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XII. -Sancta sancte tractanda

El sacerdote ha sido elevado a una dignidad que, en cierto sentido, puede llamarse divina, ya que Jesucristo se identifica con él. Su misión de mediador es lo más grande que puede concebirse en este mundo. Podemos repetirlo una vez más: aunque el sacerdote no hiciera en su vida otra cosa que celebrar fervorosamente cada mañana la santa Misa, y aunque no llegara a celebrarla más que una sola vez, realizaría con ello un acto que en la jerarquía de los valores tiene mucha más importancia que todos los acontecimientos que tanto apasionan a los hombres. Porque cada Misa que se celebra tiene una trascendencia eterna y nada es eterno sino lo que es divino.

Orientemos, pues, toda nuestra existencia hacia la santa Misa. Ella es el punto central y el sol de cada jornada. Ella viene a ser como el foco de donde nos viene la luz, el fervor y la alegría sobrenatural.

Deseemos ardientemente que nuestro sacerdocio vaya invadiendo gradualmente toda nuestra alma y toda nuestra vida, de modo que pueda decirse de nosotros: es todo sacerdote y sólo sacerdote. Esto es efecto de una vida eucarística que está completamente penetrada del perfume del sacrificio y que ha hecho de nosotros un Alter Christus.

¡Qué hermoso es ver a un sacerdote que, después de muchos años de haber sido fiel a su vocación, vive únicamente de la oblación divina que ofrece en el altar!

Son muchísimos los sacerdotes que, entregados por entero a Cristo y a las almas, realizan plenamente este ideal. Ellos constituyen el honor de la Iglesia y la alegría del divino Maestro.

Si también nosotros queremos estar a la altura de nuestra vocación sacerdotal y deseamos que ella imprima su sello en toda nuestra existencia, de suerte que nos inflame de amor y de celo, aprestemos nuestras almas a recibir las gracias que manan de nuestra Misa.

Pero hay otros, por el contrario, que al cabo de los años se dan cuenta de que ha disminuido su primitivo fervor.

Son muchas las razones que pueden aducirse para explicar la causa de semejante fenómeno. Recordad, ante todo, que la condición indispensable para el triunfo definitivo de la caridad en nuestra alma es la muerte radical a todo pecado, aún al venial deliberado.

Sin embargo, lo que mejor explica ordinariamente este abandono espiritual es el hecho de la falta de cuidado en disponerse a celebrar la Misa de cada día con el mayor fervor posible. En efecto, la pureza de conciencia que exige la celebración de la Misa, y la atmósfera de gracia de que rodea al ministro sagrado, hace que el ofrecimiento del santo sacrificio brinde todos los días al sacerdote una ocasión providencial para recogerse, humillarse y renovarse. Si se abandona este medio aptísimo para entrar de nuevo en la corriente de vida sobrenatural, es natural que la rutina y la mediocridad vayan invadiendo gradualmente el alma. Pero si ésta se preocupa de celebrar siempre con la mayor devoción posible, no hay cuidado de que sea arrastrada a la deriva.



1.- Importancia de las disposiciones del alma

Nunca podremos estimar suficientemente el valor que tienen las disposiciones interiores para participar abundantemente de los frutos de la Misa.

Subamos al Calvario para detenernos allí un momento.

¿Quiénes fueron los testigos del drama de nuestra redención? Podemos distribuirlos en tres grupos: la Virgen María, Juan, el discípulo amado, y las santas mujeres forman el primero; los judíos y los verdugos integran el segundo. El tercero es invisible, pues lo forma la Santísima Trinidad, rodeada de innumerables espíritus celestiales. El Padre contemplaba a Cristo que se inmolaba en la cruz. El veía que su Hijo, que es «el esplendor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (Hebr., I, 3), le ofrecía un homenaje sublime de justicia y de perfecto amor. Este sacrificio, que había sido previsto y ordenado por la Sabiduría divina, tributaba a Dios toda la gloria, al tiempo que rescataba a los hombres. Y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se complacían en el amor supremo que inspiraba la oblación del Salvador.

En la cruz, Cristo se inmoló y dio su vida por todos: Pro omnibus mortuus est Christus (II Cor., V, 15).

¡Pero qué diferente fue el beneficio espiritual que obtuvieron de su presencia los que asistieron a este divino sacrificio!

