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3.-La transmisión de la vida humana

Sacralidad natural de la procreación

Muchas veces, como habréis podido notar, el mundo habla de la generación en términos triviales o incluso obscenos. Sin embargo, debéis tener bien claro que engendrar una vida humana es algo sagrado. Lo es, en primer lugar, porque el impulso natural a la generación fue puesto por Dios mismo en el hombre y en la mujer: «Sed fecundos y multiplicáos, henchid la tierra y sometedla» (Gén 1,28). Y en segundo lugar, porque en toda generación interviene Dios, de forma misteriosa, infundiendo el alma del niño concebido. Y esto, desde el primer momento, lo entendió así la primera pareja humana, como lo han entendido las tradiciones antiguas de tantos pueblos. En efecto, «el hombre se unió a Eva, su mujer», ella concibió un hijo, y al darlo a luz, dijo: «he conseguido un hombre con la ayuda del Señor» (4,1).

En la procreación de los animales no hay más que un fenómeno puramente biológico, que veterinarios y zoólogos estudian, pero del cual la Iglesia no tiene nada que decir. En la procreación de los hombres, por el contrario, se da una misteriosa cooperación entre Dios y los padres, que hace de la concepción algo sagrado. De ella tratan biólogos y médicos, pero también la Iglesia, que, a la luz de la Revelación, confiesa a Dios «Creador en cada hombre del alma espiritual e inmortal» (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios 1968,8).

Los padres, co-operadores del Creador

Según esto -enseña Juan Pablo II- «en el origen de toda vida personal humana hay un acto creador de Dios. Ningún hombre viene a la existencia por azar; es siempre el término del amor creador de Dios. De esta fundamental verdad de fe y de razón resulta que la capacidad procreadora inscrita en la sexualidad humana es -en su verdad más profunda- cooperación con la potencia creadora de Dios. Y resulta también que de esta misma capacidad el hombre y la mujer no son árbitros, ni tampoco dueños, puesto que están llamados a compartir en ella la decisión creadora de Dios» (17-9-83).

De aquí, precisamente, de esta cooperación de Dios en la procreación del hombre viene la inviolable dignidad de la persona humana, y por eso «la vida, desde su concepción, ha de ser custodiada con el máximo cuidado. El aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (Vat. II, GS 51).

Y por esta misma causa la Iglesia rechaza la fecundación artificial (in vitro), aunque sea homóloga, es decir, con semen procedente del propio esposo, pues tal manipulación biológica no sólo «implica la destrucción de seres humanos», al menos en las circunstancias en que hoy suele ser realizada, sino que además en ella «la generación de la persona humana queda objetivamente privada de su perfección propia: es decir, la de ser el fruto de un acto conyugal, en el cual los esposos se hacen "cooperadores con Dios para donar la vida a una nueva persona" [14]. El acto del amor conyugal es considerado por la doctrina de la Iglesia como el único lugar digno de la procreación humana» (Donum vitae II,5). Las cosas se fabrican, pero la persona humana ha de ser engendrada en el amor conyugal.

Actitud cristiana en favor de la vida

En el mundo actual, y más concretamente en los pueblos «ha nacido una mentalidad contra la vida (antilife mentality)». En efecto, el progreso, que acrecienta el dominio del hombre sobre la naturaleza, «no desarrolla sólamente la esperanza de crear una humanidad mejor, sino también una angustia cada vez más profunda ante el futuro». Temor, egoísmo y consumismo «acaban por no comprender y por rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. La razón última de estas mentalidades es la ausencia de Dios en el corazón de los hombres, pues sólo su amor es más fuerte que todos los posibles miedos del mundo y es capaz de vencerlos» [30].

Por el contrario, los cristianos valoramos por encima de todo la persona humana, y nada puede alegrarnos tanto como el nacimiento de un niño -incluso cuando se ha producido sin ser directamente deseado-. Aquella «alegría de que un hombre haya venido al mundo», de la que hablaba Jesús (Jn 16,21), es en nosotros mucho mayor que la alegría que pueda producirnos una mejor figura corporal, una vida más independiente o menos laboriosa, un coche nuevo, un viaje de placer o una casita en la playa. Hay, pues, sin duda en las familias que viven del Espíritu de Cristo una tendencia a la familia numerosa, que, por supuesto, unas veces podrá realizarse y otras no. Pero la tendencia es clara.

