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XIV. -El Oficio Divino

Aun después de haber bajado del altar continuamos siendo sacerdotes. Además del sacrificio de la Misa, tenemos otra función sacerdotal que ofrece a Dios, que consiste en glorificarle mediante la recitación del oficio divino.

Toda la vida de Jesús fue un homenaje sacerdotal. Desde el momento mismo que entró en el mundo, el Verbo encarnado se presentó a su Padre en calidad de sacerdote y durante toda su existencia terrena Jesús ofreció a su Padre una adoración y una alabanza ininterrumpida.

Antes de empezar a recitar las Horas, solemos hacer alusión a esta constante oración sacerdotal de nuestro Salvador, cuando expresamos nuestro deseo de «cumplir nuestro deber, de recitar las Horas uniéndonos a aquella divina intención que le animaba cuando alababa a Dios en este mundo».

Por la diaria recitación del breviario, el sacerdote aspira a imitar a Cristo en su contemplación del Padre y en su oración perfecta. Y así es cómo rinde al Señor la glorificación a que tiene derecho.

Desde el día mismo que se ordenó de subdiácono, la vida del ministro de Cristo está enteramente consagrada al servicio divino. El culto de Dios es la primera y la principal razón de ser de su estado. Y por eso precisamente la Iglesia no se contenta con recomendarle que sea un hombre de oración, sino que incluso le prescribe hasta la forma en que debe orar. Si se exceptúa la asistencia a la Misa y la recepción de los sacramentos, los simples fieles tienen libertad para escoger sus devociones, pero la oración y la alabanza del sacerdote tiene tal importancia, que la Iglesia las ha reglamentado con todo detalle.

La Iglesia ha impuesto a los sacerdotes el deber de recitar el oficio divino como una grave obligación. ¿Por qué esta gravedad?

Ante todo, porque las Horas canónicas constituyen un homenaje de religión que la Iglesia se cree obligada a ofrecer a Dios por los labios de sus ministros. Y, además, porque el sacerdote debe recurrir al gran medio de la oración renovada incesantemente, para evitar la medianía moral y para mantenerse en el fervor.

Hay quienes se lamentan de que el breviario «no les dice nada» y de que su recitación, en lugar de servirles de aliento y de consuelo, resulta para ellos una carga pesada. Reconozco que la recitación diaria de las Horas canónicas implica un deber que es, hasta cierto punto, penoso. Pero no dudéis que, si os penetráis de las grandes verdades de la fe que os vamos a recordar y seguís las directivas que os vamos a proponer, experimentaréis hasta qué punto puede sobrenaturalizarse toda vuestra vida sacerdotal mediante la digna recitación del breviario.



1.- Excelencia del oficio divino

¿Cómo podremos formarnos una idea digna y cabal de las excelencias de la oración oficial de la Iglesia?

En la adorable Trinidad, Dios se da a sí mismo una gloria digna de Él y una alabanza perfecta. Lo sabemos por la revelación, ya que el Verbo, la segunda persona de la Trinidad, es «la gloria del Padre»: Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., I, 3). Él constituye en el seno del Padre el sublime cántico eternal: Et Verbum erat apud Deum (Jo., I, 1); Él es, por excelencia, el himno infinito de glorificación que se canta in sinu Patris. Nosotros somos incapaces de formarnos una idea adecuada de esta alabanza que el Hijo tributa al Padre, en cuanto que es la Palabra subsistente que expresa toda su perfección.

Además, el Verbo, que es uno con el Padre y el Espíritu Santo, «ha creado todas las cosas»: Omnia per ipsum facta sunt. Esta creación la había concebido el Padre en su Sabiduría; en ella, «en el Verbo, la creación tenía ya vida» y cantaba la gloria del Padre: Quod factum est, in Ipso vita erat.

Al encarnarse, el Hijo no ha dejado de ser la Palabra viviente, el Cántico que era desde toda la eternidad, pero al asumir la naturaleza humana, ha alabado al Padre de otra nueva manera. Desde este punto, existe en la tierra una alabanza humana que es propia del Verbo encarnado.

Reconocemos, pues, en Cristo un himno divino que sobrepasa nuestros alcances y que adoramos profundamente, y un himno humano. En cuanto hombre, Jesús alababa a su Padre con la alegría que le proporcionaba su participación de la filiación eterna. Su alma contemplaba en el Verbo la vida de la Trinidad.

Pero, además, toda la naturaleza creada tomaba de Él un nuevo impulso para bendecir al Padre. Jesús era, por decirlo así, la boca de toda la creación. Esta alabanza será siempre la de un Dios, pero se expresaba en un lenguaje humano adecuado a nuestra naturaleza y revestía diversas formas de expresión.

¡Qué motivo de contemplación más admirable nos ofrece la oración de Jesús durante su vida mortal!: Erat pernoctans in oratione Dei (Lc., VI, 12).

Y cuando Cristo cantaba en la sinagoga u oraba en el templo uniéndose a la plegaria del pueblo judío –y se puede, sin duda, afirmar que así lo haría desde los doce años­–, su oración subía a Dios «como un incienso, como un suave perfume», in odorem suavitatis. Jesús conocía los salmos y todas las actitudes religiosas que evocaban estos cánticos inspirados cobraban vida en Él de una manera sublime: «Obras del Señor, bendecir al Señor». «¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán magnífico es tu nombre en toda la tierra!»: Quam admirabile est nomen tuum in universa terra (Ps., 8, 2).

