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IX. -El mayor de los mandamientos

El día de nuestra ordenación, la Iglesia nos confió el cáliz destinado a contener la sangre purísima de nuestro amado Salvador. Y a cambio de esta prerrogativa, nos exigió el sacrificio de mantenernos durante toda nuestra vida en una soledad virginal.

Para corresponder con fidelidad a nuestra abnegada misión, se requiere un gran amor de Dios.

Nuestro corazón está hecho para amar. Y es tan imperiosa la necesidad que experimentamos de amar, que no podemos vivir sin satisfacerla. La fuerza del amor eleva nuestra pobre naturaleza hasta el punto de que nos hace sobreponernos al fastidio, al sufrimiento e incluso a la muerte: Aquæ multæ non potuerunt extinguere caritatem (Cant., VIII, 7). Cuanto más rica y capaz de grandes empresas es una naturaleza, más imperiosamente experimenta la necesidad de un amor superior. Si nuestra alma no se consagra generosamente al amor de Dios, se sentirá inevitablemente atraída por las criaturas.

Convenzámonos de que nada hay en este mundo tan bello, tan poderoso y tan magnánimo como un corazón sacerdotal que esté humilde y plenamente consagrado al amor de Dios. Y hay muchos que así lo están. Pero nada hay más deplorable que el corazón de un sacerdote que cifre todas sus complacencias en el amor ilegítimo de las criaturas. Si el día de nuestra ordenación consagramos nuestros corazones a Dios, no tenemos derecho a profanar nuestro amor, derrochándolo de mala manera.

Hace falta una gran virtud para mantenerse a la altura que exige nuestra vocación. Y para conseguirlo, debemos procurar entablar una amistad sincera con nuestro divino Maestro, en la seguridad de que, si le somos fieles, Él será nuestro mejor amigo. Nuestros defectos no constituyen un obstáculo para ello, ya que, como es verdadero amigo, no nos retirará su amistad porque conozca nuestros defectos, si le consta que los lamentamos y solicitamos su ayuda para combatirlos.

Es propio de la amistad establecer el acuerdo entre los corazones: hacerlos concordes. Esto es lo que nos demanda el Señor: que unamos nuestros corazones con el suyo con el vínculo del amor. Si nosotros los sacerdotes rechazamos esta intimidad con el Señor, cometeremos una infidelidad que dejará siempre un gran vacío en nuestra alma.



1.- Origen sacramental de la caridad

La espiritualidad cristiana, aún en grados más elevados, consiste en el desarrollo de los dones divinos que hemos recibido en el bautismo. Y no os debe causar enojo el que os lo repita tantas veces, porque esta doctrina es de capital importancia.

En virtud de este sacramento, se establece una misteriosa pero real comunión entre la muerte y la resurrección de Cristo y el alma del bautizado. En ésta se opera una muerte y una resurrección espirituales, porque la gracia propia de este sacramento no solamente nos purifica del pecado original, sino que, al mismo tiempo, engendra en nosotros una disposición para morir a todo afecto mundano que sea desarreglado, a todo lo humano que pueda en nosotros oponerse a lo divino.

La muerte al pecado no es un fin que se pretende exclusivamente y por sí misma, sino que es la condición indispensable para el completo desarrollo de la nueva vida en Cristo: Viventes autem Deo in Christo Jesu (Rom., VI, 11). El Apóstol la define con estas palabras: «Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba…, no las de la tierra» (Col., III, 1-2).

En el misterio de Cristo, que primero fue sepultado para salir luego triunfante de su sepulcro, tenemos un expresivo símbolo del doble aspecto de la gracia bautismal. Pero aún debemos ver algo más que un símbolo. A ejemplo del Apóstol, tengamos siempre una fe viva en la virtus resurrectionis. Al resucitar, Cristo adquirió toda la plenitud de su poder vivificador: Resurrexit propter justificationem nostram (Rom., IV, 25). Al ser glorificado en virtud de los méritos que adquirió por su muerte, se convirtió en la causa eficiente que produce incesantemente en su Cuerpo Místico todas las gracias de justificación y de santidad: Ego sum vitis vera…, vos palmites (Jo., XV, 1, 5).

A juzgar por lo que sucede a muchos cristianos, pudiera creerse que la gracia del bautismo es una cosa inerte e inoperante; pero lo cierto es que está dotada de un dinamismo maravilloso; pues, en virtud de su misma naturaleza, tiene poder para hacer que el alma se ajuste a la voluntad de Dios, para orientarla a la consecución de su fin sobrenatural y para impulsarla a vivir una vida que esté enteramente dominada por el amor. Es cierto que todo esto no lo realiza de un golpe, ni sin el concurso del hombre; pero también es verdad que el hábito de la caridad, que se infunde en el alma del que se bautiza juntamente con la fe y la esperanza, nos hace capaces de amar a Dios sobre todas las cosas y de ordenar todas nuestras acciones según el espíritu del Evangelio.

Como veis, la centella de amor que arde en nuestras almas no es fruto de nuestras predisposiciones naturales. Pensar tal cosa, sería olvidar que la caridad forma parte de los dones sobrenaturales que Dios concede a sus hijos adoptivos.

Tengamos siempre presente que la caridad viene de Dios y nos hace semejantes a Él. Deus caritas est (I Jo., IV, 8): «Dios es caridad». El Padre engendra a su Verbo y le ama. El Hijo, a su vez, contempla al Padre con un amor igualmente infinito, y de esta mutua dilección procede el Espíritu Santo. El ejercicio de la caridad hace que nuestra vida aquí abajo se convierta en un reflejo cada vez más perfecto de la vida divina. «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado»: Caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum Sanctum qui datus est nobis (Rom., V, 5).

