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9ª Semana

Domingo

Entrada: «Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, que estoy solo y afligido. Mira mis trabajos y mis penas, y perdona todos mis pecados, Dios mío» (Sal 24,16-18).

Colecta (del Misal anterior, retocada con textos del Gelasiano): «Señor, nos acogemos confiadamente a tu providencia, que nunca se equivoca; y te suplicamos que apartes de nosotros todo mal y nos conceda aquellos beneficios que pueden ayudarnos para la vida presente y la futura»

Ofertorio (Veronense): «Señor, llenos de confianza en el amor que nos tienes, presentamos en tu altar esta ofrenda, para que tu gracia nos purifique por estos sacramentos que ahora celebramos».

Comunión: «Yo te invoco, porque tú me respondes, Dios mío; inclina tu oído y escucha mis palabras» (Sal 16,6). «Os lo aseguro: cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han concedido y la obtendréis, dice el Señor» (Mc 11,23-24).

Postcomunión (Misal de París, de 1738): «Guía, Señor, por medio de tu Espíritu a los que has alimentado con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, y haz que, confesando tu nombre no solo de palabra y con los labios, sino con las obras y el corazón, merezcamos entrar en el Reino de los cielos».



Ciclo A

La voluntad salvífica del Padre es universal, pero respeta nuestra libertad y nuestra decisión responsable, al mismo tiempo que nos asiste con su gracia para que nuestra respuesta pueda ser de fidelidad y de amor. La obra redentora de Cristo fue universal, expresando así la voluntad del Padre; a ella hemos de abrirnos con responsabilidad, humildad y amor, pues por amor y con amor se hizo, y también con dolor y sangre.

Tenemos que definirnos. ¡Qué pena que muchos hombres, cerrándose a Cristo, rechacen el amor salvífico de Dios! ¡Qué pena también que los que hemos aceptado la salvación nos preocupemos tan poco de irradiarla a todos los hombres!

–Deuteronomio 11,18.26-28: Mirad, os pongo delante maldición y bendición. Si escucháis... El mejor comentario es el de Clemente de Alejandría, que dice:

«En el hombre, en efecto, está la elección, porque es libre; pero en Dios, porque es el Señor, está dar lo que se le pide. Ahora bien, Dios da a los que quieren y se esfuerzan con toda el alma, y piden, a fin de que su salvación resulte propia de ellos. Porque Dios no fuerza a nadie –la violencia es contraria a Dios–. Dios asiste a los que buscan, da a los que piden y abre a los que llaman a la puerta» (Sobre la salvación de los ricos 10).

–Con el Salmo 30 decimos: «A ti, Señor, me acojo... Sé la Roca de mi refugio... Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia».

–Romanos 3,21-25.28: El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley. Todos los hombres necesitamos de la redención de Jesucristo, y solo por la fe la aceptamos y la podemos vivir fielmente. Comenta San Agustín:

«Cristo vino a los enfermos; los halló a todos enfermos. Nadie presuma, pues, de su salud, no sea que el médico lo abandone. A todos los encontró enfermos; es afirmación del Apóstol: “todos, en efecto, pecaron y están privados de la gloria” (Rom 3,23). Halló a todos enfermos, pero eran de dos clases de enfermos. Unos se acercaban al médico, se adherían a Cristo, le escuchaban, le honraban, le seguían y se convertían. Él recibía a todos, sin repugnancia, para sanarlos, porque los sanaba gratuitamente, los sanaba con su omnipotencia... En cambio el otro género de enfermos, que habían perdido ya la razón a causa de su enfermedad e ignoraban que estaban enfermos, lo insultaron, porque recibía a los enfermos y dijeron a sus discípulos: “ved, qué maestro tenéis, que come con pecadores y publicanos» (Sermón 80,4).