Jesús ha ofrecido a Dios el culto de la plegaria que todo hombre debe rendirle en justicia. Jesús honraba a su Padre con la adoración, el amor, la alabanza, la acción de gracias y la plegaria. Y todos estos actos alcanzaban en Él una perfección y un valor infinitos como consecuencia de la unión de su humanidad al Verbo.

Antes de subir al cielo, Cristo ha legado a la Iglesia, su Esposa, toda la inmensa riqueza de sus méritos, de sus gracias y de su doctrina, como también el poder de continuar en la tierra la obra de glorificar a la Trinidad que Él había inaugurado.

Y la Iglesia «se apoya en su Esposo»: Innixa super dilectum (Cant., VIII, 5) para hacer que su plegaria llegue hasta Dios. Esta alabanza de la Iglesia Jesús la hace suya en el cielo: «Por Él, dice San Pablo, ofrezcamos de continuo a Dios sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen su nombre» (Hebr., XIII, 15). En la cruz, Jesucristo se entregó enteramente por amor a su Iglesia y permanece para siempre estrechamente unido a ella. El cántico de los miembros se confunde con el de su Cabeza. Esto es lo que inspiró aquellas sorprendentes palabras que escribió San Agustín: «Son dos en una sola carne; ¿pues por qué no habían de ser dos en una sola voz?... Es la Iglesia quien intercede en Cristo y es Cristo quien intercede en la Iglesia; el cuerpo es uno con la cabeza y la cabeza es una con el cuerpo»: In Ecclesia loquitur Christus; et corpus in capite, et caput in corpore [Enarrat. super psalmos, II, 4. P. L., 36, col. 232].

Voy a emplear una semejanza que os ayude a comprender mejor este misterio. Las satisfacciones que ofreció Cristo para la expiación de los pecados del mundo fueron sobreabundantes, como la Iglesia nos enseña. Y sin embargo, Dios ha querido reservar una parte de sufrimientos al Cuerpo Místico. Así lo afirma el Apóstol: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia»: Adimpleo ea quæ desunt passionum Christi… pro corpore ejus quod est Ecclesia (Col., I, 24). Lo que es verdad respecto de la expiación, se puede decir también de la obligación que tenemos de adorar a Dios, de alabarle y de darle gracias. Debemos prolongar y «completar los homenajes que Cristo tributa a su Padre»: Adimplere ea quæ desunt laudationum Christi.

La Iglesia ha organizado esta oración, acomodándola al lenguaje y a los gestos que solemos emplear los hombres. Cualquiera que sea la forma de expresión de que se sirva, la liturgia continúa la obra de alabanza del Salvador, asociándose al cántico del Verbo encarnado. Así es como la oración de la Iglesia se levanta desde el desierto de esta vida hasta el seno del Padre.

Es verdad que la santa Misa es el sacrificium laudis por excelencia; pero también es cierto que esta glorificación se prolonga a todo lo largo del día por medio del oficio divino, cuyas Horas forman como un halo de luz ininterrumpido en torno a la inmolación sagrada.

Nosotros los sacerdotes hemos recibido la misión de cumplir estas elevadas funciones. Desde que recibió el subdiaconado, el sacerdote goza del privilegio de «hablar a Dios en nombre de toda la Iglesia»: Totius Ecclesiæ sit quasi os [San Bernardino de Sena, Opera omnia, Venetiis, apud Juntas, 1591. I, Sermo XX, p. 132]. El ruega lo mismo por los pecadores que por las almas que están unidas a Cristo por el vínculo de la caridad. Cuando recita el oficio divino, actúa como un embajador, como un mediador acreditado, porque la Iglesia le ha confiado la misión de alabar a Dios y de interceder por todos los fieles.

Esta plegaria oficial siempre es escuchada por Dios: Sonet vox tua in auribus meis (Cant., II, 14). El sacerdote siempre tiene abierta la puerta para ser recibido en audiencia por Dios. Aunque sus disposiciones personales no respondan a la dignidad de su misión, con todo, el título que ha recibido de la Iglesia suple con creces sus deficiencias. Un misionero que vive perdido en la selva nunca dice Orem, sino Oremus, y la razón de esto está en que, al elevar a Dios su plegaria, lo hace en nombre de todo el pueblo cristiano esparcido por el mundo.

Este ministerio sacerdotal de alabanza y de intercesión es uno de los más eficaces para la salud del mundo. «Haced, Señor, que la oración vespertina suba hasta Vos, y que vuestra misericordia descienda sobre nosotros» [Versículo inspirado en los salmos. Oficio monástico del sábado, ad Vesperas]. Aunque el Señor podría santificar las almas sin nuestro concurso, quiere, sin embargo, servirse de nuestra colaboración. El oficio divino juega un papel importantísimo en el orden de la providencia. La recitación del breviario es una gran obra de fe: nosotros no conocemos los resultados de nuestros esfuerzos y de nuestra plegaria, pero Dios los conoce y sabe apreciar todo el mérito que tienen.

Así se comprende todo el valor que la Iglesia concede a las Horas canónicas, a las que San Benito da el hermoso título de Opus Dei, y de las que San Alfonso nos dice que «cien oraciones privadas no tienen el valor de una sola que se haga en el oficio divino». Es, ciertamente, una obra magnífica la que se nos ha confiado. ¿Qué es lo que espera Dios de sus sacerdotes? Sin duda, que se entreguen con ánimo generoso a trabajar por el bien de las almas, pero hay que tener en cuenta que esta entrega debe ser fecundada por la recitación del breviario. Y de esto debéis estar profundamente convencidos.



2.- La preparación

El oficio divino es la oración oficial de la Iglesia. De ahí procede su valor primordial.