Contemplad primeramente a la Virgen María. Ella es el prototipo de la perfecta santidad; ella acata la voluntad del Padre, le presenta su Hijo e intercede por nosotros. La gracia que de lo alto de la cruz se derrama sobre su alma sobrepasa todo lo que la inteligencia humana puede comprender. María fue santificada mucho más que ninguna otra criatura con la pasión de Jesús. Los méritos de su Hijo fueron el precio de todos sus privilegios y de la plenitud de los favores con que la divinidad quiso colmarla.

Ante esto, es posible que digamos: «Señor, bien comprendo que vuestra madre reciba dones tan excelsos; pero yo no soy más que un pobre pecador». A lo que Jesús nos responderá: «Fíjate en María Magdalena, que está a su lado. He querido que una mujer pecadora, pero rebosante de amor arrepentido, esté al pie de mi cruz. Porque es tan grande la eficacia de mi sacrificio, que los mayores pecados no suponen obstáculo alguno para recibir las gracias que de él se derivan, con tal de que el alma esté arrepentida».

¿Por ventura el buen ladrón no era también un gran pecador? Pero, por los méritos de Cristo, recibió el don de la fe. Confió en Jesús, depositando en Él toda su esperanza, y en el misterioso diálogo que tuvieron de cruz a cruz escuchó que de los labios agonizantes del divino Maestro brotaba la palabra del supremo perdón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc., XXIII, 43).

Para todos éstos, su presencia en la muerte de Jesucristo fue una fuente de santificación.

Si a nosotros se nos hubiera concedido la gracia de estar presentes a este drama divino, es indudable que hubiéramos deseado estar también en el grupo de la Madre y de los amigos de Jesús.

El segundo grupo lo forman los fariseos, los sacerdotes y los judíos que exigieron de Pilato la crucifixión de Jesús. Desde lo alto de la cruz, «el Salvador ha rogado por todos ellos»: Pater, dimitte illis; non enim sciunt quid faciunt (Lc., XXIII, 34). Ninguno fue excluido de esta plegaria, que fue, sin duda, eficaz para algunos de ellos, al paso que para otros no surtió efecto alguno. Por lo que respecta a los doctores de la Ley, el Evangelio nos dice que estaban llenos de un odio sacrílego: tenían el alma completamente cegada y el corazón totalmente endurecido. Ellos fueron los que gritaron a Pilato: Sanguis ejus super nos (Mt., XXVII, 25).

Junto a ellos se encuentran los verdugos: gente ignorante, que asiste con indiferencia al drama del Calvario. También por ellos rogó Jesucristo, pero en aquel momento su alma no experimentaba ninguna inquietud religiosa. No pensaban en nada, su única preocupación era la de saber a quién de ellos le caería en suerte la túnica de Jesús, o quizás se gozaban en contemplar a un hombre que se debatía entre los más atroces dolores.

Estas mismas son las posturas que adoptan hoy en día muchos hombres, aunque en diferentes grados, mientras se perpetúa en nuestras iglesias el misterio de la oblación del Salvador. La Misa es el mismo sacrificio de la cruz. «La hostia es la misma y única; y el mismo es el que hoy se ofrece» [Conc. Trid., sess. XXII, cap. 2]. La Misa contiene la preciosa sangre de Jesucristo, una de cuyas gotas es más que suficiente para rescatar a todo el mundo. Pero los que asisten a ella con frialdad obtienen poco fruto, al paso que las almas fervorosas extraen de este contacto por la fe con Cristo una luz, una fuerza y un gozo celestial que les hacen triunfar del mundo y de la carne.

Si esto es verdad de los que simplemente asisten a la Misa, ¡qué no podrá decir de la trascendencia que tienen para su provecho espiritual las disposiciones interiores del sacerdote que la celebra! Contemplad a estos dos sacerdotes que vuelven del altar, donde acaban de celebrar el santo sacrificio. El uno se ha acercado a Dios en la oración, y vuelve lleno de celo y de santa alegría: Ad Deum qui lætificat juventutem meam (Ps., 42, 4). El otro, por el contrario, está tan distraído y tan aburrido, que casi podría decir como los israelitas: «Estamos ya cansados de un tan ligero manjar como éste»: Anima nostra jam nauseat super cibo isto levissimo (Num., XXI, 5). La Misa y la Eucaristía le dejan como indiferente. ¿Es que acaso su sacrificio no es idéntico al del caso anterior? Sí que lo es, pero lo que ocurre es que en este sacerdote la fe no tiene la viveza que busca el amor.

