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XI. -«Haced esto en memoria mía»

La obra de nuestra santificación se consolida a medida que nos aplicamos a la práctica de las virtudes que son propias de nuestra condición de mediadores, es decir, cuando cumplimos las obligaciones que nos imponen los actos del culto y de la vida espiritual. Esta es la doctrina del Apóstol: «Todo Pontífice tomado de entre los hombres, a favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios»: Constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

Estos actos ya de por sí son santos. Y por eso decimos: la santa Misa, la santa comunión. Y la razón de ello es que estos actos nos ponen en contacto inmediato con la fuente de toda santidad. Lo mismo se puede decir, aunque en menor escala, del oficio divino, de la oración privada y de las acciones ordinarias que practicamos diariamente.

En los capítulos siguientes veremos cuáles son las acciones que, como ministros de Cristo, debemos ejecutar todos los días. Un conocimiento más profundo de su naturaleza y de los beneficios sobrenaturales que nos proporcionan nos ayudará eficazmente en la obra de nuestra perfección.

San Pablo coloca el santo sacrificio en el primer plano de Ea quæ sunt ad Deum.

Y con sobrada razón.

El sacramento del orden ha sido instituido para conferir a los hombres el poder de consagrar el cuerpo y la sangre de Cristo. La comunicación de este poder constituye la razón de ser de la imposición de las manos.

Cuando el sacerdote celebra el mysterium fidei, no solamente ejecuta una de las múltiples funciones que son inherentes a su elevada dignidad, sino que realiza el acto esencial de ésta. Este acto sobrepuja en poder a cualquier otro ministerio, bien sea ritual, bien sea pastoral. Por eso es por lo que toda la vida del sacerdote debiera ser un eco o una prolongación de su Misa.

Para poder hablar como conviene a la dignidad del santo sacrificio, sería preciso ser no ya hombre, sino ángel, y aún ni un ángel sabría explicar toda la sublime grandeza de los misterios del altar, porque sólo Dios puede apreciar en su justo valor la inmolación de todo un Dios. «Si llegáramos a comprender lo que es la Misa, dice el santo Cura de Ars, moriríamos de amor».

A pesar de todo, nos es de gran utilidad meditar en la grandeza de la santa Misa, porque es el centro de toda la vida de la Iglesia y la fuente de innumerables gracias: aquella fuente mística que describe San Juan en el Apocalipsis, cuyas aguas fecundan la ciudad celestial (XXII, 12).

Los efectos que estos misterios divinos obran en nuestras almas dependen en gran parte de «nuestra fe y de nuestra devoción»: Quorum tibi fides cognita est et nota devotio.

Con objeto de ilustrar vuestra fe, voy a proponeros las enseñanzas de la Iglesia, dejando a vuestra piedad el cuidado de profundizar estos mismos pensamientos en la oración.

Cuando se trata del sacrificio de la Misa, es mucho mejor acudir a las fuentes auténticas para tomar de ellas la doctrina en toda su pureza que detenerse en la consideración de las opiniones teológicas de los autores. No olvidemos nunca que, en las cosas que dependen de su libre voluntad, Dios pudo haber concebido y realizado un plan completamente distinto del actual. Y para conocer lo que en realidad ha querido, necesitamos acudir a la revelación, porque Él es el único que nos puede descubrir sus pensamientos y sus designios. En esta materia, nada podemos saber con certeza por nuestras propias fuerzas.

Hay dos fuentes para conocer lo que Dios nos ha revelado: la Escritura y la Tradición. Estas fuentes no siempre son fáciles de interpretar; y por eso los protestantes, que las interpretan cada uno a su manera, caen con tanta facilidad en el error. Pero si el Soberano Pontífice o un Concilio definen un dogma, estamos seguros de poseer la verdad, porque el Espíritu Santo es el Maestro de la Iglesia. La enseñanza de la Iglesia es la norma inmediata de nuestra fe: Regula proxima fidei.

También la sagrada liturgia nos manifiesta cuál es el pensamiento de la Esposa de Cristo. La Iglesia refleja sus creencias en la oración, indicándonos al mismo tiempo cuál es el sentido genuino de las palabras de la Escritura y la tradición auténtica con respecto a la Eucaristía. En la escuela de la liturgia, somos como niños pequeñitos que aprenden a orar al tiempo que escuchan cómo ora su madre. Y esto se realiza principalmente en la Misa, que es el sol del culto cristiano. Las fórmulas y los ritos con que la Iglesia rodea la celebración del divino sacrificio sirven a maravilla para hacernos comprender cuál es su grandeza.

El Concilio de Trento es el que, entre todos, ha fijado con mayor amplitud y precisión la doctrina tradicional sobre el santo sacrificio.

Los principios establecidos por el Concilio fueron, principalmente, éstos: la Misa es «un sacrificio verdadero y real»: verum et propium sacrificium [Sess. XXII, can.1]. Saliendo al paso de lo que enseñaban los reformadores del siglo XVI, definió que la Misa es algo más que un recuerdo de la Cena del Señor, que no es un simple rito en el que se ofrece a Cristo oculto bajo las especies sagradas, ni solamente una representación simbólica de su muerte, sino «un sacrificio verdadero y real».

