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6. El Renacimiento. Las Cuarenta Horas

Las antiguas oraciones litúrgicas de la Iglesia para tiempos de calamidad, en sus formas principales, se mantienen en los siglos XVI y siguientes, y muchas de ellas continúan vigentes hasta nuestros días: rogativas, letanías de los santos, misas votivas en la guerra, por la paz, en las diversas necesidades y angustias del pueblo cristiano. Pero también surgen en los siglos XVI y siguientes nuevas prácticas suplicantes que merecen nuestra atención.


Viernes, tres de la tarde

En el Duomo, catedral de Milán, en 1532, se inicia la costumbre de que el pueblo, a toque de campana, se congregue cada viernes a las tres de la tarde para suplicar al Salvador, justamente en la hora de su muerte, por las necesidades públicas de la Iglesia y de la nación. Desde su inicio, esta santa práctica se hace muy popular, y reune –según crónicas de la época– unas cinco mil personas, que oran «con la cabeza baja y los brazos abiertos».

Puede afirmarse casi con certeza que la iniciativa partió de los clérigos barnabitas y de las angélicas, grupos muy fervientes formados en Milán por San Antonio María Zaccaria (+1539), del que luego he de hablar más ampliamente (AdS 1917,3: 222-225). Pero ya dos siglos antes, en otras iglesias, se conocen antecedentes de esta costumbre.

En todo caso, es ahora, desde Milán, donde la oración del Viernes a las tres de la tarde va a tener una difusión muy amplia. En efecto, el Arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo, en el II Concilio provincial de 1569, hace obligatoria en todas las iglesias esta práctica, que se difunde luego a otras provincias eclesiásticas y termina haciéndose casi universal.

Una importancia aún mayor va a tener para toda la Iglesia otra práctica piadosa y eucarística nacida por esos años en esos mismos grupos de Milán, la de las Cuarenta Horas.


Las Cuarenta Horas

La devoción de las Cuarenta Horas consiste en adorar a Cristo de modo ininterrumpido, día y noche, durante cuarenta horas, recordando el tiempo que permaneció muerto. Esta devoción, partiendo de intuiciones y prácticas medievales y aún más antiguas, llega a su forma plena en Milán a principios del siglo XVI, cuando ese tiempo continuado de adoración se hace precisamente ante la Eucaristía.

«Esta práctica –escribe Costanzo Cargnoni– halla sus raíces profundas en la antigua costumbre cristiana de guardar abstinencia y ayuno prolongado durante los últimos días de la Semana Santa, recordando las horas en que “el cuerpo de Cristo reposó en el sepulcro” (San Agustín), y también en el uso litúrgico de adorar la Cruz, y más tarde al Crucificado. Muy pronto se añaden otras prácticas, como vigilias de oración, a fines del siglo X, cuando a la veneración del sepulcro de Cristo se une la adoración del Santísimo Sacramento, expuesto en un altarcito especial. Consta, por ejemplo, que en Aquileya, hasta el siglo XII, se acostumbraba colocar junto a la imagen del Redentor crucificado, una custodia con el Santísimo Sacramento. Así hacen en Zara (Dalmacia), en 1214, los Battuti de la iglesia de San Silvestre, y allí los terciarios franciscanos continúan la costumbre en el siglo XIV. La tarde del Jueves Santo, después de una procesión, hasta mediodía del Sábado Santo, se adoraba el Cuerpo de Cristo, puesto en un ciborio cubierto de un velo, y expuesto sobre el altar como sobre un trono, recordando el sepulcro donde el Señor, según el cálculo de San Agustín, reposó precisamente cuarenta horas» (Quarante-Heures, DSp 1986, 2702-2703).


El Salvador, «cuarenta horas» muerto

Fijémonos, en primer lugar, en el significado de esas «Cuarenta Horas» de adoración y súplica. Ya San Agustín (+430) considera que «desde la muerte de Cristo hasta el amanecer de su resurrección hay cuarenta horas». Y después de dar sobre ello algunas razones más o menos fundadas, añade una que parece indiscutible: «Quizá alguien acertará a encontrar otras [razones] mejores que las que yo propongo, o al menos igualmente probables; pero nadie, por necio y menguado de alcances que sea, osará afirmar que estos números carecen de misterioso significado en la Escritura» (Ciudad de Dios IV,6,10; +De Trinitate 4,6).

En efecto, el viernes, a la hora de nona, a las 3 de la tarde, muere Cristo (Lc 23,44), y tres días después, al amanecer del domingo, hacia las 7 horas, resucita (Mt,28,1). Ha estado, pues, cuarenta horas muerto. Y este número, ciertamente, tiene una significación propia.

El número cuarenta, en la sagrada Escritura, puede significar sin más un largo período de tiempo, como cuando se dice que Saúl reinó cuarenta años (Hch 13,21), David cuarenta (1Cro 29,27) y Salomón cuarenta (2Cro 9,30). Pero en otras ocasiones «cuarenta» señala un tiempo largo de purificación o de abatimiento, previo a una gracia muy alta o una especial exaltación. Son cuarenta, por ejemplo, los días que dura la purificación enorme del Diluvio (Gén 7,12; 7,17). Cuarenta años dura para Israel la prueba del desierto, antes de entrar en la Tierra prometida (Dt 8,2; Núm 14,33-34; Hch 13,18). Cuarenta días y noches pasa Moisés solo en el Sinaí, en oración y ayuno, antes de recibir la Ley divina (Ex 24,18; 34,28). Cuarenta días y noches, con la fuerza del alimento misterioso que le da un ángel, camina Elías hasta el monte Horeb (1Re 19,8). Cuarenta días y noches permanece Jesús a solas en el desierto, antes de iniciar su misión pública en medio de Israel (Mc 1,13). Cuarenta horas permanece muerto. Y una vez resucitado, antes de ascender al cielo, se aparece a sus discípulos durante cuarenta días (Hch 1,3).

