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Final

«No tenéis porque no pedís; o si pedís, no recibís, porque pedís mal» (Sant 4,2-3).


No tenéis porque no pedís

El soberbio está encerrado en su miserable autosuficiencia, y por eso se ve abrumado de males, porque no pide. No pide a no ser como último recurso, para no caer en la desesperación, cuando todo recurso humano es ya imposible o extremadamente difícil.

El humilde pide, pide siempre y en todo lugar, pide «sin cesar», «noche y día» (Col 1,9; 1Tes 3,10). Pide lo que no tiene, porque está convencido de que el que pide al Señor, recibe; y pide incluso lo que ya tiene, para que Él lo guarde, purifique y acreciente, pues sabe bien que cuanto tiene es don de Dios, y que sin Él «no podemos nada» (Jn 15,5).

Cuantas miserias inmensas de ciertas Iglesias locales se explican hoy principalmente porque les falta la humildad necesaria para volverse al Señor en una actitud profundamente suplicante.


Pedís y no recibís, porque pedís mal

Al terminar de estudiar la oración bíblica en tiempos de aflicción, señalaba yo siete notas que le son esenciales y que han de estar siempre vivas en las súplicas de la Iglesia. Si alguna de ellas falta, no se alza al Señor la oración de petición o ésta se desvirtúa y se hace inútil. Los males entonces permanecen y, por supuesto, van creciendo al paso de los años. Son, pues, precisas las siete notas.

–1. Reconocer la gravedad de los males presentes, tanto en el mundo como en la Iglesia, es completamente necesario para que la súplica se alce a Dios y se eleve con fuerza y perseverancia. Ahora bien, los males de este mundo solamente muestran su gravedad terrible a quienes conocen su origen diabólico y su condición pecaminosa.

Como enseña el Vaticano II, «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final (Cfr. Mt 24,13; 13,24-30 y 36-43)» (ib. 37b; cfr. 13b).

Solo cuando el pueblo cristiano reconoce en los males que le afligen el poder del Maligno y del pecado clama a Dios, solo entonces pide salvación con toda su alma. Y la obtiene.

Cuando San Pablo hace un elenco impresionante de los males del mundo pagano de su tiempo –odios, injusticias, perversiones sexuales, dureza de corazón, impiedad, etc.–, los hace derivar todos del pecado fundamental: la irreligiosidad, el olvido y la negación de Dios (Rm 1,18-32). Aquellos males enumerados vienen a ser los mismos males del mundo actual, los que, por ejemplo, describe Juan Pablo II al comienzo de su exhortación apostólica Reconciliatio et pænitentia (1984). Sólo Dios puede librar a los hombres de males tan vinculados al pecado y al influjo del Diablo.

Pero hoy prevalecen en muchos ámbitos civiles y eclesiales no pocas apreciaciones falsas de la realidad presente, en las que se devalúa grandemente la inmensidad de los males del mundo, trivializándola. Aquellos que con sus pecados de acción o de omisión han sido principales causantes en el mundo y en la Iglesia de estos males son los más empeñados en ignorar esos males o en darles interpretaciones positivas.

Unos alegan que «siempre ha habido males semejantes», «no hay que ser pesimistas», «hay luces y sombras, como siempre», «lo que es malo en un aspecto, es bueno en otro», «estamos mal, pero cualquier tiempo pasado fue peor», etc. Otros, que viven una engañosa prosperidad, y ni pasan hambre, ni son adictos a la droga, ni padecen el sida, ni se ven directamente amenazados por el terrorismo, como a ellos estos males u otros semejantes no les afectan, los ven con una fría distancia. En el fondo, les traen si cuidado, y por supuesto no se sienten en absoluto llamados a intervenir ni por la acción ni por la oración. Por lo demás, aquellos pecados y males que son más espirituales: negación de Dios, odios, amor a las riquezas, etc., todavía les importan menos.

Unos y otros ignoran la raíz diabólica de los males. No saben que «el mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19; +Ap 13,1-8); más aún, no lo creen, lo niegan. No alcanzan tampoco a ver el pecado como causa espantosa de tantos males materiales y espirituales, y por eso mismo quedan trivializados todos los males del mundo y de la Iglesia.