Pero esta oración no puede elevarse hasta el cielo, sino a través de nuestros labios y de nuestro corazón. De ahí que la piedad personal del sacerdote juegue también un papel importante –aunque de distinto orden– en la recitación de las Horas canónicas. La fe del sacerdote, su amor a Cristo y su espíritu de alabanza contribuyen a que se santifique por medio del oficio divino, aumentando sus méritos y haciendo que su intercesión sea más eficaz en la presencia de Dios.

Es de suma conveniencia que, antes de recitar el breviario, dispongamos nuestros corazones para rezarlo bien. La primera y más importante condición de esta preparación consiste en que nos recojamos durante unos momentos. Creo que nunca insistiremos bastante en recomendar esta práctica que es de capital importancia.

Tened en cuenta que, «sin la gracia, somos incapaces» de orar como conviene: Sine me nihil potestis facere (Jo., XV, 5). El Deus in adjutorium del principio de cada hora nos recuerda constantemente esta gran verdad.

Y, sin embargo, he aquí lo que tantas veces nos ocurre: después de haber estado ocupados en asuntos que nos han tenido completamente distraídos o absorbidos, solemos tomar el breviario y empezamos a rezarlo de repente, sin siquiera recogernos un momento para pedir a Dios su gracia. Y aunque, hablando desde un punto de vista estrictamente canónico, podamos decir que hemos cumplido nuestra obligación, es inevitable que nuestra oración carecerá de toda unción y apenas obtendremos ningún fruto.

Hace muchos años que rezo el oficio divino y la experiencia me atestigua que, cuando no se tiene cuidado de prepararse convenientemente, siempre se reza distraídamente. No nos engaña la Sagrada Escritura cuando nos recomienda: «Antes de ponerte a orar, prepara tu alma, y no seas como los que tientan a Dios» (Eccli., XVIII, 23). ¿Qué es «tentar a Dios»? Es emprender un trabajo sin hacer todo lo que está de nuestra parte para realizarlo debidamente. Y pretender alabar a Dios en nombre de la Iglesia sin el debido recogimiento y sin pedir su auxilio es una temeridad. Escuchad lo que dice a este propósito San Agustín: «Señor, mis labios no te podrán alabar si no me previene tu misericordia. Si te alabo es por tu propio don»: Dono tuo te laudo [Enarrat. super psalmos, 62, 12. P. L., 37, col. 750].

¿Y dónde encontraremos la fe, el respeto y el amor que nos son necesarios para cumplir debidamente este cometido? Ciertamente que no en nosotros mismos, sino en el favor de Dios. Si no nos preparamos pidiéndoselo al Señor, rezaremos el breviario descuidada y maquinalmente.

Si empezamos a rezar el oficio distraídos, las más de las veces lo terminaremos como lo hemos empezado. Y corremos el peligro de que el Opus Dei se convierta para nosotros en una carga pesada, cuando debiera ser un motivo de alegría y como un rayo de sol en nuestra vida interior.

Permitidme que os refiera un recuerdo personal que confirma la necesidad de la preparación. Éramos tres amigos en el colegio, que, aunque no teníamos amistad muy estrecha, la conservamos, sin embargo, durante cincuenta años. Entramos a la vez en el seminario y juntos fuimos enviados a estudiar a Roma. Años más tarde, cuando yo era vicario de una parroquia de los arrabales de Dublín, recibí la visita de uno de estos amigos, el cual observó que yo empecé a rezar las Horas sin recogerme antes durante algunos instantes, contra lo que nos habían recomendado en el seminario. Me lo advirtió amablemente y siempre le he estado reconocido por el favor que me hizo. Nos volvimos a encontrar al cabo de veinte años, y entonces tuve ocasión de comprobar con cuánta fidelidad había cumplido mi amigo esta práctica, lo cual me dejó profundamente edificado.

¿Qué debemos hacer durante estos momentos de recogimiento?

Ante todo, procurad esforzaros en alejar cualquier otro pensamiento o preocupación, diciendo al Señor: «No quiero pensar sino en Vos y en la santa Iglesia. Reconozco que soy débil y que me distraigo fácilmente, pero deseo estar atento, prosternándome ante vuestro divino acatamiento con los ángeles y con los santos». Esta intención vale ante Dios para todo el oficio, a pesar de las distracciones que nos puedan sobrevenir, ya que las hemos desechado de antemano.

Pensad en Dios y en la misión que Jesucristo os ha confiado de rendirle homenaje. En Patmos, se levantó ante los ojos de San Juan el velo que cubre las realidades del cielo y contemplo a millones de ángeles que rodeaban el trono de Dios, cantando el eterno Sanctus. Y a los veinticuatro ancianos que arrojaban sus coronas ante el Señor y proclamaban que «es digno de recibir la gloria, el honor y el poder» (IV, 11). Esta es la actitud de respeto que debemos tener cuando nos proponemos glorificar a Dios.

Hay otros que prefieren unirse a la Iglesia militante y evocan el recuerdo de los innumerables sacerdotes, religiosos y religiosas que desde todos los ángulos del mundo se unen en una misma alabanza.

También es una práctica muy laudable el formar una intención que sea como el motivo de nuestra recitación. Es mucho más fácil sostener despierta nuestra atención cuando tenemos presentes ante los ojos los motivos que nos impulsan a orar. Pensemos, pues, antes de empezar el oficio, en los sufrimientos y peligros que experimentan tantas almas, en la innumerable muchedumbre de los pecadores, en toda esta inmensa masa de la humanidad que está a merced del demonio y de los vicios. Cuando se olvida uno de sus propias preocupaciones para acordarse de las necesidades de los demás, entonces es cuando se siente uno os totius Ecclesiæ y animado de devoción.

