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6. Teología del martirio

Teología del martirio según Santo Tomás

Siendo el concepto teológico de martirio una elaboración de la tradición de la Iglesia, nos interesa especialmente la doctrina de Santo Tomás de Aquino, pues en este tema, como en otros, el Doctor Angélico no hace sino sistematizar teológicamente la doctrina de la Biblia y de la Tradición. Por otra parte, la enseñanza tomista sobre el martirio, tal como se expone en la Summa Theologica II-II, cuestión 124, en cinco artículos, ha marcado mucho la enseñanza de los teólogos.


Art. 1: El martirio es un acto de virtud

Propio de la virtud es hacer que la persona permanezca en la verdad y en el bien. Y «es esencial al martirio mantenerse por él firme en la verdad y en la justicia contra los ataques de los perseguidores. Es, pues, evidente que el martirio es un acto virtuoso».

Los santos Niños Inocentes, honrados desde antiguo por la Iglesia como mártires, constituyen una excepción, pues no pueden obrar virtuosamente, ya que carecen del uso de razón y de voluntad. Convendrá, pues, pensar en esto que «así como en los niños bautizados los méritos de Cristo obran en ellos por la gracia bautismal para obtener la gloria, así a los niños muertos por Cristo dichos méritos les dan la palma del martirio».

Podría objetarse: si es un acto virtuoso, ¿por qué la Iglesia ha prohibido desde antiguo buscar el martirio voluntariamente? Santo Tomás responde que ciertos mandamientos de la Ley divina nos exigen solamente una «disposición del alma» para cumplirlos «en el momento oportuno». Es, pues, virtuoso y necesario estar pronto a sufrir por Cristo persecuciones, si éstas llegan. Pero no es lícito buscar estas persecuciones o provocarlas; por una parte, sería en el mártir una temeridad, y por otra, sería incitar a los perseguidores para que realicen un crimen.


Art. 2: El martirio es un acto de la virtud de la fortaleza

Muchas virtudes son ejercitadas por el mártir: la paciencia, la caridad, la fortaleza, etc. Ha de considerarse, sin embargo, que el martirio es un acto elícito de la virtud de la fortaleza, que obra bajo el imperio de la caridad; y que también la paciencia de los mártires es alabada por la tradición cristiana.

Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, estima que «la fortaleza se ocupa de vencer el temor más que de moderar la audacia», y que lo primero es más difícil y principal que lo segundo. Por eso enseña que «resistir, esto es, permanecer firme ante el peligro, es un acto más principal [de la fortaleza] que atacar» (II-II, 123,6).

En efecto, «por tres razones resistir es más difícil que atacar». El que resiste permanece firme ante quien se supone en principio que es más fuerte. Por otra parte, el peligro está presente en la resistencia, pero es futuro en el ataque. Y en tercer lugar, el ataque puede ser breve o instantáneo, mientras que la resistencia puede exigir una larga tensión de la fortaleza.

Pues bien, el mártir ejercita la virtud de la fortaleza resistiendo un mal extremo, la muerte corporal, y «no abandona la fe y la justicia ante los peligros de muerte». Por eso la fortaleza es la virtud, es decir, «el hábito productor» del martirio (124,2).

Pero también es cierto que es la caridad, es la fuerza del amor, la que mantiene fiel al mártir. «De ahí que el martirio sea acto de la caridad como virtud imperante, y de la fortaleza como principio del que emana. Pero el mérito del martirio le viene de la caridad» (ib.), pues «si repartiere toda mi hacienda y si entregara mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha» (1Cor 13,3).


Art. 3: El martirio es el acto más perfecto

Si el martirio se considerara solo como un acto de la fortaleza, habría otros posibles actos cristianos más perfectos y meritorios. Pero si se considera como el acto supremo de la caridad es, sin duda, el más perfecto y meritorio acto cristiano. Y el martirio se sufre precisamente por amor «a Cristo», a su Reino, a la Comunión de los Santos. Él mismo Jesús dice a sus discípulos: todas esas persecuciones las sufriréis «por mí» (Mt 5,11), «por causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22), «por causa de mi nombre» (Jn 15,21).

