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Introducción

«Clamaste en la aflicción y yo te libré» (Sal 80,8)

La Iglesia hoy, como siempre, al menos en determinadas regiones, sufre muchas aflicciones de origen interno y grandes persecuciones del mundo. La mayoría de los bautizados se mantiene habitualmente alejada de la Eucaristía y de la oración. Sobre todo en los países más ricos, muchos padres cristianos apenas tienen hijos, y profanan la santidad del matrimonio. El aborto, legalizado por el Estado y socialmente admitido, es un crimen frecuentísimo. Las vocaciones sacerdotales y religiosas son muy escasas. El sacramento de la penitencia ha desaparecido prácticamente de no pocas Iglesias, y es sustituido a veces con sacrilegios. La abundancia de los cristianos ricos, más ricos que nunca, no es capaz de socorrer de verdad a muchedumbres famélicas hasta la muerte. Innumerables errores doctrinales y morales son difundidos entre los fieles sin que hallen una rectificación suficiente. El Evangelio en el mundo avanza muy poco, o más bien retrocede. El terrorismo, la guerra, la droga, el sida, el vaciamiento de la cultura, la ignorancia y el rechazo de la tradición, la perversión de las costumbres y de los medios de comunicación, como la televisión... Son muchos los males que abruman al mundo y a la Iglesia.

Pues bien, es la soberbia la causa principal de todos estos males de la Iglesia: es ella la que produce rebeldías doctrinales y disciplinares, la que se avergüenza de la Cruz de Cristo, y lleva a gozar del mundo lo más posible, despreciando la Voluntad divina y olvidándose de los pobres...

Es igualmente la soberbia la que lleva a las Iglesias locales más enfermas a buscar remedio para sus males allí donde en modo alguno van a encontrarlo. Ella, la soberbia, ciega a la Esposa y le impide volverse a su Señor humildemente, solicitando su ayuda desde lo más hondo de su miseria: «desde lo más profundo a ti grito, Señor» (Sal 129,1).

En esta vida la Iglesia, como Pedro aquella vez en el lago, camina hacia el Señor sobre las aguas, únicamente sostenida por su fe y su esperanza. Por eso, cuando su fe vacila en medio de la tormenta, ha de clamar: «¡sálvame, Señor!» (Mt 14,30), «¡sálvanos, Señor, que perecemos!» (8,25). Y entonces la salvación de Jesús llega, poderosa e infalible.

Pero hace falta que la Esposa, «desde lo más profundo» de su ignorancia y debilidad, desesperada completamente de sus propias fuerzas, ponga toda su esperanza en su único Salvador. Entonces, necesariamente, recibe con abundancia maravillosa la salvación. Es ésta una ley permanente en la historia de la salvación, que no puede fallar: «invócame el día del peligro, yo te libraré, y tú me darás gloria» (Sal 49,15).

Es, pues, urgente que hoy aprendamos a clamar al Señor en la aflicción, enseñados por Israel y por la Iglesia de nuestros padres:

«¿No hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18,7-8)