Por lo mismo que nuestra vida sacerdotal debe estar enteramente consagrada a la gloria de Dios y al bien de las almas, nuestro corazón debe ser el foco de un amor inmenso, que nos tenga a cubierto de los vaivenes de las solicitaciones de nuestra sensibilidad. Si excluimos la acción propia de los sacramentos, no lograremos ejercer influencia alguna sobre las almas sino en cuanto las amamos sobrenaturalmente. Y es que, ¿cómo podremos comunicar a Dios a los demás, si no estamos nosotros mismos unidos a lo que constituye la esencia misma de Dios, es decir, al Amor?

Es necesario, pues, que nuestra caridad se derive de esta fuente divina y que sea sobrenatural, viril, ilustrada, fundada en la fe y en la Escritura y esté dotada de su misma solidez.



2.- Sobreeminencia de la caridad

Para llegar a una mejor comprensión del papel que juega el amor de Dios, vamos a estudiar cuál es el lugar que por derecho propio le corresponde a la virtud de la caridad en el edificio de la perfección cristiana y sacerdotal.

Como sabéis, la virtud teologal de la caridad tiene por objeto la bondad suprema e infinita que subsiste en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Esta caridad es la que en el cielo embarga de felicidad a los ángeles y a los santos. Mientras vivimos en esta vida, debemos tender hacia ella, amándola por sí misma por encima de todas las cosas, sin límite ni medida. Esta caridad se revela y se comunica a los fieles por medio de Jesucristo, ya que, en su calidad de cabeza del Cuerpo Místico, es el único que puede facilitarnos el acceso al Padre. Entre todos los dones que se derivan de nuestra filiación adoptiva, este es el más excelente y dichoso.

¡Cómo debiéramos estimar estar prerrogativa de poder amar a Dios en calidad de hijos suyos!

Contemplad a Jesús. Su vida interior estaba animada por un amor desbordante, cuyo primer y principal objeto lo constituía su Padre y luego, en el Él y por Él, todos los hombres. Como sabemos, el amor era el móvil de su religión y de su vida de obediencia. ¿No afirmó, acaso: «Yo hago siempre lo que es del agrado de mi Padre»? (Jo., VIII, 29). ¿Acaso su dolorosa pasión es otra cosa que el supremo testimonio que dio al mundo del amor que profesaba a su Padre?: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem (Ibid., XIV, 31).

Nuestra misión consiste en imitar el ejemplo de Cristo, consagrándonos enteramente a la gloria del Padre.

Por esta razón, Santo Tomás, en su tratado De perfectione vitæ spiritualis, dice que la santidad no consiste en la mortificación ni en la oración, sino en la caridad. Lo mismo dice San Francisco de Sales: «Cada uno tiene una idea distinta de la perfección: unos la hacen consistir en la austeridad de la vida, otros en la limosna, otros en la frecuencia de los sacramentos. Por lo que a mi respecta, no conozco otra perfección que la de amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo» [Hamon, Vie, VII, 5].

¿Cuál es la razón de esta dignidad tan eminente de que goza la caridad?

Ante todo, el acto de la virtud de la caridad consiste en el mismo movimiento de la voluntad que tiende hacia Dios para complacerse en Él y por Él. En virtud de su misma naturaleza, este acto es esencialmente unitivo: Amor est vis unitiva [Pseudo-Dionysius, De divinis nominibus, IX]. Sólo por él se realiza la unión afectiva del alma con la Bondad infinita.

Además, como la voluntad es la facultad soberana del hombre, tiene la hegemonía sobre las demás facultades y controla todos sus movimientos, hasta el punto de que se puede afirmar que toda nuestra actividad consciente y deliberada depende de sus órdenes. Cuando en el fervor de la caridad la voluntad se entrega a Dios, no solamente quiere unírsele ella misma, sino que quiere también someterle todo cuanto se encuentra bajo su imperio. Por eso se dice que la voluntad es la «forma» de todas las virtudes, ya que, gracias a su impulso, el ejercicio de las virtudes se convierte en un homenaje de amor y nos hace acreedores a la vida eterna.

«El primero y el más importante de todos los preceptos es el de la caridad»: Diliges Dominum Deum tuum ex toto corde… Hoc est maximum et primum mandatum (Mt., XXII, 37-38). Por su consagración al amor, el sacerdote, lo mismo que Jesús, dedica todas sus energías, todos los movimientos de su espíritu y de su corazón a glorificar al Padre.

La caridad goza, por lo tanto, de la eminente prerrogativa de elevar a Dios toda la actividad de las virtudes.

Pero es interesante observar cómo por una maravillosa correlación, las demás virtudes teologales y aún las virtudes morales contribuyen al crecimiento y al dominio de la caridad en nuestras almas.

Como quiera que de no mediar la acción represiva que ejercen las virtudes opuestas, los deseos carnales, el orgullo, la vanidad y las afecciones mundanas se bastarían para frenar el impulso y aún para aniquilar en muy poco tiempo la supremacía de la caridad, es de capital importancia que los hábitos de prudencia, de orden, de exactitud, de justicia, de castidad, de fortaleza, de paciencia y de perseverancia contribuyan al sostenimiento y al desarrollo del amor.