Antes nos recordaba Cargnoni los precedentes históricos de las Cuarenta Horas. Pero convendrá que conozcamos más detalladamente el desarrollo de esta preciosa devoción expiatoria, suplicante y eucarística. Me detendré bastante en el estudio de este tema no solo porque es al mismo tiempo precioso y poco conocido, sino también porque algunos estamos empeñados en su restauración. Si el Señor nos ha concedido conocer las Cuarenta Horas, estimarlas y desearlas, también nos concederá realizarlas en compañía de muchos hermanos.


Adoración de la Cruz

En realidad, ya desde muy antiguo, es sumamente venerado por los cristianos el tiempo que el Salvador del mundo permanece bajo la humillación de la muerte. Durante estas cuarenta horas tan sagradas, los cristianos de los primeros siglos ayunan, hacen penitencia, y se reúnen para velar, orando y cantando salmos. Quieren así asociarse a la Pasión redentora, pretenden participar más profundamente en la muerte del Señor, para que sea más perfecta en la liturgia de la Pascua la participación en su resurrección.

La peregrina Egeria, por ejemplo, narra en el siglo IV las celebraciones diurnas que en ese triduo santo se celebraban en Jerusalén, concretamente en la iglesia del Santo Sepulcro, y otras vigilias nocturnas, que, como la de los viernes, eran voluntarias: «la gente que quiere y puede acostumbra a hacer la vigilia; los que no, se ausentan y vuelven a la madrugada. Los clérigos más fuertes o más jóvenes se quedan durante la noche vigilantes, recitando himnos y antífonas hasta el amanecer. Mucha gente lo pasa también en vela, unos desde la tarde, otros desde la medianoche, según pueden» (Peregrinación 37).

Escribe el padre Angelo de Santi: «Allí mismo [en la iglesia del Santo Sepulcro], quizá desde el tiempo de la invención [el hallazgo] de la Santa Cruz [en el siglo IV], tuvo principio el rito conmovedor de la adoración de la Cruz, que de allí se difundió a toda la Iglesia. La adoración de la Cruz en el Viernes Santo es atestiguada en Occidente, por ejemplo, por San Paulino de Nola (+431; Ep. 31: ML 61,329). De ahí se llega con el tiempo al rito de la deposición de la Cruz en ese día, para ser adorada, hasta el momento de la resurrección, en el que se alza de nuevo con alegría ante los fieles. En las primeras memorias de la liturgia papal en Roma se describe que el Pontífice postraba la Cruz, y que ésta, así humillada, era adorada en el Sancta Santorum del Laterano. Y refiere cómo él mismo la levantaba de nuevo al amanecer del día de Pascua.

Pues bien, «que los fieles se habituaran a orar más especialmente en aquellas cuarenta horas, junto al lugar donde reposaba la Cruz, parece tan natural y espontáneo que no hay casi necesidad de documentos para asegurar que así se hacía verdaderamente. Con el tiempo el lugar donde se pone la Cruz toma forma externa de sepulcro, en memoria de la tumba de Cristo, y las oraciones y salmos que allí se hacen van siendo referidas en los documentos como algo acostumbrado y practicado en varios lugares» (AdS 1917,2,469-471).


Adoración del Sepulcro

En natural transición, los fieles pasan de la adoración de la cruz durante cuarenta horas a la adoración del sepulcro, en ese mismo espacio de tiempo. En esta adoración la cruz, por supuesto, preside la representación del sepulcro. De este rito existen no pocas descripciones minuciosas en códices medievales.

Así San Dunstano, arzobispo de Canterbury (+988), en su Regularis concordia, prescribe: El Viernes santo, «al celebrar la deposición del cuerpo de nuestro Salvador, haciendo nuestra la costumbre, digna de imitación, de algunos religiosos», hemos de hacer así: «dispóngase una cierta imitación del sepulcro cubierto con un velo, bajo el cual ha de ponerse la cruz, que ya fue adorada, envuelta en una sábana». Y describe el rito: «custódiese en tal lugar la santa cruz con toda reverencia hasta la noche del domingo de resurrección. Durante la noche, sean destinados dos o tres o más hermanos, si la congregación es numerosa, para guardar fielmente las vigilias, cantando salmos» (ML 137,493). Y en el amanecer de la Pascua la cruz sea retirada de ese lugar con toda solemnidad, para celebrar el rito litúrgico de la Resurrección.

De modo semejante, Juan Beleth, escritor del siglo XII, testigo fiel de las antiguas costumbres litúrgicas, refiere que el Viernes santo, después de la adoración de la cruz,

«se debe deponer el crucifijo en su lugar y hacer ante él incesantes oraciones, con preces y salmos, en las que han de tomar parte sucesivamente todo el clero, hasta la hora de la mañana de la Pascua, cuando el Señor resucita» (Ration. div. off. cp. 98: cfr. AdS 1917,2: 470).