–Mateo 7,21-27: La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena. Ni la mera piedad subjetiva, ni la falsa confianza en los dones de Dios, pueden sustituir en nosotros la vida de fe y de fidelidad responsable para alcanzar la salvación. Dice San Juan Crisóstomo:

«No sólo se derrumba lo que se edifica sobre la arena, sino que el derrumbe va acompañado de gran desastre... No se trata aquí, en efecto, de cosa de poco más o menos, sino de la salvación del alma, de la pérdida del cielo y de los bienes eternos. Más aún: el que siga el mal, aun antes de estas pérdidas eternas, llevará acá la vida más miserable, entre continuas congojas, miedos, preocupaciones y combates. Lo cual nos dio a entender ya aquel varón sabio que dijo: “el impío huye, sin que nadie le persiga” (Prov 18,1). Son gentes que temen de su sombra, sospechan de amigos y enemigos, de sus esclavos, de sus conocidos y desconocidos. Antes, sí, del castigo eterno, ya sufren aquí suplicio extremo.

«Todo eso quiso significar Cristo al decir: “y la ruina de aquella casa fue sobremanera grande”. Con lo que puso término conveniente a estos bellos preceptos suyos, persuadiendo aun a los más incrédulos a huir de la maldad, siquiera mirando al provecho presente. Porque, si bien es cierto que la razón de lo por venir es más alta, la otra es más eficaz para contener a los duros de corazón y apartarlos del mal» (Homilía 24 sobre San Mateo 4).

Ciclo B

La trascendencia cristiana del domingo reclama una fuerte conciencia comunitaria, que nuestra sociedad neopaganizada está muy lejos hoy de poseer. Poco a poco amplios sectores cristianos están paganizando de nuevo el Día del Señor. Y esto, aunque muchos sean inconscientes de su gravedad, es en realidad inmoral y escandaloso. Inmoral porque se trata de quebrantar un precepto grave; escandaloso, porque fomenta un ambiente mundano y conformista, suficiente para arrastrar a los débiles de conciencia hacia la irreligiosidad masiva o la apostasía anticristiana.

–Deuteronomio 5,12-15: Guarda el día del sábado, santificándolo, como el Señor tu Dios te ha mandado. No es Dios quien necesita de nuestro descanso o de nuestra adoración. Lo necesitamos nosotros, para que no se ahogue nuestra fe y nuestra condición de hijos de Dios en el materialismo cotidiano de la vida. Escribe San Justino a mediados del siglo II:

«Nos reunimos precisamente el día del Sol [Domingo], porque éste es el primer día de la creación, cuando Dios empezó a obrar sobre las tinieblas y la materia, y también porque es el día en que Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos» (Apología I, 67).

Y en el siglo IV exhorta la Didascalia:

«Ya que sois miembros de Cristo, no os queráis separar de la Iglesia, faltando a la reunión. Teniendo a Cristo Cabeza presente y en comunicación con vosotros, de acuerdo con su promesa, no os tengáis en poco a vosotros mismos, y no dividáis, ni separéis su Cuerpo. No habéis de preferir las necesidades de vuestra vida a la Palabra de Dios; por el contrario, el domingo dejadlo todo y acudid a la Iglesia», esto es, a la asamblea litúrgica (Didascalia de los Apóstoles II, 59,2).

–Con el Salmo 80 rendimos culto a Dios: «Aclamad a Dios, nuestra fuerza. Acompañad, tocad los panderos, las cítaras templadas y las arpas; tocad la trompeta por la luna nueva, por la luna llena, que es nuestra fiesta. Porque es una ley de Israel, un precepto del Dios de Jacob, una norma establecida para José, al salir de la tierra de Egipto. Oigo un lenguaje desconocido: Retiré mis hombros de la carga, y sus manos dejaron la espuerta; clamaste en la aflicción y te libré. No tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero. Yo soy el Señor Dios tuyo, que te saqué del país de Egipto».