La paternidad responsable

Ninguna decisión conyugal es tan grave como la de aceptar o no que una nueva persona humana venga a este mundo. Por eso -dice el Vaticano II-, los esposos, «con responsabilidad humana y cristiana, cumplirán su obligación [de transmitir la vida humana] con dócil reverencia a Dios; de común acuerdo, se formarán un juicio recto, atendiendo tanto al bien propio como al bien de los hijos ya nacidos o por venir, discerniendo las circunstancias del momento y del estado de vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de su propia familia, de la sociedad y de la Iglesia» (GS 50).

Decisión tan gravísima debéis tomarla, pues, los esposos:

-con dócil reverencia a Dios, tratando de hacer Su voluntad y no la propia, obrando en cuanto «cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes» (GS 50), es decir, teniendo el «sincero propósito de dejar cumplir al Creador libremente su obra» (Pío XII, 20-1-1958).

-de común acuerdo: por tanto, de modo consciente y libre, teniendo cada uno de vosotros muy en cuenta el pensamiento y la voluntad del otro.

-formando un juicio recto; y en esto hay dos elementos: formar un juicio, primero, y formar un juicio recto.

1º Es preciso formar un juicio, es decir, tomar una decisión. Los esposos que, en tema tan grave, no quieren arriesgarse a errar, y se dicen simplemente «que vengan los hijos que Dios quiera», aunque obren así muchas veces con buena voluntad, están equivocados, y no obran responsablemente. San Ignacio de Loyola, camino de Manresa, viéndose apretado por una grave duda -buscar o dejar a un moro, que había ofendido con sus palabras a la Virgen María; elegir un camino para dar alcance al blasfemo o tomar otra dirección-, dejó en la encrucijada las riendas sueltas a su mula para que fuera ella y no él la que eligiera su camino y decidiera la cuestión. Esta anécdota se produce en los comienzos de su vida de converso; pero, ya más adelantado, procura atenerse a las «reglas de discernimiento» que allí en Manresa él mismo comenzó a elaborar. De modo semejante, los esposos cristianos que quieren tener los hijos que Dios quiera, no deben dejar cosa tan grave al puro azar de sus vicisitudes conyugales sensibles o sensuales -y que vengan los hijos «que Dios quiera» (?), dos o diez-, sino que deben orar, hablar, reflexionar y consultar, con la recta intención de discernir y realizar la voluntad de Dios, sea ésta cual fuere, y coincida o no con sus deseos personales.

Fijáos bien, porque no deja de ser algo curioso. Cuando se trata de alguna cuestión importante -trabajar más o menos, dar más o menos tiempo al sueño, vivir aquí o allá-, unos esposos prudentes nunca resuelven el asunto dejándolo abandonado al mero impulso de la gana, y después «que sea lo que Dios quiera». Al gastar, por ejemplo, su dinero, no hacen simplemente lo que más les apetece, confiándose luego a la bondad de la Providencia. Por el contrario, lejos de abandonar a las circunstancias ocasionales o a la imprevisible inclinación de la gana las grandes o pequeñas opciones de su vida, procuran sujetarlas a razón y voluntad, o mejor aún, a fe y caridad, buscando así acertar en todo con la concreta voluntad de Dios providente.

Pues bien, si esto es así, ¿cómo los esposos cristianos dejarán abandonado al mero impulso de la gana o del sentimiento algo tan grave como transmitir o no la vida humana, diciéndose simplemente «que sea lo que Dios quiera»? ¿Acaso la pura inclinación del sentimiento o la mera gana física es más seguro intérprete de la voluntad de Dios que el pensamiento de la razón iluminada por la fe y que la decisión de la voluntad elevada por la caridad?