Adoración de la Eucaristía

Las Cuarenta Horas renacentistas tienen muchos precedentes en la tradición piadosa anterior. Recordaré aquí solamente dos:

–Zara. Antes de 1214, en Zara, ciudad dálmata, durante los tres últimos días de la Semana Santa, una cofradía celebraba en la iglesia de San Silvestre, ante el sepulcro que contenía el Santísimo, una oratio quadraginta horarum. Y el éxito popular de esta devoción se muestra en que otra cofradía de la misma ciudad, en la iglesia de San Miguel, hace suya esa devoción, e incluso la practica también fuera de la Semana Santa.

En efecto, con ocasión de una peste, en 1304, esta cofradía celebra las Cuarenta Horas para conseguir de Dios que pase esa calamidad. «Quizá sea éste –escribe De Santi– el primer caso de una oración de cuarenta horas celebrada como piadoso ejercicio propio, independiente de las funciones litúrgicas de la Pasión, en el que se mantiene la idea de perseverar orando ante el Santísimo Sacramento por ese espacio de tiempo, en memoria de Jesús yacente en el sepulcro, dando además a esa oración un sentido netamente expiatorio» (AdS 1917,2: 474). Los Terciarios franciscanos de Zara prolongan en 1439 esa misma devoción, y forman una Cofradía in Coena Domini de las cuarenta horas (Aniceto Chiappini, 376-378).

–Aquileya. Si hasta el siglo X se acostumbra adorar solamente la Cruz, ya en el XII, para mayor viveza, se presta adoración al Crucifijo. Y más aún, como observa De Santi, en la primera mitad quizá del siglo XV, «para mayor realismo todavía, en el rito de la basílica de Aquileya [cerca de Venecia], se colocan las sagradas especies eucarísticas sobre el costado mismo del Crucifijo, dentro de una caja preciosa (teca) envuelta en un velo delicado. Llega así a ser bastante común colocar en el sepulcro junto a la cruz también la Eucaristía, y a partir de fines del siglo XV, solo la Eucaristía.

«Puede decirse que casi todas las iglesias siguieron esa práctica durante siglos. Y esa hermosa costumbre todavía se conserva en muchas diócesis, especialmente en la Europa septentrional y en los antiguos dominios de Venecia, como también en el rito ambrosiano [de Milán]... ¿No es éste el remoto origen de la oración de las Cuarenta Horas? (AdS 1917,2: 471-472).


1527: el agustino Antonio Bellotto en el Santo Sepulcro de Milán

Nos acercamos ya a los orígenes más precisos de las Cuarenta Horas en su forma moderna plena. El saqueo de Roma bajo las tropas del emperador Carlos V se produce el 1 de mayo de 1527. Corren tiempos terribles en Italia, guerras extremadamente crueles, incendios, muertes, hambre. Cunde el espanto y la desolación. Muchas iglesias de la región suplican la misericordia de Dios con plegarias y procesiones penitenciales.

En Milán, Antonio Bellotto (+1528), agustino de gran celo apostólico, que ha formado asociaciones seglares para superar el paganismo renacentista, predicando en la iglesia del Santo Sepulcro, instituye en 1527 una cofradía, la Scuola di Santo Sepulcro, en la que hombres y mujeres se unen para la oración expiatoria y suplicante.

La basílica del Santo Sepulcro, sede de la Scuola, era y es en Milán sumamente venerable. Construida sobre la antigua iglesia de la Trinidad, a imitación de la del Santo Sepulcro en Jerusalén, había sido consagrada en 1100 por el Arzobispo de Milán, Anselmo di Buis, al regresar de una Cruzada en Tierra Santa.

Los hombres de la cofradía del Santo Sepulcro se reúnen cada día en el oratorio para rezar los siete salmos penitenciales, la letanía de los santos y otras oraciones, y se comprometen también a confesarse y comulgar en los domingos y fiestas, y a conservar siempre encendida la lámpara del Santísimo. Las mujeres se juntan en la iglesia los viernes para rezar unas oraciones comunes y para la comunión. Nótese que esta práctica de la comunión semanal era muy infrecuente en el siglo XVI.

La cofradía se obliga también a celebrar la oración de las Cuarenta Horas en el triduo de la Semana Santa, adorando al Cristo eucarístico puesto en el sepulcro, según el uso local de la liturgia ambrosiana, y otras tres veces, en Navidad, la Asunción y Pentecostés.

Puede afirmarse, pues, que la cuna de las Cuarenta Horas, en su forma plena, que pronto irradiará a toda la Iglesia, se halla en 1527 en la iglesia de la Santísima Trinidad y del Santo Sepulcro en Milán (AdS 1917,2: 475-479).


1529: el dominico Tomás Nieto en el Duomo de Milán

Italia sigue asolada por guerras, hambres y pestes. Y en 1529, predica en el Duomo de Milán un dominico español, el padre Tomás Nieto, que convoca a tres procesiones penitenciales en los días 16 al 18 de abril. La Iglesia en Milán, una vez más, busca la paz y la salvación en Cristo Salvador con oraciones y penitencias.