Otro medio excelente para recogerse es también el de ir considerando cada una de las palabras de la oración preparatoria Aperi: «Abrid, Señor, mis labios para que bendiga vuestro santo nombre, purificad mi corazón de todo pensamiento vano, perverso o inoportuno, iluminad mi entendimiento e inflamad mi corazón».

Convenceos de que no es tiempo perdido el que dediquéis a prepararos, sino que, por el contrario, podría decirse que vale oro. Pero os prevengo que, aunque estéis habituados por una larga práctica, este recogimiento exige siempre un esfuerzo; pero sabed también que Dios, que es testigo de ello, os recompensará con largueza. Si alguna vez os sucede que, a pesar de vuestra buena voluntad, os encontráis tan fatigados o tan obsesionados por alguna preocupación que os distraéis en el oficio divino, consolaos pensando que también a los santos les sucede lo mismo y que, a pesar de ello, Dios, que ve vuestra recta intención, aceptará complacido vuestro homenaje.



3.- La recitación

Tratemos ahora del mismo rezo y de las disposiciones que reclama.

En el Aperi pedimos la gracia de rezar el oficio de una manera «digna, devota y atenta».

Estas tres disposiciones son absolutamente necesarias si queremos cumplir como conviene nuestra tarea.

Se dice que recita el oficio de una manera digna el que guarda los debidos miramientos a la majestad de Dios. Nosotros somos mediadores y embajadores, y el embajador está obligado a observar el protocolo establecido en la corte real. Cualquier negligencia en este punto constituiría no solamente una indelicadeza, sino también una falta. ¿Y qué son las rúbricas prescritas por la Iglesia sino la etiqueta o, lo que es lo mismo, el conjunto de actitudes externas que exige el ejercicio de las funciones sagradas?

Abrid el Antiguo Testamento y veréis cuántas ceremonias requería el transportar de un lado a otro el Arca de la Alianza y los diversos actos de culto. Y eso que todo ello no era sino una «figura». Nosotros somos los que poseemos la verdadera realidad de estos símbolos y de estos ritos.

Aficionémonos a mostrar a Dios estas atenciones exteriores. Quizás creeréis que todas estas prescripciones apenas tienen importancia, pero el observarlas fielmente constituye un acto de virtud. Y esto por tres razones. Primero, porque así se obedece a las reglas que la Iglesia ha establecido atendiendo al bien común; segundo, porque se realiza un acto de culto externo, por el que se sirve a Dios tanto con el cuerpo como con el espíritu; y por fin y principalmente, porque esta sumisión denota nuestra religión interior para con el Rey de reyes.

Si le viéramos a Dios en el esplendor de su majestad, quedaríamos muertos, y si nos permitiera vislumbrar algo del mundo invisible, caeríamos de rodillas. Así les sucedió a los tres discípulos en el monte Tabor: «Cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de gran temor» (Mt., XVII, 6). ¿De dónde provenía aquel temor que les sobrecogió hasta este extremo? Fue el efecto inmediato de la sensación de la presencia divina. Bastó que entrevieran algo de la claridad divina para que sus almas se abismaran en una profunda adoración.

Pues nosotros, que vivimos de la fe, debemos hablar a Dios con profunda reverencia. Esta nos ayudará siempre a observar una actitud digna mientras rezamos el oficio divino. Nada sostiene mejor la piedad y nada impresiona tanto a los fieles como esta religiosa reverencia que observa el sacerdote cuando cumple con su deber de rezar el oficio divino.

Si la palabra digne se refiere principalmente al porte exterior, el término attente dice exclusivamente relación a la aplicación del espíritu. ¿Por qué debemos recitar el oficio con atención? Porque todo el fervor y todo el mérito de nuestra alabanza provienen principalmente del amor, y el amor presupone el conocimiento.

Santo Tomás distingue tres clases de atención: Ad verba, ad sensum, ad Deum [Summa Theol., IIII, q. 83, a. 13]. El que únicamente presta atención a las palabras, ya con ello cumple con la obligación que le imponen los cánones, aunque este cumplimiento sea imperfecto. Para que la oración sea perfecta, se requiere, además, la atención al sentido de las palabras y, sobre todo, la atención a Dios.

Esta última es la más importante. Una religiosa que desconozca el latín, puede estar atenta, durante la recitación, al misterio que se celebra, o a Dios, o a las personas de la Trinidad, o a las perfecciones divinas. Y si mantiene viva su voluntad de rendir homenaje al Señor, le glorifica realmente y, lo que es más, puede llegar, por medio de la liturgia, a la verdadera contemplación.

Nosotros los sacerdotes podremos ordinariamente servirnos de la inteligencia del texto sagrado para mantenernos en la presencia de Dios. El sacerdote que conserva su alma atenta al significado de las palabras que pronuncia vibrará con los innumerables sentimientos que le sugiera la liturgia. Sus convicciones religiosas se harán más y más profundas al contacto de la oración oficial de la Iglesia. Y lo mismo se puede decir de su confianza en la divina bondad, de su gratitud, de su humildad y de su amor. El oficio de cada día le proporcionará una elevación espiritual incomparable si, ante las verdades de la fe que le recuerda la letra de su breviario, el sacerdote sabe responder desde el fondo de su alma: Amen, que es como si dijera: «Si, Dios mío, yo creo firmemente todo cuanto dices y hago mías todas tus palabras».

Si apreciamos los salmos en su debido valor, esto mismo nos facilitará el sostener la atención. En las épocas de fe, los cristianos se servían más que hoy del salterio, que era para ellos su verdadero libro de preces. Muchos santos prefirieron el salterio a todos los demás libros: «Mi salterio es mi alegría», solía exclamar San Agustín: Psalterium meum, gaudium meum [Enarrat. super psalmos, 137, P. L., 37, col. 1775].