Así pues, «el martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que tanto mayor amor se demuestra hacia alguien cuanto más amado es lo que se desprecia por él y más odioso aquello que por él se elige. Y es evidente que el hombre ama su propia vida sobre todos los bienes de la vida presente y que, por el contrario, experimenta el odio mayor hacia la muerte, sobre todo si es inferida con dolores y tormentos corporales. Según esto, parece evidente que el martirio es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, pues es signo de la mayor caridad, ya que “nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos” [Jn 15,13]» (STh II-II, 124,3).

Otras virtudes, unidas a la caridad, alcanzan también en el martirio su absoluta perfección: así, la abnegación, por la que el mártir «se niega a sí mismo», «perdiendo su vida» (Lc 9,23-24); la fe, por la que da «testimonio de la verdad» hasta morir por ella (Jn 18,37), y la obediencia a Dios y a sus mandatos, por la que el mártir se hace «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8).


Art. 4: El martirio es morir por Cristo

Es la propia vida la que el mártir entrega con suprema fortaleza a causa de un supremo amor a Jesucristo. Por eso la tradición de la Iglesia reserva el nombre de mártir a quien «por Cristo» ha sufrido la muerte, en tanto que llama confesor a quien por Él ha sufrido azotes, exilio, prisión, expolios, cárcel, torturas.

Nótese, sin embargo, que en la Iglesia primera todavía se da a veces el nombre de mártires a cristianos que han confesado la fe con grandes sufrimientos, pero sin morir por ello (p. ej., Tertuliano, +220, Ad martyres; S. Cipriano, +258, Cta. 10, ad martyres et confessores Jesus-Christi; Ctas. 12, 15, 30).

La muerte es, pues, esencial al martirio. En efecto, solo el mártir es testigo perfecto de la fe cristiana, pues sufre por ella la pérdida de su propia vida. Por eso a aquél que permanece en la vida corporal, por mucho que haya sufrido a causa de su fe en Cristo, no le ha sido dado demostrar del más perfecto modo posible su adhesión a Cristo, así como su menos-precio hacia todos los bienes de la tierra, incluida la propia vida. Por eso, dice Santo Tomás, «para que se dé la noción perfecta de martirio es necesario sufrir la muerte por Cristo».

La Virgen María es también aquí una excepción. Ella, al pie de la Cruz, sufre todo cuanto puede sufrir una persona humana. Y aunque no quiso Dios que fuera muerta violentamente, sino elevada en su día gloriosamente a los cielos en cuerpo y alma, es considerada por la piedad cristiana como la Reina de los Mártires. Así San Jerónimo: «yo diré sin temor a equivocarme que la Madre de Dios fue juntamente virgen y mártir, aunque ella no terminó su vida en una muerte violenta» (Epist. 9 ad Paul. et Eustoch.). Y San Bernardo: «el martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón [una espada te traspasará el alma; Lc 2,35] y por la misma historia de la pasión del Señor... Éste murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón?» (Serm. infraoct. Asunción 14).


Art. 5: No solo la fe es la causa propia del martirio

«Mártires –dice Santo Tomás– significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella; y no de cualquier verdad, sino de “la verdad que es según la piedad” [Tit 1,1], la que nos ha sido dada a conocer por Cristo. Y así se les llama “mártires de Cristo”, porque son Sus testigos. Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio.

«Ahora bien, a la verdad de la fe pertenece no solo la creencia del corazón, sino también su manifestación externa, que se hace tanto con palabras como con hechos, por los que uno muestra su creencia, según aquello de Santiago: “yo por mis obras te mostraré mi fe» [2,18]. Y San Pablo dice de algunos que “alardean de conocer a Dios, pero con sus obras lo niegan” [Tit 1,16].