Si somos conscientes de que hay en nuestro corazón algunos defectos y consentimos en que subsistan sin tratar de desarraigarlos, no nos ha de extrañar que nos hagan caer en innumerables faltas y que, en consecuencia, disminuyan y aún lleguen a extinguir completamente la irradiación de la caridad en nuestra vida.



Sólo un consejo tengo que daros para que logréis aumentar vuestra caridad para con Dios. Y consiste en que os esforcéis con la debida serenidad en que todas y cada una de vuestras acciones las hagáis actualizando lo más posible y en su máxima pureza esta intención: Esto lo hago «para que el Nombre de Dios sea santificado». Si obráis de esta manera, dice el Apóstol, «vuestra conducta será digna del Señor, y le seréis gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col., I, 10).

Nos será mucho más fácil todavía percatarnos de la importancia capital de la caridad si recordamos algunas de las grandes verdades teológicas, cuyo conjunto constituye la doctrina esencial de la vida sobrenatural.

La gracia santificante diviniza el alma y la hace deiforme por la inhabitación de la santísima Trinidad.

La gracia santificante lleva aparejado consigo el cortejo de las virtudes teologales, que permiten que el cristiano obre de acuerdo con su elevación sobrenatural y establecen en el alma una comunión activa y filial con Dios. Las virtudes teologales hacen que el hombre adopte la actitud debida en presencia del Señor que se le revela (fe), que se le ofrece como objeto de su definitiva felicidad (esperanza) y que se le comunica como suprema Bondad, digna de ser amada por sí misma (caridad).

Además, la caridad contiene en germen, de alguna manera, todas las virtudes morales infusas. «De la misma suerte, dice San Gregorio, que de la misma raíz proceden las distintas ramas del árbol, así también las diferentes virtudes nacen de la caridad»: Multæ virtutes ex una caritate generantur [Homil. 27 in Evang. P. L., 76, col. 1205].

Juntamente con la caridad y las virtudes, Dios nos comunica los dones del Espíritu Santo, que son unas disposiciones permanentes que disponen al alma para que pueda responder con docilidad y presteza a las inspiraciones de lo alto.

Todo este conjunto de gracias tiene su complemento en los frutos del Espíritu divino. Los frutos se manifiestan en el alma cuando los hábitos de la perfección han llegado a su madurez, y son la demostración de que ha llegado ya a su plenitud el desenvolvimiento armonioso y perfecto de las diferentes virtudes. Entre estos frutos, ocupan un lugar preeminente la paz y el gozo espiritual, la benignidad y la mansedumbre.

Si atendemos a sus manifestaciones, hemos de reconocer que este desenvolvimiento sobrenatural es humano; pero si miramos a la fuente de donde procede, hemos de confesar que es divino. La acción interior de la gracia eleva la naturaleza y todas sus actividades. Por eso, hemos de ver siempre a Jesucristo en el origen de toda esta vida divina.

En fin, el grado de caridad habitual que a lo largo de nuestra vida hayamos adquirido por nuestros méritos será el que en la hora de nuestra muerte señalará el grado de gloria que nos corresponderá en el cielo. Esta misma caridad, por la que amamos a Dios en el mundo, será la que obrará nuestra unión y nuestra felicidad eternas. Por eso, debemos poner todo nuestro empeño en que se conserve siempre en nuestro corazón, lo más vivo que sea posible, el fuego del amor.

Cuando llegue el ocaso de la vida, uno de los pensamientos que más amargamente podrán afligir el alma de todo cristiano, y singularmente la del sacerdote, será el de haber sacado tan poco provecho de las riquezas sobrenaturales que siempre había tenido a su alcance.



3.- Doble forma de la caridad: afectiva y efectiva

Pasemos ya a tratar del ejercicio mismo de la virtud de la caridad.

Como bien lo sabéis, hay dos maneras distintas de expresar el amor: afectiva la una y efectiva la otra. Y lejos de excluirse, estas dos formas de manifestar el amor se ayudan y se complementan la una con la otra. La verdadera caridad, fuente de todos nuestros méritos, las incluye a ambas.

En su aspecto afectivo, el amor es el primer movimiento del alma que se inclina hacia lo que constituye su bien.

Cuando, por efecto de la fe, la suprema bondad divina se descubre al espíritu, la caridad que estaba latente se despierta para dirigirse a Dios, y el alma se abre enteramente al deseo de llegar a la unión con Él. Esta caridad sobrenatural es un germen que el bautismo depositó en la entraña misma del corazón del cristiano. En virtud de esta caridad, el hombre se complace en la bondad soberana, tiende hacia ella y desea agradarle. Todos estos movimientos interiores son otros tantos actos de amor afectivo.



San Francisco de Sales, en su magistral Tratado del amor de Dios, insiste, principalmente, en tres de estos movimientos interiores: la complacencia en las divinas perfecciones, la decidida voluntad de alabar al Señor, de servirle y de trabajar por su mayor gloria y, en fin, el amor de conformidad, por el que aceptamos, mediante la perfecta entrega de todo cuanto somos, todo lo que Dios quiera y exija de nosotros.

Estos actos son esencialmente desinteresados, ya que los realizamos sin esperar provecho ni ventaja alguna para nosotros, sino por pura amistad para con Dios: Caritas amicitia quædam est hominis ad Deum [Summa Theol., II-II, q. 23, a. 1], dice Santo Tomás. La fórmula del acto de caridad que nos da el catecismo, las primeras peticiones del Pater, el Prefacio de la Misa, la invocación Deus meus et omnia y tantas otras jaculatorias tomadas de los salmos o de otras partes nos suministran excelentes ejemplos de actos de caridad afectiva. Pero debéis tener en cuenta que, al amar a Dios por un impulso de pura caridad, podemos y debemos al mismo tiempo aspirar a Él por la esperanza teologal, en cuanto que Dios es nuestro sumo bien, que llena de felicidad y sacia completamente nuestra alma: Tunc me de te satiabis satietate mirifica [Misal, preparación a la Misa, sábado].