Ésta es la ceguera que produce la pérdida del sentido de pecado. «¿No vive el hombre contemporáneo –dice Juan Pablo II– bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia?... Muchas señales indican que en nuestro tiempo existe ese eclipse... Oscurecido el sentido de Dios, se pierde el sentido del pecado... Pío XII pudo declarar en una ocasión que “el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” (26-X-1946)» (Reconciliatio 18). Ahora bien, cuando se ignora el pecado en los males del mundo, no puede surgir ni la oración suplicante ni la acción realmente benéfica. Muy otro es el espíritu cristiano:

Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad. Nos vemos abrumados por el pecado del mundo y también bajo el peso de nuestras propias culpas. Ten piedad de nosotros. Los hombres te ignoran y desprecian. Muchos cristianos viven alejados de ti, de la oración, de tu Palabra, de la Eucaristía, del sacramento de tu perdón. Hacen mal uso del matrimonio, apenas tienen hijos, no siguen tus llamadas a dejarlo todo y seguirte. Teólogos y sacerdotes vagan sin sentido por el país. Retrocede el Evangelio en el mundo, disminuye en la Iglesia la fuerza difusora de tu Reino...

–2. Cuando se consideran los males presentes como justa consecuencia de tantos pecados propios y ajenos se da la condición imprescindible para que el pueblo cristiano venza los males del mundo, iniciando él mismo el camino de la conversión, de la acción combativa y constructiva, y de la continua oración suplicante. De otro modo, los males se sufren con un cierto resentimiento contra Dios, que permite tantas atrocidades en este mundo.

Eres justo, Señor Dios nuestro, y todos los males que padecemos en el mundo y en la Iglesia nos los hemos merecido sobradamente. Ésa es la verdad, Señor. Nos hemos ganado los males que ahora nos devoran y nos aplastan, porque hemos abandonado tus mandatos y hemos pecado en todo.

–3. Los males presentes son terribles, pero han de ser vistos como remedios medicinales, pues ésa es su verdad. Esos males abrumadores no han de amargar a los fieles, y menos aún han de paralizarles o desanimarles. En absoluto. Son pruebas providenciales, en las que los cristianos, con abundantes auxilios de la gracia divina –adecuados a la gravedad de las situaciones–, han de realizar actos muy intensos de esperanza, de abnegación, de caridad, creciendo así ante los ojos de Dios y de los hombres tanto en la acción como en la oración.

Tú, Señor misericordioso, haces concurrir todas las cosas, también los males presentes, para el bien de los que te aman. Tú nos purificas en el mismo fuego que ha sido encendido por nuestros propios pecados. No nos tratas como merecen nuestras culpas, sino que transformas nuestros males en Cruz purificadora, humillante, expiatoria, estimulante, por la que nos unimos al misterio de la Redención, colaborando a la salvación propia y a la del mundo.

–4. Son situaciones de mal completamente insuperables para las fuerzas humanas. Todas las esperanzas puestas en el hombre, en ciertos hombres, en métodos, leyes y comisiones, en organizaciones, ideologías o sistemas políticos –sean éstos del signo que fueren–, todas las ilusiones de los falsos profetas optimistas –«paz, va a haber paz»–, son falsas esperanzas, que han de ser denunciadas. Y al mismo tiempo ha de afirmarse la verdadera esperanza, la que está puesta en el Salvador de los hombres.

En un artículo publicado con una sinceridad conmovedora por un Obispo español se dice bajo el título Orar por el cese del terrorismo de ETA: «Unas líneas invitando a orar. Sí. A orar. Porque confieso que muchas veces, conjuntamente con mis hermanos obispos o individualmente, he condenado el terrorismo de ETA. Y algo he aludido alguna vez ante mis fieles a la necesidad de orar y algo he orado más de una vez.