«Según esto, todas las obras virtuosas, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe. Y bajo este aspecto pueden ser causa de martirio. Y así, por ejemplo, la Iglesia celebra el martirio de San Juan Bautista, que no sufrió la muerte por defender la fe, sino por haber reprendido un adulterio» (II-II, 124,5).

Recordemos, sigue diciendo Santo Tomás, que «“los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias” [Gál 5,24]. Por consiguiente, sufre pasión un cristiano no solo si padece por la confesión verbal de la fe, sino si, por Cristo, padece por hacer un bien y evitar un mal, porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe» (5 ad1m). Más aún, «como todo bien humano puede hacerse divino al referirse a Dios, cualquier bien humano puede ser causa de martirio en cuanto es referido a Dios» (5 ad3m).


Perseguidos por odio a Cristo y muertos por amor a Cristo

«Por mí», «por causa de mi nombre», dice Cristo en los evangelios. En efecto, el mártir muere por Cristo (Santo Tomás, IV Sent. dist. 49,5,3). Actualmente, incluso en ambientes cristianos, se concede el título de mártir con una gran amplitud, pero no es ésa la norma de la Iglesia antigua y la de hoy. Y en el mundo se tergiversa el término hasta degradar su sentido original. Así se habla de los «mártires» de la Revolución soviética o maoista o castrista o sandinista o feminista, etc.

Sin embargo, que el perseguidor obre por odio a Cristo, o como suele decirse, ex odio fidei, y que el mártir muera por amor a Cristo, es causa necesaria para que se dé el martirio cristiano en el sentido estricto. Ha de darse «odio a la fe» o bien odio a cualquier obra buena en tanto que viene exigida por la fe en Cristo. No pueden ser, pues, considerados mártires sino aquellos que, habiendo sido perseguidos y muertos por odio a Cristo o a lo cristiano, han sufrido la muerte por amor a Cristo. Es el criterio que hoy también está vigente en la Iglesia para discernir en las causas para la canonización de los mártires. Y a veces, como se comprende, es muy difícil aplicar con seguridad este criterio a cada caso concreto.

No es, pues, mártir, en el pleno sentido cristiano del término, aquel que muere por defender una verdad natural, o por servir hasta el extremo una causa buena, un valor, si ese heroísmo no va referido a Cristo. Ni tampoco aquel que muere por su adhesión a una fe herética.

San Cipriano enseña que «los discordes, los disidentes, los que no están en paz con sus hermanos [en la Iglesia] no se librarán del pecado de su discordia, aunque sufran la muerte por el nombre de Cristo, como atestigua el Apóstol» (Trat. sobre Padrenuestro 24). Si uno se separa de la Iglesia, «no teniendo caridad, nada le aprovecha», ni dar su hacienda a los pobres, ni entregar su cuerpo a las llamas (1Cor 13,3).

Y tampoco es mártir el que se suicida por guardar una virtud cristiana, ya que el suicidio es siempre ilícito. Esto último tiene excepciones, como cuando la Iglesia da culto a vírgenes mártires, que por defender su castidad se dieron la muerte. En algunos casos, en efecto, advierte San Agustín, citado por Santo Tomás, «la autoridad divina de la Iglesia, basándose en testimonio fidedignos, ha aprobado el culto de estas santas mártires» (II-II, 124,1 ad2m).


Observaciones complementarias sobre el martirio

La exacta fisonomía espiritual del martirio ofrece en algunos casos perfiles discutibles, sobre los cuales han tratado con frecuencia teólogos y canonistas. Entre éstos destaca Benedicto XIV, en su tratado De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione (Bolonia 1737; lib. III, c. XI-XXII). Sin entrar en prolijos análisis y argumentos, recordaré aquí brevemente algunas de las cuestiones más importantes.

–¿Es lícito desear el martirio, pedirlo a Dios? Sí, ciertamente, pues es el martirio el acto más perfecto de la caridad, el que más directamente hace participar de la Pasión de Cristo y de su obra redentora, y el que produce efectos más preciosos tanto en la santificación del mártir como en la comunión de los santos.