En segundo lugar, la oblación de la Misa es la misma que la del Calvario. La única diferencia que existe entre ambos sacrificios consiste en la diversa manera en que se ofrecen: sobre nuestros altares, declara el Concilio, «el mismo Cristo se ofreció en el altar de la cruz de una manera sangrienta, se hace presente y se ofrece incruentamente» [Sess. XXII, cap. 2].

Es verdad que la Misa no renueva la redención, pero también es cierto que, por medio de la inmolación sacramental, perpetúa a través de los tiempos la oblación de este único sacrificio y «nos aplica ubérrimamente sus frutos»: Oblationis cruentæ fructus per hanc incruentam uberrime percipiuntur [Ibid.].



1.­- Naturaleza del sacrificio

El sacrificio es un acto de religión por el cual reconocemos la majestad infinita de Dios y el supremo dominio que tiene sobre nosotros. Dios es eterno, omnipotente y Señor universal de todas las cosas. Nosotros somos criaturas suyas. Él nos ha creado de la nada y, cuando llegue la hora de la muerte, volveremos a Él, por más que queramos resistirnos. La verdad, el orden y la justicia exigen que reconozcamos este poder de Dios, Señor de la vida y de la muerte, primer principio y último fin de todas las cosas.

La Sagrada Escritura da frecuentemente el nombre de «sacrificios», en el sentido lato de la palabra, a los actos interiores de adoración, de acción de gracias y de contrición por los que el hombre reconoce su absoluta dependencia: «El sacrificio grato a Dios es un corazón contrito» (Ps., 50, 19).

Mas, para que haya sacrificio en el sentido estricto de la palabra, el culto religioso debe manifestarse externamente, ya que el sacrificio es la expresión visible de los homenajes íntimos que le son debidos a Dios y la señal que los revela. De ahí su importancia cuando a Dios se le tributa el culto en común.

Podemos honrar a la Santísima Virgen, a los ángeles, a los santos y aún a los mismos hombres con algunas muestras de respeto, con ofrendas y con dones. Pero hay una acción religiosa que es la expresión más acabada de la nada de la criatura ante «Aquél que es» (Exod., III, 14). Y consiste en la destrucción de una cosa, para significar, por medio de este rito sagrado, el dominio absoluto que Dios tiene sobre el hombre. Su misma naturaleza impulsa al hombre a rendir este homenaje a Dios. Aunque rodeado de misterio, este gesto humano simboliza mejor que ningún otro la soberanía de Dios. La misma ley natural establece que el sacrificio es el acto central del culto.

En la religión mosaica, eran muchos y muy diversos los sacrificios sangrientos. Todos tenían por fin hacer propicio a Dios. Algunos de aquellos sacrificios eran principalmente expiatorios, mientras otros eran, sobre todo, latréuticos y eucarísticos. Y todos eran figura del sacrificio de la cruz, ya que, como enseña San Pablo, aquellos ritos no eran por sí mismos sino «elementos flacos y pobres» (Gal., IV, 9). Lo mismo que todo el Antiguo Testamento, todo su valor les venía de que eran una figura del sacrificio de la cruz: Hæc omnia in figura contingebant illis (I Cor., X, 11), «eran sombra de las realidades futuras» (Col., II, 17). Por eso, cuando el pueblo hebreo salió de Egipto, tiñeron con la sangre del cordero pascual las puertas de las casas de Israel, para que esta señal preservara de la muerte a los primogénitos.

También la Misa estaba anunciada y prefigurada en aquellos sacrificios antiguos. Ella es, según nos dice el Concilio, «como su perfección y consumación»: Velut illorum omnium consummatio et perfectio [Sess. XXII, cap.1]. Esto quiere decir que todo el poder de adoración, de propiciación y de acción de gracias que tenían los sacrificios de los patriarcas y los ritos del culto mosaico está también contenido, y de un modo sobreeminente, en el misterio de nuestros altares.

2.- Carácter propiciatorio del sacrificio de la cruz

Para comprender mejor toda la grandeza de la santa Misa, vamos a trasladarnos en espíritu al Calvario para asistir a la inmolación de Jesús.

Allí está, colgado de la cruz a la que le ha llevado su amor. Adoremos en Él a «nuestro Pontífice, santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores» (Hebr., VII, 26). Él es al mismo tiempo la víctima santa: se ha hecho nuestro hermano, y ha cargado sobre sí todos nuestros pecados.

¿Tenía su sacrificio un carácter propiciatorio? Sin duda alguna. ¿Y qué significa esta palabra? Se dice que un sacrificio es propiciatorio cuando, en virtud de la inmolación sagrada, se cambia la actitud adoptada por Dios respecto de los hombres y, de irritada que era, se vuelve favorable, inclinada a la clemencia, al perdón y a la reconciliación.