«Pero confieso que no lo he hecho con el acento y la insistencia con que debiera hacerlo. Confiado, quizá, en que por la dinámica policial y la dinámica de los mismos partidos políticos podría alcanzarse la paz en libertad. Hoy estoy convencido de que no. De que son tantas las pasiones, tanta la irracionalidad, tanto el enquistamiento fanático y tantas las complicidades que se han generado con el fenómeno de este terrorismo, que creo que nos hace falta una ayuda especial que solo de lo Alto podemos esperar. De ahí que con estas palabras quiera invitar a mis diocesanos a orar por el cese del terrorismo de ETA».

En las grandes calamidades no se alza realmente la oración suplicante mientras se espera salvación de policías y políticos, de técnicos y organismos, de cualquier instancia que sea meramente humana. Cualquier esperanza es falsa, aunque a veces tenga una formulación piadosa –«el Señor es misericordioso y pondrá fin a estos males»–, si no incluye una fuerte llamada a la conversión y sobre todo a la oración de súplica.

Hay que afirmar con toda claridad que mientras los hombres no quieran que Cristo reine sobre ellos, y mientras no estén dispuestos a pedirle salvación por gracia, sus males no tendrán remedio alguno, sino que ciertamente irán de mal en peor. Sin Jesucristo, que es El Camino, no hay salvación, sino mil caminos diversos y contradictorios, que solo coinciden en que todos llevan a la humanidad a su perdición.

No creemos ya, Señor, en los falsos profetas que nos anuncian paz y prosperidad aunque no haya oración, ni tampoco conversión personal y rectificación de caminos colectivos. Estamos ya desesperados de nosotros mismos y de toda salvación humana. No ponemos ya, Señor, nuestra esperanza sino solamente en ti, en tu bondad y tu gracia. Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza y de él espera salvación (Jer 17,5). Solo en ti, Jesús, buscamos la superación de tantos males. Solo tu Nombre nos ha sido dado bajo los cielos como fuerza real de salvación (Hch 4,12).

–5. Hay que creer firmemente que el Señor puede y quiere salvarnos, y que los males del mundo y de la Iglesia son nada ante Su fuerza sanante y acrecentadora. Ésa es la convicción de fe que potencia en nosotros siempre y en toda circunstancia tanto el ora como el labora.

Tú, Salvador del mundo, has venido a buscar a los enfermos y pecadores, no a los sanos y justos. Has sido, pues, enviado precisamente a nosotros, enfermos y pecadores. A Ti, por ser Primogénito de toda criatura y por ser el Redentor del mundo, se te ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Tú, Jesús, el Salvador del mundo, conoces bien todas nuestras innumerables y vergonzosas miserias. Pero no te asustas ni te escandalizas de ellas, pues sabes bien que puedes y quieres salvarnos.

–6. Pedimos urgentemente la Misericordia divina sobre las indecibles miserias del mundo y de la Iglesia, y la pedimos con absoluta esperanza. El abismo de nuestra miseria está llamando, reclamando y atrayendo el abismo de la Misericordia divina.

Sabemos, Señor, con toda certeza que si pedimos, recibiremos. Sabemos que si nos concedes la gracia de pedirte, ésa es ya segura señal de que nos concederás lo que te estamos pidiendo. Estamos seguros de que la esperanza puesta en Ti y solo en Ti no puede verse defraudada. Sabemos todo esto por fe y por experiencia. Errábamos perdidos en un desierto terrible, pero gritamos al Señor en nuestra angustia y Él nos guió por un camino derecho. Yacíamos encadenados en la oscuridad, pero cuando clamamos al Señor, él nos sacó de las tinieblas y rompió nuestras cadenas. Estábamos enfermos por nuestras maldades, te llamamos al borde de la muerte, y por tu palabra nos curaste (cfr. Sal 106). Tu Misericordia salvadora, Señor, es infinitamente más grande que nuestras abismales miserias.

–7. Buscamos ante todo que la gloria de Dios brille en el mundo y en la Iglesia. Que su Bondad inmensa no sea ocultada por nuestras innumerables maldades. Que su Luz radiante, embellecedora de todo lo que mantiene en la existencia, no quede apagada por las tinieblas de nuestras culpas.