Al tiempo que ejecutamos las ceremonias rituales y pronunciamos las fórmulas sagradas, debemos procurar despertar en nuestras almas estas dos virtudes teologales, que son las únicas que, por encima de las apariencias, alcanzan la realidad sobrenatural.

En el caso de que un sacerdote tuviera la osadía de acercarse a celebrar los santos misterios en pecado mortal, ¿tendría derecho a ser contado entre los amigos de Jesús? De ninguna manera, ya que con ello cometería un horrendo sacrilegio. Y por su obstinación en el pecado, se podría decir también de él aquella terrible frase del Apóstol: «Por su parte, volverán a crucificar de nuevo al Hijo de Dios»: Rursum crucifigentes sibimetipsis Filium Dei (Hebr., VI, 6). Bien sé, y así nos lo enseña un artículo de nuestra fe, que no hay pecado que no pueda ser perdonado, pero la experiencia de las almas nos atestigua que esta injuria que se hace al Hijo de Dios produce una terrible ceguera espiritual. ¿Cuál sería la suerte de esta alma si la muerte la cogiera de improviso?

Antes de celebrar la Misa, debemos pensar que con nosotros sucederá lo mismo que ocurrió con los que asistieron a la muerte del Señor al pie de la cruz: podemos beneficiarnos de las gracias de la Misa, o podemos, por el contrario, endurecernos, según sean nuestras disposiciones.



2.- Disposición fundamental: unirnos a Jesucristo sacerdote y hostia

Por una prerrogativa única de su sacerdocio, Cristo es a un tiempo el sacerdote y la víctima del santo sacrificio de la Nueva Alianza.

¿Cuál es la disposición primordial que debe tener un ministro de Cristo para que se asemeje lo más perfectamente posible a su divino modelo? La de sintonizar con los sentimientos íntimos que tuvo el corazón de Jesús en el Cenáculo y en el Calvario y con los que ahora tiene en el cielo. Así es como cumplirá lo que dice el Apóstol: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Philip., II, 5).

Cuando, impulsado por el Espíritu Santo, Jesucristo se inmoló en la cruz, el amor era el sentimiento que dominaba en su alma: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem (Jo., XIV, 31). Su alma estaba también llena de sentimientos de adoración y de acción de gracias ante la majestad divina. Jesús se abrasaba en deseos de sacrificarse para expiar los pecados del mundo y merecer así la salvación de toda la humanidad.

Importa muchísimo que, siempre que celebramos, compartamos los deseos y las intenciones del único Pontífice de todo sacrificio. Recordad que, después de haber entrado en su gloria, Cristo continúa amando a su Padre y que nosotros debemos perpetuar en la Iglesia el misterio de la Cena, y de la cruz con las mismas disposiciones de espíritu.

El sacerdote debe unirse, por consiguiente, al Salvador cuando está realizando la «acción» sagrada. Jesús es el más acabado modelo de aquellos sentimientos de religión y de amor de que debe estar revestido su ministro cuando va a ofrecer el sacrificio.

Jesucristo es, igualmente, modelo en su estado de hostia.

También aquí debemos apropiarnos sus sentimientos. El ritual de la ordenación nos recuerda en términos bien expresivos este gran deber nuestro. «Imitad el sacrificio que ofrecéis: de suerte que, celebrando el misterio de la muerte del Señor procuréis mortificar vuestros miembros, huyendo del vicio y de la concupiscencia». Solamente entonces presentaréis al Padre vuestra oblación de la manera más perfecta: de aquella misma manera que Cristo eligió en la cruz.

¿Por qué, os preguntaréis, ha querido Jesús consagrarse a Dios por nosotros precisamente en calidad de víctima?

Hay muchas maneras de hacer dones al Señor: por medio de limosnas, de fundaciones piadosas, u ofreciendo algún objeto precioso, como un cáliz, por ejemplo. Todo esto está muy bien y es del agrado del Señor, con tal de que esté inspirado en un motivo de amor.