Es verdad que hay algunos salmos cuyo sentido nos es desconocido, pero esto no es obstáculo para que, en vez de atender al significado de cada uno de los versículos, procuremos que nuestra alma sintonice con los sentimientos que nos sugieren algunos de ellos, atendiendo así a lo que nos dice San Bernardo: «El alimento se saborea en la boca, y el salmo en el corazón»: Cibus in ore, psalmus in corde sapit [In Canticum, VII, 5. P. L., 183, col. 809].

El salterio es como un arpa divina que la Iglesia pone en nuestras manos para que cantemos las alabanzas de nuestro Amado. En sus cuerdas encontramos la expresión más perfecta de los sentimientos de fe, esperanza y de amor que debemos tener para con el Padre celestial.

Dios es el único que se conoce a Sí mismo perfectamente, y sólo Él sabe cómo se le debe alabar. En los salmos que el Espíritu Santo ha inspirado, es el mismo Dios quien nos dicta las expresiones con que quiere que le alabemos. Estas luminosas fórmulas nos enseñan a bendecir a la divina Majestad, a proclamar sus infinitas perfecciones, a reconocer los beneficios que nos concede su misericordia, a manifestar al Señor nuestras dificultades, la necesidad que tenemos de ser perdonados, e incluso nuestras alegrías.

¡Qué provecho más grande podemos reportar si sintonizamos nuestro espíritu con los sentimientos que nos sugieren los salmos! Estas actitudes son sinceras, humanas, eminentemente bienhechoras. Veamos, por ejemplo, las expresiones de amor y de complacencia que se encuentran en el salmo 109 Dixit Dominus Domino meo. En este salmo el Padre «glorifica a su Hijo en su generación y sacerdocio eternos»: Ex utero ante luciferum genui te… Juravit… Tu es sacerdos in æternum. Ninguna alabanza podríamos ofrecer a Jesucristo que fuese más cumplida y más de su agrado que asociándonos a este testimonio de su Padre. ¡Cómo se nos revela la bondad de Dios en el salmo 88!: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor». En este salmo se esboza todo el plan divino de la Redención. En él vemos cómo Dios ha elegido de entre los hijos de nuestra raza un nuevo David, al que ha elevado a la dignidad de Hijo suyo, y cómo este Hijo se dirige a su Padre, diciéndole: Pater meus es tu.

En el salmo 103, después de haber pasado revista a todas las maravillas de la creación, nos dirigimos al Señor para decirle en un transporte de admiración: «¡Cuántas son tus obras, oh Señor, y cuán sabiamente ordenadas!»

No es necesario multiplicar los ejemplos para reconocer que es de la mayor utilidad servirnos de vez en cuando como materia de meditación o de estudio de algún salmo o de cualquiera otra parte del oficio divino. De no hacerlo así, corremos el peligro de recitar estas sublimes oraciones de una manera mecánica, como lo pudiera hacer un fonógrafo. Cuánto mejor es que sigamos el consejo de San Jerónimo, que nos exhorta a recitar nuestro salterio «con conocimiento de la Escritura»: in scientia Scripturarum [Comment. ad Ephes, III, 5. P. L., 26, col. 562].

¡Qué lejos estaba de seguir este consejo aquel buen sacerdote, a quien conocí en los años de mi juventud, el cual, al terminar el rezo del oficio divino, solía exclamar suspirando: «Bueno; ahora ya puedo empezar a orar!» Y creo que en todas partes se podrán encontrar casos semejantes que revelan una piedad deformada.

Los diversos movimientos de espíritu que provoca en nosotros el rezo del oficio divino necesitan apoyarse, como en una nota tónica, en la constante atención a Dios. Así es como se cumplirá en nosotros la recomendación del salmo: «Cantadle con maestría»: Psallite sapienter (Ps., 46, 8). Cuanto más se recoja el alma, mayores luces recibirá para penetrar el sentido de los textos: Illuminans tu mirabiliter a montibus æternis (Ps., 75, 5).

Cuando nos preparamos cuidadosamente para recitar la salmodia, se hace cosa fácil conservar esta presencia de Dios.

Devote: ¿Qué se entiende aquí por devoción? Hay una opinión bastante extendida que pone la devoción en cierta dulzura que a veces se experimenta en la oración. Pero es una opinión completamente equivocada, porque se puede tener una devoción perfecta en medio de una gran aridez y sequedad espiritual. Santa Juana de Chantal nos da el siguiente elocuente testimonio de la piedad de San Francisco de Sales: «Me dijo en cierta ocasión que para nada tenía en cuenta si estaba en desolación o en consolación, sino que cuando el Señor le consolaba en la oración, se lo agradecía humildemente y cuando, por el contrario, le negaba sus consuelos, no se preocupaba por ello» [Lettres de sainte Chantal, núm. 121, en Œuvres complètes de saint François de Sales. Lyon, Périsse, 1851, pág. 118]. Cuando Jesucristo decía a su Padre: «Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», nadie duda que estaba profundamente desolado y que, sin embargo, su oración era perfectísima.

La verdadera devoción es completamente desinteresada y hace que el alma se entregue a Dios con todas las energías de que su amor es capaz. Así lo sugiere el mismo significado de la palabra latina: devovere.

Recordad aquellas palabras de Cristo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… y con toda tu mente» (Mt., XXII, 37). Observad que no dice: «con el corazón y con la mente», sino «con todo tu corazón»: ex toto corde… Esta palabra totus, así repetida, significa la devoción, es decir, el amor llevado hasta el extremo.