–2 Corintios 4,6-11: La vida de Jesús se manifiesta en nuestra carne mortal. En medio de un mundo pagano de increyentes, el genuino cristiano es siempre un ser consciente de su vinculación a Cristo y un testigo fiel de su vida. El verdadero apóstol de Jesús, entregado por entero a los demás, participa de la agonía de Cristo en su debilidad, pero al mismo tiempo recibe la fuerza y la luz del Resucitado de Pascua. Escribe San Gregorio de Nisa:

«Considerando que Cristo es la Luz verdadera, sin mezcla posible de error alguno, nos damos cuenta de que también nuestra vida ha de estar iluminada con los rayos de la Luz verdadera. Los rayos del Sol de justicia son las virtudes que de Él emanan para iluminarnos... Y para que obrando en todo a plena luz, nos convirtamos también nosotros en Luz, y, según es propio de la Luz, iluminemos a los demás con nuestras obras» (Tratado sobre la ejemplaridad de los cristianos 3).

San Agustín dice:

«¿Quiénes son los que trabajan en la construcción de la Casa [la Iglesia]? Los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora; y también antes de nosotros se esforzaron, trabajaron y construyeron otros; pero si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Comentario al Salmo 126).

–Marcos 2,23-3,6: El Hijo del Hombre es Señor también del sábado. El día del Señor ha sido instituido para la santificación de los hijos de Dios. No podemos reducirlo a un mero formalismo moral o ritualista, cifrado en la mera observancia material de un precepto.

El concilio Vaticano II enseña:

«La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día en que es llamado con razón “día del Señor” o Domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios, que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Pe 1,3). Por esto el Domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de suma importancia, puesto que el Domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico» (Sacrosanctum Concilium 106).

Ciclo C

La Iglesia orante nos invita a extender nuestra mirada a todos los hombres, para ensanchar nuestro corazón de creyentes en Cristo, con la esperanza de una salvación sin fronteras.

–1 Reyes 8,41-43: Cuando venga, Señor, un extranjero para rezar en este templo, escúchale desde el cielo. Salomón construyó la Casa del Señor, el Templo de Jerusalén, con un corazón abierto al amor universal de Dios, es decir, con la esperanza de que todos los hombres pudieran orar allí como hermanos. Esta universalidad pretendida solo tendrá realización plena en Cristo y en su Iglesia católica. San Agustín dice:

«Nosotros somos la santa Iglesia. Pero no he dicho “nosotros” como si me refiriera solo a los que estamos aquí, a los que ahora me habéis oído. Lo somos cuantos, por la gracia de Dios, somos fieles cristianos en esta Iglesia, en esta ciudad, en esta región, en esta provincia y aún más allá del mar, y hasta en todo el orbe de la tierra... Tal es la Iglesia católica, nuestra verdadera Madre» (Sermón 213).

an Cirilo de Jerusalén enseña:

«La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, del uno a otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las verdades de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de las cosas visibles o invisibles, de las celestiales o terrenas; también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos y a los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos como los externos. Ella posee todo género de virtudes, cualquiera que sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales» (Catequesis 18,23-25).

–Con el Salmo 116 cantamos la universalidad del mensaje de Cristo, de su extensión a todos los hombres: «Alabad al Señor todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre»

La catolicidad de la Iglesia se afirma también continuamente en la liturgia, que no se centra en el «yo», sino en el «nosotros». Nosotros oramos, nosotros damos gracias al Señor y lo alabamos, nosotros pedimos por todos los hombres. Si hemos de ser verdaderos hijos de Dios, todo en nosotros ha de ser universal, es decir, católico. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de su verdad» (1 Tim 2,4).

–Gálatas 1,1-2.6-10: Si quisiera agradar a los hombres, no sería servidor de Cristo. Para San Pablo, apóstol de los gentiles, un Evangelio que no sea universal, que no ofrezca la salvación a todos los hombres, es «otro» evangelio, no el de Jesucristo. Así lo enseña el Vaticano II:

«Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin dejar de ser uno y único, debe extenderse en todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos que estaban dispersos, determinó luego congregarlos (Jn 11,52). Para esto envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero de todo (Heb 1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios...

«Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial... Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor, con el que la Iglesia Católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad con todos sus bienes bajo Cristo Cabeza, en la unidad del Espíritu» (Lumen Gentium 13).

–Lucas 7,1-10: Ni en Israel he encontrado tanta fe. El Corazón del Redentor no aceptó fronteras, ni religiosas ni mentales, ni sociales. La fe auténtica no es patrimonio de una institución, sino una actitud profunda del alma, que se eleva personalmente al Misterio de Cristo. Esta fe es la que aparece hoy en la lectura evangélica. San Ambrosio dice:

«Es hermoso que, después de haber dado sus preceptos, [Cristo] nos enseña cómo hemos de conformarnos con ellos. En efecto, inmediatamente, es presentado al Señor el siervo de un centurión pagano para ser curado. Él es una figura del pueblo gentil, que estaba retenido por las cadenas de la esclavitud del mundo, enfermo de pasiones mortales, y que el beneficio del Señor había de curar. Y al decir que “estaba a punto de morir”, no se equivoca el evangelista; pues, efectivamente, estaba a punto de morir, si Cristo no lo hubiese curado. Ha cumplido, pues, el precepto con su caridad celestial, amando a sus enemigos hasta arrancarlos de la muerte e invitarlos a la esperanza de la salvación eterna...

«Observa cómo la fe da un título para la curación. Advierte también que, aun en el pueblo gentil, hay penetración del misterio... “Ni siquiera en Israel he encontrado una fe semejante”. La fe de este hombre la antepone a la de aquellos elegidos que ven a Dios (Israel se interpretaba “el que ve a Dios”)» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, V, 83,85 y 87).

Lunes

Años impares

–Tobías 1,1-2.2,1-9: Tobías temía a Dios más que al rey. La Escritura presenta a Tobías, exilado en Nínive, lejos de su patria, como modelo de las grandes virtudes que ha de practicar un siervo de Dios. En medio de un país hostil, Tobías, con gran caridad, arriesga su vida para enterrar a sus compatriotas, víctimas de la persecución. La caridad, como Casiano enseña, da una gran fortaleza de ánimo:

«El alma fundada en la caridad perfecta, se eleva necesariamente a una grado más excelente y más sublime, al temor del amor. Y esto no deriva del pavor que causa el castigo, ni del deseo de la recompensa. Nace de la grandeza misma del amor. Es esa amalgama de respeto y afecto filial, en que se unen la reverencia y la benevolencia que un hijo tiene hacia un padre benigno, el hermano hacia su hermano, el amigo hacia su amigo, la esposa hacia su esposo. No recela los golpes ni reproches. Lo único que teme es herir el amor con el más leve roce o herida. En toda acción, en toda palabra, se echa de ver la piedad y solicitud con que procede. Teme que el fervor del amor se enfríe con lo más mínimo» (Colaciones 11).

–El Salmo 111 es un elogio del justo. Coincide perfectamente con la lectura anterior sobre Tobías: «Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia, su caridad es constante, sin falta. En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo. Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará; su recuerdo será perpetuo».

Años pares

–2 Pedro 1,1-7: Nos ha dado Dios los bienes prometidos, con los que podéis participar de su mismo ser. Los bienes recibidos de parte de Dios tienen como objeto hacernos partícipes de la naturaleza divina. Por tanto, hemos de ser fieles a la fe y a las virtudes cristianas, como dice San León Magno:

«Reconoce ¡oh cristiano! tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (2 Pe 1,4), y no vuelvas a la antigua vileza con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado al poder de las tinieblas (Col 1,13), se te ha trasladado al reino y claridad de Dios. Por el sacramento del Bautismo, te convertiste en templo del Espíritu Santo. No ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas, no te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la sangre de Cristo, que te redimió según su misericordia, y te juzgará conforme a la verdad» (Sermón 21,3).