Pero existe una diferencia sustancial entre la hostia y cualquiera otra ofrenda. Los dones que hacemos se ofrecen con un fin concreto, que está determinado o por la naturaleza misma del objeto o por la voluntad del donante. Si yo, por ejemplo, ofrezco un cáliz, este objeto tendrá un destino determinado y no se empleará para ningún otro uso. Pero la hostia, ya por el hecho de serlo, no puede tener otro destino que el de ser consagrada a Dios, a quien pertenece enteramente, de modo que pueda disponer de ella a su talante.

Esta es la razón íntima de porqué Jesucristo quiso ser hostia.

Ya antes hemos tratado de esto, pero tiene tanta importancia esta doctrina, que bueno será que volvamos a tratar de ella. La primera palabra que dijo Cristo al entrar en el mundo fue esta: «Los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste…; heme aquí; que vengo… para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hebr., X, 67). ¿Y cuál era esta voluntad? Que muriera en el Calvario después de haber sobrellevado toda una vida de trabajos impregnada de amor. He aquí la ofrenda de Cristo.

También nosotros en la Misa debemos ofrecernos en calidad de hostia, siguiendo así el ejemplo de Cristo, de modo que Dios pueda hacer de nosotros lo que plazca a su voluntad. Debemos abandonarnos en manos de nuestro Creador y Salvador, ofreciéndonos completamente a su disposición.

Aceptemos de buen grado, uniéndonos al Verbo encarnado, todas las penalidades y todas las dificultades que nos proporciona nuestro ministerio y aceptémonos a nosotros mismos, con todas nuestras insuficiencias, nuestras miserias y nuestras enfermedades corporales. Habituémonos a morir a las solicitaciones y satisfacciones que nos brinda el mundo, siempre que se opongan al reinado de Dios en nuestras almas. Para el sacerdote regular, esta disposición capital tiene su más cumplida expresión en el espíritu de estricta obediencia.

Todo lo que precede nos ofrece amplia materia para meditar y para examinar seriamente cuáles son los resortes que determinan nuestra conducta. Porque, ¿podemos afirmar que nos hemos puesto en manos de Dios para que Él disponga de nosotros como mejor le plazca?

Yo os expreso mi deseo de que toméis la resolución de imitar sinceramente el misterio de la inmolación de Cristo que se perpetúa en el altar entre vuestras manos.



3.- Disposiciones sugeridas por el Concilio Tridentino

El Concilio enumera cuatro: tener un corazón sincero, una fe recta, temor y reverencia, y espíritu de compunción y de penitencia: cum corde vero, et recta fide, cum metu et reverentia, contriti et pœnitentes [Sess. XXII, cap. 4].

En primer lugar, un corazón verdaderamente sincero, es decir, completamente leal consigo mismo. Es esta una cualidad importantísima, aunque hemos de reconocer que no es demasiado común. A veces nos hacemos la ilusión de que somos realmente sinceros en nuestro fuero interior, cuando la verdad es que suele haber pliegues y repliegues que no los abrimos ni a los ojos de Dios.

Para llegar a poseer este «corazón sincero», nada mejor que desear ardientemente un conocimiento de sí mismo que coincida con el que el Señor tiene de nosotros, y que la luz divina penetre en la oración hasta los últimos escondrijos de nuestra alma y nos haga ver lo que en realidad somos. No basta con ser sinceros cuando hablamos con los demás, sino que es necesario enfrentarse consigo mismo: Qui loquitur veritatem in corde suo (Ps., 14, 2), y, sobre todo, ser sinceros ante Dios. Si el sacerdote quiere presentarse dignamente ante el Señor en el altar, es preciso que tenga este cor verum.

Mirad lo que nos sucederá el día que lleguemos al cielo. De la misma suerte que, desde el mismo momento de su encarnación, el alma de Jesús fue elevada a la visión del Padre y como envuelta de gloria, porque era el alma del Hijo de Dios encarnado, así también, por una maravillosa condescendencia de amor, el Señor se comunicará a sus hijos adoptivos. El llenará nuestras almas de su misma luz y de su misma felicidad, de acuerdo con el grado de caridad que hayamos alcanzado en el momento de nuestra muerte. Y Dios se mostrará tan bondadoso con nosotros porque verá en nosotros la imagen de su Jesús.

