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XVI. -La fe del sacerdote en el Espíritu Santo

El Espíritu Santo es el que realiza toda la obra de santificación en la Iglesia.

La actividad sobrenatural de los hijos de Dios en sus diversos grados depende enteramente de su influencia vivificante: Qui spiritu Dei aguntur hi sunt filii Dei (Rom., VIII, 14). Esta es nuestra doctrina.

Si para todos es de la mayor importancia que haya un perfecto acuerdo entre su espiritualidad personal y los dictados de la fe, lo es mucho más cuando se trata de los sacerdotes. Examinemos, pues, si concedemos al Espíritu Santo la parte que le corresponde en nuestra vida interior. ¿Estamos, acaso, convencidos de que para lograr nuestra santificación es de todo punto necesario que abramos de par en par nuestra alma a su acción bienhechora?

Nada más cierto sino que «Jesús vino a este mundo para revelarnos al Padre»: Pater… manifestavi nomen tuum hominibus (Jo., XVII, 6). Pero también es verdad que, según los planes de la economía divina, no era éste el único fin de su vida, pues era así mismo necesario que el hombre aprendiese de los labios benditos del Salvador a conocer al Espíritu Santo y a venerarle lo mismo que al Padre y al Hijo.

Esta es la razón de porqué en cierta ocasión Jesucristo dijo aquella frase tan extraña: «Os conviene que Yo me vaya». Si vino a salvarnos, a guiarnos, a entregarse enteramente por nosotros, ¿cómo afirma ahora que nos conviene que se vaya? El mismo Jesucristo nos lo explica con una razón más sorprendente todavía: «Si Yo no me voy, el Abogado no vendrá a vosotros» (Jo., XVI, 7).

Si hubiéramos estado allí presentes, es posible que le hubiésemos replicado: «Maestro, no necesitamos para nada del Espíritu Santo; nos basta con Vos, quedaos con nosotros. ¿Qué necesidad hay de que nadie os reemplace?»

Y, sin embargo, Jesús lo dijo bien claramente: «Os conviene que Yo me vaya».

Según los planes de Dios, la fe es el único medio por el cual los hijos adoptivos pueden ponerse en contacto con el mundo sobrenatural: Cristo, la Iglesia, los sacramentos y, sobre todo, la Eucaristía. Debemos apoyarnos en la fe para esperar, amar y servir a Dios como conviene. Esta doctrina supone, por una parte, que no contamos con la presencia visible de Jesucristo en medio de nosotros, y por la otra, la acción invisible pero vivificante del Espíritu Santo, que tiene la misión de conducir a la Iglesia y a cada una de las almas a su destino eterno.



1.- El Espíritu Santo vivifica a la Iglesia

El Evangelio nos revela que la misión del Espíritu Santo está ordenada a llevar a su última perfección la obra de Jesucristo.

Cuando Jesucristo pronunció en el Calvario el Consummatum est, puede decirse que no quedaba ningún testigo que pudiera acreditar la eficacia santificadora de su sangre. Es verdad que Jesús había predicado su doctrina, que había formado a sus apóstoles, que pocas horas antes les había dado la primera comunión y que acababa de consagrarles sacerdotales. Y, sin embargo, parecía que todo iba a derrumbarse al llegar la hora aciaga de la pasión: los discípulos huyeron aterrorizados, Pedro renegó de su Maestro…

Pero el día de Pentecostés los apóstoles se llenaron del Espíritu Santo y entonces «se renovó la faz del mundo»: Emittes Spiritum tuum, et renovabis faciem terræ (Ps., 103, 30). Dejando a un lado todo temor, Pedro se presentó en público en medio de Jerusalén y predicó a Cristo. Los doce apóstoles llevaron su voz hasta los confines del mundo y a los pocos años los cristianos se contaban por millares. ¿Cómo se obró este prodigio? Todos los años lo cantamos en el Prefacio de Pentecostés: «Por Cristo nuestro Señor, quien, subiendo a lo más alto del cielo y estando sentado a tu derecha, derramó en este día sobre sus hijos adoptivos el Espíritu Santo, que había prometido».

A partir de este momento, la Iglesia ha vivido y ha triunfado de modo maravilloso de todas las persecuciones y luchas doctrinales y aún de las mismas infidelidades de sus propios hijos. Ella sigue su marcha triunfal a través de los siglos, bien segura de sus prerrogativas, que son las señales inequívocas de su institución divina. Ella es siempre una, tanto por su fe como por su comunión, con la sede de Pedro; ella produce en todas las épocas, en virtud de sus propias fuerzas santificadoras, la santidad de sus miembros; ella abraza de derecho a toda la humanidad en su redil, y ella, en fin, apoyada en el fundamento de los apóstoles, permanece siempre inconmovible.

