ejemplo. Humillaos a los pies de Jesús, porque nada hay mejor que hacerse niño cuando nos encontramos en presencia de un Dios tan grande.

Además de honrarla con el santo rosario, debemos guardar un recuerdo permanente y filial de Nuestra Señora. ¿No es, acaso, verdad que todo buen hijo se complace en recordar todo lo que en otro tiempo hizo su madre por él y cómo aún ahora viene en su ayuda en los trances difíciles de la vida? No olvidemos en nuestras predicaciones el hablar con frecuencia de la Virgen María, que es Madre de Jesús y Madre nuestra.

Fuera de las prácticas de piedad, debemos, también, mostrarnos filialmente obedientes a Nuestra Señora en todo el curso de la vida.

¿Pero es que María nos manda alguna cosa para que podamos decir que debemos obedecerla?

La respuesta a esta importante pregunta nos la da el mismo Evangelio. En las bodas de Caná, María dijo a los criados, señalándoles a Jesús: «Haced lo que Él os dijere» (Jo., II, 5). ¿No es verdad que también a nosotros nos dice lo mismo? ¿Queremos agradar a Nuestra Señora? Pues imitemos a los criados de Caná. Jesús les habla y ellos escuchan lo que les dice y hacen lo que les manda. Jesús les ordena que llenen de agua las vasijas destinadas a la purificación de los judíos y ellos ejecutan la orden, a pesar de que parecía que aquello no conducía a nada.

Pues lo mismo puede decirse de nosotros, ya que obedeceremos a María si nos sometemos en todo a Jesús, atendiendo a lo que nos dice y siguiendo sus ejemplos; y conformando nuestra conducta a las normas que recibimos de los que hacen sus veces. Lo que más ambiciona su corazón es que nosotros seamos discípulos fieles y ministros celosos de Jesucristo, animados de las mismas disposiciones interiores que tenía Jesús para con su Padre, para con los hombres y para con ella misma. Tal es nuestra mejor devoción a nuestra Madre celestial.

Debemos también confiar en la ayuda de la Virgen María para que podamos celebrar dignamente nuestra Misa. Aunque no había recibido la dignidad del sacerdocio, con todo, al pie de la cruz, tomó más parte que nadie en el sacrificio de su Hijo. Se unió a Él con todo el afecto de que era capaz su corazón, hasta el punto de que no hubiera sido posible separar su dolor, su ofrenda, su aceptación y su inmolación de las de Jesús.

¿No podemos, acaso, afirmar de su «compasión» en el Calvario, lo mismo que dijo Jesús de su propia pasión: que aquélla fue «su hora» por excelencia?

¿Quién podría enseñarnos mejor que ella cuáles son los sentimientos que Jesucristo quiere encontrar en el corazón del sacerdote cuando celebra los santos misterios? Si no contamos con una gracia especial, no debemos intentar gozar durante la santa Misa de una unión continua y sentida con la Santísima Virgen, porque se trata de un favor excepcional que Dios no lo concede a todos los sacerdotes. Pero haremos muy bien si, antes de subir las gradas del altar, nos acogemos a la protección de la Santísima Virgen. Y esta práctica filial es una de las más recomendables. Para ello, podemos servirnos de la siguiente oración, que fue aprobada por León XIII: «Oh Madre de piedad y de misericordia…, te ruego que así como asististe a tu Hijo amadísimo cuando estaba pendiente de la cruz, así también te dignes asistir clemente a mí, pobre pecador, y a todos los sacerdotes que aquí y en toda la Iglesia van a ofrecer hoy el divino sacrificio; para que, ayudados de tu favor, podamos ofrecer una hostia digna y aceptable ante la soberana e indivisible Trinidad».

Antes de terminar, sólo me queda por recordaros que Jesús, momentos antes de exhalar su último suspiro, confió su madre a San Juan. En aquel momento solemne, Jesús hizo a su discípulo amado el más rico de sus legados.

Ahora bien, ¿cuál fue la conducta que siguió aquel apóstol, aquel sacerdote a quien Jesús confió el cuidado de su Madre? Como buen hijo, desde aquel momento, el discípulo «la tuvo en su casa»: Accepit eam in sua (Jo., XIX, 27).

Recibamos también nosotros a María en nuestra casa como todo buen hijo recibe a su madre; vivamos con ella, es decir, asociémosla a nuestros trabajos, a nuestras penas y a nuestras alegrías.

¿No es, por ventura, verdad que ella desea más que nadie ayudarnos para que lleguemos a ser sacerdotes santos y a reproducir en nuestras almas las virtudes de Jesús?