–En Jesucristo se han hecho realidad las promesas. En Él Dios se entregó totalmente, constituyéndose para nosotros en la causa de salvación. Éste es el motivo mayor de nuestra confianza: que Dios está con nosotros y es nuestro refugio y fortaleza. Así lo proclamamos con el Salmo 90: «Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Omnipotente, di al Señor: Refugio mío, Alcázar mío, Dios mío, confío en Ti. Se puso junto a Mí, lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación. Lo defenderé, lo glorificaré; lo saciaré de largos días y le haré ver mi salvación».

–Marcos 12,1-12: Agarraron al hijo querido, lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña. La parábola de los viñadores homicidas es una clara profecía de la Pasión del Señor. Bien lo dice San Ireneo:

«Fue Dios quien plantó la viña del género humano, cuando creó a Adán y cuando eligió a los patriarcas. Después la confió a los viñadores por medio de la legislación de Moisés. La rodeó con un seto, es decir, delimitó la tierra que tenían que cultivar. Edificó una torre, es decir, eligió a Jerusalén. Cavó un lagar, cuando preparó el receptáculo de la palabra profética; y así envió profetas antes del exilio en Babilonia, y otros después del exilio, más numerosos que los primeros, para recabar los frutos con las palabras siguientes:

«Esto dice el Señor: “Enmendad vuestros caminos y vuestras costumbres; juzgad con juicio justo; tened compasión y misericordia cada uno con su hermano; no oprimáis a la viuda, al huérfano, al extranjero y al pobre; que nadie conserve en su corazón el recuerdo de la malicia de su hermano; no améis el juramento falso”...

«Cuando los profetas predicaban esto, reclamaban el fruto justo. Pero, como no les hacían caso, al fin envió a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, al cual mataron los colonos malos y lo arrojaron fuera de la viña –no ya cercada, sino extendida por todo el mundo–, y la entregó a otros colonos que dieran sus frutos a sus tiempos. La torre de elección sobresale magnífica por todas partes, ya que en todas partes resplandece la Iglesia. En todas partes se ha cavado un lagar, pues en todas partes se encuentran quienes reciben el Espíritu. Y puesto que aquellos rechazaron al Hijo de Dios y lo echaron, cuando lo mataron, fuera de la viña, justamente los rechazó Dios a ellos, confiando el cuidado de los frutos a las gentes que estaban fuera de la viña...

«Uno y el mismo es Dios Padre, que plantó la viña, que sacó al pueblo, que envió a los profetas, que envió a su propio Hijo, que dio la viña a otros colonos para que le entregaran el fruto a su tiempo» (Contra las herejías IV, 36,2).

Martes

Años impares

–Tobías 2,10-23: Tobías no se abatió a causa de la ceguera. La piedad de Tobías para con los difuntos le lleva a un gran cansancio, y éste le ocasiona un accidente, por el que pierde la vista. Él persevera en el temor de Dios durante la prueba, lo mismo que Job, a pesar de las dificultades. Grande es la fortaleza de la paciencia. San Cipriano escribe:

«La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; ella modera nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta, doblega la rebeldía de la pasión, reprime el tono del orgullo, apaga el fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad de los pobres, protege la santa virginidad de las doncellas...

«La paciencia mantiene en humildad a los que prosperan, hace fuertes en la adversidad, y sufridos frente a las injusticias y afrentas. Enseña a perdonar enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con constancia e insistencia cuando hemos ofendido. Nos hace vencer en las tentaciones, nos hace tolerar las persecuciones, nos hace consumar el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe, levanta en alto nuestra esperanza... Nos lleva a perseverar como hijos de Dios, y a imitar al mismo Dios» (Sobre la paciencia 20).

–Hay momentos difíciles, en los que el justo es especialmente probado. En Dios tenemos nuestro apoyo entonces, como lo tuvo Tobías, y como lo afirma en oración el Salmo 111: «Dichoso el que teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. No temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor; su corazón está seguro, sin temor, hasta ver derrotados a sus enemigos. Reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad».