Una, santa, católica, apostólica y romana, la Iglesia es a un tiempo divina y terrena; ella es constantemente combatida y siempre está rodeada de peligros; pero, a pesar de todo, la Iglesia se mantiene y progresa siempre idéntica a sí misma en su divina constitución, indefectible en su fe e ininterrumpidamente «vivificada por el Espíritu»: Spiritum vivificantem.

¿Qué sabemos nosotros de este Espíritu? Elevemos nuestra consideración a la Santísima Trinidad.

El Hijo, engendrado desde toda la eternidad, es la Imagen perfecta del Padre: Deum de Deo, lumen de lumine. Pero el Hijo refluye al seno del Padre y esta unión del Padre y del Hijo es fecunda. El Espíritu Santo, que procede del soplo único del amor mutuo del Padre y del Hijo, es amor infinito y se refiere todo entero, como tal Amor, a su principio de origen.

La santidad consiste en ordenarse a Dios por amor. Y porque vuelve toda entera al Padre y al Hijo en un eterno reflujo de amor, la tercera Persona es llamada santa por excelencia: su nombre propio es Espíritu Santo.

El Espíritu, que procede del amor del Padre y del Hijo, es también el don que sella su unión, el término, el definitivo acabamiento de la comunicación de la vida en Dios.

Don de amor en el seno de la Trinidad, el Espíritu Santo es para nosotros el don por excelencia del Altísimo: Altissimi donum Dei. En unión con la Iglesia y en el mismo sentido que ella, nosotros veneramos en el Espíritu Santo al huésped de nuestras almas, ya que en ellas habita y las hace «templos del Señor»: Templum enim Dei sanctum est quod vos estis (I Cor., III, 17).

El Espíritu Santo desciende sobre toda la Iglesia y sobre cada uno de los cristianos con todas las riquezas de la gracia. Fons vivus, Ignis, Caritas [Himno Veni, creator Spiritus]. Él es «fuente viva» del impulso sobrenatural, «fuego» que comunica ardor, «caridad» de donde se deriva la santificación y la unión de los corazones.

Al venir a nosotros, nos trae sus dones. La liturgia reconoce siete: Sacrum septenarium. Este número es tradicional en la Iglesia y significa la plenitud de las operaciones que el Espíritu Santo obra en nuestras almas.

Los dones son propios del estado de gracia y son unas disposiciones infusas, permanentes y distintas de las virtudes, que confieren al cristiano una singular aptitud para recibir las luces y los impulsos de lo alto. En virtud de esta acción del Espíritu Santo, los hijos de Dios pueden obrar como movidos por un instinto superior y de una manera que transciende el modo racional, que es propio del ejercicio de las virtudes. La atmósfera en que el ejercicio de los dones sitúa al cristiano es completamente sobrenatural. En ella es donde el cristiano va adquiriendo de la manera más elevada y perfecta su semejanza con el Hijo de Dios.

En la práctica, las actividades de las virtudes y de los dones se compenetran mutuamente y cuando el alma vive más unida a Cristo, más sumisa está a las influencias del Espíritu Santo, como es fácil comprobarlo en la vida de los santos.



2. Necesidad de recurrir al Espíritu Santo

Toda nuestra vida sacerdotal está consagrada a tratar con las cosas santas y eternas, aunque no puede prescindir de vivir en contacto con las preocupaciones terrenas. No nos es posible sustraernos a la influencia del ambiente que nos rodea y esto entraña el peligro de que ejerzamos nuestro ministerio de una manera demasiado humana y de que nos limitemos a cumplir materialmente nuestras funciones, sin atender debidamente a su carácter sobrenatural. La constante repetición de las ceremonias, por muy sagradas que sean, nos lleva insensiblemente a la rutina.

Para inmunizarnos contra el naturalismo que nos rodea y contra la negligencia, es indispensable que todas y cada una de nuestras acciones sean fecundadas por el soplo del Espíritu Santo.

Él es quien «enciende en nuestros corazones la llama del amor»: Tui amoris in eis ignem accende; quien, en las cosas del espíritu, nos otorga la «rectitud de juicio»: recta sapere; quien nos sugiere la actitud filial que debemos adoptar para poder invocar a Dios como a un padre; quien, en fin, «inspira nuestra oración»: Spiritus adjuvat infirmitatem nostram… Postulat pro nobis gemitibus inenarrabilibus (Rom., VIII, 26).

Estas son algunas de las actividades que en nosotros ejerce el Espíritu Santo. Todo el que quiera vivir como corresponde a un hijo de Dios debe procurar mantener siempre su alma bajo esta influencia. ¿Cuántos son, aún entre los mismos sacerdotes, los que conocen debidamente a este Espíritu de amor? Y, sin embargo, Él es la fuente de toda la vida interior y quien fecunda todo su ministerio sacerdotal.