2º Por otra parte, los esposos han de formarse un juicio recto a la hora de discernir el número de hijos. Vosotros, concretamente, formaréis con toda seguridad un juicio torcido si os atenéis en esto a vuestra comodidad o capricho, si seguís las enseñanzas de las revistas femeninas y de los seriales de la televisión, o si os dejáis llevar simplemente por lo que hace la mayoría. Pero podréis formar, sin duda, un juicio recto si consultáis con Dios en la oración y si os atenéis al Evangelio, a la enseñanza de la Iglesia, al buen ejemplo de los cristianos santos del pasado y del presente, y si no olvidáis nunca que la íntima ley de los cristianos es la caridad, tal como fue proclamada especialmente en la Cruz.

De este modo, colaborando fielmente con la voluntad de Dios, formaréis, según los casos, familias numerosas o reducidas.

Familias numerosas

Dice el concilio Vaticano II que entre los cónyuges «son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien meditado, aceptan con generosidad una prole más numerosa» (GS 50). En efecto, como decía Pío XII, Dios cuida de estas familias «con su diaria asistencia, y si fuese necesario, con extraordinarias intervenciones». Es en ellas donde con más frecuencia se producen «las vocaciones al sacerdocio, a la perfección religiosa y a la misma santidad». Una familia numerosa, sin duda, no puede formarse sin no pocos esfuerzos y privaciones, pero «las múltiples fatigas, los frecuentes sacrificios, las renuncias a costosas diversiones se ven ampliamente compensadas, incluso aquí abajo», de muchas maneras. «Los numerosos hermanos ignoran el tedio de la soledad y el disgusto de verse obligados a vivir siempre entre mayores. Los niños de familias numerosas se educan como por sí solos. Y en esto el número no va en demérito de la calidad, ni en los valores físicos ni en los espirituales» (20-1-58).

El peligro demográfico, tantas veces invocado para reducir la familia, suele ser, al menos en los países más anticonceptivos, precisamente el inverso del que se considera: es el peligro de quedarse sin niños ni jóvenes, es el peligro de una sociedad avejentada, conservadora y sin creatividad ni empuje histórico.

Y la supuesta solicitud por la mejor educación de los hijos olvida con frecuencia que, como dice Juan Pablo II, «constituye un mal mucho menor negar a los hijos ciertas comodidades y ventajas materiales, que privarles de la presencia de hermanos y hermanas, que podrían ayudarles a desarrollar su humanidad y a realizar la belleza de la vida en cada una de sus fases y en toda su variedad» (7-10-79). El hijo solo o casi solo, en el centro de la comunidad familiar, está situado en desventaja: acostumbrado a captar la atención y el servicio de sus mayores, carente de otras referencias fraternales, fácilmente estructura una personalidad egocéntrica y vulnerable, insolidaria y triste, sin capacidad de abnegación y con dificultades de comunicación.

En este sentido, parece ignorarse demasiado que, de hecho, la calidad humana va disminuyendo notablemente -en el hogar, en la escuela, en la parroquia, en el barrio- allí donde la sociedad está mayoritariamente compuesta por hijos solos o casi solos.

Familias reducidas

La Iglesia no es natalista a ultranza, y no obstante lo afirmado, «es consciente también, ciertamente, de los múltiples y complejos problemas que hoy, en muchos países, afectan a los esposos en su cometido de transmitir responsablemente la vida» [31].

El escaso número de hijos puede deberse, en el caso concreto de una familia, a causas perfectamente válidas. Dificultades sociales y económicas, deficiencias de salud psíquica y somática, problemas de vivienda o trabajo, aconsejan a veces «evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido» (HV 10). Incluso en un pueblo determinado esas causas -salarios miserables, viviendas de tamaño mínimo, carencias legislativas de protección a la familia, necesidad del trabajo femenino fuera del hogar, etc.- pueden afectar a la mayoría de los matrimonios, haciendo moralmente imposible la familia numerosa, aunque la desearan los esposos. Ahora bien, tales circunstancias deben ser experimentadas como una situación gravemente injusta, que no debe ser tolerada pasivamente, sino que debe ser modificada. Y todos los cristianos han de poner su mayor empeño en transformar esa sociedad, de modo que cuanto antes venga a ser posible la familia numerosa.