En la práctica, debemos expresar a Dios tanto nuestro amor de benevolencia como nuestro amor de esperanza, ya que ambos sentimientos le son extremadamente agradables, y tanto el uno como el otro tienen la virtud de borrar nuestras faltas veniales, de mantenernos en la unión con Dios y de aumentar nuestros méritos. ¡Dichosa el alma que, en su recogimiento, siente que se despiertan en su seno estos profundos deseos de amor!

Por grande que sea la utilidad de los actos de amor afectivo, es menester que vayan acompañados de actos de caridad efectiva. Solamente éstos pueden garantizar la sinceridad, la virtud y el valor de los movimientos y de las aspiraciones de nuestra alma. San Gregorio expresa esta verdad con un fórmula concisa y sorprendente: «La mejor prueba del amor consiste en el testimonio de nuestras obras»: Probatio dilectionis, exhibitio est operis [Homil. 30 in Evang. P. L., 76, col. 1220]. Al expresarse de esta manera, el gran doctor no es sino un eco del Evangelio: «Si alguno me ama, guardará mis mandamientos» (Jo., XIV, 23).

Veamos ahora cuáles son los grados de esta caridad efectiva. El primero de todos consiste en el cumplimiento de la divina voluntad manifestada por los diez mandamientos. Así nos lo demanda el obispo el día de nuestra ordenación: Decalogum legis custodientes.

Esta sumisión práctica es necesaria para entrar en el reino de los cielos. Sin ella, nada valen los sentimientos, las oraciones y las prácticas piadosas. El mismo Señor es quien lo ha declarado formalmente: «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt., VII, 21). Y esta voluntad encuentra su expresión más auténtica en los diez mandamientos.

¿Creéis, acaso, que es inútil recordaros una verdad tan elemental? No tenéis más que abrir el Evangelio para convenceros de lo contrario. Los fariseos guardaban casi todas las prescripciones de la Ley mosaica y, con todo, esta escrupulosa observancia no era del agrado de Dios. Y la razón de ello estriba en que no se cuidaban de cumplir algunos de los preceptos fundamentales del decálogo.

Lo mismo podría decirse, guardadas las debidas proporciones, del cristiano que se cuidara de cumplir con exactitud sus deberes de piedad, pero que abandonara el cumplimiento de sus obligaciones de justicia. ¿Cómo va a agradar al Señor el que daña la reputación del prójimo, el que se dedica a negocios sucios, el que no paga puntualmente sus deudas, o abandona el cumplimiento fiel de sus deberes diarios?

Es una práctica muy recomendable la de repasar de vez en cuando en la oración los mandamientos de Dios y examinar si los cumplimos todos y cada uno de ellos, aún en sus más delicadas exigencias, para tratar de someter amorosamente nuestra conducta a la voluntad divina que en ellos se nos manifiesta. Esta práctica constituye un excelente ejercicio de meditación.



El verdadero amor no solamente nos obliga a los preceptos del decálogo y a los mandamientos de la Iglesia que se nos imponen bajo pecado, sino que impulsa también a la práctica de los consejos. Pero esto no de la misma manera que los religiosos, sino de acuerdo con nuestro estado de vida sacerdotal. Digamos, ante todo, que estos consejos no son obligatorios, sino libres. Pero tienen un valor inestimable para el progreso en la vida espiritual, ya que apartan de nuestro camino los principales obstáculos que impiden el pleno desarrollo de la caridad, y tienden a establecer en nuestra alma un grado más elevado de amor divino y nos hacen más agradables a Dios.

El día de vuestra ordenación contrajisteis especiales obligaciones y aceptasteis grandes sacrificios con el fin de que, al haceros sacerdotes, os hicierais también perfectos discípulos de Cristo. Estas renuncias que entonces aceptasteis tienen suficiente virtud para conduciros a la santidad, a condición de que os dediquéis al cumplimiento de vuestros deberes por amor y no por rutina.

Al ser elevados a la dignidad del sacerdocio, habéis renunciado, ante todo, a vuestra independencia personal. Habéis prometido obediencia a vuestro obispo. Habéis consentido en acatar sus órdenes y sus orientaciones, aceptándolas como la manifestación de lo que Dios quiere de vosotros. Si a lo largo de toda vuestra vida guardáis con fidelidad este criterio sobrenatural, esta sumisión será un medio eficaz para vuestra santificación y para la fecundidad de vuestro ministerio.

Habéis emitido con toda libertad el voto de castidad. Todo cuanto sois, lo habéis consagrado a Jesucristo y le habéis dicho: «¡Oh Jesús mío!, yo quiero amaros con todo mi corazón, con un amor exclusivo. Yo renuncio a tener en mi vida otro amor que no sea el vuestro. Yo amaré a mi prójimo ante todo y sobre todo por Vos y en Vos». Este sacrificio supone una gran generosidad y es digno de ser admirado. La promesa que se hace a un hombre es cosa importante; pero, cuando se hace a Dios, reviste los caracteres de cosa sagrada, porque es un acto de culto, un acto de religión que, por lo mismo, es inviolable. Puesto que por amor a Jesús hemos renunciado a la legítima satisfacción de fundar un hogar, no podemos ni debemos entretenernos en evocar pesarosamente la vida de matrimonio, pues esto sería nefasto para nosotros. Renovad con frecuencia en la presencia de Dios vuestro voto de castidad. Cada vez que lo hacéis en medio de las tentaciones y de las resistencias que os opone vuestra naturaleza, ofrecéis al Señor una prueba voluntaria de vuestra fidelidad, que, al mismo tiempo, sirve eficazmente para fortificaros para en adelante.