¿Cómo se inaugura un concilio ecuménico? Con el Veni Creator. Pues si esto se hace en las grandes asambleas oficiales de la Iglesia, lo mismo puede aplicarse a toda vuestra vida sacerdotal, en la que no debéis emprender ninguna acción de importancia sin implorar antes la protección del Espíritu Santo. Nunca invocaréis en vano al Espíritu Santo cuando os pongáis a confesar, o subáis al púlpito, o visitéis a los enfermos, porque de Él depende principalmente el gobierno de las almas. Cuando os dediquéis a dirigir las conciencias, tened siempre bien presente que la misión del pastor consiste en abrir las almas a la acción del Espíritu Santo. Y vais a permitirme que os dé, de pasada, un consejo: y es que no debéis, de ordinario, permitir a vuestros penitentes que os escriban largas cartas y que vosotros mismos debéis limitaros a darles unas directivas breves y concisas, que suelen ser tanto más eficaces cuanto más breves sean.

No pretendo con ello menospreciar el esfuerzo humano, ni la generosidad, la constancia y la prudencia que deben animar nuestro ministerio con las almas. Comprendo el valor que tienen todas estas cosas, pero también es cierto que ningún caso deben hacernos perder de vista el aspecto sobrenatural de nuestro apostolado.

Y es tanta la importancia de lo que acabo de deciros, que creo necesario insistir sobre ello. Hay en las cartas de San Pablo un texto sorprendente: Nemo potest dicere: Domine Jesu, nisi in Spiritu Sancto (I Cor., XII, 3). ¿Quiere esto decir que no podemos pronunciar con nuestros labios las palabras «Señor Jesús», o que somos incapaces de comprender su sentido literal? De ninguna manera.

Lo que el Apóstol quiere darnos a entender es que, para decir este nombre bendito y para llegar a la persona de Jesús de una manera saludable, es preciso que seamos movidos desde lo Alto. El Concilio de Orange definió que «sin la iluminación y la inspiración del Espíritu Santo» [Can. VII.] no podemos hacer absolutamente nada que sea eficaz para nuestra salvación. Esto es lo que nos enseña la fe.

Cuando Jesús vivía en el mundo, todos podían llegar a Él. ¿Acaso no había venido precisamente para salvarnos a todos? Y, sin embargo, ¡qué actitudes tan opuestas podemos observar entre los que se le acercaban! Los unos, como los fariseos, tenían el corazón endurecido y cerrado; los otros, por el contrario, lograban entrever el misterio de su persona y de su misión, creían en Él y se hacían discípulos suyos. ¿Cuál era la causa de esta diferencia? La Escritura nos lo revela en diversos pasajes, ya desde los primeros días de la vida de Jesús. Veamos algunos ejemplos. María va a visitar a su prima Isabel y ésta exclama: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» ¿Quién le había dado a Isabel un conocimiento tan claro? El Evangelio nos lo dice: «Isabel se llenó del Espíritu Santo» (Lc., I, 41). Cuando el niño Jesús se presentó en el templo de Jerusalén, el anciano Simeón reconoció al Mesías en el hijo de la Virgen. ¿Quién fue el que se lo inspiró? El mismo San Lucas nos lo descubre, al decirnos que: «Movido del Espíritu Santo, vino al templo»: Venit in Spiritu in templum (Lc., II, 27).

No cabe duda que también sentían el impulso secreto pero eficaz del Espíritu todos aquellos enfermos que acudían al Salvador con la seguridad de conseguir su curación. El Espíritu Santo fue el que movió a la Magdalena al arrepentimiento de sus pecados mientras bañaba con sus lágrimas los pies de Jesús, y el que movió a Pedro y a los demás apóstoles a abandonar sus redes por seguir a Cristo y el que invitó a Juan a reposar sobre el pecho de su Maestro y a acompañarle hasta el pie de la cruz.

Debemos estar persuadidos de que también para nosotros existe un contacto con Jesús tan íntimo, tan inmediato y tan fecundo como este de que os acabo de hablar. Me refiero al contacto que se realiza por medio de la fe y que sólo el Espíritu Santo puede efectuar en nosotros. Si me preguntáis cómo lo realiza, os diré que cuando, en virtud de la eficacia de la gracia, hace a nuestra alma capaz de creer, de esperar y de amar sobrenaturalmente.

Cuando Jesucristo vivía entre nosotros, su divinidad estaba escondida, al paso que su humanidad era completamente visible y ejercía un atractivo natural. Por eso, no era objeto de fe. Pero ahora no podemos alcanzar ni la humanidad ni la divinidad de Jesús si no es por medio de la fe. Tal es el plan divino. Todas nuestras relaciones con Cristo deben basarse en esta adhesión. Este contacto por medio de la fe es la condición indispensable para que desciendan sobre nosotros los dones divinos. «El que cree en Mí, dice Jesucristo, ríos de agua viva correrán de su seno». Y observad que el evangelista añade que «esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él» (Jo., VII, 39). El contacto vivificante con Jesús en la fe no se realiza sino por el don del Espíritu Santo.