No permitas, Señor, que tu Casa sea arruinada, que tu Esposa se vea avergonzada ante las naciones, que tu Gloria quede oscurecida, negada e ignorada. Extiende tu brazo poderoso, confunde a los soberbios, exalta a los humildes, revela la majestad de tu poder. Que todos sepan que eres el Señor. Que todos conozcan que eres el Misericordioso. Que todos los pueblos te alaben, Señor, que todos los pueblos canten tu gloria y se postren en la presencia de tu Ungido, Rey del universo.


Toda la Iglesia oraba incesantemente a Dios

Cuando en la Iglesia primera de Jerusalén ocurre la gran desgracia de que toman preso su obispo, el apóstol Pedro, «toda la Iglesia oraba incesantemente a Dios por él» (Hch 12,5). En efecto, a las siete notas internas que deben caracterizar siempre la oración suplicante conviene añadir dos notas más, externas, si se quiere, pero muy importantes:

–Toda la Iglesia ora pidiendo al Señor que le libre de un gran mal. Es verdad que puede bastar, ciertamente, la oración de «diez justos» para conseguir que Dios evitara la destrucción de la ciudad (Gén 18,32); incluso Jesús promete: «si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,19). Muchos cristianos rezan en la Iglesia solos o en pequeñas comunidades, y Dios les oye. Pero también es verdad, sin duda, que el Señor quiere, y así lo enseña la tradición católica, que los pastores, en las graves aflicciones de la Iglesia, no se contenten con la oración de dos o tres que se juntan en el nombre de Jesús (18,20), sino que promuevan con el mayor empeño el clamor poderosísimo de «toda la Iglesia».

–Con insistencia, incesantemente, con perseverancia. Los primeros cristianos, reuniéndose con frecuencia, «perseveraban en la oración» (Hch 2,41-42). «Toda la Iglesia oraba a Dios sin cesar», no en una mera reunión esporádica de vez en cuando, un poco como para cumplir con lo obligado, sino con una apasionada y esperanzada obstinación. Recordemos que esta perseverancia es claramente enseñada por Cristo como condición necesaria de la oración de petición.

Las tentaciones y peligros son continuos, y por eso «es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1; +21,34-36; Mt 26,41). En la súplica incesante perseveran las vírgenes prudentes (25,1-13), la viuda que reclama su derecho (Lc 18,1-8), aquél que de noche importunaba a su amigo (11,5-13).

«Toda la Iglesia ora insistentemente a Dios» un día y otro y otro... El pueblo cristiano, convocado por sus pastores –como en la statio gregoriana–, se congrega ante Dios como un ejército suplicante. Y no se reúne con el fin de hacer un solo ataque, para volverse después todos a casa con la conciencia del deber cumplido, sino para mantener un combate orante tan largo como sea preciso, un día y otro día, hasta alcanzar del Señor la victoria.


Acerquémonos, pues, al trono divino de la gracia

«Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y obtener la gracia en el auxilio oportuno» (Heb 4,16). Elevemos en nuestro tiempo, prolongando la oración eclesial de siempre, un clamor magnus a Jesús, «verdadero Salvador del mundo» (Jn 4,42), «al Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2Cor 1,2), al Espíritu Santo, nuestro Abogado, Consolador y Defensor (Jn 16,4). Y acudamos todos bajo el dulce amparo de la gloriosa Madre de Dios.

Acerquémonos, sí, al trono de la gracia por las misas votivas, la oración de los fieles, las rogativas, las letanías de los santos, la adoración eucarística, las consagraciones al Corazón de Jesús y al de María, las Cuarenta Horas, el Rosario, las novenas a los santos, las peregrinaciones y procesiones penitenciales, los primeros Viernes de mes, el Rosario de la Misericordia y tantos otros ejercicios litúrgicos o devocionales consagrados por la tradición cristiana, según Dios le mueva a cada uno.

Entonces todos los males serán vencidos y pasarán. Todos los bienes serán guardados y crecerán. Y la Iglesia Esposa cantará a su Esposo:

«Bendito el Señor, que escuchó mi voz suplicante; el Señor es mi fuerza y mi escudo: en él confió mi corazón; me socorrió, y mi corazón se alegra y le canta agradecido» (Sal 27,6-9).