Ved, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, la descripción de un memorable sacrificio de propiciación: el de Noé después del diluvio. Nos refiere el Génesis que, a causa de las iniquidades de los hombres, el Señor había decidido exterminar la raza humana, con la única excepción de Noé y de los suyos. Cuando Noé salió del arca, levantó un altar de piedra y, rodeado de sus hijos, ofreció al Señor un sacrificio de «animales puros». Y la Escritura añade que la actitud del Señor cambió completamente: «Aspiró Yahvé el suave olor, y se dijo en su corazón: No volveré ya más a maldecir a la tierra por el hombre» (Gen., VIII, 21). Y en señal del perdón que otorgaba, el Señor hizo brillar el sol y puso su arco en las nubes, testimoniando de esta manera que aceptaba de nuevo la amistad de sus criaturas (Ibid., IX, 13-20).

Este sacrificio de Noé, como todos los demás de la Ley mosaica, no era otra cosa que una pálida imagen de la ofrenda que hizo nuestro Salvador en la cruz, que fue, en realidad, y de una manera eminente, un verdadero sacrificio de propiciación. Esta fue la inmolación que Dios hizo a Dios. Así lo afirma San Pablo: «Quien siendo Dios en la forma, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes… se humilló, hecho obediente hasta la muerte» (Philip., II, 6-8). Por su sumisión y su amor, Cristo presentó a su Padre una satisfacción completamente adecuada, en reparación de la ofensa que había inferido a su majestad el desorden de todas las iniquidades del mundo.

Este homenaje digno de Dios fue totalmente aceptado, porque no solamente había sido previsto, sino incluso preparado por el Padre en los misericordiosos designios de su sabiduría y de su bondad. Por eso pudo decir el Apóstol con toda verdad: «Y plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud de la divinidad y por Él reconciliar consigo, pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas» (Col., I, 19-20). Y añade en otro lugar: «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo»: Deus erat in Chris-to, mundum reconcilians sibi (II Cor., V, 19). Y en la carta a los romanos: «Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su hijo» (V, 10).

¿Acaso no afirmó Jesús en la última Cena que la efusión de su sangre iba a sellar «una alianza nueva y eterna»?... Gracias a Él, Dios adoptará siempre con nosotros una actitud de perdón, de amor y de misericordia.

El sacrificio de la cruz fue un sacrificio propiciador.



3.- La Misa, sacrificio propiciatorio

El sacrificio eucarístico es la continuación sacramental del sacrificio de la cruz. «Siempre que celebramos los divinos misterios, quotiescumque, «anunciamos la muerte del Señor»: Mortem Domini annuntiabitis (I Cor., XI, 26). El concilio precisa el sentido de las palabras del Apóstol: Es el mismo [Cristo] el que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes y el que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz»: Idem nunc offerens sacerdotum ministerio, qui seipsum tunc in cruce obtulit [Sess. XXII, cap. 2].

Procuremos comprender todo el alcance de estas palabras, porque así se nos manifestará en toda su evidencia el carácter propiciatorio de la Misa.

Para Dios no existe el pasado ni el futuro, porque posee en un inmutable presente toda la infinitud de su vida de conocimiento, de amor y de felicidad. Santo Tomás [Summa Theol., I, q. X, a. 1] emplea la misma luminosa definición de la eternidad que dio Boecio: Interminabilis vitæ tota simul et perfecta possessio. Esto significa que Dios, en un Nunc stans, es decir, en un ahora que trasciende todo límite y toda sucesión, «posee de una manera perfecta, total y siempre actual (tota simul), la plenitud de una vida que no tiene principio ni fin». Para nosotros, por el contrario, todo es una continua sucesión; la misma existencia se nos da instante a instante. Por eso se mide por el tiempo. Pero Dios, en su eternidad, contempla de una sola mirada todas las cosas que se suceden en el tiempo y que para el hombre constituyen el pasado, el presente y el porvenir.

Y por eso, cuando llega el momento de la consagración, se representa ante Dios todo el drama del Calvario, con todo el cortejo de sufrimientos y de humillaciones que experimentó Jesucristo. Y podemos decir con toda verdad que entonces desplegamos a los ojos del Eterno todo aquel divino pasado. Con justo título dice, pues, el Apóstol que en cada Misa «anunciamos al Padre la muerte de su Hijo».

Recordáis perfectamente la historia de los hermanos de José (Gen., XXXVII, 31-32). Después de haber tramado la muerte de José y luego de haberle vendido a unos extranjeros, tiñeron de sangre sus vestidos y se los enviaron a Jacob para darle a entender que su hijo había muerto.

Cada vez que el sacerdote celebra la Misa, muestra al Padre, no ya los vestidos de nuestro Salvador como prueba de su pasión, sino a su mismo Hijo que, bajo el velo de las especies sacramentales, realiza una verdadera inmolación, aunque sea sacramental.

Detengámonos de vez en cuando a considerar esta idea. ¿Qué es lo que ve el Padre sobre el ara donde se ofrece el santo sacrificio? El cuerpo y la sangre del «Hijo de su amor»: Filius dilectionis suæ (Col., I, 13). ¿Y qué es lo que hace su Hijo en el altar? Annuntiat mortem: pone ante los ojos del Padre su amor, su obediencia, sus sufrimientos, el don de su vida. Y entonces el Padre vuelve a nosotros su mirada misericordiosa.

