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Capítulo 32

El Becerro de Oro

Después de los cc.25-31, consagrados a diversas normas referentes al culto, el presente capítulo prosigue con el conocido episodio del becerro de oro.

1-6: El pecado de Israel

En primer lugar se nos relata el pecado de Israel. Ante todo hay que notar que no es un pecado de apostasía: el pueblo no reniega de su Dios (vv.4-5). Tampoco es un pecado de apego a las riquezas o de culto al dinero: más bien se desprenden de las propias joyas para fabricar el becerro (vv.2-3).

Si nos fijamos bien, notamos que el pecado del pueblo va contra el 2º mandamiento del decálogo, que decía tajantemente: «No te harás escultura ni imagen alguna... No te postrarás ante ellas ni le darás culto...» (20,4-6). El pueblo se cansa de vivir de la fe, de seguir a un Dios invisible. Por eso piden: «Haznos un dios que vaya delante de nosotros». Quieren seguridades visibles, palpables.

Cuando Moisés estaba con ellos, era él quien les manifestaba los planes y los deseos de Dios, les transmitía su palabra. Pero ahora, en su ausencia se quejan; más aún, olvidando que era el instrumento e intérprete de la voluntad divina, se han quedado en él y en él buscan su seguridad: «no sabemos qué ha sido de Moisés, el hombre que nos sacó de la tierra de Egipto». Por eso buscan otras seguridades, otros agarraderos. No son capaces de vivir «colgados» del Dios que les sacó de Egipto pero que permanece invisible. Prefieren controlar. Quieren seguridades. No se atreven a confiar del todo en su Dios. No les basta la seguridad que viene de El y de la fe en El.

Deberemos reconocer que éste es también demasiado frecuentemente nuestro pecado. No renegamos de Dios, pero queremos un Dios a nuestro alcance, a nuestra medida. Queremos un Dios «domesticado». Nos da vértigo vivir de la pura fe y buscamos asegurarnos en lo que sea. Nos asusta abandonarnos del todo al Señor, a su acción, a sus planes. Por eso Jesús se quejará: «Si no veis signos y prodigios, no creéis» (Jn 4,48), y proclamará después de resucitado: «Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20,29).

Por otra parte, es significativo que el pueblo, siempre apegado a los bienes materiales, acepte fácilmente despojarse de sus joyas para construir el becerro: cuando se trata de sacrificios que van en el sentido de los deseos naturales o los halagan el hombre no carece de «generosidad». No todo desprendimiento indica la presencia de una gran virtud: hay «desprendimientos» muy interesados...

7-10: El juicio de Dios

Dios mismo expresa su juicio contra este pecado del pueblo. Puesto que ellos «han pecado», «se han apartado del camino» que el Señor mismo les había prescrito, se han hecho una imagen de Dios y la han adorado, puesto que se han hecho un Dios falso y se han apartado de Dios, el Señor ya no es su Dios; el Señor mismo se distancia de ellos: hablando a Moisés le dice «tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto...»

Esta reacción de Dios muestra que El toma las cosas en serio. No se puede andar con ambigüedades o medias tintas... Dios es un Dios celoso (20,5): se le toma o se le deja. No acepta componendas.

Por otra parte, esta reacción es completamente normal y necesaria: la alianza es cosa de dos; si el pueblo ha roto la alianza, la alianza queda rota; Dios no puede disimular la situación creada actuando como si no hubiera pasado nada. Dios toma en serio la alianza. Lo cual no quiere decir que no está dispuesto a perdonar y a restablecer la alianza; pero sí indica que el pecado crea una ruptura real entre el hombre y Dios y que, para que se dé el perdón, el pecado ha de ser reconocido. Puesto que la alianza es cosa de dos, es comunión de personas, no puede ser restablecida mecánicamente, sino rehaciendo la relación entre las personas -Dios y el pueblo, Dios y cada uno, dos personas humanas entre sí-, lo cual supone actitudes personales, de perdón por un lado, pero de arrepentimiento por otro.

La ira de Dios (v.10) es siempre justificada. Es su reacción ante el pecado de los hombres. Indica que Dios no es indiferente ante el pecado de los hombres. Por otra parte, Dios no reacciona con la ira ante la simple debilidad de los hombres, sino ante la «dureza de cerviz» (v.9), es decir, ante la falta de docilidad a su palabra y a sus mandamientos, ante la obstinación de no querer «agachar la cabeza» para acatar las indicaciones de la voluntad divina...

11-14: La intercesión de Moisés

El pecado de Israel ha llevado a una situación crítica. La amenaza ha sido rota. Y todo queda paralizado. Más aún, pesa la alianza de un castigo divino, de que la ira de Dios destruya todo (v.10: «los devore»). Es la situación creada por todo pecado...