Por el contrario, cuando la familia reducida es una tendencia generalizada, que no viene impuesta tanto por las circunstancias sociales sino por la actitud de las personas ante la vida, entonces significa sin duda una sociedad decadente, más orientada al tener que al ser; e indica al mismo tiempo una Iglesia local infecunda, con vida escasa, esto es, con poca caridad, poco unida a Cristo Esposo.

Pues bien, cuando los esposos, a la luz de Dios, toman responsablemente la decisión de procurar una familia reducida, incluso muy reducida, no deben hacerlo con pena y vergüenza: si ésa es, efectivamente, la voluntad de Dios, ha de verse ahí entonces una forma de pobreza, como tantas otras, que debe ser asumida con humildad y alegría. Y con toda confianza, también por lo que se refiere a la educación del hijo solo o casi solo, pues es preciso esperar entonces que Dios dé gracias especiales para que esa educación no sufra detrimento, ya que «todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28).

Ahora bien, ¿cómo podrán los esposos tener lícitamente relaciones íntimas sin que ello conduzca a una nueva concepción?

Doctrina de la Iglesia sobre la regulación de la fertilidad

«Esta doctrina está fundada en la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del amor conyugal: el significado unitivo [que expresa y acrecienta el amor] y el significado procreador» (HV 12). Este es el principio moral clave, que puede expresarse de dos modos:

Positivamente: «La Iglesia, al mandar que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV 11).

Negativamente: Según esto la Iglesia considera «intrínsecamente deshonesta», ya por la misma ley natural, «toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (HV 14).

Quiero advertiros en este grave tema que los que no admiten esta doctrina de la Iglesia suelen referirse a ella como «la doctrina de la Humanæ vitæ», o como «la enseñanza de este Papa polaco», como si en ella se mantuvieran unas posiciones personales -en este caso, de Pablo VI o de Juan Pablo II-, aisladas de la tradición eclesial, y que por tanto serían modificables. Pero esto es falso. Ya Pablo VI proponía la enseñanza de la Humanæ vitæ como «la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio» (HV 28). Y también Juan Pablo II, una y otra vez, la ha confirmado como «la doctrina de la Iglesia» (FC 28-35; 17-9-83, 14-3 y 12-11-88). Ésta es, en efecto, la enseñanza de Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, concilio Vaticano II, Sínodo VI de los Obispos (1980), Catecismo de la Iglesia Católica (1992: nn. 2366-2372), etc.

En la III parte, entre otras ampliaciones, expongo una más detallada Discusión moral sobre la regulación de la fertilidad, y allí presento más datos y argumentos en favor de las enseñanzas de la Iglesia, así como las respuestas apropiadas para las objeciones que se le hacen.

La lícita regulación de la fertilidad

Para que un matrimonio evite lícitamente la concepción en sus relaciones conyugales son necesarias dos condiciones: causas justas y medios lícitos.

-Causas justas, o como dice Pío XII, «serios motivos», procedentes de una indicación «médica, eugenésica, económica y social». Es preciso, pues, que haya «según un juicio razonable y equitativo, graves razones personales o derivadas de circunstancias exteriores» (29-10-51). En este sentido, no sería lícito evitar los hijos simplemente por comodidad, por pereza, por vanidad, por riqueza, o por otros motivos triviales o malos. El recurso a los períodos infecundos para regular la natalidad no sería, pues, lícito si se produjera sin «causas justas».

-Medios lícitos, que consisten en la abstinencia total o parcial. «Si para espaciar los nacimientos existen causas justas, la Iglesia enseña que entonces es lícito [abstenerse totalmente o bien] tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras, para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos, y así regular la natalidad sin ofender los principios morales» (HV 16). Esta conducta conyugal, sin duda, «respeta la conexión inseparable de los significados unitivo y procreativo de la sexualidad humana» [32].

En ocasiones, un ciclo femenino alterado puede dificultar la aplicación de ciertos métodos naturales. Entonces -nos referimos a los casos que tienen una indicación médica clara-, es lícito el uso de medicinas normalizadoras del ciclo femenino (+HV 15).