Son muchas las fórmulas de nuestra liturgia que expresan este carácter propiciatorio de los misterios del altar.

Cuando en el ofertorio el sacerdote eleva el cáliz, ¿qué es lo que pide la Iglesia en retorno de esta ofrenda? Que, por ella, el Señor se muestre favorable a «la salud de todo el mundo»: Pro nostra et totius mundi salute. Cuando después de la consagración están sobre el altar el cuerpo y la sangre de Jesucristo, pedimos al Padre que se digne mirar a nuestro sacrificio «con una mirada de bondad y de clemencia»: Propitio ac sereno vultu respicere digneris.

Toda esta doctrina está concisamente expresada en una oración super oblata: Propitiare, Domine, populo tuo… «Vuélvete propicio, Señor, a tu pueblo… para que, aplacado con esta oblación, nos concedas tu perdón y escuches nuestras demandas» [Dominica XIIIª después de Pentecostés. Véase también la secreta de la misa de San Cirilo].

Fue tan grande la santidad del sacrificio del Hijo de Dios en el Calvario y su poder de propiciación, que ni el crimen de los verdugos, ni su odio, ni sus blasfemias pudieron restar absolutamente nada al valor de aquella ofrenda sagrada, ni impedir el triunfo de la redención. Y lo mismo puede afirmarse del sacrificio de nuestros altares. «No puede mancillarse, nos declara el concilio, por la indignidad ni la malicia de los ministros»: Nulla indignitate aut malitia offerentium inquinari potest [Sess. XXII, cap. 1].

Reavivemos con frecuencia nuestra fe en la grandeza de la Misa. Lo que más importancia tiene a los ojos del mundo son las cuestiones financieras e industriales, los negocios y los sucesos políticos. Todas estas cosas tienen su valor, como que forman parte de nuestro destino temporal. Pero a los ojos de la fe, la Misa pertenece a un orden de valores infinitamente superior, puesto que glorifica plenamente a Dios. Hay muchos espíritus que son incapaces de comprender esta verdad y nos tratarán de exagerados. Pero cuando en el otro mundo vean la realidad, comprenderán que solamente son grandes aquellas acciones humanas que transcienden a la eternidad.

Cuántas veces se dice con irreflexivo desdén de un sacerdote, que «dice su misita» y apenas vale para hacer ninguna cosa útil. Pero lo cierto es que, a los ojos de la Verdad infalible, este sacerdote que celebra su Misa con piedad, aunque nadie asista a ella, realiza una obra divina, porque honra al soberano Señor y le vuelve propicio para las miserias de todo el mundo.



4.- La Misa, sacrificio de alabanza y de acción de gracias

Al mismo tiempo que sacrificio propiciatorio, la Misa es «una alabanza, una acción de gracias»: Sacrificium laudis et gratiarum actionis [Sess. XXII, can. 3].

El culto de alabanza que se le tributa a Dios implica diferentes homenajes. Y esto porque el Señor es digno de toda adoración, de toda bendición y de toda acción de gracias. Estos homenajes, unidos a la satisfacción que ofreció Jesús a la justicia divina, constituyen el fin primario del sacrificio. Por eso es por lo que en la liturgia de la Misa se escuchan tan repetidas veces exclamaciones como éstas: Gloria Patri et Filio… Adoramus te, Glorificamus te… Laus tibi Christe. Deo gratias. La respuesta que da el acólito al Orate fratres indica claramente este propósito: «Que el Señor reciba este sacrificio en alabanza y gloria de su nombre». Sólo en segundo lugar se citan nuestro provecho espiritual y el de la Iglesia.

La liturgia del cielo no conoce otros transportes que el de la alabanza admirativa, el del amor y el de la alegría. El sacrificio de Jesús será eternamente perenne por su eficacia, ya que por él se salvan y alcanzan su felicidad los elegidos; pero la expiación y la impetración del perdón dejarán de existir en cuanto tales. San Juan, en su Apocalipsis, describe esta luminosa liturgia celestial: él vio al Cordero inmolado echado ante el trono de Dios, rodeado de los ancianos y de la innumerable muchedumbre de los elegidos que habían sido rescatados por su sangre divina, todos los cuales cantaban: «Al que está sentado en el trono y al Cordero la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos» (V, 13). Aprendamos a ver, a través de los velos de estos símbolos, el esplendor de las realidades del cielo.

Todas la Misas que se celebran en la tierra se unen a la liturgia del cielo. En el silencio de la hostia, el Hijo de Dios da a su Padre, en cuanto Verbo, una gloria incomprensible, que es insondable para nosotros y sobrepasa nuestros alcances. Pero, con todo, nosotros podemos ofrecer esta misma alabanza, porque el Padre se complace en ello: «¿No es, acaso, el Hijo el mismo esplendor de su gloria?»: Splendor gloriæ et figura substantiæ ejus (Hebr., I, 3).

Esto no obstante, nuestro primer deber, cuando celebramos la Misa, es el de unirnos a la alabanza que ofrece Jesús en su santa humanidad. Esta alabanza consiste en que la Trinidad sea glorificada por Aquél que, por razón de la unión hipostática, es el único que, en nombre de la Iglesia, ofrece un culto de dignidad infinita.