Puede darse muy bien el caso de que se acerque uno al sagrario del altar y que, sin embargo, esté muy lejos de Jesucristo. Por el contrario, si nuestra vida está como penetrada de la influencia del Espíritu Santo, este contacto se establece y entonces podemos decir con toda verdad que estamos cerca de Jesús.

El Espíritu Santo es el lazo entre el Padre y el Hijo; y es también el vínculo que nos une con Cristo. Esto nos hará comprender cuánto importa para nuestro ministerio que vivamos siempre sometidos a su acción santificadora.



3.- Cómo debemos invocar al Espíritu Santo

Acordaos del sello indeleble que dejaron grabado en vuestra alma los sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden. Estos caracteres son permanentes, y podéis serviros de estas prendas que atestiguan que pertenecéis a Cristo para hacerlos valer, siempre que lo queráis, ante Dios. Gracias a ellos, podéis volver a llamar en vuestras almas al Espíritu Santo y reavivar de esta manera los efectos sobrenaturales que son propios de estos sacramentos. San Pablo lo dice expresamente del sacramento del orden: «Te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (II Tim., I, 6).

Jesús nos dijo que, en el bautismo, el alma nace a una vida nueva «por la virtud del agua y del Espíritu Santo»: ex aqua et Spiritu Sancto (Jo., III, 5). Desde entonces, «el Espíritu de Cristo habita en el alma del bautizado» y toma posesión de ella: Quoniam estis filii, misit Deus Spiritum Filii sui in corda vestra (Gal., IV, 6).

En virtud de su misma naturaleza, el carácter bautismal clama al cielo e intercede en nuestro favor. Apoyémonos, pues, en él para invocar al Espíritu Santo, para que nos enseñe a orar como conviene a los hijos de Dios y a tratar con el Soberano Señor como con un Padre y para que toda nuestra conducta responda a la plenitud de nuestra gracia bautismal, a imagen de Jesús, que es el único Hijo por naturaleza.

¿Qué es lo que hace Jesús en el sacramento de la confirmación por el ministerio del obispo? Extiende la mano sobre la cabeza de los confirmandos y les unge con el santo crisma, al tiempo que traza una cruz sobre su frente, diciendo: Signo te signo crucis. Este signo visible de la cruz representa el carácter invisible que se imprime en el alma. Esta queda grabada con el sello de Cristo, que aparece luminoso a las miradas de los ángeles y de los santos. Este sello es un testimonio del dominio y del amor que Cristo ejerce en el alma. El obispo continúa el rito: Confirmo te chrismate salutis…, es decir, te fortifico, completando la acción del bautismo, te hago perfecto cristiano, soldado de Cristo, apto para defender su causa. El santo crisma que se extiende en la frente del confirmando significa la unción del Espíritu Santo que penetra en el alma y se extiende en ella para fortificarla.

Invocando este carácter, pidamos al Espíritu divino que, en las luchas y en las dificultades de la existencia, nos dé la fuerza necesaria para ser siempre soldados fieles de Cristo, orgullosos de estar a su servicio y dispuestos a defender y a extender su reinado.

Vosotros los sacerdotes tenéis un tercer carácter sagrado, el de vuestra ordenación, que permanece siempre en lo más íntimo de vuestra alma como una llamada incesante al Espíritu Santo. Todas las mañanas podéis levantar vuestras manos al cielo «llenos de fe», fortes in fide, y mostrar al Señor vuestra alma marcada con el sello de Cristo. El sacerdocio del salvador, su sangre y su muerte están esculpidas en lo más íntimo de vuestro ser. Siempre que abrís ante Dios vuestra alma grabada con este sello, llamáis al Espíritu Santo y le pedís que reanime la gracia que recibísteis en la ordenación sacerdotal.

Tened en gran aprecio el carácter que en vuestra alma han impuesto estos tres sacramentos y aprovechaos de su valor, porque toda vuestra vida sobrenatural consiste en que desarrolléis con perseverancia las gracias que son propias de vuestra vocación de bautizados, de confirmados y de sacerdotes de Cristo.

Esta invocación puede expresarse por un simple movimiento del alma, por la oración al Espíritu Santo, por cualquiera de estas ardientes aspiraciones que la liturgia de Pentecostés contiene con tanta abundancia: «Ven, Padre de los pobres… Dispensador de las gracias… Dulce huésped del alma… Cura nuestras heridas…» Es una práctica muy recomendable la de repetir a lo largo del día estas invocaciones en forma de oraciones jaculatorias. El beato Pedro Fabro, de la Compañía de Jesús, tenía tanta devoción a esta práctica, que, aun durante el oficio divino, solía dirigirse al Padre, diciendo mentalmente entre salmo y salmo: «Padre celestial, dadme vuestro Espíritu» [Monumenta historica Societatis Jesu. Monumenta Fabri. Matriti, 1914, pág 505].