Pues bien, en esta situación interviene Moisés. El, que aparece habitualmente como el mediador, se nos presenta ahora en un aspecto de esta mediación: la intercesión por el pueblo, y más concretamente por el pueblo pecador. Estamos ante una de las más bellas oraciones de la Biblia.

Moisés trata de «aplacar», de suavizar a Dios, justamente airado contra su pueblo. Y lo primero que llama la atención es que no justifica al pueblo, no presenta excusas; ni quita importancia al pecado cometido, ni quita responsabilidad al pueblo pecador. En todo momento parte de la gravedad de la situación creada por la culpa -y sólo por ella- del pueblo. Hermosa enseñanza: interceder por los pecados -propios o de los demás- no es excusarse, no es disimular los pecados. Sólo se puede interceder con eficacia estando en la verdad, reconociendo toda la cruda y dolorosa realidad del pecado... El evangelio nos dirá que sólo el hombre que confesó sincera y humildemente sus pecados ante Dios, sólo ese, salió justificado (Lc 18,9-14)...

Eso nos esta indicando además que la fuerza de la intercesión no se apoya en los méritos del que suplica o de aquellos por quienes suplica, sino sólo en Dios. Ello se pone de relieve si prestamos atención a los motivos que Moisés aduce ante Dios para ser escuchado por El.

En primer lugar (v.11), su oración se apoya en lo que Dios ya ha realizado en favor de su pueblo. Las maravillas operadas al sacarlo de Egipto pueden y deben tener continuidad, pues Dios es infinitamente coherente. Lo que Dios ha hecho «con gran poder y mano fuerte» garantiza el que siga actuando en el mismo sentido y de la misma manera, es decir, salvando, liberando. Pide que Dios actúe salvando a un pueblo que, evidentemente, no lo merece. Lo que Dios ha realizado en el pasado fundamenta la confianza en el presente, pues testimonia que El es capaz. Sus obras pasadas son prenda de sus obras futuras. Por eso, los Salmos, para alimentar la confianza ante la dificultad presente y fundar la petición y la esperanza en el futuro, meditarán con frecuencia las grandes obras del Señor (Sal 80,9ss). Por la misma razón, la memoria de los Santos y de lo que el Señor ha realizado en la historia de la Iglesia y en nuestra propia vida no debería desaparecer jamás de nuestra conciencia, pues es fuente de fe (cf. Hb 13,7-8: «Acordaos de vuestros dirigentes que os anunciaron la Palabra de Dios... Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre»). Por el contrario, olvidar las obras de Dios es pecado y fuente de pecado (Sal 106,7.13.21).

Además, añade el motivo de la reputación de Dios (v.12). Si Dios ha iniciado una obra de salvación y no la lleva a término, quien queda mal en realidad es El mismo. A los ojos de los hombres da la impresión de que ha fracasado, de que no ha logrado lo que se proponía, de que no ha sido capaz de introducir a su pueblo en la tierra prometida. O bien parece que ha actuado con mala intención, actuando con malicia, para exterminarlos. En todo caso, el Señor queda mal. Por eso, Moisés apela a la gloria de Dios: es su honor, su fama, lo que está en juego. Es como decir: «Ellos no lo merecen (al contrario, merecen un castigo severo), pero hazlo por tí mismo, Señor». También los Salmistas acudirán a esta motivación para fundamentar su petición (Sal 79,10). Y Dios mismo dirá por el profeta: «No hago esto (repatriarlos cuando están en el exilio) por consideración a vosotros, sino por mi Santo nombre, que vosotros habéis profanado entre las naciones adonde fuisteis» (Ez 36,22; cfr. Is 48,11; Sal 115,1). No puede haber un apoyo más desinteresado ni más firme para nuestra petición.

Finalmente, apela a las promesas hechas a los padres (v.13). Dios mismo se ha comprometido bajo juramento y no puede fallar, porque Dios es fiel (1Tes 5,24); incluso cuando el hombre es infiel, Dios permanece fiel (2Tim 2,13). El que la historia de la salvación siga adelante y llegue a su cumplimiento es obra de la fidelidad de Dios a sí mismo y a su palabra. Si de nosotros dependiera, todo habría fracasado definitivamente. ¡Pero es la fidelidad de Dios la que está en juego! Y es ella la que nos asegura que «el que comenzó la obra buena la llevará a término» (Fil 1,6). Ello debe fundamentar nuestra esperanza y nuestra oración ante la tarea de nuestra santificación, ante las dificultades actuales de la Iglesia, ante los inmensos problemas del mundo que nos rodea, ante la conversión de las personas...