Vosotros habéis hecho voto de castidad y promesa de obediencia; pero no habéis hecho voto ni promesa de pobreza. Y, no obstante, este consejo evangélico no os debe ser indiferente.

Como las condiciones materiales de la vida difieren mucho de una región a otra, no es posible establecer reglas que sean aplicables a todos indistintamente. Pero se puede, sin embargo, y sin temor a excederse, recordar la necesidad que todos tienen de estar siempre precavidos contra dos tendencias que son contrarias a nuestro ideal. Cuidemos, ante todo, de evitar que se apodere de nosotros una excesiva preocupación por los derechos que percibimos por los ministerios que dispensamos, cortando de raíz todo espíritu de avaricia. ¿No es verdad que los fieles se lamentan y aún se escandalizan cuando comprueban que su sacerdote está demasiado apegado al dinero?

Que nadie pueda ver en nuestra vida un excesivo afán de confort y de comodidad.

¡Qué grande es el mérito de tantos y tantos sacerdotes que viven una vida modesta y aún austera! Las elocuentes lecciones de Belén, de Nazaret y del Calvario, que ellos tratan de imitar en el tenor de su vida, les asemejan más y más a su divino modelo.

La fórmula de San Pablo: «Sé pasar necesidad y sé vivir en la abundancia»: Scio… et satiari et esurire, et abundare et penuriam pati (Philip., IV, 12) expresa cuál es la actitud que debe adoptar el sacerdote de acuerdo con las circunstancias del momento. No cabe duda que esta ciencia práctica que demostraba el Apóstol era una virtud.



El obedecer por amor a los mandamientos y el practicar los consejos es ya de por sí, como acabo de indicar, un excelente ejercicio de la virtud de la caridad. Más, para llegar a poseer esta divina virtud en toda su perfección, es preciso escalar un grado mucho más elevado: el abandono.

¿Qué se entiende por abandono? Una entrega total de sí mismo a Dios, por la aceptación confiada y amorosa de todos los designios ocultos que tiene con respecto a nosotros; una oblación del hombre en manos de la voluntad divina, no sólo para aceptar las penas que le tiene reservadas para el momento presente, sino también para las que tiene deparadas en lo porvenir.

Esta disposición del alma –la más sublime expresión del amor– supone una fe viva y una ilimitada esperanza en la bondad de Dios, cuya sabiduría dispone los acontecimientos de la manera más apropiada y eficaz para conducirnos a Él.

¿Quién de nosotros podría juzgar con certeza lo que le es más conveniente en el orden sobrenatural? ¿Sabemos apreciar siempre debidamente el valor que tienen el fracaso, la tribulación y los sufrimientos para purificarnos, para iluminarnos y para unirnos a Dios? Sólo Él ve el alma con una luz incomparable; sólo Él sabe cómo curarla, libertarla, fortificarla y ayudarla en su marcha. Por el abandono, el hombre acepta la realidad de cada día con sus contrariedades, sus dificultades y sus contratiempos: Dominus est, y acepta al mismo tiempo el porvenir que la Providencia le depare, abrazando ya desde ahora con la mayor confianza todas las incertidumbres del mañana, incluso la hora y las circunstancias de su muerte. Con ello, glorifica al Poder, a la Sabiduría y al Amor de Dios y estrecha aún más fuertemente los lazos que le unen al Padre celestial.

Como veis, el abandono es la cima de la vida espiritual. Sin él, la caridad no podría elevarnos hasta la entrega total y absoluta de nosotros mismos.

Gustemos de repetir con el salmista: «Yahvé es mi pastor y nada me falta… Aunque hubiera de pasar por un valle oscuro y tenebroso, no temería mal alguno, porque tú estás conmigo» (Ps., 22, 1-4).



4.- Nuestro amor a Cristo

Nuestra religión interior depende en su mayor parte de la idea habitual que tenemos de Dios. Esta idea es la clave de nuestra vida espiritual y determina la actitud que adoptamos en todas nuestras relaciones con el mundo sobrenatural. Este es un principio ascético de la mayor importancia.

En la absoluta trascendencia de su unidad, la divinidad comprende en un grado eminente todas las perfecciones. Pero si en Dios todas las perfecciones existen unidas de un modo infinito, no sucede lo mismo con nuestro espíritu. Nuestro pensamiento contempla a Dios sucesivamente bajo diferentes aspectos. Y así sucede que los hombres, al practicar la virtud de la religión, se dirigen a Dios, deteniéndose en la consideración de esta o de aquella perfección.

En el Antiguo Testamento, Dios se reveló a los israelitas entre los rayos y los relámpagos del Sinaí. Era un Señor que infundía pavor, un Señor a quien había que adorar con la frente hundida en el polvo, un Juez temible. Los hebreos habían recibido, como dice San Pablo, «un espíritu de servidumbre y de temor»: spiritum servitutis in timore (Rom., VIII, 15).