Hay una expresión en la Sagrada Escritura que suele pasar desapercibida, pero que expresa admirablemente en qué consistirá la felicidad del cielo: Denudabit absconsa sua illi: «Y le revelará sus secretos» [Eccli., IV, 21. Esta «revelación es atribuida a la Sabiduría personificada, la cual, después de haber sometido a prueba la fidelidad de sus discípulos, los llenará de alegría descubriéndoles sus secretos: Sapientia lætificabit illum et denudabit abconsa sua illi. Dom Marmion la aplica a Dios en el momento en que introduce en la luz de la gloria al alma que ha sido ya purificada]. Fijémonos en esta palabra. Dios se mostrará a sus elegidos tal como es en la unidad de sus esencia y en la trinidad de sus personas; les revelará los secretos de su vida eterna: todo les será descubierto en la luz meridiana de la verdad: «Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna» (I Jo., I, 5).

Por nuestra parte, nosotros nos uniremos al Señor y le glorificaremos en plena claridad. Allá veremos toda la miseria de nuestra existencia anterior y cómo triunfó la gracia en nosotros. Entonces nuestro corazón será perfectamente humilde, porque comprenderá los abismos de la misericordia de Dios y alabará con sinceridad al Señor.

Creedme si os digo que Dios desea que, ya desde esta vida, vivamos siempre en su presencia en una actitud de absoluta sinceridad.

¡Cuántas veces nos engañamos a nosotros mismos!

No siempre tenemos valor para enfrentarnos en nuestra alma con la mirada divina, ni para presentarnos ante Dios tal como somos. ¡Cuántos defectos, cuántas complacencias secretas y cuántas aficiones desordenadas hay en nosotros que no nos las confesamos ni a nosotros mismos! ¡Cuántas veces nos falta la necesaria energía para realizar los sacrificios que Dios nos pide!

Meditemos atentamente estas realidades, y si Dios nos exige en adelante alguna renuncia, no vacilemos en aceptarla. Cuando subimos al altar, presentemos a Dios un corazón sincero, leal y sin doblez. El concilio nos garantiza que, si así lo hacemos, participaremos abundantemente de los frutos del sacrificio.

La segunda disposición requerida es una fe perfecta: recta fide. El concilio se inspiró en el texto de la epístola a los hebreos: «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el Santuario… a través del velo, esto es, de su carne, per velamen, id est carnem suam; y teniendo un gran sacerdote…, acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta»: cum vero corde, in plenitudine fidei (Hebr., X, 19-22).

La figura del Antiguo Testamento, a la que hace alusión este pasaje de San Pablo, tiene una espléndida realización en el santo sacrificio de la Misa. Porque en la Misa Jesucristo nos hace penetrar con Él, no ya en el Sancta Sanctorum del templo de Jerusalén, sino en el de la divinidad, o lo que es lo mismo, en la presencia de Dios. Y nos introduce allí por la virtud de su pasión, cuyos méritos nos aplica la oblación del altar. Esta fe engendrará en nosotros una confianza sin límites en el infinito valor del sacrificio.

El misterio eucarístico es con toda verdad Mysterium fidei. La Iglesia ha incluido estas dos palabras en la fórmula de la consagración de la preciosísima sangre. Todo aquí es obra de la fe. El poder de la palabra del sacerdote, la presencia de Cristo en virtud de la transubstanciación del pan y del vino y los frutos de salvación que brotan como de un manantial de cada misa, son otras tantas realidades que únicamente la fe puede comprender.

Hemos leído que algunas almas privilegiadas han visto a Jesucristo en la santa Misa, ofreciéndose a sí mismo, de tal suerte, que desaparecía por completo el sacerdote y solamente veían a Jesucristo. Esta revelación constituye, sin duda, una gracia extraordinaria; pero este hecho prodigioso se conforma en un todo a lo que enseña la Iglesia. ¿Qué nos dice, en efecto, el Concilio? Que «Cristo en el altar es el mismo sacrificador que en el Calvario»: Idem nunc offerens [Sess. XXII, cap. 2].