Conocéis perfectamente los actos de homenaje esenciales del sacrificio. La adoración debe ser como el fundamento en que los demás se apoyen. ¿No somos, por ventura, pobres criaturas, pobres miserables que necesitan recibirlo todo de la mano de Dios? De Él hemos recibido el ser y la vida y nuestro patrimonio es la nada. Para que sean verdaderas, nuestra alabanza, nuestra admiración y nuestra acción de gracias deben ser una constante adoración. La liturgia nos dice, refiriéndose a los espíritus bienaventurados: Laudant angeli, adorant dominationes, tremunt potestates. Tremunt, «tiemblan», y eso que son naturalezas angélicas purísimas, que no han cometido el menor pecado; pero contemplan la majestad divina y se sienten anonadados en su presencia.

Si Dios levantara el velo y nos mostrara la grandeza del misterio que se realiza en el altar, a semejanza de Moisés, «no nos atreveríamos a levantar los ojos hacia Él»: Non audebat aspicere contra Dominum (Exod., III, 6). ¿Y qué es lo que nos enseña la Iglesia? Præstet fides supplementum sensuum defectui: «La fe debe hacer que lo sobrenatural se nos muestre tan presente como si lo viéramos con nuestros propios ojos». En algunos santos, como San Felipe de Neri, era tan viva esta fe, que atravesaba el misterio y les hacía palpar la realidad.

La Misa es, además, una «eucaristía» por excelencia, o lo que es lo mismo, un espléndido homenaje de gratitud. La antigüedad cristiana gustaba de llamar a la Misa con este nombre con preferencia a cualquier otro. «El mismo Señor ha sido quien ha puesto en manos de la Iglesia un don divino»: Offerimus… de tuis donis ac datis. Cuando presentamos al Padre el cuerpo y la sangre de su Hijo, le hacemos una ofrenda de acción de gracias, que siempre encuentra la mejor acogida.

Las almas nobles experimentan la necesidad de testimoniar su agradecimiento; al paso que hay otras que sólo se preocupan de sí mismas y, como están persuadidas de que todo se les debe, nunca se preocupan de dar las gracias. Un alma de temperamento magnánimo y humilde está siempre ansiosa de demostrar su gratitud. Así, por ejemplo, Santa Teresa, de quien nos dice el Introito de su misa propia que «tenía un corazón tan dilatado como las arenas que bordean el océano»: Dedit ei Dominus latitudinem cordis quasi arenam quæ est in littore maris, experimentaba una verdadera sed de mostrarse agradecida hasta el punto de que su corazón se quebrantaba por la fuerza de este tormento. Los escritos de Santa Gertrudis nos demuestran que también esta santa experimentaba la misma necesidad. En sus arrebatos místicos, se complacía en recordar a la Trinidad todos los favores de que había sido colmada desde su infancia. Todo su hermoso libro de los Ejercicios no viene a ser otra cosa que un cántico de alabanza agradecida.

Estas grandes santas no hicieron con esto sino imitar a su divino Esposo. Cristo tuvo el corazón más noble que jamás haya existido. Durante el curso de su vida mortal, y aún ahora, continúa dando gracias al Padre. Ante todo, por sí mismo, porque su humanidad ha sido asumida por la persona divina del Verbo, que es suya propia y participa de su misma gloria. Por esta gracia de la unión hipostática, debe a Dios incomparablemente más que el resto de la humanidad.

También daba Jesús las gracias a su Padre en nombre nuestro, como Cabeza y Salvador nuestro. San Lucas nos refiere que «inundado de gozo en el Espíritu Santo, dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeños; así es, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito» (X, 21). Lo mismo en el milagro de la multiplicación de los panes, que simboliza la sobreabundancia del don de la eucaristía, que cuando la resurrección de Lázaro, dio gracias al Padre. ¿Qué es lo que hizo en el momento mismo de instituir el inefable sacramento? Gratias agens, fregit. Todo esto nos hace entrever el misterio de la vida íntima de su alma.

Por lo que a nosotros hace, todo se lo debemos a Dios: la existencia, la adopción divina, el sacerdocio. Al recitar el prefacio, debemos pensar en todo este conjunto de favores que nos vienen de la cruz y que constituyen para nosotros un principio de valor y de alegría sobrenaturales. Semper et ubique gratias agere! Siempre que recitamos el prefacio deben abrirse ante nuestros ojos los grandes horizontes de la fe. Mostremos al Señor nuestro agradecimiento porque se ha dignado revelarnos el misterio de la Trinidad, porque nos ha dado a Cristo en los diferentes estados de su vida y nos permite alabar y honrar a Nuestra Señora.

Asociémonos también en esta ocasión a los ángeles, ya que «ellos, lo mismo que nosotros, rinden su culto de alabanza y de acción de gracias por intercesión de Jesucristo»… Per quem majestatem tuam laudant angeli.

En las grandes solemnidades litúrgicas, nuestro corazón debe llenarse de sentimientos de gratitud para con Jesucristo, tanto por sus grandezas como por las gracias que otorgó a su Madre, a los santos, a la Iglesia y a nosotros mismos. Nada mejor que la Misa para expresarle nuestro agradecimiento por todos estos favores.