Hay cristianos tibios que no ven en Dios sino al Todopoderoso, que lo mismo puede castigarles que atender a sus demandas. Si le sirven, es para evitar el infierno o para alcanzar sus dones. Bien se echa de ver que esta vida espiritual es del todo imperfecta.

Podemos, también, por el contrario, considerar al Señor como a un Dios de amor y servirle con un corazón desinteresado, únicamente por caridad o por amistad. Y así, en el Nuevo Testamento, Jesús nos anima a considerar a Dios en su bondad paternal. El espíritu que nos infunde no es de temor, sino «el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!»: Spiritum adoptionis in quo clamamus: Abba, Pater. (Ibid.). Por eso, al tiempo que en el Antiguo Testamento se llamaba a Dios, el Señor, el Dios de las venganzas, el cristiano le llama: Nuestro Padre, el buen Dios, el Amor infinito.

Pero esta belleza y esta bondad tan puras y tan relevantes, que constituirán nuestro embeleso por toda la eternidad, se encuentran tan afuera del alcance de nuestra inteligencia, que muchas almas creen que son incapaces de despertar el amor, pues les parece que en estas alturas la unión tiene que ser fría y la caridad no puede ser ferviente. Es necesario haber experimentado las profundas purificaciones de que habla San Juan de la Cruz y haber vivido con absoluta fidelidad en la noche oscura de los sentidos y del espíritu, para poder llegar al descanso del amor en este misterio divino. El amor de Dios es tan incomprensible como el mismo Dios, porque Dios es caridad en un grado infinito: Deus caritas est (I Jo., IV, 8).

El Señor conoce toda nuestra miseria y, a pesar de ello, ha sido tan condescendiente con nosotros, que nos ha salido al encuentro, rebajándose hasta adoptar nuestra misma condición humana. Por eso, el Verbo, al encarnarse, ha tomado un corazón y un amor humano, completamente semejante al nuestro. Su corazón se conmovió con la muerte de su amigo Lázaro, se angustió ante la perspectiva de la pasión, se abatió por la ingratitud de sus apóstoles y, cuando fue atravesado por la lanza en lo alto de la cruz, nos mostró hasta qué punto nos amaba. Su corazón está deseoso de que le amemos, lo mismo que nosotros deseamos amar y ser amados.

¿Quién de nosotros, aunque no haya llegado a las alturas de la contemplación, no se sentirá impresionado y confortado a la vista del amor que nos muestra nuestro Salvador en Belén, en el Calvario, en la Iglesia y en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía?

Si el amor del Padre se nos revelaba envuelto en misterio, el de corazón de Jesús se nos manifiesta sensible, palpable, aliviando todas las angustias humanas. El Señor ha querido proporcionar a nuestras almas débiles el apoyo y el consuelo que precisaban para poder superar las miserias de esta vida.



Esto nos explica por qué la Iglesia, a fin de avivar en nuestras almas el amor de Cristo, ha querido, atendiendo a los deseos de su Esposo, proponer a nuestra piedad la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

Esta devoción consiste en el culto que tributamos a la Persona del Verbo encarnado, considerada en su amor humano, simbolizado por su corazón de carne. Como bien lo sabéis –y permitidme que os recomiende que en vuestras predicaciones insistáis en esto–, todo culto religioso debe tributarse necesariamente a la persona. Pero el corazón de Jesús puede legítimamente ser objeto de culto, y del culto de latría que sólo a Dios pertenece. Y la razón de ello es que, como forma parte de la santa Humanidad, está hipostáticamente unido al Verbo. Por eso, el corazón de Cristo debe ser honrado en la unidad de la Persona divina encarnada: «Es digno de adoración, pero no por sí mismo, sino en cuanto que está unido a la Persona del Verbo, que lo ha asumido inseparablemente»: Adoretur in se, non tamen propter se, sed propter personam Verbi. Esta fórmula teológica, cuyos términos han sido tomados de las obras de San Juan Damasceno y de Santo Tomás, expresa con la mayor exactitud la doctrina de la Iglesia sobre la adoración que le es debida a la humanidad de Cristo [Summa Theol., III, q. 25, a. 2].

De la misma manera debemos considerar la devoción a las cinco llagas de Jesús. El culto se tributa a la persona de nuestro bendito Salvador, considerado en los sufrimientos que experimentó y en el amor que nos demostró en su pasión. Las santas llagas son el testimonio más expresivo de sus sufrimientos y de su amor. Y esto es lo que nos mueve a venerarlas y a adorarlas; pero considerándolas siempre en la unidad de la persona del Hijo de Dios.

Como veis, la devoción al Corazón de Jesús, así considerada, es una de las más provechosas. Gracias a ella, se nos revela una profunda verdad de la fe: el misterio de la vida íntima de Jesús, que es todo amor. Las humillaciones de Belén, las bondades de la vida pública, los oprobios del Calvario, la muerte de cruz, el don de la Iglesia y el de la Eucaristía se nos revelan como pruebas inefables de su amor. Si atendemos a la totalidad de su misterio, a la plenitud de sus perfecciones o a la integridad de su mandato, Cristo siempre es caridad. Toda su obra es fruto de la caridad, y no tiene otro fin que encaminar los corazones al amor.

Ahora comprendemos el grito de San Pablo ante la revelación de estas grandezas: «La caridad de Cristo nos constriñe»: Caritas Christi urget nos (II Cor., V, 14). Y aquella otra exclamación: «Me amó y se entregó por mí»: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal., II, 20). Y aquella solemne profesión de adhesión, como respuesta a este don: «¿Quién nos arrebatará el amor de Cristo?»: Quis nos separabit a caritate Christi? (Rom., VIII, 35).



La devoción al Corazón de Jesús comprende otro aspecto que nosotros los sacerdotes no podemos olvidar, precisamente por el ministerio que ejercemos con las almas.

Por la encarnación de su Hijo, «el Padre nos ha manifestado su amor misericordioso»: Deus… qui dives est in misericordia, propter nimiam caritatem suam qua dilexit nos… convivificavit nos in Christo (Eph., II, 4-5).

Es tanta la dependencia que tenemos del mundo de los sentidos, que no nos es posible llegar al conocimiento de lo divino sin apoyarnos en lo humano. Por eso, el Padre ha querido que el amor visible de Jesús sirva para descubrirnos toda la grandeza de las bondades que nos dispensa. Jesús nos dijo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre»: Qui videt me, videt et Patrem (Jo., XIV, 9). Lo mismo pudiera haber dicho: «El que ha visto mi amor, ha visto el amor de mi Padre».

Sin llegar a perder de vista el objeto inmediato y sensible de esta devoción, podemos también descubrir, a través del velo de este corazón herido y transverberado, la revelación de la incomprensible caridad que el Padre profesa a todos los hombres: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo» (Ibid., III, 16).

Este amor del Padre es también propio del Hijo y del Espíritu Santo. Ego et Pater unum sumus (Ibid., X, 30). La Santísima Trinidad es un océano de amor y el amor humano del Corazón de Jesús es su más acabada imagen, la manifestación más adecuada a nuestra debilidad.

¿Y cuál es la razón de esta conformidad tan absoluta que hay entre el amor que constituye la esencia de Dios y el amor del corazón de Jesús? No es otra que la unión hipostática, la unidad de persona de nuestro Salvador. En virtud de esta unión de ambas naturalezas en la única persona del Verbo, el Espíritu Santo hace que todas las actividades humanas de Jesús, y en primer lugar su amor, sean elevadas a la dignidad de operaciones del Hijo de Dios.

Si es cierto que la bondad que Jesús nos demuestra es un eco fiel del eterno amor que Dios nos tiene, ¿no será conveniente que, en justa correspondencia, el objeto de nuestro amor lo constituya esta bondad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo? Quiero decir que, al devolver a Cristo amor por amor, debemos intentar remontarnos hasta el Amor infinito, que es la fuente de donde se deriva todo el amor que Jesús nos tiene.

Dios quiere, sin duda, que encontremos en el corazón de Jesús el lugar de nuestro descanso, pero quiere, además, que por Él y en Él nos remontemos hasta alcanzar el misterio eterno del amor que está escondido en el mismo Dios.

Jesús continuará siempre siendo nuestro Mediador. Y por eso precisamente, el amor que profesamos a nuestro Salvador nos enseña a rendir homenaje a la caridad infinita, cuyas profundidades nos permite entrever el corazón de carne: «Para que el Padre sea glorificado en el Hijo»: Ut glorificetur Pater in Filio (Jo., XIV, 13).

En el Tabor, el Padre dijo, refiriéndose a Jesús: «Este es mi Hijo muy amado…; escuchadle»: Ipsum audite (Mt., XVII, 5). Con estas palabras, no sólo quería el Padre imponernos la obligación de escuchar con docilidad las palabras de Jesús, sino también la de aprender en toda su conducta la revelación del amor divino que de la misma se desprende. «Todo cuanto hace el Verbo encarnado, dice San Agustín, es para nosotros una palabra, una enseñanza»: Factum Verbi verbum nobis est [Tractatus in Joan, 24, P. L., 35, col. 1593]. En el amor que nos manifiesta Jesús debemos ver un reflejo real de la caridad eterna, pues el amor de Cristo es la revelación más estupenda que se ha hecho al mundo del amor eterno.

Ante el problema del mal y de los sufrimientos que experimenta la humanidad no hay otra respuesta que pueda calmar nuestras angustias sino la contemplación del amor que Cristo nos manifiesta desde la cruz. Es lo único que nos demuestra con indudable certeza, y a pesar de todas las apariencias contrarias, que Dios adopta con nosotros una actitud de insondable amor y de misericordia sin límites.



5.- Per Ipsum, cum Ipso, in Ipso

¿Cómo lograremos vivir unidos a Cristo?

Las sublimes palabras del fin del Canon de la Misa nos lo sugieren.

Per Ipsum. –Los sacerdotes abrigamos la ambición de consagrarnos a Dios en cuerpo y alma en el tiempo y en la eternidad. Los sacramentos del bautismo y del orden realizaron esta consagración e hicieron de nosotros objeto de su posesión y pertenencia. Pero es de suma importancia que renovemos todos los días por un acto voluntario esta donación, pues constituye una prueba de amor muy meritoria. El ofertorio de la Misa y la acción de gracias son los elementos más apropiados para reiterar esta oblación, ya que todo su valor se deriva de Jesucristo, a quien entonces estamos tan unidos.

Lo mismo puede decirse de la voluntad de reparar las ofensas que se hacen a la divina bondad, por medio de una vida consagrada al servicio de Cristo. El amor nos mueve a unir nuestros sacrificios y trabajos a los sufrimientos y a las expiaciones que experimentó Jesucristo y, gracias a esta unión, nuestras obras y nuestras penas tienen valor para satisfacer por nuestras ingratitudes y pecados y aún por los de los demás. También en este aspecto la Misa constituye la obra de reparación por excelencia. «Él es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (I Jo., II, 2).

Nunca llegaremos a comprender hasta qué punto esta mediación de Cristo sobrenaturaliza nuestra plegaria, nuestro trabajo, nuestros sufrimientos y toda nuestra vida. Jesucristo suple la pobreza de nuestros méritos con la inmensidad de los suyos. No olvidéis nunca que sus méritos nos pertenecen y con mucha más verdad que las cosas de la tierra, porque sus méritos nos pertenecen por toda la eternidad. A través del corazón de Cristo, tenemos siempre abierto el acceso a los tesoros de la gracia. Podemos extraer sin cesar del tesoro inagotable de sus riquezas la luz y la fortaleza que precisamos. Por grande que sea nuestra miseria, siempre tenemos, por mediación de Cristo, el derecho de acercarnos a Dios: Adeamus ergo cum fiducia ad thronum gratiæ ut misericordiam consequamur (Hebr., IV, 16).

Cum Ipso. –Aunque estamos llenos de imperfecciones y somos una carga pesada, tanto para nosotros mismos como para nuestros prójimos, podemos, sin embargo, elegir a Cristo como nuestro amigo, ya que Él nos lo permite, lo desea y aún nos invita a ello.

Todo nos llama a esta amistad con Cristo: el bautismo, la vocación sacerdotal, la Misa de cada día, su divina presencia en el sagrario. Cada página del Evangelio nos lo repite y cada fiesta litúrgica nos lo vuelve a recordar.

¿No es verdad que Cristo se unió en su camino a los peregrinos que iban a Emaús, y enardeció sus corazones? Tengamos una fe viva en que Él camina a nuestro lado por los senderos, a veces tan difíciles, de nuestra vida. Él es nuestro mejor compañero de peregrinación, el amigo que sabe perdonar y cuya amistad nunca se amengua.

In Ipso. –Estas dos palabras expresan la unión del Cuerpo Místico. Toda la vida de amor del sacerdote debe estar sostenida por una fe viva en la maravillosa unidad que se realiza en Cristo. Cuando celebramos la Misa, debemos recordar que ofrecemos el sacrificio en el seno de esta plenitud que es la Iglesia, y que la plegaria que hacemos la hacemos en su nombre. Siempre que administramos los sacramentos, o predicamos, o ejercemos cualquiera otra obra de caridad, tengamos presente que debemos realizar nuestro apostolado como dispensadores fieles, en estrecha unión con la Cabeza de este cuerpo y para provecho de sus miembros.

Pero el medio por excelencia para permanecer in Christo es la comunión eucarística, ya que por ella el sacerdote se une a Cristo de la manera más íntima que es posible al amor: «El que come mi carne… está en mí y Yo en él» (Jo., VI, 56). Además, después de la comunión, continúa viviendo bajo la influencia de las irradiaciones del corazón de Jesús, como envuelto en la atmósfera de su amor y de su gracia. Esta permanente y constante unión a Jesús hará que el sacerdote participe abundantemente de los frutos del don divino: «El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto» (Jo., XV, 5).

El ministro de Cristo que haya trabajado y sufrido con estas disposiciones, verá venir a la muerte sin sentirse angustiado. Como ha vivido in Christo, exhalará su último suspiro apoyado en los brazos de Jesús y recostado en su corazón. Su muerte y sus dolores se unirán a los de Cristo y serán como absorbidos por los de Cristo y los méritos del Salvador serán su riqueza y su esperanza. Y podrá decir con Cristo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc., XXIII, 46).



Nuestra verdadera alegría consiste, pues, en orientar nuestra alma hacia la vida sobrenatural. Salomón llegó a paladear en el lujo de sus palacios todas las satisfacciones que le podían brindar todos los placeres, pero, al cabo, no encontró sino sinsabores: «Vanidad de vanidades» (Eccles., I, 2). Cuando el alma se entrega apasionadamente a las satisfacciones humanas, pronto llega a experimentar su vacío. Los placeres que disfrutamos saliéndonos del orden establecido por Dios producen en el corazón un sentimiento de vacío total. Por eso, en las ciudades que son conocidas como lugares de placer es donde el hombre más experimenta la futilidad de la existencia y donde la estadística de los suicidios alcanza cifras más elevadas.

La única alegría profunda y duradera de esta vida consiste en la unión con Dios. Si esto es cierto para todos, para el sacerdote lo es mil veces más. Aunque pretendiera saciar su sed de felicidad bebiendo en otras fuentes, nunca conseguiría calmarla sino en la caridad, puesto que su corazón esta consagrado a Cristo.

El que posee a Jesucristo, le hace una afrenta si echa de menos las satisfacciones que ofrece el mundo y abre su alma a los deseos vanos y a la tristeza. Es como si le dijera: «Señor, no me bastáis». ¡Y Jesús lo es todo para nosotros!

Hemos sido creados para la felicidad, y tendemos necesariamente a su consecución. No estamos equivocados cuando nos lanzamos a su conquista. Pero nos equivocaríamos de medio a medio si nos imagináramos que la vamos a alcanzar allí precisamente donde no la podremos encontrar. Dios quiere ser ya desde ahora el objeto de nuestra alegría, y esto por una libre elección nuestra que debemos renovar constantemente.

Son muchos los grados del amor y de la santidad, y no debemos conformarnos con vivir una vida mediocre. Sino que, por el contrario, debemos procurar que, bajo la acción del Espíritu Santo, «la llama de la caridad eterna se avive sin cesar en nosotros»: ¡Accendat in nobis Dominus ignem sui amoris et flammam æternæ caritatis!