No hagáis caso de quienes, sin haber practicado los métodos naturales o habiéndolos aplicado sin motivazión moral suficiente o con mala técnica, tratan de desprestigiarlos: ni son inseguros, ni exigen un heroísmo que los hace casi impracticables. Haced la prueba, si tenéis ocasión, de consultar con matrimonios que llevan tiempo observándolos. Y comprobaréis que suele ser muy positiva la experiencia de quienes practican la abstinencia periódica, siguiendo alguno de los métodos naturales. Para los esposos -se entiende, para los que están suficientemente motivados por el deseo de una rectitud moral- suele ser un descubrimiento y una liberación.

En efecto, como bien decía Pablo VI,«esta disciplina, propia de la castidad conyugal, lejos de perjudicar el amor de los esposos, le confiere un valor humano más sublime». Los esposos, ateniéndose a esos métodos, no sólo ven crecer entre ellos el diálogo, la libertad, la intimidad del amor, sino que también «adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos» [HV 21]. Muchos problemas entre esposos, y entre padres e hijos, aunque no se sospeche ni de lejos, tienen realmente en la práctica brutal de la anticoncepción una de sus causas principales, y serán por tanto insolubles mientras se persista en ella.

La ilícita anticoncepción

Los métodos anticonceptivos consisten en el uso de dispositivos o de preparados químicos que «hacen imposible la fecundación» (HV 14), es decir, que excluyen totalmente la posibilidad de concepción en un acto sexual que de suyo podría ser fecundo.

Pues bien, «cuando los esposos, recurriendo a la contracepción, separan los dos significados [amor y fecundidad] que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer, y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como árbitros del designio divino, distorsionan y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su dimensión de donación total. Se produce ahí no sólo un rechazo cierto y definido de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del mismo amor conyugal, destinado a entregarse en plenitud personal» [32].

La anticoncepción es «intrínsecamente deshonesta» (HV 14; Catecismo 2370), y no porque así lo dice la Iglesia, sino porque en ella los esposos «se atribuyen un poder que sólo a Dios pertenece, el poder de decidir en última instancia la venida de una persona humana a la existencia. Es decir, se atribuyen la facultad de ser depositarios últimos de la fuente de la vida humana, y no sólo la de ser cooperadores del poder creador de Dios. En esta perspectiva, la anticoncepción se ha de considerar objetivamente tan profundamente ilícita que jamás puede justificarse por razón ninguna» (Juan Pablo II, 17-9-83).

Con más razón, a no ser que haya una grave causa terapéutica, habrá que excluir «la esterilización directa, perpetua o temporal» (HV 14), que disocia totalmente amor y fecundidad.

Una decisión que hoy, para sacerdotes y esposos, es ineludible

La doctrina de la Iglesia sobre la moral conyugal se ve hoy rechazada por el mundo. Es conveniente que vosotros lo sepáis. Incluso debéis saber que muchos bautizados la resisten, especialmente en aquellos países ricos descristianizados que no han sabido «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura». En efecto, «algunos que perdieron la buena conciencia, naufragaron en la fe» (1Tim 3,9; 1,9). El pecado les llevó al error. La decadencia moral les condujo a los errores doctrinales.

Por eso a los sacerdotes les dice Juan Pablo II: «Vosotros, que como sacerdotes trabajáis en el nombre de Cristo, debéis mostrar a los esposos que cuanto enseña la Iglesia sobre la paternidad responsable no es otra cosa que el originario proyecto que el Creador imprimió en la humanidad del hombre y de la mujer que se casan, y que el Redentor vino a restablecer. La norma moral enseñada por la Humanæ vitæ y por la Familiaris consortio es la defensa de la verdad entera del amor conyugal. Convencéos: Cuando vuestra enseñanza es fiel al Magisterio de la Iglesia, no enseñáis algo que el hombre y la mujer no puedan entender, incluídos el hombre y la mujer de hoy. Esta enseñanza, que vosotros hacéis sonar en sus oídos, ha sido ya, de hecho, escrita en sus corazones» (1-3-84).