4.- Los dones del Espíritu Santo en la celebración de la Misa: los dones de temor de Dios, de piedad y de fortaleza

En todas las acciones de nuestra vida y en cada una de las ceremonias de nuestro ministerio sagrado podemos invocar la intervención santificadora del Espíritu Santo. Detengámonos a considerar más despacio la acción del Espíritu Santo en el momento más sublime de nuestra jornada sacerdotal: en la santa Misa.

No hay para nosotros honor comparable al de poder asociarnos al sacrificio de Jesucristo, en el que el mismo Hijo de Dios se ha dignado vincularnos al acto sacerdotal más augusto.

Solamente el Espíritu Santo puede elevar nuestra alma a las alturas de una función tan sublime.

Hablando de la oblación de Cristo en el Calvario, el Apóstol San Pablo hace notar que se realizó «por un impulso del Espíritu Santo»: Per Spiritum Sanctum semetipsum obtulit immaculatum Deo (Hebr., IX, 14). Ojala pueda decirse también de nosotros que ofrecemos este sacrificio único con el alma abierta al impulso de este Espíritu de amor.

Quisiera demostraros cómo, mientras celebramos, el Espíritu Santo puede ejercer sobre nosotros, por medio de sus dones, una acción saludabilísima. No abrigo el propósito de exponer en este lugar toda la doctrina de los dones, sino solamente quiero evocar en breves rasgos las riquezas de gracia que nos comunican estos dones.

Debemos dejar sentado, ante todo, que los dones de temor de Dios y de piedad son de la mayor importancia en la celebración de la Misa, porque son precisamente los que deben inspirar al alma del sacerdote sus disposiciones más íntimas.

Nunca debemos perder de vista en el altar la majestad inmensa, insondable e infinita del Dios tres veces santo, a quien ofrecemos el sacrificio: Suscipe, sancte Pater… Suscipe, sancta Trinitas… So pena de adoptar una postura falsa ante el Señor, la criatura debe rendirle el homenaje de su adoración y de su anonadamiento y, si en alguna ocasión, es precisamente en la Misa donde el alma debe sentirse penetrada de estos sentimientos. Como ya os lo he demostrado repetidas veces, el divino sacrificio exige que lo celebremos cum metu et reverentia, porque es un acto de culto en el que se reconocen los derechos absolutos de Dios y en el que se rinde homenaje a su plena soberanía. Jesucristo ofreció el sacrificio de la cruz con aquella íntima reverencia para con su Padre y con aquel religioso respeto que, en una acción tan sagrada, son tan propios del pontífice como de la víctima. Cuando en el altar nos acercamos tan de cerca a la divinidad, debemos unirnos a estos sentimientos del corazón de Cristo.

A ejemplo de nuestro Salvador, procuremos fomentar en nuestra alma una viva aversión a los pecados del mundo y a las ofensas que se infieren a la suprema Bondad, y un deseo ardiente de repararlas.

Por el impulso secreto del Espíritu Santo, que nos comunica el don de piedad, llegaremos a experimentar hasta qué punto la atmósfera en que se desarrolla la acción del sacrificio es de carácter filial. ¿Cuál es el nombre que usa la liturgia para dirigirse al Señor? El de Padre. Y tenemos libre acceso a su divina majestad porque acudimos confiados per Jesum Christum, Filium tuum, Dominum nostrum. Y es tan íntima nuestra comunión con el Padre, que nos atrevemos a unirnos y a compartir la complacencia que experimenta en el amor de su Hijo: Ut nobis corpus et sanguis fiat dilectissimi Filii tui. El sacerdote, en el altar, se identifica con Jesucristo. De ahí se deduce hasta dónde debe llegar el espíritu filial que embargue su alma.

Pidamos al Espíritu Santo que nos inspire una fe viva en el amor que Dios nos profesa y una confianza inquebrantable en nuestro Padre celestial.

Bajo la influencia del Espíritu Santo, experimentaremos también en el altar la necesidad de solidarizarnos con todas las necesidades y angustias de la humanidad, ya que, por el don de piedad, nos uniremos interiormente a la caridad que desbordaba del corazón de Cristo. Al proyectar nuestra mirada sobre los incontables dolores que atenazan al mundo, pensaremos en los pecadores por los cuales Jesucristo vertió su sangre, lo mismo que sobre los afligidos, sobre los enfermos y sobre los moribundos y, ante este inmenso clamor de miserias que se levanta de este valle en que vivimos, nos sentiremos movidos a implorar la misericordia de Dios sobre todos ellos. O aún mejor, será el mismo Cristo el que, por nuestros labios, pedirá al Padre que tenga piedad de ellos. Jesús ha querido «tomar sobre sí todas nuestras iniquidades»: Vere languores nostros ipse tulit (Isa., 53, 4). Cuando ofrecemos a Cristo al Padre celestial, es el mismo Jesús el que se reviste de todos los males que aquejan a sus miembros e implora la clemencia divina.