Cuando rezamos el breviario, debemos consagrarnos a la alabanza divina, poniendo en ella todo nuestro entendimiento y todos nuestros afectos, y especialmente la caridad, concentrando todas las potencias de nuestra alma en este homenaje que tributamos a Dios. Esta aplicación de nuestro espíritu constituye el fondo de toda buena oración y es perfectamente compatible con la aridez espiritual. Y es muy agradable al Señor, porque Dios, que es amor, se complace en nuestro esfuerzo.

En el cielo comprenderemos cuánta utilidad ha reportado al bien de las almas y de la Iglesia el espíritu de devoción con que hemos cumplido nuestra obra de alabanza. Las Horas son el Opus Dei, y el rezarlas bien tiene bastante más importancia que muchos otros trabajos. Si ponemos todo nuestro empeño en cumplir bien este ministerio, nuestra alma se sentirá penetrada de una santa unción, que nos hará gustar con una paz interior las cosas de Dios. «La miel se encuentra en la cera, dice San Bernardo, y la unción en el texto sagrado»: Mel in cera, devotio in littera.

Procuremos también que nuestra alma siga con docilidad la influencia del Espíritu Santo. En la ejecución de una sinfonía, cada artista procura seguir con la mayor docilidad el ritmo que marca el director de la orquesta, que a veces acelera y otras, por el contrario, modera el movimiento del conjunto. Si el Espíritu Santo encontrara en nuestras almas una sumisión parecida, haría brotar de las fibras más profundas de nuestra alma la alabanza que Dios espera de nosotros. Tan cierto es esto que, en frase de San Juan Crisóstomo, siempre que el pueblo cristiano se reúne para cantar los salmos, es como una cítara que vibra al impulso del Espíritu Santo, que es su inspirador divino: Cithara fuistis Spiritus Sancti [De Lazaro. P. G., 48, col. 963]. ¡Con cuánta más razón debemos estar nosotros los sacerdotes atentos a seguir las sugerencias que nos vienen de lo alto siempre que recitamos las Horas!



4.- Frutos espirituales del oficio divino: asimilación a Jesucristo

El fin primordial del oficio divino es el de alabar a Dios y rendirle homenaje.

Pero el Señor es tan bondadoso, que al alma, que cumple con fe y con amor este deber de rezar el breviario, le concede abundantes frutos de santificación. La experiencia de todos los días nos enseña que el sacerdote que reza devotamente su breviario obtiene de ello grandes bienes para su vida interior.

Y el primero y el más notable de todos es la unión habitual a Cristo en su sacerdocio de alabanza eterna.

Toda la gloria que a Dios se rinde tanto en la tierra como en el cielo sube hasta su trono por mediación de Jesucristo. Así lo proclamamos cada mañana al fin del Canon de la Misa: Per ipsum, et cum ipso, et in ipso.

Cuando recitamos nuestras Horas en unión con toda la Iglesia, Cristo, como Cabeza del Cuerpo Místico y centro de la comunión de los santos, reúne en sí todas nuestras alabanzas. Incluso los espíritus bienaventurados deben unirse a su mediación sacerdotal para hacer llegar hasta Dios el canto de su celestial Sanctus: Per quem majestatem tuam laudant angeli. Es verdad que nuestra glorificación es imperfecta y deficiente; pero también es cierto que Cristo suple con creces nuestra debilidad. «Si depositáis en Él vuestros pobres esfuerzos, dice Louis de Blois, vuestro plomo se convertirá en oro de subidos quilates y vuestra agua en vino exquisito».

Añadid a esto que nadie ha comprendido las excelencias de los salmos como Jesucristo. Cuando los recitaba, se daba perfecta cuenta de que muchos de ellos hablaban de Él, de su misión y de su gloria. ¿No recordáis aquella ocasión en que afirmó que los salmos hacían alusión a su persona? (Lc., XXIV, 44). Tomemos a Cristo como modelo. Pidámosle que nos acompañe para que podamos compartir sus mismos sentimientos de elevada religiosidad, apropiarnos sus intenciones de bendecir al Padre y sus deseos de que se dilate su reino.

Dios ha concedido a la santa Humanidad de Jesucristo el poder de elevarnos hasta Él: «Padre, los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo» (Jo., XVII, 24). Con el apoyo de sus méritos es como conseguimos ser recibidos ante el trono de Dios, en «una audiencia de misericordia»: in sanctuarium exauditionis, en la que tenemos la seguridad de que el Padre nos ve, nos escucha y nos ama en su Hijo, y donde, como miembros de este Hijo, podemos unirnos a su misma alabanza.

Si al disponernos a rezar el breviario formamos la intención de unirnos a la plegaria de Jesús, luego, durante la recitación de las Horas, nos será mucho más fácil tener siempre presente que la poderosa mediación de nuestro Pontífice sirve de apoyo a nuestra oración y suple con creces nuestras deficiencias.

Otro procedimiento eficacísimo para unirnos a Jesucristo en el cumplimiento de este deber consiste en vivir el espíritu del año litúrgico en sus diferentes ciclos.

Todos los pasos de la vida terrena de Jesús, además de ser santos en sí mismos, tienen un valor santificador. Y las almas que se detienen a contemplarlos, con el sincero deseo de asociarse a ellos, obtienen abundantísimas gracias que les permiten unirse más estrechamente a la vida del Salvador.