La intervención sacerdotal de Jesús ut nunc offerens no debe extrañarnos lo más mínimo. En efecto: «Jesús ha sido constituido por su Padre como juez de todos los hombres»: Neque enim Pater judicat quemquam, sed omne judicium dedit Filio (Jo., V, 22). Cristo juzga a todos los que mueren y cosa sabida es que los hombres mueren todos los días y en todos los momentos de cada día. ¿Pues qué razón hay para que, siendo esto así, no asista también en cada Misa de una manera activa y explícita a los sacerdotes que perpetúan su sacrificio? Lo mismo podemos colegir de lo que sucede en la administración de los sacramentos. San Agustín expresa clarísimamente la doctrina de la Iglesia. «Sea Pedro quien bautiza, sea Pablo o sea Judas, siempre es Cristo quien, en el Espíritu Santo, regenera el alma»: Petrus baptizet? Hic Christus est qui baptizat… Judas baptizet? Hic est qui baptizat… «Cristo bautiza por su propio poder; ellos como instrumentos» [In Jo., VI, P. L., 35, col. 1428]. Lo mismo cabe decir de la Eucaristía: sea quien sea el que consagra, aunque sea hereje o indigno, siempre es Cristo, el que de una manera real y soberana ofrece y consagra, aunque para ello se sirva del ministerio de un hombre.

Cum metu et reverentia. Al ofrecer su sacrificio, el corazón de Jesús estaba colmado de una profunda reverencia ante la majestad del Padre. ¿Por ventura no había predicho el profeta Isaías que el Espíritu del temor del Señor colmaría su alma?: Et replebit eum Spiritus timoris Domini (XI, 2).

Al tratar de la virtud de la religión, os he expuesto hasta qué punto toda la vida terrestre de Jesucristo fue un homenaje de religioso respeto. Pues lo mismo cabe decir de su vida en el cielo, donde Cristo esta in gloria Patris, ya que su naturaleza humana, por lo mismo que es una criatura, debe manifestar siempre su acatamiento ante las perfecciones divinas.

También nosotros, cuando estamos en el altar, debemos sentirnos llenos de este temor reverencial, impregnado de amor y de confianza, hasta el punto que penetre hasta la medula de nuestro ser: Confige timore tuo carnes meas (Ps., 118, 120).

En cuanto a la última disposición que menciona el Concilio: el espíritu de contrición y de penitencia, ya hemos tratado de ella al hablar de la compunción y no es necesario que repitamos los conceptos expuestos en aquel lugar. ¿Pero cómo no citar aquí aquellas palabras de San Gregorio que tan bien resumen la tradición cristiana? «Es necesario que en el transcurso de la acción sagrada nos inmolemos a Dios por la contrición del corazón, de suerte que, al celebrar los misterios de la pasión del Señor, imitemos también el sacrificio que ofrecemos» [Necesse est, cum agimus, ut nosmetipsos Deo in cordis compunctione mactemus, quia qui passionis dominicæ mysteria celebramus, debemus imitari quod agimus. Dialog., IV, P. L., 77, col. 428. Parece que este pasaje ha inspirado el texto del actual pontifical romano: Imitamini… Toda esta alocución del obispo a los ordenandos aparece por vez primera en el pontifical de Durand de Mende (siglo XIII)].



4.- Preparación inmediata –celebración –acción de gracias

Las disposiciones de que acabamos de hablar debieran mantenerse siempre vivas en el alma del ministro de Cristo, pero esto requiere un esfuerzo que supera las posibilidades de la debilidad humana. Por eso es tan útil que, antes de celebrar la Misa, procuremos disponernos con una preparación inmediata para reavivar nuestra fe y enardecer nuestro corazón.

El misal contiene magníficas oraciones preparatorias para la santa Misa, que podemos recitar o meditar con mucho provecho. Voy a limitarme a daros algunos consejos a este respecto.