5.- La participación de los fieles en la ofrenda de Cristo

Volvamos de nuevo a la fuente de donde brotan todas nuestras prerrogativas cristianas: el bautismo.

En virtud del carácter bautismal, puede el cristiano tomar una parte activa en el culto de Dios establecido por la Iglesia. No hace falta repetir que este culto es de orden sobrenatural: Cristo es su Pontífice soberano; y la Misa su centro y su núcleo. Esto explica que San Pedro dé a la asamblea de los fieles el título de «sacerdocio real»: regale sacerdotium (I Petr., II, 9). No quiere decir esto que puedan equipararse los efectos del bautismo y los del sacramento del orden, sino que, gracias al carácter bautismal, el hombre se ha hecho capaz de unirse legítimamente al sacerdote para ofrecer, con él y por él, el cuerpo y la sangre de Cristo, y de ofrecerse a sí mismo en unión de la santa víctima.

Es de suma importancia que comprendamos bien esta alta prerrogativa que nos proporciona el bautismo y que instruyamos al pueblo cristiano sobre esta doctrina.

Examinemos ahora más a fondo estas verdades. El misterio por excelencia de la Misa lo constituye, sin duda, la inmolación sacramental de Jesús. Pero la ofrenda que la Iglesia presenta al Padre comprende también, juntamente con la oblación de Jesús, la de todos sus miembros. Lo mismo en el altar que en la cruz, el Salvador es la única víctima, «santa, pura, inmaculada»; pero quiere que a su ofrenda nos asociemos también nosotros, como complemento de la misma.

Después de su Ascensión, Jesucristo no se separa jamás de su Iglesia. En el cielo, Él se presenta al Padre juntamente con su Cuerpo Místico, que ha llegado ya a la perfección: «sin mancha ni arruga»: Non habentem maculam aut rugan (Ephes., V, 27). Todos los elegidos, unidos entre sí y con Cristo, participan en la misma alabanza en la luz del Verbo y en la caridad del Espíritu Santo.

Este misterio de unidad y de glorificación se prepara ya desde aquí abajo siempre que se celebra la Misa. La unión de los miembros con la Cabeza es aún imperfecta, porque está en vías de crecimiento y solamente se obra por la fe; pero, por razón de su oblación en unión con Cristo, los fieles participan realmente de su estado de hostia.

¿Qué significa esta expresión: estado de hostia? Que, al unirse a Cristo al tiempo que se ofrece, se inmola y se entrega como alimento, el cristiano acepta el compromiso de vivir en una constante y total oblación de sí mismo a la gloria del Padre. De esta suerte, Cristo injerta su misma vida en la pobreza de nuestro corazón, haciéndolo semejante al suyo y consagrándolo enteramente a Dios y a las almas.

Entre los fieles que asisten a la Misa hay algunos que se muestran verdaderamente generosos. Seducidos por el ejemplo y por la gracia de Jesús, se deciden a imitarle sin reserva alguna, y así, le ofrecen su vida, sus pensamientos y su actividad y aceptan de buen grado todas las penas, contradicciones y trabajos que la Providencia les quiera imponer.

Pero hay otros que se unen a la oblación de Jesús, aunque diverso en grado y sin llegar nunca a entregarse totalmente. Hay almas que siempre están comerciando. Pero, con todo, el Señor acepta su ofrenda, porque no rechaza jamás a ninguno de sus miembros, por muy enfermos que sean. Por el contrario, cuando se unen a su inmolación, acepta su buena voluntad, les vivifica y les santifica.

Estos son los deseos de la Iglesia. El simbolismo de sus ritos manifiesta de la manera más clara que los fieles son invitados a formar una sola oblación con CristoHostia. El pan y el vino del sacrificio eucarístico representan, como San Agustín gusta de explicar, la unión de los miembros de la Iglesia entre sí y con su Cabeza. «¿Por ventura el pan se hace con un solo grano?, dice el santo Doctor. ¿No es verdad que se amasa con muchos granos de trigo?... Y el vino, de semejante manera, se extrae de muchos racimos…, que, después de haber sido prensados en el lagar, no forman sino una sola bebida, que es la que se contiene en la suavidad del cáliz»… Como consecuencia de esto, «vosotros estáis presentes sobre la mesa del altar y en el cáliz»: Ibi vos estis in mensa, et ibi vos estis in calice [Sermones, 227 y 229, P. L., 38, col. 1100 y 1103]. La realidad que la fe contempla en la Misa es que la Iglesia, por la ofrenda de Cristo inmolado bajo las especies sagradas, «se ofrece a sí misma en Él y con Él»: In ea re quam offert, ipsa offeratur [De civitate Dei, X, 6, P. L., 41, col. 284].

La liturgia actual repite fielmente la misma doctrina: «Suplicámoste, Señor, que concedas propicio a tu Iglesia los dones de la unidad y de la paz, que bajo los dones que ofrecemos están místicamente representados»: Unitatis et pacis propitius dona concede, quæ sub oblatis muneribus mystice designantur [Secreta de la misa de la fiesta del Corpus Christi]. Por eso, cuando el pan y el vino se presentan en el altar, nosotros estamos simbólicamente ocultos en ellos, unidos a Cristo y ofrecidos con Él.