Y la razón de esto radica en que todo lo que Cristo hizo en este mundo lo hizo, sin duda, por la gloria del Padre, pero también «por los hombres y por su salud»: propter nos homines et propter nostram salutem. Por eso, cada una de sus acciones, de sus palabras y de sus distintos estados constituye para nosotros un manantial de gracias. Belén, Nazaret, el Gólgota, la resurrección, la ascensión y la venida del Espíritu Santo son las fases principales del drama de la redención y de nuestra adopción sobrenatural. Siempre que la Iglesia, en el transcurso del año litúrgico, nos recuerda cada uno de estos misterios, nuestras almas se benefician de su acción santificadora. Para todos los fieles, pero de modo especial para los sacerdotes, estas solemnidades no son únicamente un objeto de admiración, sino también puede decirse, en el sentido más amplio de la palabra, que son «sacramentos» o, mejor aún, «sacramentales», que producen en las almas que están debidamente dispuestas un aumento de amor y de gozo.

Hay quienes en las fiestas de la Iglesia no se fijan sino en el canto, en la belleza de los ornamentos y en el resplandor de las luces. Pero todo esto no es más que lo exterior; la franja del vestido de Cristo. Lo que principalmente debemos buscar en estas fiestas es una mayor unión con nuestro divino Maestro, que quiere que, como miembros suyos que somos, evoquemos con espíritu de fe las distintas etapas del misterio de la redención que recorrió paso a paso por salvarnos, y que nos asociemos interiormente a los sentimientos que entonces embargaban su alma. Así es como su gracia hará que en nuestra alma se vaya operando gradualmente una asimilación vital a Jesús, que es lo que constituye precisamente todo el objeto de nuestra predestinación.

Como veis, gracias al ciclo litúrgico, el Señor se nos manifiesta en una luz siempre nueva, aparece mucho más cerca de nuestro corazón, aviva nuestra fe, estimula nuestra esperanza y sostiene el fervor de nuestro amor. Y así, de año en año, nuestra alma va participando con mayor abundancia de la corriente de vida sobrenatural que fluye de la sucesión incesante de las festividades litúrgicas. Esta variedad combate la rutina, y cada vez que recitamos el oficio divino podemos aplicarnos aquellas palabras del salmo: Cantate Domino canticum novum.



5.- Otros frutos espirituales del oficio divino

Si los que tenemos cargo de almas rezamos el breviario con la debida devoción, nos veremos más de una vez sorprendidos al comprobar cómo nos ayuda el Señor en los trabajos que emprendemos para su gloria. No tengo la menor intención de disminuir en lo más mínimo el mérito de las obras exteriores, pues reconozco que son necesarias y dignas de admiración y que la Iglesia las bendice. Pero hay que reconocer también que esta importancia que les concedemos no puede en forma alguna ser con menoscabo de otro ministerio que es esencial a nuestro sacerdocio. Me refiero a la alabanza que debemos tributar a Dios por medio del rezo del oficio divino, cumpliendo así un deber de estricta justicia. Si exceptuamos la santa Misa, creed que con ningún otro ministerio podemos contribuir más eficazmente a la conquista de las almas, ni a fecundar los esfuerzos de nuestra predicación, ni de cualquier otro ministerio. De la misma obligación que la Iglesia nos impone de rezar el oficio divino podemos deducir el valor que le atribuye, ya que, fuera de casos contados, nos obliga sub gravi a rezarlo todos los días. Y debemos consagrar a esta tarea todo el tiempo que exige, convencidos de que no es tiempo perdido el que dedicamos a esta oración, que es la más eficaz para la salvación y la santificación de las almas.

Imitemos el ejemplo de San Francisco de Sales, que, cuando empezaba a rezar el oficio divino, se olvidaba completamente de la administración de la diócesis y no pensaba en otra cosa que en alabar a Dios. Y el Señor bendecía este fervor del santo hasta el punto de que, como escribía él mismo, «muchas veces, al salir del coro, me encontraba con que los graves negocios, cuya solución tanto me preocupaba, los resolvía al momento».

Otro de los frutos que se siguen de la recitación piadosa de las Horas es un conocimiento más íntimo de las Sagradas Escrituras.

Se puede adquirir por medio de la ciencia un conocimiento profundo de los libros sagrados y ponerse al corriente de las diferentes versiones, como de la historia del texto y de sus múltiples interpretaciones. Pero para calar en el profundo sentido de los textos y poder utilizarlos de una manera personal, tanto en la vida interior como en la predicación, se requiere un don especial del Espíritu Santo. Hay en la Biblia abismos de esplendor y de amor que muchos sacerdotes ni los sospechan siquiera, ni se dan cuenta de que el texto inspirado es un foco de luces divinas que crea en nuestras almas una atmósfera de vida sobrenatural y nos ayuda a conmover a las almas. Estas fórmulas sagradas tienen la virtud sacramental de comunicar fuerza y unción a nuestras palabras, tanto para consolar a los que sufren como para despertar el espíritu de reflexión.

Si rezáis el breviario con el debido espíritu, acabaréis por asimilaros perfectamente las sentencias de la Sagrada Escritura que pronunciáis. Y experimentaréis que el conjunto de los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que están engastados en el propio del tiempo y en el Santoral, forman un Promptuarium, «una sala del tesoro», repleta de gracias y de luces. Estas luces ilustrarán vuestra fe acerca de los misterios de Cristo y de la Iglesia y aun de la misma Trinidad.

Por último, el oficio debidamente recitado es un manantial de grandes alegrías para el sacerdote.