Todos los métodos y prácticas pueden resumirse en esta proposición: «Cuanto más nos identifiquemos con Jesucristo en la oblación del sacrificio, tanto mejor nos acomodaremos a los designios del Padre y más abundantes serán las gracias que reportaremos de la celebración de la Misa». La secreta del Jueves Santo expresa admirablemente esta verdad de nuestra fe: «Suplicámoste, oh Señor…, que haga aceptable este sacrificio el mismo Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, que, al instituirle en este día, mandó a sus discípulos celebrarle en memoria suya»: Ipse tibi… sacrificium nostrum reddat acceptum…

El sacerdote debe, pues, revestirse de la persona de Jesucristo, ya que obra en su nombre. Antes de subir al altar, debe decir a Jesús: «Señor, Vos lo habéis dicho: Sine me nihil potestis facere (Jo., XV, 5); y reconozco que sin Vos nada puedo hacer, sobre todo en esta acción divina del santo sacrificio. Me confieso completamente incapaz de ser vuestro ministro en esta acción de incomparable grandeza. Aunque toda mi vida la empleara en prepararme, nunca alcanzaría la altura que requiere un ministerio tan elevado. Pero ya que, por vuestro Espíritu, se me ha dado una participación en vuestro sacerdocio, os pido humildemente que me concedáis vuestras mismas disposiciones de sacerdote y de hostia, las mismas que tuvisteis en la última Cena y en la cruz, y dignaos suplir con vuestra misericordia lo que falta a mi miseria».

¿Sería decoroso que el sacerdote perpetúe el sacrificio de la cruz, sin tratar de conformar su alma y su ser entero a la inmolación que realiza en el altar? Cuando Cristo habla por su boca y se ofrece por sus manos, ¿cómo es posible que el corazón del sacerdote permanezca frío y ajeno a las disposiciones interiores del Salvador?

Al hacer su oblación, Jesucristo incluyó en la misma a todo el género humano. Por eso, también nosotros debemos abrir nuestra alma de par en par a las necesidades y sufrimientos de todos, pensando en los pecadores, en los pobres, en los enfermos, en los agonizantes, como si nosotros fuéramos los encargados de presentar al Señor todas sus súplicas y demandas. Así es como seremos los voceros de toda la Iglesia.

Al revestirnos los ornamentos sagrados, debemos hacerlo siempre con la mayor dignidad. Hay en el Génesis un pasaje que nos puede ayudar en ese momento a elevar nuestros pensamientos hacia las verdades de la fe. Rebeca vistió a Jacob los vestidos de su hermano Esaú para que pudiera así presentarse a su padre Isaac y recibir su bendición. Jacob entonces dijo a su padre: Ego sum primogenitus tuus: «Yo soy tu primogénito» (Gen., XXVII, 19). La Iglesia, nuestra Madre, nos dice: «Vais a representar a Jesucristo, vuestro primogénito: Primogenitus in multis fratribus (Rom., VIII, 29); «revestíos de Él»: Induimini Dominum Jesum Christum (Ibid., XIII, 14). Desde este momento podéis acercaros libremente al Padre, porque, a pesar de toda vuestra indignidad, Él ve en vosotros un alter Christus.

Otra excelente manera de prepararse para ofrecer el santo sacrificio consiste en unirse a las disposiciones que tuvo la Santísima Virgen cuando estaba al pie de la cruz, participando de los mismos sentimientos con que ella hizo la oblación de su Hijo.

Mientras celebráis la Misa, debéis procurar observar escrupulosamente las rúbricas, ya que ello constituye un homenaje de respeto y de reverencia. El sacerdote que cumple con espíritu de religión las ceremonias prescritas se hace agradable a Dios.

Al ofrecer el pan y el vino en el ofertorio, no olvidemos nunca el unir a la hostia que presentamos en la patena y al vino que presentamos en el cáliz, el ofrecimiento de nuestras acciones y aún la de nuestras mismas personas. Si Jesús comprueba que somos «hostias», nos ofrece a su Padre en unión con Él. Así es como la oblación hecha por la mañana se continúa por la fidelidad que conservamos durante todo el día, y así es como toda la vida del sacerdote viene a ser una irradiación de su Misa.

Mientras estamos celebrando, procuremos que «nuestra alma sintonice con las fórmulas y los gestos litúrgicos». La norma directiva de San Benito: Mens nostra concordet voci, tiene su mejor aplicación en las oraciones que se dicen en el altar.

Son muchas las fórmulas del misal que nos recuerdan la obra de glorificación que se realiza por nuestro ministerio. La Misa es el acto de culto de latría más excelente. El Gloria Patri, el Suscipe sancte Pater, el Per Ipsum, el Placeat nos dicen que debemos tener la mirada siempre fija en el Padre, en la Trinidad: Offerimus preclaræ majestati tuæ.