Estos sentimientos de piedad se concilian perfectamente con el temor reverencial, como lo expresa maravillosamente una oración litúrgica: «Señor, haz que tengamos siempre temor y al mismo tiempo amor de tu santo nombre»: Sancti nominis tui, Domine, timorem pariter et amorem fac nos habere perpetuum [2º domingo después de Pentecostés].

En vez de presentarnos a ofrecer el santo sacrificio con un corazón tibio, procuremos enfervorizarlo con la consideración de estas ardientes verdades, para que el Espíritu Santo nos anime y nos estimule a orar con más devoción.

Quizás os preguntéis cuál es la ayuda espiritual que proporciona al celebrante el don de fortaleza.

La necesidad de este don se deduce del gran espíritu de fe que se requiere en el sacerdote y de las muchas tentaciones que la combaten. Si es verdad que todos los hombres están expuestos a las tentaciones contra le fe, mucho más lo está el sacerdote.

Y no os debéis extrañar de ello, porque la razón es bien clara.

Cuando los fieles ven la santa hostia es en el momento de la consagración, cuando toda la asamblea se prosterna para adorarla, o cuando se expone en el ostensorio, rodeada de luces y envuelta en nubes de incienso, o al recibirla al acercarse a comulgar. Pero nunca llegan a tocar las sagradas especies.

El sacerdote, por el contrario, está siempre en contacto inmediato con las especies sagradas, bajo las cuales, como bajo un velo, se oculta Jesucristo. Él pronuncia las mismas palabras que Jesús dijo en la última Cena: él toca la santa hostia, la parte, la lleva de un lado a otro, la tiene a su merced. Y el demonio puede muy bien aprovecharse de esta inefable condescendencia de Jesús para tentar a su ministro. Por eso, precisamente, le concede el don de fortaleza: para que mantenga siempre viva su fe en la sublimidad del acto que realiza, para que supere todas las tentaciones que se le presenten y para que viva persuadido de que realmente se encuentra en presencia de su Salvador, como si le viera con sus propios ojos.

Este mismo don nos comunicará también el valor y la decisión necesaria para ofrecernos todos los días a Dios como hostias que se entregan voluntariamente para cumplir en todo su voluntad, por muy dolorosa y costosa que sea. Cuando nos sentimos sin fuerzas para aceptar o para llevar la cruz que el Señor nos envía, pidamos al Espíritu Santo que nos otorgue una parte de aquella misma fortaleza que saturaba el alma de Cristo Jesús en el momento de su sacrificio.



5.- Dones de ciencia, de entendimiento y de consejo

Tratemos ahora de los tres dones intelectuales de ciencia, de inteligencia y de consejo. No os preocupéis porque me tomo la libertad de cambiar el orden en que habitualmente se citan, porque, cuando celebramos la Misa, no es lo que más importa el saber si el Señor obra en nosotros por este o por el otro don, sino el tener una fe despierta y el alma enteramente abierta a las influencias de lo Alto.

Debemos estar persuadidos de que, por muy sublimes que sean las ideas que tengamos acerca de la Santa Misa, serán ineficaces para acercarnos a Dios si el Espíritu Santo no nos ilumina con su luz. Cosa excelente es, sin duda, conocer la teología y en particular lo que nos dice del santo sacrificio, pero puede darse el caso de que, después de haber leído los mejores tratados de la Eucaristía, haya quien celebre la Misa con la misma frialdad que antes. Y la razón de ello está en que todo eso no era más que trabajo de nuestro cerebro. Por eso, es necesario que, al estudio, acompañe un sentimiento sobrenatural de los divinos misterios, que complete lo que conocemos por la letra. Ahora bien, solamente el Espíritu de amor puede darnos un conocimiento profundo y vital de la ofrenda y de la inmolación eucarísticas.

Por el don de ciencia, el Espíritu Santo nos enseña a apreciar sobrenaturalmente las cosas creadas, es decir, a juzgar de su importancia o de su ningún valor, de acuerdo con el aprecio que merecen al mismo Dios. La Sagrada Escritura da a este género de ciencia el nombre de «ciencia de los santos» (Sap., X, 10). Gracias a esta superior rectitud de juicio, los santos se veían libres de la fascinación del mundo y solían exclamar con el Apóstol: «Todo lo tengo por estiércol, con tal de gozar a Cristo»: Omnia arbitror ut stercora ut Christum lucrifaciam (Philip., III, 8).

Este don nos hace comprender también el valor incomparable de las realidades de la fe y de los actos del culto. Por eso, debemos pedir al Espíritu Santo, antes de celebrar, que nos inspire un cabal conocimiento del valor de la Misa, que sea como un eco del pensamiento que el mismo Dios tiene del augusto sacrificio.

Este conocimiento no es, en manera alguna, fruto del razonamiento, sino que es un conocimiento directo; pero la certeza íntima que en nosotros produce es de una enorme fecundidad para el sacerdote.

¡Dígnese el Espíritu Santo hacernos apreciar en el silencio de la oración estos misterios que todos los días se renuevan en nuestras manos de la misma manera que Dios los aprecia!