Porque el breviario le hace vivir todos los días de la esperanza y aun de la posesión de los bienes sobrenaturales que Dios ha concedido a su Iglesia. La liturgia está toda llena de la insondable felicidad que proporcionan a la Esposa de Cristo los innumerables beneficios divinos que ha recibido. El sacerdote que cumple dignamente este deber del oficio divino participa de la «corriente de alegría que vivifica la ciudad santa»: Fluminis impetus lætificat civitatem Dei (Ps., 45, 5).

Dios es la alegría infinita a la que nada le falta. Cuando hablamos de Dios, según nuestro modo humano de pensar, nos inclinamos a distinguir entre lo que Dios es y lo que Dios tiene. Pero, en realidad, Dios es su propia alegría.

¿Qué es la alegría? Es el sentimiento que suscita en nosotros la esperanza y sobre todo la posesión de un bien. Dios es el Bien infinito que se conoce y se posee y se goza plenamente a sí mismo. Su felicidad es perfecta. No necesitaba de nosotros para nada, pero, por efecto de su misma bondad, ha querido rodearse de una creación maravillosa, compuesta de toda una jerarquía de seres múltiples y variados. Toda esta creación alaba a Dios y refleja su alegría. Por eso es por lo que el salmista nos invita con tanta frecuencia a servir a Dios con un corazón dilatado: Jubilate Deo omnis terra, servite Domino in lætitia (Ps., 99, 1). Donde quiera que está Dios, resplandece su gloria y reina su felicidad.

Si levantamos nuestras miradas a la resplandeciente Jerusalén de los cielos, veremos millones de ángeles que rodean al Cordero y que glorifican a Dios con una alegría común a todos ellos: Socia exultatione concelebrant. Y es tan grande su alegría, que viven como «arrebatados»: exultant. Levantada por encima de ellos, la Virgen María bendice y agradece al Señor y «su dicha no tiene límites»: Gaudens gaudebo in Domino [Introito de la misa de la Inmaculada Concepción]. Todos los bienaventurados participan, cada uno según el grado de su gloria, en esta alabanza y alborozo. «Alégrense en su Rey los hijos de Sion»: Filii Sion exultent in Rege suo (Ps., 149, 2).

Pero, por la comunión de los santos, nosotros no somos «ni extranjeros ni huéspedes», hospites et advenæ, sino «conciudadanos de los santos y familiares de Dios», cives sanctorum (Ephes., II, 19). Todos los días, en el momento más solemne de la Misa, decimos: Communicantes, y por esta sola palabra entramos a formar parte de la sociedad de la Virgen, de los apóstoles y de todos los elegidos y nos asociamos a su himno de reconocimiento y a la alegría que disfrutan como una participación de la misma felicidad de Dios.

Cada misterio de Cristo, cada festividad de la Santísima Virgen o de los santos tiene su propia alegría. Esta alegría que se injerta en nuestro corazón durante la oración redundará en toda nuestra vida y ejercerá una bienhechora influencia sobre nuestra predicación, sobre nuestro ministerio y sobre todo nuestro apostolado.

Antes de terminar, quiero deciros algo sobre las distracciones.

A los sacerdotes que se lamentan de sus distracciones se les suele responder que todo el mundo las tiene. Pero debemos insistir en que somos responsables de las distracciones que nos sobrevienen durante el rezo del oficio, cuando no nos hemos preparado con el debido cuidado, ya que, ordinariamente, tal cual es al principio suele ser la atención y la devoción que conservamos durante todo el oficio.

Una vez que os he recordado esto, os he de decir que lo esencial de la recitación del breviario es el firme deseo de rendir homenaje a Dios en unión con Cristo. Y si por cualquier motivo independiente de nuestra voluntad lo recitamos con poca atención, podemos tener la seguridad de que hemos cumplido con nuestro deber por el mismo hecho de que hemos puesto cuanto estaba de nuestra parte para rezarlo con devoción. Yo suelo seguir este consejo que Bossuet da en una de sus cartas: «Cuando nos damos cuenta de que estamos distraídos, debemos de renovar sin esfuerzo y suavemente la intención que formamos al principio para alabar a Dios… No hay por qué precipitarse nunca y hay que desterrar todo escrúpulo; sino que simple y llanamente hemos de continuar como si entonces empezáramos una nueva oración» [Correspondance, t. X. pág. 22. Ed. Les grands écrivains de la France, París, Hachette, 1916].

Procuremos intensificar el fervor cuando empezamos a rezar el oficio y así nos veremos libres de muchas distracciones que son efecto de la desgana. Este diario esfuerzo para santificar el nombre de Dios será la mejor preparación para la alabanza eterna del cielo. Tertuliano expresaba este mismo pensamiento que tanto nos debe estimular, cuando escribía, a propósito del Pater: «Estamos ahora aprendiendo el oficio que un día hemos de ejercer en la luz futura»: Officium futuræ claritatis ediscimus [De Oratione, III. P. L., 1, col. 1259].

A medida que se avanza en edad, se va adquiriendo un mayor conocimiento del breviario y se van descubriendo nuevas profundidades. El breviario es como un resumen y una síntesis de toda la Sagrada Escritura y de la vida de la Iglesia y de la santidad cristiana.

Antes de empezar el oficio, debemos decir a Dios: «Creo firmemente que por esta plegaria oficial, cuyo ministro soy, yo puedo hacer mucho, en unión de Jesucristo, por las necesidades de la Iglesia: para ayudar a los que sufren y están en la agonía, próximos a comparecer ante Vos; para cooperar a la conversión de los pecadores y de los indiferentes; para unirme a todas las almas santas de la tierra y del cielo: «Oh Señor, que todo cuanto hay en mí os confiese y os adore»: Benedic anima mea Domino et omnia quæ intra me sunt nomini sancto ejus (Ps., 102, 1).