En la misa del viernes 16, en honor de la santa Cruz, fray Tomás pide la misericordia del Crucificado. En la del sábado 17, dedicada a la Virgen, invoca la compasión de la Madre de los cristianos. Y el 18, domingo, celebra la misa del Espíritu Santo. Son ya ese día unos cuarenta mil los fieles asistentes, y para encauzar el gran fervor popular, organiza una procesión penitencial con el Santísimo desde el Duomo hasta la iglesia de San Ambrosio y vuelta al Duomo. Gran novedad, pues hasta entonces no existía otra procesión con la Eucaristía que la del Corpus. Ese domingo predicó fray Tomás sobre la Eucaristía con muy grande fervor.

Poco después, en la octava del Corpus Christi, concretamente el domingo 20 de mayo, algunos hermanos de la Escuela del Santo Sepulcro sugieren a fray Tomás que se celebre en varias de las iglesias de Milán la oración de las Cuarenta Horas ante el Santísimo, como ellos la venían practicando en su iglesia. Fray Tomás aprueba la idea con entusiasmo y propone realizarla en todas las iglesias durante los tres últimos días de la octava del Corpus. La iniciativa tuvo una extraordinaria acogida.

Según la crónica de un comerciante de Milán, Gianmarco Burigozzo, muchos feligreses se pusieron de acuerdo para hacer «oración durante cuarenta horas continuas. Se organizaron para que cada vez hubiera tres o cuatro fieles, que permanecieran tres o cuatro horas; otro grupo después, otras tres o cuatro horas. Y así se organizaron para orar durante cuarenta horas. Cada uno permanecía su tiempo señalado, y lo más que estaban eran cinco horas» (AdS 1917,3: 41).

El dominico Tomás Nieto, sigue informando Burigozzo, sostenía los ánimos con frecuentes predicaciones. A aquellos fieles tan angustiados por las calamidades públicas que les rodeaban «les decía que Dios era el que lo sabe todo, que ha de ponerse toda la esperanza en la gracia de Dios, porque de Él únicamente se ha de esperar tanto la salud del alma como la del cuerpo. Y con otras consideraciones semejantes, llevaba a todos a Dios» (ib. 43).


1537: Paulo III aprueba las Cuarenta Horas milanesas

Después de unos pocos años de precaria paz, en 1537 surgen de nuevo graves revueltas en Milán por la sucesión del Duque Sforza (+1536), al mismo tiempo que el rey de Francia con su ejército atraviesa los Alpes y avanza hacia Milán. Más aún, toda la cristiandad sufre la separación cismática de Inglaterra y la amenaza renovada de las invasiones turcas. Son tiempos muy dolorosos.

Ante tantos males, los hermanos de la Escuela del Santo Sepulcro proponen y consiguen que las Cuarenta Horas se celebren incesantemente, en turnos sucesivos, en todas las iglesias de Milán. El Vicario arzobispal designa el orden, para que todas celebren por turno las Cuarenta Horas.

Esta devoción milanesa florece de tal modo que el Papa Paulo III aprueba con entusiasmo en un Breve de 1537 las Cuarenta Horas y concede indulgencias a quienes las practiquen. Es el primer documento pontificio sobre esta devoción, y será reiterado en documentos de otros Papas posteriores.

Declara el Paulo III que el Vicario arzobispal, «a petición de los ciudadanos de Milán, para aplacar la ira de Dios excitada contra los cristianos por sus delitos, y para desbaratar las armas y los ataques de los turcos contra los cristianos, ha establecido, entre otras obras piadosas, que todos los fieles hagan oraciones y preces de día y de noche ante el Sacratísimo Cuerpo de Jesucristo, de modo que en todas las iglesias de la ciudad, según el orden señalado por el mismo Vicario, esas oraciones y preces sean elevadas por los fieles durante cuarenta horas continuas, en celebraciones sucesivas, hasta que se realicen éstas en todas las iglesias de la ciudad» (AdS 1917,3: 234-235). Fue, por cierto, Monseñor Aquiles Ratti (1857-1939), el futuro Pío XI, en su estudio Contribuzione alla storia eucaristica di Milano, el primero en publicar este Breve de Paulo III (ib. 237).

El Papa atribuye la difusión de las Cuarenta Horas «a la petición de los ciudadanos de Milán». Y habría que recordar también, como sabemos, la iniciativa de la ferviente Escuela del Santo Sepulcro.


San Antonio Maria Zaccaria y los Barnabitas

Nacido en una familia noble de Cremona, el sacerdote Antonio Maria Zaccaria (1502-1539) forma en Milán la congregación de los Clérigos regulares de San Pablo, conocidos como barnabitas, por tener a su cargo la iglesia de San Bernabé. También funda una congregación femenina, que fue llamada de las angélicas, y diversas asociaciones para promover la santidad entre los laicos.

Los barnabitas, con gran pobreza y mortificación, se dedicaban a la predicación en iglesias, calles o plazas, a la catequesis, y al apostolado en todas partes. Fomentaban especialmente la devoción al Crucifijo y a la santísima Eucaristía. Por esos años, eran sin duda la mayor fuerza espiritual de Milán.

Pues bien, Zaccaria impulsa en 1534 la celebración solemne de las Cuarenta Horas, colocando el Santísimo en un trono sobre el altar. Por eso hoy muchos le consideran el fundador de esta santa devoción, y reconocen en los barnabitas sus principales difusores (E. Caspani, Antoine-Marie Zaccaria, en DSp I, 722).


José de Ferno y los Capuchinos

El capuchino José de Ferno (1485-1556), muy amigo de los barnabitas, ha de considerarse también como uno de los promotores primeros y más fervientes de las Cuarenta Horas. Destinado a Milán por la recién nacida orden capuchina, es un gran predicador popular que promueve con entusiasmo esta devoción oracional y eucarística. Él es, sin duda, su principal difusor en Milán y Pavía y en muchos lugares de Italia.