Pero, de acuerdo con los textos litúrgicos, debemos también considerar los tesoros de la divina misericordia y las necesidades de los hombres. Son muchas las oraciones, impregnadas de la sangre de Jesucristo, que nos invitan a interceder por todos ellos. Con más razón y derecho que el sacerdote de la Antigua Alianza, cuando entraba en el Sancta Sanctorum para presentarse ante Dios, debemos nosotros abogar a favor del pueblo que se prosterna al pie del altar.

No hay mejor acción de gracias que el mismo Jesucristo: Quid retribuam Domino?... Calicem salutaris accipiam.

Por grandes que sean los sentimientos de gratitud que embarguen nuestra alma durante la celebración de la Misa, es necesario que después del sacrificio demos gracias al Señor desde lo más íntimo de nuestra alma. En esto, cada uno puede seguir lo que el Espíritu le inspire, pero en ningún caso debemos ser de aquellos a quienes se les pueda reprochar que agradecen tan poco cuando tanto han recibido.

Las oraciones que la liturgia nos recomienda para recitarlas diariamente después de la Misa nos sugieren magníficos actos de agradecimiento. Por el cántico Benedicite todas las criaturas inanimadas se revisten de vida en nuestra inteligencia para acompañarnos a alabar a Dios y el sacerdote se convierte como en el corazón de todas las cosas que por su naturaleza son incapaces de amar, y les presta su voz para que alaben al Señor.

Además de estas oraciones vocales, debemos dedicar algún tiempo a hacer una oración más personal. La acción de gracias debe ser, ante todo, un acto de suprema adoración. Cuanto más se abaja y se oculta Jesús, más debemos reconocer su divina majestad: «Vos sois el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el objeto de las complacencias del Padre. Así lo creo firmemente, y por eso me entrego a Vos con todo mi corazón para cumplir en todo vuestra santísima voluntad».

Según la opinión común de los teólogos, el efecto principal del sacramento tiene lugar en el momento mismo de la manducación. Pero mientras permanecen en nosotros las especies sacramentales, el Salvador, en virtud de su unión con el alma, continúa siendo un manantial de bendiciones divinas. Por eso precisamente la hora de la acción de gracias tiene tanto valor para que nuestra alma se acostumbre a adherirse a Cristo y a formar con Él un solo espíritu en el amor. Como la oración se intensifica después de la comunión, esta práctica va creando en el alma un precioso hábito de recogimiento. Fue el mismo Cristo el que, después de la Cena, cuando sus discípulos acababan de comulgar, dijo a su Padre: «Los que Tú me has dado, quiero Yo que donde Yo esté, estén ellos también conmigo» (Jo., XVII, 24). Por la gracia del sacramento, Cristo nos atrae hacia Él, para elevarnos con Él hasta el Padre.

El sacerdote que, inmediatamente después de celebrar su Misa, tiene que oír confesiones, asistir a funerales o dar catecismo a los niños, no debe descorazonarse si sus ministerios le impiden recogerse como quisiera. Que se persuada, por el contrario, de estas dos verdades: estos ministerios son, en realidad, una prolongación del sacrificio, ya que aplican a las almas los frutos de la redención; y por eso son una especie de manifestación del amor que profesamos a Cristo en la persona de sus miembros. Además, que ya el hecho de recibir respetuosamente la Eucaristía y el recitar con piedad las diversas oraciones con que termina la Misa es de por sí una verdadera acción de gracias. Es cierto que ordinariamente las fórmulas de las post-comuniones no expresan explícitamente un sentimiento de agradecimiento; en ellas solemos pedir una participación en los frutos del sacramento. Pero, con todo, estas súplicas suelen significar la alta estima que tenemos del don divino, y con ello son un testimonio de nuestro profundo agradecimiento.

Independientemente del valor de acción de gracias que tiene la santa Misa en sí misma, importa muchísimo, aún más, es necesario que después de haber celebrado, y en cuanto lo permitan las circunstancias, el sacerdote se ocupe en dar gracias al Señor, porque nunca debemos olvidar que en estos benditos momentos el Hijo de las complacencias que habita in sinu Patris, reposa in sinu peccatoris.