Es, por tanto, el martirio altamente deseable, pues por él se configura el cristiano plenamente a Cristo Crucificado: «para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos» (1Pe 2,21).

Santo Tomás afirma la bondad del deseo del martirio. Hace suya la doctrina de San Gregorio Magno, que comenta la frase de San Pablo, «el que desea el episcopado, desea algo bueno» (1Tim 3,1), recordando que cuando el Apóstol hacía esa afirmación, eran los obispos los primeros que iban al martirio (STh II-II, 185,1 ad1m). Y de hecho, muchos santos, como Santo Domingo y San Francisco de Asís, Santa Teresa y San Francisco Javier, desearon el martirio intensamente, y en ocasiones dieron forma de oración a sus persistentes deseos.

En cierto sentido, así como se habla de un bautismo de deseo y se reconoce su eficacia santificante, también podría hablarse de un martirio de deseo, con efectos análogos, aunque no iguales, a los del martirio real.

–¿Es lícito procurar y buscar el martirio? Como regla general hay que decir que no (STh II-II, 124,1 ad3m). Ésa ha sido la norma de la Iglesia desde antiguo. Fácilmente habría en ese intento presunción poco humilde en el aspirante a mártir y una cierta complicidad con el crimen del perseguidor.

Algunos autores, apoyándose, por ejemplo, en el concilio de Elvira (303-306), no consideran mártires a quienes son muertos por haber destruido o profanado los templos e ídolos de los paganos.

Benedicto XIV (c. XVII), sin embargo, distingue entre las provocaciones producidas en el mismo martirio –como las que recordamos en los Macabeos o en San Esteban– y aquéllas que han podido preceder y dar ocasión al mismo.

También hay excepciones en esto. La Iglesia ha reconocido como santos mártires a no pocos fieles que, movidos por el Espíritu Santo, han buscado el martirio, han destruido ídolos, han acudido espontáneamente «ante los tribunales» para declararse cristianos, sabiendo que tales acciones, u otras semejantes, les traerían la muerte. No pocos mártires antiguos del santoral cristiano obran así. E incluso la disciplina de la Iglesia antigua permite la búsqueda del martirio a aquellos cristianos lapsi, que de este modo quieren expiar y retractar públicamente su anterior infidelidad ante el martirio.

–¿Es lícito huir la persecución? Sí, ciertamente. Cristo lo aconseja en determinadas ocasiones (Mt 10,23), y Él mismo, cuando lo estima conveniente, rehuye la muerte, como cuando tratan de despeñarlo en Nazaret (Lc 4,28-30). San Pedro huye de la cárcel, auxiliado por un ángel (Hch 12). Y también San Pablo escapa a la persecución del rey Aretas (2Cor 11,33).

Sin embargo, los obispos y pastores, que han recibido encargo de velar por el pueblo de Dios, no deben abandonarlo en la persecución (STh I-II, 85,5). Norma que, sin duda, tiene también lícitas excepciones prudenciales.

San Cipriano, por ejemplo, siendo obispo de Cartago, cuando más arreciaba la persecución de Valeriano, permanece huido bastante tiempo porque entiende que, en circunstancias tan difíciles, no conviene que el rebaño quede sin la guía y asistencia de su pastor. Y finalmente se entregó al martirio.

En nuestros días hemos visto, en situaciones de grave persecución, cómo unos misioneros permanecían con su pueblo, sin abandonarlos en el peligro, en tanto que otros huían, para poder seguir sirviéndolos una vez pasada la persecución. Y no puede decirse sin más que una actitud es en sí mejor que la otra, sino que es una elección que debe hacerse buscando la voluntad de Dios y el bien del pueblo cristiano, a la luz de la prudencia y el don de consejo, o si es el caso, sometiendo la elección al mandato de los superiores.