Su única obra impresa se titula precisamente Metodo ossia istruzioni sul modo da tenersi per celebrare divotamente e con frutto l’orazione delle Quarantore (Milán 1571).

El cronista Matías Bellintani (+1611), también capuchino y promotor de las Cuarenta Horas, cuenta que el padre José de Ferno las organizaba en los tres primeros días de la Semana Santa, en memoria de la Pasión del Señor y para preparar bien la celebración del Triduo pascual. Y refiere también que durante las Cuarenta Horas, el padre de Ferno predicaba un sermón cada hora, día y noche, sin apenas separarse nunca del altar, y permaneciendo los tres días en ayuno total.

Podemos recordar, a modo de ejemplo, la misión del padre de Ferno en la ciudad italiana del Burgo del Santo Sepulcro, en 1538. La ciudad padecía en ese momento graves discordias internas. Era preciso y urgente implorar de Dios la paz.

«Habiendo dado él orden de comenzar en el día de San Juan Bautista la oración de las cuarenta horas, en honor de la muerte salvífica de Jesucristo, nuestro dulcísimo Salvador, que estuvo muerto según se cree cuarenta horas, inspiró la divina Bondad –mientras se estaba haciendo esa oración– el modo de hacer una paz universal para toda la ciudad. Se propuso al Consejo general, y fue aceptado unánimemente por todos los consejeros, sin discrepancia de ninguno. Y antes de un mes se concluían y hacían las paces entre todos. Para dar gracias a Dios por un beneficio tan grande... el Consejo estableció que en adelante todos los años, en ese mismo tiempo y a perpetuidad... se hiciera la dicha oración de las Cuarenta horas con toda devoción para honor de Dios, salud de las almas y conservación de la paz en esa ciudad» (AdS 1918,1, 305-306).

El entusiasmo por las Cuarenta Horas suscitado por los capuchinos en el pueblo cristiano era tan grande que por esos años se introdujo en Brescia la costumbre de celebrarlas mensualmente, al principio de cada mes.

Y en Verona se formó en agosto de 1571 un Colegio de 300 cofrades que se comprometieron a celebrar solemnemente las Cuarenta Horas antes de cada domingo primero de mes. Uno de los favores pretendidos de la gracia de Dios era justamente la victoria contra los turcos, que se obtuvo en octubre de ese año, en la batalla de Lepanto. Más tarde, en 1577, se acostumbró en Verona celebrar las Cuarenta Horas cuatro veces al año.

A juicio del padre De Santi, «debe reconocerse a la Orden de los capuchinos el honor de haber sido los más solícitos, fervientes, eficaces y afortunados promotores de las Cuarenta Horas en la Iglesia de Dios» (1917,4: 420).

Pero también la Compañía de Jesús puso gran empeño en la difusión de las Cuarenta Horas. En Venecia, por ejemplo, en 1584, por iniciativa de los seglares que con ellos trataban, establecieron una Compañía de las 40 horas, con el modesto intento de reunirse cada año el triduo precedente al domingo de Sexagésima en oración continua durante cuarenta horas, día y noche, «para recordar la santa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y para conmemorar aquellas 40 horas que su sacratísimo Cuerpo permaneció en el sepulcro» (AdS 1918,1: 314-315).


San Felipe Neri y los oratorianos en Roma

El arraigo en Roma por esos años de las Cuarenta Horas se debe principalmente a San Felipe Neri (1515-1595) y a sus compañeros del Oratorio. Sabemos cómo éste se caracteriza por la instrucción, la oración, la alegría y el culto bien cuidado.

El Santo, efectivamente, dedica «una atención muy especial al culto eucarístico: la misa –de la que queda el recuerdo emocionante y asombroso de sus celebraciones en privado–; la comunión frecuente, aunque no diaria; la adoración del Santísimo Sacramento, sobre todo en la práctica de las Cuarenta Horas –el Oratorio fue uno de sus más eficaces promotores–» (Antonio Cistellini, DSp 1982: 11,860).

Cuando todavía era joven, San Felipe funda en Roma, en 1548, la Cofradía de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, y en el libro de las Constituciones (XV) prescribe la celebración mensual de las Cuarenta Horas:

«Perseverando en la frecuentación de este Santísimo Sacramento, es preciso perseverar también en las santas oraciones... Y para mayor culto, devoción y fervor de esta santa oración... queda establecido que cada mes, por las necesidades de nuestros hermanos, se celebre solemnemente una oración continua, al menos de tres días, en memoria de la pasión y sepultura de nuestro Señor Jesucristo... Para tal oración debe tenerse un devoto oratorio en el cual, durante el tiempo de esa oración, se debe conservar la sacratísima Hostia de nuestro sacrificio: y así se adore a nuestro Señor Jesucristo y se haga memoria de su santísima pasión. Y en los tres días antes de la Pascua ha de hacerse esta santa oración con mayor solemnidad y devoción, comenzando en el jueves santo, después de la acostumbrada comunión» (AdS 1917,4, 515).

Bacci, en su Vida de San Felipe Neri, cuenta cómo el Santo, todavía muy joven, cuando se celebraban las Cuarenta Horas, hacía cada hora una breve exhortación:

«Después, mientras duraba la oración, Felipe normalmente no se retiraba nunca. Velaba toda la noche, e iba llamando a cada uno cuando le llegaba la hora asignada. Y cuando la hora concluía, avisaba a los que tenían que dejar paso a los siguientes. Con una campanilla, tocaba la señal, diciendo: “Ánimo, hermanos, ha terminado la hora; pero no ha terminado el tiempo de hacer el bien”» (ib. 516).


La Cofradía de la Oración y de la Muerte

También por esos años, otra hermandad romana, la Cofradía de la Muerte fundada en 1538, animada por un capuchino, comienza a partir de 1551 a impulsar la celebración de las Cuarenta Horas, hasta el punto de que los hermanos cofrades deciden celebrarla los terceros domingos de todos los meses (AdS 1917,4: 516).

En 1551, Julio III aprueba sus Estatutos, dándoles el nuevo nombre de Cofradía de la Oración y de la Muerte. Y Pío IV, en una Bula de 1560, aprueba y concede indulgencias a la Cofradía en referencia al uso de celebrar las Cuarenta Horas el penúltimo domingo de cada mes, y concede especiales indulgencias a los hermanos que velan precisamente en las horas de la primera o de la segunda noche.


San Carlos Borromeo en Milán da forma a las Cuarenta Horas

El santo Arzobispo de Milán, Carlos Borromeo (1538-1584), digno sucesor de San Ambrosio, tenía una especial devoción por la iglesia del Santo Sepulcro, situada en medio de la ciudad. Y reconocía que en ella, mientras estaba «perdida la disciplina del clero y depravadas las costumbres del pueblo», se había mantenido siempre un núcleo de personas muy santas. No tenía, pues, nada de extraño que allí hubieran nacido las Cuarenta Horas en 1527. Pues bien, en esa iglesia fundó San Carlos a los Oblatos de San Ambrosio, hoy de San Carlos, y estableció su sede central.

El Arzobispo de Milán, por otra parte, sabía perfectamente que la oleada de males procedentes del paganismo renacentista y de la escisión protestante –netamente antieucarística–, no podía ser vencida sino por tres medios principales: la penitencia, la oración y la devoción a la Eucaristía.

A procurar la primera, es decir, la conversión de costumbres de clero, laicos y religiosos, dedicó con toda su alma sus empeños pastorales. Nunca le detuvo el temor a hacerse impopular, y de hecho se enfrentó en graves cuestiones con todos los estamentos de la Iglesia local.

Solo un ejemplo. Aplicar la reforma tridentina a una buena parte de los religiosos, que ni de lejos cumplían su regla, era tarea sumamente arriesgada; pero, aunque llegó a sufrir por ello algún atentado con arma de fuego, no por eso desistió: y «de los noventa conventos de religiosos existentes en la Diócesis tuvieron que ser suprimidos veinte, y algunos de los que quedaron estuvieron al principio en abierta rebeldía. Dos de las tías de Carlos –hermanas del Papa Pío IV– fueron de las que más protestaron» (Margaret Yeo, San Carlos Borromeo, Castilla, Madrid 1962,195).

En segundo lugar, por lo que se refiere a la oración, San Carlos era extremadamente orante, y sabía bien que males tan graves de la Iglesia y del mundo solo por la oración podían ser superados. Y más concretamente, y en tercer lugar, por medio de la devoción eucarística.

«Borromeo oraba, recitaba su breviario siempre de rodillas sobre el suelo desnudo, la cabeza descubierta, sin ningún apoyo, pronunciando las palabras con voz clara y destacando las sílabas. Antes de celebrar la misa se preparaba largo tiempo y habitualmente se confesaba... Su devoción profunda a la Eucaristía se manifestaba especialmente en las adoraciones de las Cuarenta Horas, en la institución de cofradías del Santísimo Sacramento, en la exposición y procesión de tres domingos cada mes en todas las parroquias, en la celebración solemne del Corpus Christi y de su octava, en fin, en sus ordenanzas para que el sagrario se mantuviera decente y adornado. Personalmente, pasaba muchas horas, de día o de noche, arrodillado ante el sagrario, tanto como su vida activa se lo permitía, insensible al frío o al calor» (Carlo Castiglione, DSp I,698).

Todos estos rasgos del santo Arzobispo de Milán nos hacen comprender bien por qué quiso Dios que fuera San Carlos el configurador principal de las Cuarenta Horas, y el que con su inmenso prestigio más influyó en su difusión a toda la Iglesia católica.

Celebrado el IV Concilio provincial de Milán, publica San Carlos en 1577 una Avvertenza per l’Oratio delle Quaranta Hore. Esta devoción, que en la Diócesis ya tenía medio siglo de vida y que había cobrado un gran arraigo en la vida eclesial, no siempre estaba libre de excesos, y necesitaba ciertamente ser regulada.

En efecto, San Carlos dispone en sus Advertencias que la capilla donde se exponga el Santísimo sea adornada con sumo esmero, dejándose en penumbra, sin más luces que las puestas en honor de la Eucaristía, «para acompañar así el sentido de esta Oración y estimular más la devoción». Durante las Cuarenta Horas ha de haber siempre adoradores, día y noche, los hombres separados de las mujeres; pero éstas no deben asistir de noche. Recomienda el santo Arzobispo que se deje a la vista unas oraciones apropiadas a esa devoción, en las que se aluda a las aflicciones que se sufren en el presente. Y también aconseja que de vez en cuando se haga alguna breve exhortación, pero no en forma de sermón.

Por otra parte, el Santísimo «ha de colocarse sobre el altar mayor, con un velo de seda que cubra la custodia, suficientemente amplio como para que llegue en dos alas a las dos esquinas del altar, la del Evangelio y la de la Epístola». En el VI Concilio provincial de 1583, permite el Arzobispo exponer el Santísimo sin velo durante las Cuarenta Horas, costumbre que se iba generalizando ya en esos años.

San Carlos ha de considerarse, sin duda, el organizador eclesial de las Cuarenta Horas, pues sus determinaciones –muchas tomadas de las costumbres piadosas ya en uso– fueron ejemplo para otras Iglesias locales y, como veremos, a través de las normas de Roma, también para la Iglesia universal.

Él entendía muy bien la naturaleza profunda de esta santa devoción, tan conforme a su propia devoción personal. En una Ordinazione de 1582, recomendando a los párrocos instruir a los fieles en el sentido de las Cuarenta Horas, les decía:

«Hacedles ver qué útil y fructuosa es esta oración, qué necesaria es para las actuales necesidades nuestras y de la santa Iglesia, tan duramente impugnada desde todos los lados, y cómo esta oración de las Cuarenta Horas procede ya de la antigüedad, cuando los fieles velaban de noche haciendo oración y cantando salmos, especialmente cuando hacían memoria de la Pasión de Nuestro Señor, y precisamente durante cuarenta horas, como cuarenta horas pasó Él en el sepulcro» (AdS 1917, 4,508).


San Carlos Borromeo y la Hora Santa

Como no siempre es posible celebrar las Cuarenta Horas en su forma plena, por eso, desde su inicio, se van estableciendo con el mismo espíritu otras costumbres más fáciles de adorar al Señor en la Eucaristía. Se acostumbra, por ejemplo, exponer el Santísimo a lo largo de un día o de dos; o bien cinco horas, siete o nueve. Los capuchinos, concretamente, difundieron mucho la adoración de cinco horas en relación devota a las Cinco Llagas de Cristo.

Entre todas estas costumbres, la Hora santa es la que estaba llamada a adquirir más arraigo en la vida de las parroquias. En Milán, bajo la orientación igualmente de San Carlos, se establece para ocasiones especiales esta oración de una hora, a la que todas las iglesias de la diócesis han de unirse, cada una de ellas a la hora que se le asigne, de tal modo que en una u otra iglesia, de día y de noche, siempre hubiera fieles orando ante el Santísimo Sacramento.

Sobre todo con ocasión de graves males o peligros, los fieles eran convocados a esta forma de oración, a la que se le daba el nombre de «oración incesante», oratio sine intermissione, en referencia a la exhortación de Cristo (Lc 18,1; 21,36; 24,53; Hch 12,5). San Carlos, para motivar con fuerza esta oración extraordinaria, en Carta pastoral de 1573, aduce expresamente estas urgentes razones: apoyar en sus guerras al Rey católico, suplicar por la Iglesia respecto de infieles, herejes y malos cristianos, procurar el bien público de la sociedad, pedir por la reforma de costumbres del pueblo, y aplacar a Dios, ofendido por tantos pecados.

También aquí, en la regulación de estas Horas santas, se manifiesta el genio práctico y litúrgico del gran San Carlos.

Reunido el pueblo en la iglesia ante el Santísimo, en primer lugar se le ha de recordar las urgentes razones por las que allí se congrega ante el Salvador. En seguida se cantan los salmos penitenciales Miserere mei Deus y Exaudiat te Domine, con otras preces y oraciones litúrgicas. Después se guarda un rato largo de oración silenciosa, meditativa o vocal, según la devoción de cada uno. Para concluir la Hora santa, se reza el O sacrum convivium, la oración Deus qui nobis, se da la Bendición con el Santísimo y se hace finalmente la reserva (AdS ib. 513). De San Carlos, pues, viene la costumbre de orar en las exposiciones del Santísimo Sacramento estas dos oraciones, que, entre otras, siguen siendo ofrecidas por el vigente Ritual del culto a la Eucaristía fuera de la Misa (n.99 y 194) junto a otras posibles (195-223):

O sacrum convivium, antífona: «Oh sagrado banquete, en que el que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura».

Deus qui nobis, oración: «Oh Dios, que en este sacramento admirable, nos dejaste el memorial de tu Pasión; te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu redención. Tú, que vives y reinas».

Grande fue, grande es San Carlos: ¡ruega por nosotros!


1592: Clemente VIII y la encíclica Graves et diuturnæ

El Papa Clemente VIII, en la encíclica Graves et diuturnæ de 1592, considera «las graves y continuas calamidades que crecen más y más cada día en la república cristiana, como castigos de los pecados». Recuerda la guerra civil terrible que padece Francia, cómo aumenta el incendio de la herejía en torno a la Iglesia, acosada de un lado por los turcos y de otro por los herejes. Y concluye:

«es a todos manifiesto que es vana cualquier obra humana para superar males tan graves, y que son vanos los trabajos e impotentes las fuerzas, si no se ven ayudadas por el auxilio divino de la gracia celeste. Ahora bien, para conseguir esta gracia es imprescindible acudir a la oración..., que cuando está hecha con un corazón contrito y un espíritu humillado, llega al cielo, suaviza la ira divina, aparta las plagas y los azotes, e implora la abundancia de la misericordia divina. Por eso los Santos Padres le llaman la llave del cielo, porque cuando la oración asciende, desciende la misericordia de Dios, y esto sucede tanto más fácil y abundantemente cuanto mayor es la asamblea de fieles y personas de bien que, unidas por el vínculo de una misma caridad, ofrecen oraciones continuas» (AdS 1917,4: 518).

El Papa, pues, poniendo en práctica ese diagnóstico humilde y verdadero, acude al tratamiento proporcionado, y ordena que se establezca públicamente en Roma «la oración incesante (sine intermissione)», celebrando por su orden «la piadosa y saludable oración de las cuarenta horas» en las basílicas patriarcales... y en todas las iglesias... de modo que «día y noche, en todos los lugares y a lo largo de todo el año se alce al Señor, sin interrupción alguna, el incienso de la oración».

Merece la pena reproducir, aunque sea en extracto, la oración que en ese documento hace Clemente VIII para dar el espíritu de esta preciosa devoción. Es un eco fiel de las más hermosas oraciones de la Biblia y de la antigua tradición de la Iglesia:

«Todos somos pobres y tenemos necesidad de la gracia de Dios. El Autor y el donador de todos los bienes es Dios: sin Él ningún bien podemos obtener, ningún mal podemos evitar. Por eso pedid, pues, y recibiréis; llamad y se os abrirá.

«Orad por la santa Iglesia católica, para que disipados los errores, se propague en todo el mundo la verdad de la única fe.

«Orad por los pecadores, para que se conviertan y no sean envueltos en las olas del pecado, sino que se salven con la tabla de la penitencia.

«Orad por la paz y la unidad de los reyes y de los cristianos.

«Orad por el angustiado reino de Francia, para que Aquél que domina sobre todos los reinos y a cuya voluntad nada puede resistirse, vuelva aquel reino cristianísimo y tan benemérito a la antigua piedad y a la perdida tranquilidad.

«Orad para que la diestra de Dios omnipotente venza a los terribles enemigos de la fe, los turcos, que encendidos de furor y de audacia no cesan en su amenaza de esclavizar y arruinar a todos los cristianos.

«Orad, en fin, por Nos mismo, para que Dios sostenga nuestra debilidad y no sucumbamos bajo tanto peso, sino que nos conceda aprovechar al pueblo Suyo con la palabra y el ejemplo, cumpliendo la obra de nuestro ministerio, de modo que con el pueblo que nos ha sido confiado, sin mérito alguno de nuestra parte, podamos alcanzar la vida eterna, purificados por la Sangre del Cordero inmaculado, que ofrecemos y presentamos a Dios Padre en el altar, seamos guardados en la presencia de su Cristo y perdonados de nuestros pecados, con la intercesión de nuestra abogada la Santísima Virgen Madre de Dios y la de todos los santos que reinan con Cristo» (ib. 519).


1592: Instrucción sobre las Cuarenta Horas

En la misma fecha, se publica una Instrucción para hacer la Oración continua de las XXXX horas. Muchas de sus normas vienen a confirmar las dispuestas por San Carlos Borromeo unos quince años antes en Milán. Recordaré algunas de ellas, abreviándolas:

2.– El Párroco haga una distribución de todas las casas de la parroquia, de modo que nunca falten asistentes en la Oración. 3.– Las mujeres asistirán solo de día, hasta la puesta del sol. 5.– El altar mayor, sobre el que ha de exponerse el Santísimo Sacramento en la custodia, sea adornado lo más solemnemente posible... Para que destaque más el Santísimo iluminado, déjese el resto en penumbra, para que dé mayor devoción... Sobre el altar póngase un escabel de madera, bien forrado de seda, y un corporal, bajo el Santísimo. Un velo grande cubra la custodia, y sus extremos lleguen a las dos esquinas del altar, como dos alas. 10.– Los cofrades del Santísimo Sacramento se intercambiarán de hora en hora, o como se pueda, y procuren estar siempre de rodillas, para dar buen ejemplo a los otros que vengan a la Oración. 11.– Un reloj de arena señale el fin de la hora. 13.– Dos horas antes del momento de comenzar esta santa Oración, suenen las campanas con tres toques de fiesta para convocar a todos a la Procesión, que debe hacerse una hora antes de que termine la Oración en la iglesia antecedente. 20.– Regresada la Procesión, póngase el Santísimo Sacramento en el altar mayor. 21.– Incensado el Santísimo tres veces por el sacerdote arrodillado, cántense las Letanías, récense los versos, responsorios y oraciones impresas, como al comienzo de la Oración. 22.– En el altar donde está expuesto el Santísimo Sacramento no se celebre misa, y no se haga colecta en la iglesia. 23.– Terminadas las Cuarenta Horas, suenen las campanas como antes para convocar de nuevo la Procesión. 24.–Rezadas las Letanías y oraciones, e incensado el Santísimo, desvelado éste, se dé con él la Bendición al pueblo. 25.– Procúrese hacer algún sermón breve, en los momentos en que la asistencia es más numerosa, para estimular la oración de los orantes. 26.– Mientras en una iglesia de la ciudad se celebre esta Oración, no se haga en otra iglesia, al menos sin licencia. 29.– Durante la noche, la iglesia ha de estar cerrada, y se abra solo uno a uno a los orantes (AdS 1918,4: 293-295).