Por el don de entendimiento, el Espíritu Santo nos da un conocimiento íntimo de la naturaleza de las verdades de la fe. «El Espíritu todo lo escudriña, dice San Pablo, hasta las profundidades de Dios y Él es quien hace que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido»: Ut sciamus quæ a Deo donata sunt nobis (I Cor., II, 10 y 12).

Cuando en nuestra vida ordinaria leemos un párrafo cualquiera, la inteligencia deduce con sus propias luces el sentido de las palabras. Por eso dice Santo Tomás: Intelligere, quasi intus legere [Summa Theol., II-II, q. 8, a.1].

En el orden sobrenatural sucede una cosa análoga. Una secreta claridad permite que nuestro espíritu penetre hasta cierto punto en las verdades que el mismo Dios ilumina.

Aunque el cristiano aceptaba ya estas verdades por el acto de fe, las aceptaba y las conocía, por así decirlo, en su envoltura; pero por el don de entendimiento llega a penetrar en su misma entraña.

Son muchas las oraciones en las que la Iglesia testimonia la realidad de estas luces interiores: «Señor, te rogamos que el Espíritu Santo, que de Ti procede, alumbre a nuestras almas y nos dé a conocer toda verdad, como lo dejó prometido tu Hijo»: Et inducat in omnem sicut tuus promisit Filius veritatem [Miércoles de las Témporas de Pentecostés]. De esta suerte, entramos, en cierta manera, en el mismo santuario de la divinidad.

Fácilmente podéis comprender hasta qué punto es útil este don para los que ofrecen el santo sacrificio o participan del mismo. En el altar se realiza una acción divina y no hay hombre ni ángel que sea capaz de comprender todo su valor ni de medir todo su alcance, porque es inefable. El Hijo de Dios está allí, ofreciéndose, inmolándose y dándose bajo las especies sacramentales. El Padre contempla a su Hijo… Sólo un rayo de luz de lo Alto puede hacer que lleguemos a comprender siquiera algo de estos misterios.

Cuando leemos las palabras de la Escritura y de la liturgia, creamos firmemente que, lo mismo que hizo con los apóstoles después de la resurrección, también a nosotros puede esclarecernos su sentido: Aperuit eis sensum ut intelligerent Scripturas (Lc., XXIV, 45). Si las conservamos religiosamente en nuestro corazón, estas santas palabras se irán haciendo cada vez más ardientes y encenderán en nuestras almas el amor de Dios.

El don de consejo nos dispone a reconocer, por una especie de instinto superior, cuáles son los actos que nos ayudarán, tanto a nosotros como a los demás, a orientarnos hacia nuestro destino sobrenatural. «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom., VIII, 14). Gracias a este don, el Espíritu Santo nos previene en el curso ordinario de la vida contra la vehemencia de nuestra naturaleza, contra nuestro orgullo y nuestro presuntuoso juzgar. Todos estos defectos son otras tantas fuentes de ilusiones y de errores en el gobierno de las almas, ya que nos impulsan a obrar sin tener la debida cuenta de los planes de Dios sobre cada alma.

Pudiera creerse que el don de consejo no juega ningún papel importante en la celebración de la santa Misa. Pero téngase en cuenta que precisamente es entonces cuando el sacerdote debe pedir las luces que tanta falta le hacen y que tan indispensables le son para su predicación, para sus decisiones y para toda su acción pastoral.

Todo esto no quiere decir, sin embargo, que la fe que el sacerdote tiene en la intervención del Espíritu Santo le autoriza en lo más mínimo a menospreciar los dictados de la sana razón ni los medios humanos de que dispone en el cumplimiento de sus deberes. Dios no concede a sus hijos el don de consejo para suprimir la virtud de la prudencia, sino, muy al contrario, para que venga en su ayuda y la perfeccione: Ipsam (prudentiam) adjuvans et perficiens [Summa Theol., II-II, q. 52, a. 2].





6.- Don de sabiduría

El don de sabiduría es el más elevado de todos.

Consiste este don en un conocimiento de Dios y de las cosas divinas que el Espíritu Santo comunica al alma en el mismo ejercicio de la vida de unión con el Señor. La sabiduría es fruto de la caridad y pertenece a un orden completamente distinto del de la ciencia teórica, que es fruto de la razón. La sabiduría es un conocimiento «sabroso»: sapida cognitio, y establece un contacto íntimo y vital del alma con Dios.

Esto se hace posible por la acción secreta del Espíritu Santo. Cuando el cristiano ora y sirve a Dios con fidelidad y con amor, el Espíritu Santo le concede esta sabiduría sobrenatural. Entonces el alma «saborea» la presencia de Dios y, hasta cierto punto, llega a experimentar en lo más íntimo de su ser su misericordiosa bondad y la vida que comunica a sus hijos adoptivos.