El Concilio de Trento enseña este mismo misterio cuando explica la significación que tiene la mezcla del agua y del vino en el cáliz, que se realiza en el ofertorio. Este rito «expresa la unión mística de Jesús con sus miembros»: Ipsius populi fidelis cum capite Christo unio representatur [Sess. XXII, cap. 7].

Al recitar la oración Suscipe Sancta Trinitas, que sigue a la oblación del cáliz, el sacerdote recuerda que ofrece el sacrificio en honor de la Virgen María, de los apóstoles y de todos los santos de la Iglesia triunfante. A través de toda su liturgia, la Iglesia militante, agobiada por tantas necesidades y miserias, tiene plena conciencia de que está unida, formando un solo cuerpo, bajo una sola cabeza y bajo un único rey, con la Iglesia del cielo. En el curso del Canon, esta misma creencia se reafirma en el Communicantes y en el Nobis quoque peccatoribus.

Después de la consagración, la Iglesia nos hace recitar una oración misteriosa. El sacerdote, inclinado en una actitud de profunda humildad, pronuncia estas palabras: «Rogámoste humildemente, Dios omnipotente, mandes que sean llevados estos dones por las manos de tu santo Ángel a tu sublime altar ante la presencia de tu divina Majestad: para que todos los que participando de este altar recibiéremos el sacrosanto Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos colmados de todas las bendiciones y gracias celestiales».

Esta oración nos concierne personalmente, ya que somos nosotros los que debemos ser presentados a Dios. Este hæc se refiere a la «oblata», es decir, a los miembros de Cristo, con sus dones, sus deseos y sus plegarias. Precisamente en cuanto están unidos a su Cabeza es como la Iglesia pide que sean llevados «al altar del cielo»: in sublime altare tuum. El Salvador «penetró con perfecto derecho y de una vez para siempre en el santo de los santos»: Introivit semel in sancta (Hebr., IX, 12); pero nosotros, humildemente apoyados en nuestro Mediador, todos los días en la santa misa atravesamos el velo y penetramos en pos de Él en el santuario de la divinidad, «en el seno del Padre»: in sinu Patris.

Me diréis vosotros que Jesús siempre está en la presencia del Padre. Y tenéis razón, porque allí está con su humanidad gloriosa: Semper vivens ad interpellandum pro nobis (Hebr., VII, 25). Pero sin tener que abandonar el cielo, también está en nuestros altares con el fin de elevarnos al cielo donde Él vive. En esta oración litúrgica, expresamos el deseo de ser llevados por Él, para que Dios, en su inmensa caridad, se digne acogernos y envolvernos en la misma mirada de amor con que contempla a su Hijo.

Recordáis, sin duda, lo que la Sagrada Escritura dice a propósito de la dedicación del templo de Salomón: Majestas Dei implevit templum (II Par., VII, 1): «La gloria de Yahvé llenó la casa». Los sacerdotes temían penetrar en el templo, y estaban como fulminados ante la majestad divina. Si esto sucedía en el templo de la Antigua Alianza, ¿qué decir de nuestras iglesias, donde se celebran los divinos misterios? Dios está aquí presente por un prodigio de su misericordia, y Cristo Jesús se inmola a su Padre bajo los velos eucarísticos. Él se ofrece en unión de todos sus miembros, y los dispone de esta suerte para la incesante alabanza del cielo. Este es el pensamiento que la Iglesia expresa en su oración: «Santifica, Señor… la hostia que te ofrecemos, y por ella haz de nosotros mismos un homenaje eterno»: Nosmetipsos Tibi perfice munus æternum [Secreta de la misa de la Santísima Trinidad. Una fórmula casi idéntica se encuentra en la secreta del lunes de Pentecostés].



6.- Los frutos de la Misa

Por institución divina, «el sacrificio de la Misa aplica abundantísimamente las gracias y los perdones que se derivan de la cruz». Así lo proclama nuestra fe: Oblationis cruentæ fructus, per hanc incruentam, uberrime percipiuntur [Concilio de Trento, sess. XXII, cap. 2].

Santo Tomás había enseñado ya esta misma doctrina: «Los mismos efectos saludables que la pasión de Cristo produjo para bien de toda la humanidad, los aplica este sacramento a cada hombre en particular»: Effectum quem passio Christi fecit in mundo, hoc sacramentum facit in homine [Summa Theol., III, q. 79, a. 1].

Veamos ahora cuáles son estos frutos destinados «a nuestra utilidad y a la de la Iglesia» y cómo se explica su aplicación a los fieles.

Estos frutos consisten, ante todo, en un aumento de gracia. Si toda obra buena nos vale un aumento de mérito, de gracia y de gloria, con mayor razón podemos afirmar que la piadosa celebración de la santa Misa nos reporta estas mismas bendiciones sobrenaturales. Al celebrar la Misa, el sacerdote se une a Jesús, y por medio de Él se acerca mucho más a la majestad de Dios, encontrándose como rodeado de la caridad divina. De esta suerte, «la gracia toma posesión del alma y la satura»: Omni benedictione cælesti et gratia repleamur.