Y a los esposos les dice el Papa que no se pierdan en esa selva de opiniones humanas contradictorias: «Entre los medios que el amor redentor de Cristo ha dispuesto para evitar ese peligro de error está el Magisterio de la Iglesia: en su nombre [en el nombre de Cristo, la Iglesia] posee una verdadera y propia autoridad de enseñanza. Por tanto, no se puede decir que un fiel ha buscado diligentemente la verdad si no tiene en cuenta lo que enseña el Magisterio de la Iglesia; si, equiparando este Magisterio a cualquier otra fuente de conocimiento, él se constituye en su juez; si, en la duda, sigue más bien su propia opinión o la de algunos teólogos, prefiriéndola a la enseñanza cierta del Magisterio» (12-11-88).

No podéis, pues, vosotros, como novios o esposos cristianos, eludir una toma de posicion clara en una cuestión tan grave para vuestra vida. Si queréis vivir vuestro matrimonio «en Cristo», que es la verdad, es preciso que os dejéis enseñar por Él y por su Iglesia, y que con oración y con buena voluntad pongáis el mayor empeño en cumplir sus mandamientos. A veces las palabras de Cristo, que son gracia, alegría y salvación, al hombre carnal le parecen un yugo aplastante. Pero se equivoca de medio a medio. Lo asegura Cristo mismo: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30).

No es ésta en la vida de la Iglesia ni la primera ni la última de la crisis de confianza en la doctrina de Cristo. Algo así sucedió hace veinte siglos, cuando el Señor anunció el misterio de la eucaristía. «Después de haberlo oído, muchos de sus discípulos dijeron: ¡Duras son estas palabras! ¿Quién aguanta oirlas?... Y desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le seguían. Y dijo Jesús a los doce: ¿Queréis iros vosotros también? Le respondió Simón Pedro: ¿A quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna?» (Jn 6,60.66-68).

La gracia del matrimonio

La doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la transmisión de la vida es una doctrina «fundada en la ley natural, e iluminada y enriquecida por la Revelación divina» (HV 4). El matrimonio, que tantos oscurecimientos y miserias conoció bajo el peso del pecado, fue purificado por Cristo de todo error y de toda culpa. Y ahora la Iglesia no enseña sólo sobre el matrimonio natural, sino que, con toda lucidez y seguridad, ella enseña sobre el matrimonio de la gracia, sobre el matrimonio en Cristo, es decir, sobre la unión conyugal sanada y elevada por Cristo Salvador. Y ella sabe de lo que está hablando.

Por eso, los esposos cristianos debéis ser bien conscientes de que estáis llamados en vuestra vida conyugal no sólo a restaurar el matrimonio natural, tal como lo quiso Dios «al principio», sino a revelar en la santidad de vuestra mutua entrega de amor la alianza existente entre Cristo y la Iglesia.

Meditación y diálogo

1.-¿Cómo colabora Dios con los padres en la generación de un hijo? -¿Por qué el aborto es ciertamente un homicidio?

2.-Ver, en nuestro ambiente concreto, las casuas de la mentalidad antivida. -Ver la actitud cristiana ante la vida, considerando ésta desde el momento de su concepción hasta su muerte.

3.-¿Hay en la vida conyugal alguna decisión más grave que la referente al número de hijos? -¿Cómo debe tomarse esta decisión?

4.-¿Qué piensa la Iglesia de las familias numerosas? -¿Qué valores y ventajas hay en la familia numerosa, y que posibles inconvenientes?

5.-¿Cuáles son las razones válidas para limitar lícitamente la natalidad? -¿Cuáles son las razones no válidas, pero que sin embargo suelen llevar con frecuencia a la restricción de la natalidad?

6.-¿Cómo formula la Iglesia positivamente (lo que debe ser) y negativamente (lo que es lícito) la moralidad del acto conyugal? -¿Esa norma moral puede considerarse realmente como «doctrina de la Iglesia» o no llega a serlo, pues es algo opinable?

7.-¿Cuál es el modo lícito de evitar la concepción? -¿Qué beneficios causa ese modo en los esposos y en la familia?

8.-¿Qué medios son ilícitos para evitar la procreación? -¿Por qué razones han de considerase ilícitos?

9.-¿En qué sentido el matrimonio sacramental es superior al matrimonio natural? -¿La enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio se apoya en la sola razón (naturaleza) o también en la fe (Revelación)?