–¿Son necesarias ciertas condiciones espirituales para que, por parte del cristiano, pueda darse propiamente el martirio? ¿O más bien es indiferente la actitud espiritual del cristiano, con tal de que acepte morir por Cristo? La respuesta verdadera es que son necesarias, ciertamente, en el adulto algunas actitudes espirituales. Y por eso no puede ser considerado mártir aquel que, aunque no rechace la muerte, pudiendo hacerlo, la acepta con odio a sus perseguidores, o permaneciendo apegado a ciertos pecados, sin propósito de romper con ellos, si sobrevive.

El adulto es mártir si muere por Cristo teniendo contrición por los pecados pasados, o al menos atrición por ellos. Si el bautismo no borra los pecados del adulto cuando éste no tiene, al menos, atrición, tampoco el martirio.

Por otra parte, Cristo manda –no es un simple consejo; es un mandato– «amar» a los enemigos y «orar» por ellos (Mt 5,43-46). En efecto, si el martirio es un acto supremo de la caridad, ha de ser una afirmación de amor no solo a Cristo y a la comunión de los santos, sino también hacia los perseguidores. El mártir manifiesta este amor perdonando a sus enemigos y orando por ellos. Así es como en el martirio se configura plenamente a Cristo, a Esteban y a todos los santos mártires. Como dice Santo Tomás, «la efusión de la sangre no tiene razón de bautismo [es decir, de martirio, de bautismo de sangre] si se produce sin la caridad» (STh III,66,12 ad2m).

El martirio, además, superando los miedos y angustias propios de la debilidad natural, ha de ser sufrido con paciencia y en confiada obediencia a la Voluntad divina providente. Más aún, Cristo anima y concede morir por él con alegría: «alegráos y regocijáos» (Mt 5,12; +Lc 6,22); y de hecho, por Su gracia, así han muerto los mártires cristianos: gozosos de poder consumar la ofrenda permanente de sus vidas, gozosos de poder llevar su amor a Dios y a los hombres a su más alta cumbre, gozosos de recibir de la Providencia la ocasión oportuna para dar ante el mundo el máximo testimonio de la verdad, el más persuasivo.


Efectos del martirio

El martirio es un bautismo de sangre que opera en el hombre los mismos efectos que el bautismo sacramental: borra el pecado original y los pecados actuales, tanto en la culpa cuanto en la pena; es decir, santifica plenamente al hombre, sea virtuoso o pecador, esté o no bautizado, sea niño o adulto. Así lo ha creído la Iglesia desde el principio.

San Cipriano escribe a Fortunato: «nosotros, que con el permiso del Señor hemos administrado a los creyentes el primer bautismo, debemos preparar asímismo a todos para el otro bautismo [del martirio], enseñándoles que éste es superior en gracia, más alto en eficacia, más ilustre en honor; un bautismo en el que son los ángeles quienes bautizan, un bautismo en que Dios y su Cristo se alegran, un bautismo tras el cual ya nadie peca, un bautismo que completa el crecimiento de nuestra fe, un bautismo que nos une a Dios en el instante de partir de este mundo. En el bautismo de agua se recibe el perdón de los pecados; en el de sangre, la corona de las virtudes. Es, por tanto, cosa digna de nuestros deseos y de pedirla con todas nuestras súplicas, para llegar a ser amigos de Dios los que somos ahora sus servidores» (De exhort. martyrii pref. 4).

Y San Agustín afirma, aduciendo numerosos textos bíblicos, que «cuantos mueren por confesar a Cristo, aunque no hayan recibido el baño de la regeneración, tienen una muerte que produce en ellos, en cuanto a la remisión de los pecados, tantos efectos cuantos produciría el baño en la fuente sagrada del bautismo» (Ciudad de Dios XIII,7). Por el martirio se unen perfectamente a la pasión de Cristo, da la que viene la virtualidad santificante del bautismo.

Por eso la Iglesia nunca ha rezado por los mártires, sino que siempre ha invocado su intercesión ante Dios. Lo único que es discutido entre los teólogos es si la santificación obrada por el martirio se produce ex opere operato (por la misma virtualidad de la obra) o ex opere operantis (por la actitud espiritual del mártir), es decir, por el acto sumo de la caridad que lleva a la aceptación del martirio.

Según esta última doctrina, dice Santo Tomás, el martirio, «como el ejercicio de todas las virtudes, recibe su mérito de la caridad; y por eso sin la caridad, no vale» (II-II, 124,2 ad2m). En todo caso, antes del martirio, si el adulto es catecúmeno, debe en lo posible recibir el bautismo sacramental. Y si ya está bautizado, debe recibir el sacramento de la penitencia y la comunión eucarística (+STh III, 66,11).

Por lo que se refiere a la vida eterna, la Iglesia ha creído siempre que los mártires, por su victoria heroica en la tierra, gozan en el cielo de una especial bienaventuranza, o como dice Santo Tomás usando el lenguaje simbólico de la tradición, reciben por su victoria una aureola, una especial corona de oro (IV Sent. dist. 49,5,5; +San Cipriano, De exhort. martyrii 12-13).


Teología moral y martirio; encíclica Veritatis splendor

Un buen criterio para discernir la teología moral verdadera de la falsa está en considerar si su autor enseña que, llegado el caso, la aceptación del martirio es un grave deber.

El papa Juan Pablo II escribe la encíclica Veritatis splendor (6-VIII-1993) frente a una moral cristiana «nueva», suave, acomodaticia, llevadera con las solas fuerzas de la naturaleza –asequible, pues, a todos, también a los que no oran ni reciben los sacramentos–, es decir, frente a una moral moderna que excluye el martirio, que se avergüenza de la cruz de Jesús, y que se cree con el derecho, e incluso con el deber, de eliminar la cruz que a veces abruma al hombre. En esa encíclica hallamos sobre el martirio palabras admirables, que extracto aquí, subrayándolas a veces.

90. «La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tutela-das por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gén 9,5-6).

«El no poder aceptar las teorías éticas “teleológicas”, “consecuencialistas” y “proporcionalistas” que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.

91. «Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura, responde así: “¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor” (Dan 13,22-23).

«Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.

«En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, “murió mártir de la verdad y la justicia” (Misal romano, colecta) y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,17-29). Por esto, “fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo” (San Beda, Hom. Evang. libri II,23).

«En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo –comenzando por el diácono Esteban (cf. Hch 6,8–7,60) y el apóstol Santiago (cf. Hch 12,1-2)–, que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, “rindió tan solemne testimonio” (1Tm 6,13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf. Ap 13,7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo también del rechazo de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (cf. Heb 5,7).

«La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.

92. «En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8,36).

«El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la “humanidad” del hombre, antes aún en quien lo realiza que en quien lo padece (Vat.II, GS 27). El martirio es, pues, también exaltación de la perfecta humanidad y de la verdadera vida de la persona, como atestigua San Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su martirio: «por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios» (Romanos VI,2-3).

93. «Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades.

«Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos trasgreden la ley (cf. Sb 2,2), y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: «¡ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5,20).

«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que –como enseña San Gregorio Magno– le capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (Moralia in Job VII, 21,24).

94. «En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la expresión del poeta latino Juvenal: “considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir” (Satiræ VIII,83-84). La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: “Sabemos –dice San Justino– que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana” (II Apología II,8)».

La grandeza sobrehumana que la fe cristiana infunde en la vida moral tiene su clave permanente en la Cruz de Cristo, que da acceso a la vida gloriosa del Resucitado. La participación en la Cruz de Jesús, es decir, el martirio, asegura a la moral cristiana una fidelidad amorosa a la ley divina que no vacila ni ante peligros, perjuicios, marginaciones sociales, sufrimientos, ni siquiera vacila ante la muerte.

En mi libro El matrimonio en Cristo (Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1996), al rechazar ciertas enseñanzas morales de Häring, Marciano Vidal, Hortelano, Forcano, López Azpitarte, etc., termino mi argumentación con un subcapítulo titulado La nueva moral no puede dar mártires (108-121). En efecto, «el situacionismo es causa de inmensos males, pero todavía es peor por los bienes grandiosos que nos quita. Hagamos, si no, memoria de los mártires. ¿Cuántos mártires cristianos hubieran podido salvar su vida –en este mundo, claro– si hubieran recurrido al “conflicto de valores” o a alguna otra de las “salidas” que la nueva moral ofrece?» (121).


Teología espiritual y martirio

Nuestra consideración teológica del martirio ha de verse completada con un estudio breve del martirio espiritual, que puede darse en modalidades muy diversas. La Virgen María, Regina martyrum, como antes hemos recordado, sufrió sin duda un verdadero martirio al pie de la cruz, compadeciendo la pasión de su Hijo. Pero también, ya desde muy antiguo, se ha considerado, por ejemplo, la virginidad como una forma de martirio, y sobre todo la vida monástica. La renuncia permanente al matrimonio, a los hijos, al hogar familiar, o bien el enclaustramiento perpetuo en un monasterio o en una ermita, son sin duda un testimonio (martirio) altamente fidedigno en favor de Cristo. Virginidad y vida monástica proclaman con voz fuerte, clara y persuasiva: solo Dios basta.

Los cristianos irlandeses, en la Edad Media, consideraban tres tipos de martirio: rojo, con efusión de sangre, blanco, por la virginidad y la vida ascética, y verde, por la penitencia y por el exilio voluntario, decidido con el fin de llevar la fe a otro país (A. Solignac, martyre, en Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, París 1978,10,735).

Y San Bernardo habla también de tres géneros de martirio: se da «en Esteban la obra y la voluntad del martirio; tenemos la sola voluntad en el bienaventurado Juan [apóstol]; y sola la obra en los Santos Inocentes (Sermón SS. Inocentes). Es una idea sobre la que vuelve con frecuencia (cf. Sermón en octava de Pascua; de S. Clemente, de las tres aguas; Sermones sobre los Cantares 28,10; 47, tres especies de flores; 61,7-8).

Éstos y muchos otros antecedentes nos hablan de ese martirio de amor, siempre conocido en la tradición de la Iglesia: no implica necesariamente la efusión de la sangre; pero es real, es espiritual, tiene la máxima realidad de las entidades espirituales.

San Pablo ofrece en esto un ejemplo perfecto. Su vida en el mundo presente es un continuo martirio. Él sabe que mientras vive en el cuerpo, está ausente del Señor, y por eso quisiera más partir del cuerpo y estar presente al Señor (2Cor 5,8); y confiesa: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). Para él, con tal de gozar de Cristo, todo lo tiene por estiércol (3,8). San Pablo, viendo el pecado del mundo y añorando día a día la presencia visible del Señor, sufre, sin duda, un martirio de amor: «yo me muero cada día» (1Cor 15,31).

Muchos santos han vivido en forma peculiar el martirio espiritual por la frecuente contemplación de la pasión de Cristo, hasta verse en ocasiones, como San Francisco de Asís o el santo Padre Pío, estigmatizados con las cinco marcas del Crucificado. A no pocos santos les ha sido dado sufrir un verdadero martirio espiritual, y han padecido con estremecedora realidad los mismos dolores de la Pasión de Cristo.

En su comentario sobre los Cantares, San Bernardo describe bien este martirio del alma enamorada del Crucificado:

«De ahí que el Esposo le diga: “mi paloma ha puesto su nido en los agujeros de la piedra”, porque ella pone toda su devoción en ocuparse sin cesar en la memoria de las llagas de Cristo, y en detenerse y permanecer allí meditando de continuo. Esto la hace sufrir el martirio» (61,7).

