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III Parte

Monjes

«Venga a nosotros tu Reino» (Mt 6,10)

Situación de la Iglesia en el mundo

En el período que ahora estudiamos, que va del Edicto de Milán (313) a la muerte de San Benito (557), cesadas las persecuciones, van a plantearse cuestiones nuevas sobre la relación de los cristianos con el mundo. No del todo nuevas, pues, como dije, ya en los primeros siglos se alternaban tiempos de persecución y de paz. En la persecución, hay mártires y hay lapsi, pero predomina el temple heroico en los cristianos. En la paz, los fieles bajan la guardia fácilmente, y no pocos comienzan a acomodarse en el mundo lo mejor que pueden, olvidando así la primacía del Reino, y dándosela a las añadiduras temporales.

En el año 251, por ejemplo, cuando después de un período de relativa tranquilidad Decio decreta duras medidas contra los cristianos, San Cipriano considera la nueva persecución como una amarga medicina necesitada por la Iglesia para sanar de su lamentable mundanización: «El Señor ha querido probar a su familia, y ya que la paz prolongada había relajado la disciplina moral recibida de nuestros mayores, la justicia de Dios ha querido levantar de nuevo nuestra fe, que yacía, por decirlo así, postrada y adormecida» (De lapsis 5 y 6).

Ahora, hacia el 300, estamos ya, sin embargo, al fin de las persecuciones. Los cristianos son cada vez más numerosos, aunque aún minoría, en todo el Imperio; pero en algunas regiones, como en Armenia (295), llega a declararse el cristianismo religión oficial. Todavía, sin embargo, en el 303 se desencadena la persecución de Diocleciano, una de las más terribles sufridas por la Iglesia primera. Pero en el 312, en la batalla de Ponte Milvio, se produce la conversión del emperador romano Constantino (280-337), que en el Edicto de Milán, asegura definitivamente la libertad de la Iglesia. Los obispos reciben honor de senadores, el clero cristiano hereda los privilegios de los sacerdotes paganos, las iglesias y grandes basílicas se multiplican, la Cruz viene a ser el signo fundamental del Imperio, se legisla en favor de la familia y la moralidad pública, se proscribe la crucifixión (315), se moderan las luchas de gladiadores y ciertos castigos a los esclavos, comienza a celebrarse civilmente el domingo (321).

El mundo secular, en fin, va cambiando notablemente a lo largo de todo el siglo IV; aunque no sin resistencias, pues el paganismo tiene todavía mucha fuerza en las mentalidades y costumbres, y también en personas de prestigio. El cristianismo es ya, en todo caso, la fuerza principal inspiradora de la vida imperial, y los cristianos desempeñan las autoridades públicas más importantes. Ser cristiano ahora es en el mundo más una ventaja que un peligro. Y los paganos, ante la nueva situación, afluyen en masa a la Iglesia, algunos por oportunismo, pero muchos por sincera apertura al nuevo espíritu que lo va animando todo. Se celebran importantes Concilios regionales, y también ecuménicos (Niceno I, 325, Constantinopolitano I, 381, Efesino, 431), y se organiza mejor la liturgia y la catequesis.

Y con todo ello... el descenso espiritual del pueblo cristiano, en su conjunto, es indudable.Va quedando ya poco del heroismo generalizado de los tiempos martiriales. El árbol de la Iglesia ha crecido más y más, pero sin las podas periódicas de las persecuciones, que aseguraban antes su purificación, y sobre todo sin la lucha espiritual extrema, que antes ocasionaba su fortalecimiento. Son muchos los discípulos de Cristo que se acomodan al mundo, procurando disfrutar de él con fervor de mundanos neófitos, conversos a la mundanidad: buscan riquezas, prestigios y poderes, procuran poseer lo más posible, y tratan de conciliar el espíritu del mundo -el de siempre: la triple concupiscencia que lo invade todo (1Jn 2,16)- con su vocación cristiana.

El diagnóstico de San Jerónimo (347-420) es claro: «Después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud» (Vita Malchi 1).

Él mismo, rechazado en Roma por su rigor ascético, de donde hubo de marcharse, describe con pena la nueva situación que va estableciéndose. Con ironía describe, por ejemplo, el tipo de clero que se va imponiendo, que más parece «desposado que clérigo». En efecto, «madruga más que el sol, e inmediatamente traza el orden de sus visitas, y tan importuno como viejo, se introduce casi hasta la misma alcoba de quienes todavía no han despertado. Poco amigo de la castidad y menos amigo de los ayunos, por el solo olor conoce y aprueba los manjares. Su lenguaje es inculto y procaz. Dondequiera que vayas, es el primero con quien te encuentras. Cada hora del día cambia de caballos, usándolos tan lucidos y briosos que parece ser hermano carnal del rey de Tracia»... ¿Y qué se ha hecho de la virgen cristiana, antes orante y penitente? Ahora, dice con atrevimiento: «¿Por qué voy a abstenerme de los alimentos que ha creado Dios precisamente para nuestro uso?... Y si ven a otra virgen pálida y macilenta por los ayunos, la tratan de infeliz y maniquea, censurando el ayuno como herejía. Éstas son las que cruzan las calles con ostentación exagerada... Llevan en su túnica una estrecha franja de púrpura, dejan flojas las cintas de sus cabellos para que floten éstos al aire, usan suelto el velo, que revolotea sobre sus hombros... En esto consiste toda su virginidad» (Ep.22 ad Eustoquium). Por lo demás, si ésta es la actitud nueva que va generalizándose en clérigos y vírgenes, ¿cuál será la situación espiritual del pueblo cristiano? Estamos, pues, en un tiempo de grave crisis para los discípulos de Cristo, ocasionada por una amplia e inesperada apertura favorable del mundo. De todos modos, aunque es real ahora esta tendencia a una reconciliación paganizante con el mundo, no olvidemos que en muchas familias y comunidades cristianas perdura la fibra espiritual heroica forjada en tres siglos de persecuciones.