Finalmente, leemos: «El Señor renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo». Es cierto que Dios propiamente no cambia, es inmutable; pero esta forma de hablar dice mucho: dada la situación a que conduce el pecado, el hombre no podría cambiar (no podría convertirse) si no es porque Dios «cambia» primero. Porque Dios «se arrepiente» del mal que justamente el pueblo merecía, éste podrá arrepentirse. La conversión es siempre respuesta a la acción de Dios que «nos amó primero» (1Jn 4,19).

15-29: La ira de Moisés y de los levitas

Curiosamente, el Moisés que ha suplicado a Dios que aplaque su ira (v.11), y lo ha conseguido (v.14), no logra contener ahora la suya propia (v.19). Podríamos pensar que -como también a nosotros nos ocurre- es más fácil pedir misericordia que ejercitarla nosotros mismos...

Pero el desarrollo del relato del texto parece sugerir otra cosa. Moisés «arde de ira» (v.19), exactamente la misma expresión que en el v.10 encontraremos referida a Dios. Esto es muy iluminador: la ira de Moisés está en sintonía con la de Dios mismo. No se trata de la ira descontrolada de Moisés que se enfada por cuenta propia, sino de la ira del hombre de Dios que arde de celo por los intereses de Dios, porque su alianza ha sido rota y sus mandamientos conculcados. Representante de Dios ante el pueblo, también hace presente al pueblo la ira de Dios, significada en la suya propia. Por eso rompe las tablas de la alianza, que eran obra de Dios (v.16), significando que se ha quebrantado la alianza, de manera semejante a como Dios mismo se había distanciado de su pueblo (v.7 ss)... Moisés arde de celo por el Señor, como un día lo harán otros hombres de Dios, como Elías (1Re 19,10) o como el mismo Jesús (Jn 2,14-17), a quien también nos presentan los evangelios reaccionando con ira (Mc 3,5).

Sin embargo, choca todavía más que esta ira la manifieste después de haber implorado el perdón de Dios y de que Dios haya «cambiado» renunciando a castigar a su pueblo. Pero si profundizamos en los textos vemos que el pecado, aún siendo perdonado, tiene consecuencias. Dios renuncia a ejecutar el castigo merecido, pero el pecado tiene un dinamismo propio, inmensamente dañino. Esto es lo que parece significar el v.20, donde los israelitas -por así decir- beben «su propio pecado»: no se trata de un castigo arbitrario como venido de fuera, sino la consecuencia de su pecado (cfr. Sal 9,16: «cayeron en la fosa que hicieron, su pie quedó prendido en la red que escondieron»).

El celo parece también la explicación de la conducta de los levitas (vv.25-29). El texto da a entender que el asunto del becerro de oro no era un caso aislado, sino que el ejemplo había cundido y el pueblo se había «entregado a la idolatría» (v.25). La reacción de los levitas -dejando fuera de consideración otros aspectos- es la del celo de quien está «por el Señor» (v. 26). En consecuencia, proceden a una verdadera limpieza, introduciendo el bisturí sin piedad -incluso entre los propios familiares- para arrancar de raíz el mal e impedir que siga creciendo. Aunque nos choque la forma violenta y sanguinaria de actuar, la actitud de fondo que refleja es una enseñanza válida también para nosotros: el mal no debe ser tolerado, pues «un poco de levadura fermenta toda la masa» (1Cor 5,6). El mal debe ser llamado por su nombre y el que lo causa debe ser señalado con el dedo y expulsado fuera de la comunidad, en espera de que se convierta y para que no contamine al resto de la comunidad (cfr. el texto aludido de 1Cor 5,1-13).

Por otra parte, resulta ridícula la disculpa de Aarón, el Sacerdote y responsable del pueblo en ausencia de Moisés (vv.2-24): como si él no formase parte de este pueblo inclinado al mal, como si todo hubiera sucedido como fruto de circunstancias inevitables y él no hubiera podido y debido oponerse al pueblo...

30-35: Nueva intervención de Moisés

En su primera intercesión Moisés reconocía implícitamente el pecado de su pueblo; ahora lo hace de manera totalmente explícita: «Este pueblo ha cometido un gran pecado».

Lo más notable de estos versículos es que Moisés intercede por su pueblo sintiéndose solidario de ellos. En lugar de hacer distinciones entre el pueblo pecador y él, el hombre de Dios, se identifica con su pueblo: «Si te dignas perdonar su pecado... y si no, bórrame del libro que has escrito». Por así decir, se pone del lado de los que merecen ser castigados -cuya culpa no excusa ni justifica- haciéndose uno con ellos. Vemos ya aquí esbozada la actitud de Pablo: «Siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón, pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza...» (Rom 9,23). Más aún, anticipa la postura del mismo Cristo haciéndose uno de tantos, pasando por un pecador y un maldito (Gal 3,13), poniéndose del lado de los pecadores, pidiendo al Padre su perdón, dando la vida por ellos...