Santa Teresa de Jesús, siendo niña, se concertó con un hermanito suyo para ir a tierra de moros, «pidiendo por amor de Dios para que allá nos descabezasen»: ardía en ansias de martirio; «el tener padres nos parecía el mayor embarazo» (Vida 1,5). No se logró su infantil proyecto, pero sí fue mártir en su vida religiosa.

En efecto, escribe: «quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida... Si es verdadero religioso y verdadero orador [orante] y pretende gozar regalos de Dios, no ha de volver las espaldas a desear morir por él y pasar martirio. Pues ¿no sabéis, hermanas, que la vida del buen religioso y que quiere ser de los allegados amigos de Dios, es un largo martirio? Largo, porque comparado a los que de pronto los degollaban, puede llamarse largo; pero toda vida es corta, y algunas cortísimas» (Camino 12,2).

Este martirio de amor, propio de todo cristiano, pero especialmente de todo religioso, fue vivido y expresado con gran profundidad por Santa Juana Francisca de Chantal (+1641). En una ocasión, dijo a sus hijas religiosas de la Visitación:

«Muchos de nuestros santos Padres y columnas de la Iglesia no sufrieron el martirio. ¿Por qué creéis que ocurrió esto?... Yo creo que esto es debido a que hay otro martirio, el del amor, con el cual Dios, manteniendo la vida de sus siervos y siervas, para que sigan trabajando por su gloria, los hace, al mismo tiempo, mártires y confesores... Sed totalmente fieles a Dios y lo experimentaréis. Conocí a un alma [se refiere a ella misma] a quien el amor separó de todo lo que le agradaba, como si un tajo, dado por la espada del tirano, hubiera separado su espíritu de su cuerpo...

«Se le preguntó con insistencia [a la Madre Chantal] si este martirio de amor podría igualar al del cuerpo. Respondió la madre Juana:

«No nos preocupemos por la igualdad. De todos modos, creo que no tiene menor mérito, pues “el amor es fuerte como la muerte”, y los mártires de amor sufren dolores mil veces más agudos en vida, para cumplir la voluntad de Dios, que si hubieran de dar mil vidas para testimoniar su fe, su caridad y su fidelidad» (Mémoires sur la vie et les vertus de s. Jeanne-Françoise de Chantal, París 18533, III,3).

En fin, todos los santos, aunque algunos con una intensidad especial, han vivido de uno u otro modo este martirio espiritual mientras permanecían en este mundo. San Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los pasionistas, en su Diario espiritual, declaraba:

«yo sé que, por la misericordia de nuestro buen Dios, no deseo saber otra cosa ni quiero gustar consuelo alguno, sino solo deseo estar crucificado con Jesús» (26-XI-1720). Este gran santo sufría lo indecible especialmente por las ofensas sufridas por Cristo en la Eucaristía: «deseaba morir mártir, yendo allí donde se niega el adorabilísimo misterio del Santísimo Sacramento» (26-XII).

Santa Teresa del Niño Jesús quería más que nada, ante todo y sobre todo, padecer el martirio por Cristo y por la salvación de los hombres:

«Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme... Pero no es así... Siento en mi interior otras vocaciones, siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir... Pero sobre todo y por encima de todo, amado Salvador mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre...

«¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido creciendo conmigo en los claustros del Carmelo... Pero siento que también este sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase de martirio... Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos...

«Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada... Quisiera morir desollada, como San Bartolomé... Quisiera ser sumergida, como San Juan, en aceite hirviendo... Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires» (Manuscristos autobiográficos B, 2v-3r).

Se trata, sí, de un martirio puramente espiritual, pero de un martirio de amor absolutamente real y verdadero. La persona enamorada del Crucificado se consume en las llamas del amor que le tiene. O mejor, arde sin consumirse. Así lo expresa Santa Teresita en una Poesía (32):

«Tu amor es mi martirio, mi único martirio.
Cuanto más él se enciende en mis entrañas,
tanto más mis entrañas te desean...
¡¡¡Jesús, haz que yo muera
de amor por ti!!!