Este don hace que el alma prefiera, sin el menor género de duda, la felicidad que proporciona la unión con Dios a todas las satisfacciones que le puede brindar el mundo, y le hace exclamar con el salmista: «Cuán amables son tus moradas, oh Yahvé Sebaot… Porque más que mil vale un día en tus atrios» (Ps., 83, 2 y 11).

Pero no podemos saborear este gozo espiritual si no desechamos ante los deseos y complacencias mundanas: «El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (I Cor., II, 14).

En la santa Misa, el sacerdote aprende a conocer los misterios eucarísticos de forma muy distinta que cuando se estudian en los tratados de teología, porque, al celebrarla, siente un atractivo indefinible que impulsa a su alma a adoptar el verdadero espíritu de oblación: Imitamini quod tractatis.

¿No es, además, cierto que sentimos una inmensa necesidad de la ayuda divina para poder gustar espiritualmente el pan eucarístico? Porque una triste experiencia nos dice que, a pesar de que tantas veces repetimos que: «Este pan bajado del cielo… tiene en sí todas las delicias», al ir a recibirlo en la comunión, no experimentamos ningún deseo de comerlo.

El don de sabiduría produce también en el alma una paz íntima que la sostiene en medio de las dificultades y de las tristezas de la vida. Esta es la razón por la cual la sagrada liturgia se complace en llamar al Espíritu Santo el consolador por excelencia y nos estimula a que pidamos que logremos «gozar siempre de sus consuelos». ¡Cuán deseable es para el sacerdote esta paz que nos viene de Dios! Gracias a ella, el sacerdote siente cuando está celebrando, en lo más íntimo de su alma, los efectos de la divina bondad.

Por muy incompletas que sean estas consideraciones que os he hecho, pueden ayudarnos a avivar nuestra fe y nuestra esperanza en la acción del Espíritu Santo cuando celebramos los santos misterios y ayudarnos así a vencer la rutina.

Cuando nos preparamos a celebrar la santa Misa, podemos inspirarnos en esta oración que trae el misal: «Penetre en mi corazón vuestro Espíritu de amor de modo que se haga oír sin ruido y me enseñe sin estrépito de palabras toda la verdad acerca del divino sacrificio, pues son muy profundas las realidades de este misterio y están cubiertas por un velo sagrado» [Præparatio ad Missam, die dominica].

La tradición litúrgica proclama la fe de la Iglesia en la intervención del Espíritu Santo en el santo sacrificio. Sin detenernos ahora a estudiar el problema de las antiguas fórmulas de la epiclesis, podemos examinar, por ejemplo, las fórmulas que actualmente se emplean en el ofertorio. Después que el pan y el vino han sido ofrecidos, se añade la ofrenda de todos los asistentes: Suscipiamur a Te…, y a continuación el sacerdote eleva sus manos sobre toda esta oblación, e invoca «la venida del Espíritu Santo»: Veni, sanctificator omnipotens, æterne Deus…

Recordad también la ceremonia de la consagración de un altar, una de las más bellas de toda la liturgia. Luego que la mesa del altar ha sido purificada por las aspersiones y consagrada por las unciones, sobre las cinco cruces que representan las cinco llagas de Jesucristo se colocan otros tantos granos de incienso, a los que se prende fuego y, mientras se consume el incienso, el pontífice consagrante y todo el clero que le acompaña elevan al cielo esta oración: Veni, Sancte Spiritus… Es uno de los momentos más solemnes de esta admirable ceremonia. Se pide al Espíritu Santo, que es fuego de amor, que descienda sobre este altar, en el cual, como en otro tiempo en la cruz, Jesús se ofrecerá per Spiritum Sanctum, y se le ruega que santifique todas las ofrendas que se depositarán sobre él y sobre todo que, como efecto de la comunión, se digne unir a la divina víctima el holocausto de toda la asamblea cristiana…

Por la imposición de las manos del obispo, nosotros los sacerdotes hemos recibido el Espíritu Santo de una manera especialísima. Este divino Espíritu ha marcado nuestras almas con un carácter indeleble y las ha colmado de la gracia sacerdotal. Su presencia en nuestras almas es invisible, pero nos garantiza la ayuda del cielo en todo el curso de nuestra vida: para celebrar los santos misterios, para predicar, para dirigir a las almas con sabiduría y para consolar a los afligidos. Honremos al Espíritu Santo, igual que honramos al Padre y al Hijo, con un culto de adoración, con un homenaje de profundo reconocimiento y de total abandono, con una constante fidelidad a sus inspiraciones. Estas inspiraciones nos moverán a servir a Dios, como recomienda San Pablo, «con la alegría del Espíritu Santo»: cum gaudio Spiritus Sancti (I Thess., I, 6).

«Oh Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, estableced vuestra morada en medio de nuestros corazones y levantad siempre hacia lo alto, como llamas ardientes, nuestros pensamientos y nuestros afectos, hasta el seno del Padre, para que nuestra vida entera sea un Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto».