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VIII. -La virtud de la religión

No hay en el seno de la Iglesia práctica alguna de virtud que no se derive de la gracia de Jesucristo. Él es el modelo, la causa meritoria y la fuente viva de toda perfección espiritual. La santidad que tienen los miembros les viene de la plenitud de gracia de su cabeza: De plenitudine ejus omnes nos accepimus (Jo., I, 16). Todas las virtudes de Jesús: su amor al Padre, su entrega a los hombres, su obediencia, su castidad, su paciencia se perpetúan en las distintas vocaciones generales y particulares que florecen en la Iglesia y en el corazón de los discípulos que tratan de imitar a su divino Maestro.

Esta admirable variedad de gracias viste de hermosura al Cuerpo Místico. La Esposa del Salvador, dice la Escritura, «está ataviada como una reina»: Astitit regina a dextris tuis in vestito deaurato circumdata varietate (Ps., 44, 10). La vestis deaurata de la Esposa simboliza la gracia santificante que se extiende por toda la Iglesia; la variedad de los atavíos son las diferentes virtudes que emanan de Jesús y brillan en sus miembros. La santidad de Jesús permanece siempre viva en su Cuerpo Místico.

Detengámonos a considerar una de las virtudes que impregnó, a lo largo de su vida, todas y cada una de las acciones de Jesús: la religión del Padre.

Todo ministro de Cristo debe tener siempre esta disposición de espíritu, porque, en virtud de su ordenación, ha sido consagrado, como Jesús, «a las cosas que conciernen al Padre» (Lc., II, 49), a los intereses del reino celestial entre los hombres. Esta orientación religiosa debe dejar la impronta de su gracia interior en cada uno de sus movimientos, santificando su vida y haciendo que sea realmente sacerdotal.

Todo cristiano, y especialmente el sacerdote, debe practicar la religión sobrenaturalmente. No es que desconozcamos el valor moral de la virtud de la religión. Sabemos que fundamentalmente es fruto de la recta razón y de la ley natural; pero también es cierto que solamente a la luz de la fe es como el hombre llega a tener un perfecto conocimiento de la soberanía de Dios, de la inmensidad de sus beneficios y de la obligación que tiene de rendirle homenaje. Por eso es verdad que la virtud de la religión encuentra su más sólido apoyo en la fe.

Además, la caridad debe ser el principio dominante en el culto que el cristiano tributa a Dios. Ella es la reina de las virtudes y la que estimula e inspira todas sus actividades. En el alma bendita de Jesús, el amor ocupaba la primacía, como nos lo reveló Él mismo en el momento de ofrecer el acto religioso por excelencia, el sacrificio de la cruz: Ut cognoscat mundus quia diligo Patrem… sic facio (Jo., XIV, 31).

Lo mismo debiera decirse de nosotros. De la misma suerte que la gracia se injerta en la naturaleza, la santifica y prevalece sobre ella, así también la caridad domina todo el ejercicio de la virtud de la religión y ennoblece y sobrenaturaliza todos sus actos, sin menoscabo de su carácter particular. El predominio de las virtudes teologales es esencial en la vida cristiana.



1.- La virtud de la religión en la economía cristiana

Cuando Moisés preguntó a Yahvé cuál era su nombre, el Señor le respondió: Ego sum qui sum (Exod., III, 14). La esencia de Dios consiste en que tiene en sí mismo la razón de su existencia. Nosotros, por el contrario, no existimos sino por Él: In ipso… movemur et sumus (Act., XVII, 28). Como criaturas que somos, dependemos de Él absolutamente: Manus tuæ fecerunt me et plasmaverunt me (Ps., 119, 73). El es nuestro Dueño y Señor. La virtud de la religión nos induce a postrarnos ante su infinita majestad para decirle: «Vos lo sois todo, oh Dios mío, al paso que yo no soy nada».

La religión no debe ser en nosotros un movimiento pasajero, sino una disposición que esté anclada en el fondo del alma; es decir, una virtud que «incline al hombre a reconocer por actos de culto los derechos de Dios como primer principio y último fin de todas las cosas».

La verdadera noción de la virtud de la religión envuelve una idea de rectitud y de lealtad para con Dios. Por lo mismo que conocemos la trascendencia absoluta del Creador, aceptamos nuestra dependencia y la proclamamos humillándonos ante Él.

Aunque la virtud de la religión tiene por fin establecer las relaciones que unen al hombre con Dios, no es con todo una virtud teologal, ya que su objeto no lo constituye el mismo Dios. Es una virtud moral que nos induce a rendir el debido homenaje al Señor, pero no por un motivo formal de amor o de complacencia en su bondad, sino porque estamos obligados a someternos enteramente a Él. Al practicar esta virtud, el hombre cumple un deber de estricta justicia, que es un imperativo de su misma naturaleza. El sentimiento de honradez que nos impulsa a satisfacer a Dios la deuda de justicia que para con Él tenemos, será siempre uno de los motivos más legítimos de nuestra conducta.

Veamos cómo la Iglesia proclama todos los días esta verdad. En nuestra liturgia, que es tan sobria, está medido el significado de todas y cada una de las palabras que se emplean. ¿En qué motivo insiste la Iglesia, al principio del Prefacio, para inducirnos a proclamar el agradecimiento que debemos a Dios? En «la lealtad, la justicia y la equidad» de este acto religioso: Vere dignum, justum, æquum… nos tibi semper et ubique… Sea cual sea la solemnidad que se celebre, siempre es la misma la razón fundamental que invoca la Iglesia para estimular el agradecimiento de nuestra alma.

Observad al mismo tiempo la expresión que se emplea en el ordinario de la Misa para designar la actitud que debemos adoptar ante el Señor. La Iglesia la llama «servicio»: Hanc igitur oblationem servitutis nostræ…, y más adelante: Placeat tibi, sancta Trinitas, obsequium servitutis. Somos siervos de Dios. Me replicaréis que también somos sus hijos. Pero os diré que el hecho de nuestra adopción no impide que sigamos siendo lo que somos por naturaleza: siervos.

Todo hombre, y más el sacerdote, debe mantener en su alma la íntima resolución de entregarse con generosidad al cumplimiento de aquellas prácticas que tienen por fin el rendir homenaje a Dios. A esta voluntad que está pronta para cumplir con los deberes del culto, Santo Tomás la llama «devoción»: Voluntas quædam prompte tradendi se ad ea quæ pertinent ad Dei famulatum… ad opera divini cultus [Sum. Theol., II-II, q. 82, a. 1].

El amor de Dios dispone maravillosamente a los cristianos, hijos adoptivos, para practicar esta «devoción», es decir, para entregarse con fervor al servicio de Dios.



¿Cuáles son los actos por los que se practica la virtud de la religión?

El más fundamental de todos es la adoración, que consiste en la completa humillación del hombre que reconoce su nada ante la soberana majestad de Dios. Adorar es mirar a Dios y anonadarse en su presencia.

La ofrenda del sacrificio es, por excelencia, el acto público y social de adoración, porque la inmolación o la destrucción de una cosa sensible, hecha en homenaje a Dios, es el reconocimiento del dominio supremo que tiene el Señor sobre los seres, sobre la vida y sobre la muerte. Por su misma significación y por la intención que lo anima, esta acto es esencialmente latréutico, o lo que es lo mismo, adorador y sólo a Dios se le tributa.

El elemento exterior del sacrificio tiene un valor simbólico. Como dice San Agustín, es un signo sensible que expresa los sentimientos íntimos del corazón del hombre cuando rinde culto a Dios: Sacrificium visibile, invisibilis sacrificii sacramentum [De civitate Dei, X, 5. P. L., 41, col.282]. El elemento espiritual e interior constituirá siempre la parte más importante de la ofrenda del sacrificio y de todo acto inspirado por la virtud de la religión. En la emisión de los votos, en la prestación de un juramento, en toda alabanza y oración vocal, las palabras y los gestos empleados tienen por objeto manifestar externamente los pensamientos y las intenciones religiosas del alma. Si no existiera acuerdo entre las palabras y los pensamientos, los actos externos no pasarían de ser una ficción desprovista de todo sentido y valor.

Para que podamos comprender mejor aún la capital importancia que tiene la virtud de la religión en la vida espiritual, debemos hacer observar que es misión suya la de ordenar todas las obras buenas del hombre –cualquiera que sea la virtud particular de la que inmediatamente dependen– para que rindan al Señor el homenaje del culto que le es debido. Por eso escribió el Apóstol Santiago: «La religión pura e inmaculada ante Dios Padre es visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y conservarse sin mancha en este mundo» (Jac., I, 27). De la misma suerte, la guarda fiel de la castidad, el cumplimiento de los deberes de estado y cualquiera otra práctica virtuosa se convierten en verdaderos actos de culto, si la virtud de la religión nos induce a ofrendarlos a Dios.

En el Antiguo Testamento, como sabéis, el temor constituía el principal fundamento de la virtud de la religión. Solamente una vez al año, y después de haberse purificado con múltiples abluciones, entraba el sumo sacerdote en el santuario y pronunciaba, sobrecogido de temor, el nombre de Dios. Era la religión de los siervos.

Pero Jesucristo nos ha concedido que seamos por gracia lo que Él es por naturaleza: hijos. Nuestro Creador se ha dignado adoptar como hijos a los que éramos sus siervos. Esta es la maravilla de las maravillas. La práctica de la virtud de la religión que exige el más profundo respeto para con Dios se une en nuestra alma a las confiadas expresiones del amor filial.

Lo que distingue a las dos Alianzas es el predominio del amor que impera en la Alianza que Cristo selló con su sangre. Aún conservando su carácter propio, en el alma del cristiano la virtud de la religión es elevada por la caridad sobrenatural, con lo que adquiere una nueva excelencia: el valor que le añade el amor.

¡Qué felicidad supone para nosotros saber que Dios, que es nuestro Dueño y Señor, es también con toda verdad nuestro Padre! Como tal, merece a un tiempo nuestro más profundo respeto y nuestro más encendido amor.



2.- La religión de Jesús

Al encarnarse, el Verbo, que continúa siendo Dios, se hace criatura y comienza a tributar al Padre una gloria enteramente nueva. En su naturaleza divina, in forma Dei (Philip., II, 6), el Verbo, que es el esplendor y la gloria del Padre, se refiere enteramente a Él; en su naturaleza humana, in forma servi (Ibid., II, 7), su alma se sentía arrebatada por el movimiento de alabanza que es propio de la segunda persona divina. La vida del Verbo se refiere totalmente al Padre, est tota ad Patrem. De la misma suerte, la vida humana de Jesús está enteramente consagrada a Él: Ego vivo propter Patrem (Jo., VI, 58). El Salvador se sirvió de todas sus humillaciones para rendir culto al Padre, practicando así de una manera eminente la virtud de la religión.

Como bien podéis comprender, Jesús, en cuanto Verbo, no puede humillarse ante la majestad del Padre, sino que la glorifica como su igual: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jo., X, 30). Pero en cuanto hombre, dirá: «El Padre es mayor que Yo» (Ibid., XIV, 28). Y para glorificar al Padre en nombre de la humanidad pecadora, no solamente podrá adorar, sino también expiar, sufrir, ser inmolado y ofrecido en sacrificio.



El espíritu de religión del Hijo de Dios es incomparable.

Su primera característica y su primera excelencia es la de ser eminentemente sacerdotal.

En cada una de sus acciones, el Salvador tenía conciencia de ser «el Pontífice universal de la gloria del Padre», catholicum Patris sacerdotem, según la acertada expresión de Tertuliano [Adversus Marcionem, IV, 9, P. L., 2, col. 406]. Cristo fue elevado a esta dignidad en virtud de su encarnación. Al decir: «Yo glorifico a mi Padre»: Ego glorifico Patrem (Jo., VIII, 49), quería darnos a entender que lo hacía en su calidad de sacerdote que tenía la misión de rescatar al mundo por medio del sacrificio de la cruz. La oblación de esta inmolación sagrada constituía el supremo homenaje de religión.

Pero la redención no era a los ojos de Jesús una obra exclusivamente suya, sino que la estimaba como la realización temporal de un designio de la misericordia eterna que había sido concebido y decretado en el cielo. Cristo se reconocía a sí mismo como Pontífice de la Nueva Alianza y acataba la voluntad del Padre dando exacto cumplimiento al programa que desde toda la eternidad había sido trazado por el consejo divino. Este es, sin duda, el sentido de aquellas palabras de Jesús: «Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jo., VI, 38), y de aquellas otras: «¿El cáliz que me dio mi Padre, no lo he de beber? (Ibid., XVIII, 11).

Esta sumisión absoluta de Cristo a la voluntad del Padre hizo que toda su existencia fuera un incomparable homenaje de religión, según lo testificó Él mismo en la oración sacerdotal después de la Cena: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste»: Ego te clarificavi… Opus consummavi quod dedisti mihi ut faciam (Jo., XVII, 4).



Otra de las características de la religión de Jesús consiste en que se derivaba de la visión intuitiva que gozaba su alma.

Jesús conocía el abismo de la santidad divina y sabía por lo mismo hasta qué punto están los hombres obligados a tributar a Dios el honor y el culto debido. «Padre justo, si el mundo no te ha conocido, Yo te conocí» (Jo., XVII, 25). «Yo le conozco, porque procedo de Él» (Ibid., VII, 29).

Esta contemplación íntima producía en nuestro divino Maestro una incesante necesidad de anonadarse ante la majestad divina. La actividad de su espíritu consistía principalmente en una inefable adoración. «El que me envió está conmigo» (Ibid., VIII, 29). Tales eran los sentimientos de Jesús. Y este permanente contacto con la divinidad no solamente mantenía su alma en una actitud de profunda humildad, sino que excitaba también en ella la sed de sacrificarse por todos y cada uno de nosotros. Como es fácil de comprender, toda la religión de Jesús tenía su origen en esta mirada interior, que le prestaba una elevación incomparable.



El don de sí mismo nos descubre una nueva excelencia de la religión de Jesús.

Para que el ejercicio de esta virtud sea perfecto, es menester que, al rendir culto a Dios, nuestra oblación sea total. Por eso Jesús, que había hecho la ofrenda total de sí mismo, consagró al Padre todos los pasos de su vida. «Yo no busco mi gloria, sino la de Aquél que me envió» (Jo., VIII, 50). De acuerdo con el plan divino, toda la existencia de Jesús, desde el taller de Nazaret hasta la última cena, estuvo consagrada a reinvindicar entre los hombres el culto y el amor del Padre. La hora de su sacrificio fue también, sin duda, la de su inmolación suprema; pero, mientras esperaba la llegada de «su hora», Jesús se había ofrecido ya a su Padre como hostia y oblación. Como veis, la religión era el motivo que inspiraba todos los actos de su vida.



Añadid a esto que el corazón de Cristo era un horno ardiente de caridad. Si suspiraba porque «el nombre del Padre sea santificado, porque venga su reino, porque su voluntad se cumpla así en la tierra como en el cielo», ello era, sin duda, debido a que esta glorificación, que en estricta justicia se le debía al Padre, Él la deseaba impulsado por un movimiento de intenso amor de la bondad infinita.

En el armonioso conjunto de las actividades interiores de Jesús, la caridad ejercía un evidente predominio, y debido a ello, la virtud de la religión alcanzó en Jesús su más cumplida perfección.

Al leer la Sagrada Escritura, nos damos perfecta cuenta de que este afán de dar al Padre el culto que le pertenece se manifiesta claramente en cada una de las etapas de la vida de Cristo. Como lo hemos visto, ya en el momento mismo de su encarnación, el primer movimiento de su alma fue aquel acto sublime de religión, por el que hizo a Dios la oblación total de su vida (Hebr., X, 5-7).

La primera palabra que recogen los Evangelios de sus labios infantiles nos habla de la consagración de su vida a la obra y a los derechos del Padre: «¿No sabíais que conviene que me ocupe en las cosas de mi Padre?»: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49). Durante todo el tiempo de su vida oculta, siempre estuvo animado por el mismo espíritu de buscar en todo la gloria del Padre. Entonces, como más tarde, en cada momento de su vida se consagró de lleno al cumplimiento de su santísima voluntad: Quæ placita sunt ei, facio semper (Jo., VIII, 29).

Durante sus coloquios íntimos con Dios, Jesús practicó la virtud de la religión con una perfección extraordinaria. «El Padre, nos dice Jesús, busca adoradores que lo sean en espíritu y en verdad»: In spiritu et veritate (Jo., IV, 23). Y Él es el primero y el más excelente de todos. ¿Quién será nunca capaz de adivinar el misterio de las conversaciones del Salvador cuando pasó cuarenta días dedicado a la oración en el desierto, o cuando se retiraba al monte para pasar toda la noche abismado en la plegaria?: Erat pernoctans in oratione Dei (Lc., VI, 12). La adoración era un movimiento que le brotaba del hondón de su alma.

Lo mismo en sus predicaciones en las orillas del lago que en la montaña de las bienaventuranzas o en el templo, lo mismo cuando sanaba a los enfermos que cuando confundía a los fariseos, Jesús manifestaba abiertamente que tenía la íntima persuasión de que era Hijo de Dios. Él ha venido a este mundo a enseñar a los hombres a glorificar al Padre y a reconocer su soberanía. Si quiere que «se dé al César lo que es del César», es con el fin de reivindicar con mayor energía los derechos del Altísimo: «Dad a Dios lo que pertenece a Dios» (Mc., XII, 17).

Si la oblación del sacrificio de la cruz señaló el momento supremo de la vida de Jesús, marcó también la cumbre y el apogeo de su religión. Como Pontífice de la Nueva Alianza, como Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo para hacerse su víctima, sus disposiciones interiores eran «divinamente inspiradas»: Per Spiritum Sanctum semetipsum obtulit immaculatum Deo (Hebr., IX, 14). Su inmolación fue el homenaje más perfecto y el acto de culto más sublime que podrá nunca tributarse a Dios.

Jamás perdáis de vista que este mismo acto sublime de religión se perpetúa en cada Misa, cuando presentáis a Dios la hostia santa, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam. Y que en ella, como en la cruz, Jesús no está solo al hacer su oblación, porque se le une la Iglesia: «Ella es su cuerpo y su plenitud»: Est corpus et plenitudo ejus (Eph., I, 23). Como cabeza del Cuerpo Místico, Jesús nos tiene unidos consigo, y nos hace participar de su inefable religión para con el Padre.

Es cierto que ahora nuestro Salvador está en el cielo, in gloria Dei Patris. ¡Sea Dios bendito por siempre! Jesús «ha entrado en la gloria» que le pertenece. Pero, sin embargo, su santa humanidad continúa por toda la eternidad en una actitud de profunda adoración ante el acatamiento del Padre.



3.- El sacerdote perpetúa la religión de Jesucristo

La sublime misión que tiene el sacerdote en este mundo consiste en perpetuar este homenaje de reverencia, de adoración y de alabanza, esta consagración de sí mismo a la obra del Padre que contemplamos en el alma de Jesús. Por eso, aún en las circunstancias más insignificantes, todas sus acciones deberán llevar el sello de su sacerdocio.

Este hábito de vivir constantemente en la presencia de Dios con religioso respeto es de capital importancia en el ejercicio de las funciones sacerdotales. Porque, de esta manera, el sacerdote vive familiarmente con Dios. Si el Apóstol San Juan pudo recostarse sobre el corazón de Jesús, ¿por qué no va a poder hacerlo el sacerdote cuando celebra los sagrados misterios, si su alma esta penetrada de respetuoso amor?

Pero, por el contrario, su corazón se entibia cuando desfallece la virtud de la religión. Y así ocurre que, cuando está en el altar, permanece distraído, sin luz y sin fervor. El cuarto de hora destinado a la acción de gracias le parece una eternidad, pues no encuentra nada que decir a Jesús. En sus relaciones con los fieles, su celo es apagado. Los que se acercan a él con la esperanza de caldear sus almas con su trato, vuelven desilusionados. ¿Cuál es la causa de todo esto? «La sal ha perdido su fuerza»: Sal evanuit (Mt., V, 13); la gracia de la ordenación está a punto de extinguirse: Lampades nostræ extinguuntur (Ibid., XXV, 8).

Ya os lo he dicho: cuando falta el espíritu interior, las posturas y los gestos más sagrados pasan completamente desapercibidos y las prescripciones de las rúbricas corren el peligro de no ser otra cosa que mero formulismo.

Amemos la verdad en todo: Veritatem facientes in caritate (Eph., IV, 15). Nuestra ordenación sacerdotal nos ha consagrado con un título especial a la práctica de la virtud de la religión. Precisamente para cumplir con este fin fue para lo que el carácter sacramental marcó nuestra alma con un sello indeleble: en lo más íntimo de nuestra alma está escrito con caracteres imborrables que estamos consagrados al culto de Dios. Tengamos la sinceridad y la lealtad de considerar lo que somos y de vivir nuestro sacerdocio practicando constantemente la virtud de la religión.

Os recomiendo a este fin dos prácticas sencillísimas.

Las virtudes morales se desarrollan en nosotros por medio de la repetición de los actos. El primer hábito que debéis adquirir es el de no empezar ninguna acción sin haberos recogido antes siquiera por un momento para pensar en el valor de lo que vais a realizar. Antes de que os sentéis al confesonario, o de que enseñéis el catecismo, o de que visitéis a un enfermo, deteneos a orar un momento y a considerar la influencia que tienen vuestras palabras y vuestras acciones para el bien eterno de las almas. Pedid al Espíritu Santo que ilumine vuestra inteligencia e inflame vuestra voluntad. Uníos a Cristo, ya que vosotros le reemplazáis en el apostolado con los hombres y sois el instrumento de que se vale para comunicarles la gracia y la salvación.

Debéis renovar frecuentemente la intención de trabajar únicamente para la gloria de Dios y el bien de las almas, ya que constantemente nos acecha la rutina y es tan fácil que el amor propio se insinúe en nuestras almas disfrazado bajo diferentes pretextos. Basta un momento para hacer una oración jaculatoria o para dirigir una mirada al crucifijo, pero, a poco que nos recojamos, podremos apreciar mucho mejor el alcance divino de nuestros gestos.

En segundo lugar, señalemos como objetivo de nuestra vida el mismo fin que se propuso el Padre con la obra de la redención: la gloria de su Hijo. El mismo Jesús nos manifiesta cuál fue «el gran designio de Dios»: Hoc est opus Dei, ut credatis in eum quem misit ille (Jo., VI, 29). Quiere el Padre que nuestra vida se consagre a creer en su Hijo, a venerarle, a adorarle como a Él mismo, «para que todos honren al Hijo como honran al Padre» (Jo., V, 23)…, y que «toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Philip., II, 11).

¿No es este, acaso, el más bello ideal para estimular nuestro esfuerzo de cada día?



En el mismo ejercicio de vuestro sacerdocio, debéis tener una fe viva en el misterio de la gracia que Cristo realiza en las almas por vuestro medio, ya que vosotros obráis in persona Christi. Recordadlo siempre que bauticéis, o administréis la extremaunción, o recibáis el mutuo consentimiento de los esposos; este pensamiento hará que se conserve en vosotros el espíritu de religión. Pero aún es más necesario en la administración de la penitencia, porque en este sacramento el corazón de Jesús acoge, por vuestra mediación, al pecador arrepentido y le abre los tesoros de su misericordia.

Pero en el altar es donde principalmente debéis compartir los designios que tiene el Padre de glorificar a su Hijo. En la Eucaristía, Jesús se oculta a nuestras miradas; pero si el corazón del sacerdote está penetrado de la virtud de la religión, ¿no es cierto que manifestará al Señor que está oculto bajo las sagradas especies el mismo respeto que si le viera con sus propios ojos?... Si os fuera dado contemplarlo en toda la majestad de su gloria, como lo ven los ángeles y los santos, ¿no caeríais postrados a sus pies?

Mirad a la Iglesia. ¿Cuál es la actitud que la Esposa de Cristo exige de los ministros de la Eucaristía? La más profunda veneración: Tantum ergo sacramentum veneremur cernui. Si la Iglesia nos manda que ofrezcamos a Dios los homenajes que le son debidos, ¿qué derechos no tendrá Jesucristo, el Hijo de Dios, a nuestra adoración y a nuestra gratitud? ¿No es, acaso, Él nuestro Salvador, el Jesús de la última cena, de la pasión, de la resurrección, el supremo Pontífice de quien se deriva nuestro sacerdocio? Y no olvidemos que su humanidad es inseparable del Verbo. El Verbo, engendrado por el Padre desde toda la eternidad, es consustancial a su Padre y no le abandona jamás. Y el Espíritu Santo, que procede del mutuo amor del Padre y del Hijo, los une con una nueva lazada de amor. De esta suerte, toda la Trinidad está presente en la santa hostia.

La verdadera actitud que debe adoptar el hombre ante el divino sacramento es la de profunda adoración. Este religioso homenaje es la condición necesaria para que Dios nos comunique sus gracias en la Eucaristía.

Por eso, la Iglesia pone constantemente en nuestros labios esta oración: «Oh Dios…, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y Sangre, que sintamos continuamente en nuestras almas el fruto de tu redención».

Fuera de la santa Misa, la virtud de la religión nos impulsa también a venerar a Cristo en el silencio del tabernáculo: «Os adoro devotamente, oh Dios escondido… Mi corazón se os somete enteramente…»: Adoro te devote, latens Deitas… Tibi se cor meum totum subjicit. Jesús vive allí, en medio de nosotros, en toda la plenitud de su poder divino, como en otro tiempo, cuando sanaba a los enfermos y resucitaba a Lázaro. Él está allí, como Hostia viva y vivificante, lleno de la virtud y de las gracias de sus misterios, y principalmente de los misterios de su muerte y de su resurrección. Él nos espera, con toda la inmensidad de su amor, deseoso de comunicarnos sus dones y de introducirnos en el seno de su amistad. No han cambiado en lo más mínimo los sentimientos de misericordiosa bondad para con los hombres que Jesús manifestó en otro tiempo. Creamos firmemente que, bajo las especies sacramentales, Jesús nos ama con el mismo amor que en la Cena, cuando pronunció estas augustas palabras: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer»: Desiderio desideravi… (Lc., XXII, 15).

Por lo que hace al porte exterior del sacerdote, la virtud de la religión tiende a imprimir en él un carácter de dignidad.

Así lo recomienda el Concilio de Trento: «Conviene que los clérigos, que han sido llamados a consagrarse enteramente al Señor, ajusten su conducta de tal manera, que siempre se muestren graves, moderados y llenos del espíritu de religión en su porte, en sus modales, en sus gestos, en su modo de andar, en sus conversaciones y en todo cuanto hagan» [Sess. XXII, De reformatione, I]. Todo esto debemos hacerlo sin afectación y con sinceridad.

En sus miradas, el sacerdote debe evitar toda curiosidad indiscreta. En sus conversaciones, debe comportarse de tal manera, que la elevación y la caridad de su alma ejerzan en derredor suyo una estimulante y bienhechora influencia aún sobre los indiferentes y los incrédulos.

Cuando celebramos la santa Misa, observemos cuidadosamente las rúbricas, que son las reglas de urbanidad o de etiqueta que impone la Esposa de Cristo en el trato con el Rey de reyes. Mientras celebramos estos misterios, cuya grandeza nos sobrecoge, debemos conformar nuestra conducta a las directivas de la Iglesia. El que obedece a las rúbricas, aún a aquellas que prescriben una simple inclinación, guiado por el respeto que merece el carácter sagrado de los ritos, realiza un acto consciente de religión.

La fidelidad en el cumplimiento de este deber aumenta el fervor del sacerdote y le preserva del peligro tan frecuente de la precipitación. La excesiva rapidez en las ceremonias y en la pronunciación de las palabras constituye un serio obstáculo para la piedad del sacerdote. Cuando dobláis vuestra rodilla, acordaos de adorar sinceramente al Salvador. Cuando trazáis la señal de la cruz sobre la oblata, y sobre todo cuando la hacéis sobre el cuerpo del Señor, practicad esta ceremonia con profundo respeto. Porque sucede, a veces, que las actitudes que adoptan algunos ministros en el altar nos inclinan a pensar que no tienen espíritu de fe. Por el contrario, cuando las preces litúrgicas se recitan con el debido recogimiento, pero sin excesiva lentitud, cuando el sacerdote guarda la debida reverencia a la santa Eucaristía, este mismo hecho constituye una predicación mucho más eficaz que el sermón más elocuente.

Y lo mismo podemos decir de las demás funciones litúrgicas. Así, por ejemplo, cuando el sacerdote oficia en un funeral, su porte debería revestir tal dignidad y gravedad, que llevara al ánimo de los asistentes la convicción de que tiene una fe viva en el alcance sobrenatural de los ritos que ejecuta y de las fórmulas que pronuncia.

Cuidemos escrupulosamente del copón y del sagrario, y tengamos la ilusión de conservar siempre limpios los lugares sagrados. Nunca se dará Jesús por ofendido, por muy pobre que sea una iglesia: Belén, Nazaret y la cruz lo eran mucho más. Pero la pobreza no está reñida con la limpieza y no hay razón alguna que justifique la suciedad. Dios no puede en forma alguna aprobar esta falta de respeto a su Hijo que en la Eucaristía continúa entregándose a los hombres.

No quiero con esto decir que hay que observar todas y cada una de las rúbricas con una meticulosidad excesivamente escrupulosa. Cuando tengáis una duda, consultad a un sacerdote, a un amigo prudente. Y si algún compañero se toma la libertad de señalaros alguna equivocación o algún olvido que ha observado al veros celebrar la Misa, aceptad de buena gana la advertencia y, si comprendéis que es justa, tenedla en cuenta para lo sucesivo. Mostrad así mismo vuestro agradecimiento a toda invitación que os hagan para todo lo que tenga por fin adiestraros mejor en el cumplimiento de vuestros deberes litúrgicos. Esta gratitud será una señal inequívoca de que la virtud de la religión se mantiene viva en vosotros.

San Juan Crisóstomo [De sacerdotio, III, 4. P. G., 48, col. 642.] recurre a una comparación para sugerir a los sacerdotes el religioso respeto con que deben comportarse en sus funciones sagradas. Evocando un episodio de la Antigua Alianza, trae a la memoria el recuerdo del profeta Elías en el momento de ofrecer el sacrificio. Puesto en pie, ante el altar cubierto de víctimas, el pontífice ruega a Dios que haga bajar fuego del cielo para que las consuma y para dar a entender de esta manera que la oblación le es agradable. Todo el pueblo, prosternado e inmóvil, está a la expectativa. Y de pronto, al conjuro de la voz del profeta, el fuego baja de las nubes… «Estas cosas, continúa el santo, nos llenan de asombro y nos maravillan; pero pasemos ahora a considerar lo que al presente se realiza en nuestros altares. No son solamente cosas sorprendentes lo que contemplaremos, sino algo que sobrepasa toda admiración. El sacerdote está en pie ante el altar. No lleva consigo fuego, sino al Espíritu Santo. Durante un buen rato prosigue su oración, pero no para que baje fuego del cielo y consuma las víctimas preparadas, sino para que la gracia divina se derrame sobre el sacrificio, y de esta suerte abrase a las almas».