Además, la santa Misa, por ser un sacrificio propiciatorio, satisface por los pecados e inclina a Dios al perdón y a la ostensión de su misericordia. Cualesquiera que hayan sido, pues, nuestras miserias y nuestras debilidades pasadas, tengamos siempre presente ante nuestros ojos lo que afirma el Concilio de Trento: «El Señor, que se nos ha hecho propicio por esta oblación, al mismo tiempo que nos otorga su gracia y el don de la penitencia nos perdona también los crímenes y los pecados por grandes que sean» [Sess. XXII, cap.2].

Según la mente del concilio, la acción saludable del sacrificio de la Misa se extiende a todo el mundo. La santa Misa debe aplicarse constantemente «para alcanzar el perdón de los pecados que diariamente cometen los hombres»: In remissionem eorum quæ a nobis quotidie committuntur, peccatorum… [Sess. XXII, cap.1].

No quiere esto decir que el santo sacrificio perdone por sí mismo las ofensas hechas a Dios, como lo hace el sacramento de la penitencia, sino que nos obtiene abundantes gracias de contrición y de verdadero arrepentimiento.

La Misa nos alcanza también la remisión de la pena temporal debida a nuestros pecados. Por eso, es una fuente de propiciación, tanto para las almas del purgatorio como para nosotros mismos.

En fin, nuestras demandas en ninguna otra ocasión encuentran un apoyo más eficaz que durante el sacrificio de la Misa, porque el Padre no se fija en nuestra indignidad, sino que escucha la voz de su Hijo que clama en nuestro favor. Es inconmensurable el poder de intercesión que tiene la Misa. La sangre de Abel reclamaba la venganza divina, pero la sangre de Jesús implora no el castigo, sino la misericordia y la gracia. La sangre de Jesús es melius loquentem quam Abel (Hebr., XII, 24).

¿Cómo se aplican los frutos del sacrificio?

Hay que señalar, ante todo, que al celebrante le está reservado un fruto especialísimo. En cuanto ministro de Jesucristo, el celebrante recibe una gracia especialísima. Este don es tan personal, que la opinión común de los teólogos dice que es inalienable. Esta gracia divina tiene por fin transformar al sacerdote en Aquél cuyo lugar ocupa. Porque del sacerdote se puede decir con toda verdad que es otro Cristo, y todas las gracias que recibe tienden a comunicarle las disposiciones interiores que le hagan más y más conforme al ideal de su consagración sacerdotal.

También reciben un fruto sobrenatural especial todos aquellos que están presentes cuando se celebra la Misa. El Orate fratres y otras oraciones litúrgicas que se dicen en la celebración de la Misa hacen alusión a estas gracias que se aplican a los asistentes. Los ministros y el acólito que sirven al sacerdote ocupan el primer lugar entre los asistentes.

Toda Misa tiene ante Dios, «ya de por sí misma», ex opere operato, una eficacia propiciatoria e impetratoria, idéntica a la del sacrificio de la cruz. Pero, además, el fervor y el respeto con que el sacerdote ejecuta las ceremonias sagradas contribuyen a aumentar las gracias que de la santa Misa participan los fieles. Pensemos en esto los que tenemos cura de almas y los que por oficio somos intercesores del pueblo ante Dios.

Aún hay otro fruto que los teólogos llaman «ministerial», que propiamente pertenece a aquel o aquellos por quienes el sacerdote celebra el santo sacrificio. Este fruto es debido a una aplicación especialísima de los méritos y de las satisfacciones de Jesucristo. Las Misas que se celebran con esta intención determinada y concreta pueden producir grandes frutos de misericordia en el alma de los pecadores como en la de los justos, pero ante todo en los miembros de la Iglesia purgante.

Hay, en fin, un «fruto universal» del que participan todos los fieles. Repetidas veces, tanto en el curso del Canon como en otros lugares, el sacerdote ruega por toda la Iglesia y pide que la gracia del Salvador se irradie sobre todos los cristianos que viven en el mundo y están unidos a Cristo por la fe y el amor. La herejía y la excomunión producen el triste efecto de arrojar las almas lejos de esta corriente de los beneficios divinos.

El santo sacrificio que el Señor concedió a su Esposa es la manifestación más excelente de su culto y de su plegaria.

Por eso dice la Iglesia en su liturgia que «cuantas veces se celebra la conmemoración de este sacrificio, se realiza la obra de nuestra redención»: Quoties hujus hostiæ commemoratio celebratur, opus nostræ redemptionis exercetur [Secreta de la dominica IX después de Pentecostés].

Tengamos la mayor estima de nuestra dignidad de ministros de Cristo. «¿Quién será capaz de explicar cuán puras deben ser las manos que cumplan este oficio y la lengua que pronuncia tales palabras, y cuánto más pura y más santa debe ser aún el alma que recibe el gran soplo del Espíritu?» [De Sacerdotio, VI, 4. P. G., 48 bis, col. 681].