Años pares

–2 Pedro 3,12-15.17-18: Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. Hay que aguardar con una vida santa el día de la venida del Señor, cuando será renovada la creación y reinará la justicia. Necesitamos de una fe profunda, que mantenga siempre viva la esperanza. Solo el pecado nos separa de Dios y nos mantiene alejados del día del Señor. El amor, la justicia, la libertad, la igualdad... son valores que aportamos a un orden definitivo y eterno. Por tanto, en medio de muchas dificultades, con la ayuda de la gracia, debemos ejercitar el bien con toda esperanza. Así lo exhorta San Juan Crisóstomo:

«No desesperéis nunca. Os lo diré en todos mis discursos, en todas mis conversaciones; y si me hacéis caso, sanaréis. Nuestra salvación tiene dos enemigos mortales: la presunción, cuando las cosas van bien, y la desesperación después de la caída; éste segundo es mucho más terrible» (Homilía sobre la penitencia).

Y San Gregorio Magno:

«Estáis viendo en la Iglesia a muchos cuya vida no debéis imitar; pero tampoco habéis de desesperar de ellos. Hoy vemos lo que son, pero ignoramos lo que será cada uno el día de mañana. A veces, vemos que el que viene detrás de nosotros, llega por su industria y agilidad, ayudado por la gracia divina, a adelantarnos en las obras buenas, y apenas podemos seguir mañana al que nos parecía aventajar ayer. Cuando Esteban murió por la fe, Saulo guardaba los vestidos de los que lo apedreaban» (Homilía 19 sobre los Evangelios).

–Ante la seguridad de la venida del Señor meditamos la brevedad de la vida, con el Salmo 89: «Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Antes que naciesen los montes o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre, tú eres Dios. Tú reduces al hombre a polvo, diciendo: “retornad, hijos de Adán”. Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna. Aunque uno viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan. Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo; que tus siervos vean tu acción y sus hijos, tu gloria».

–Marcos 12,13-17: Lo que es del César pagádselo al César, y lo que es de Dios, a Dios. Los enemigos de Jesús le ponen trampas para cogerlo; pero Él hace caer a sus adversarios en la misma trampa que le han tendido. El Maestro nos enseña que debemos obedecer a los que nos gobiernan, cuando lo hacen según la ley moral.

San Hilario de Poitiers comenta:

«¡Oh respuesta verdaderamente admirable y claridad absoluta de la palabra celestial! Todo está allí medido, entre el desprecio del mundo y la ofensa al César (Mt 22,21). Declarando que es necesario “dar al César lo que es del César”, libra a los espíritus consagrados a Dios de toda preocupación y deber humano. En efecto, si nada de lo que pertenece al César se retiene en nuestras manos, nosotros no quedamos ligados por la obligación de devolverle las cosas que son suyas.

«Si, por el contrario, nos dedicamos a sus cosas y nos sometemos al cuidado del patrimonio ajeno, no es injusticia devolver al César lo que es del César, y tener que dar a Dios las cosas que son suyas: el cuerpo, el alma, la voluntad.

«Es Dios, en efecto, quien da y acrecienta todos los bienes que tenemos y, por consiguiente, es completamente justo devolver todo esto a Él; a quien, según se nos recuerda, debemos su origen y progreso» (Comentario al Evangelio de San Mateo 23,2).

Miércoles

Años impares

–Tobías 3,1-11.24-25: Llegaron las oraciones de los dos a la presencia del Altísimo. El anciano Tobías ruega al Señor con humildad y arrepentimiento, en tanto que en otro lugar, una de sus compatriotas, Sara, insultada por una criada, se entrega al ayuno y a la oración. Dios atiende las súplicas de ambos, y les envía al arcángel San Rafael. Grande es el poder de la oración. San Juan Crisóstomo dice:

«La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Por ella, nuestro espíritu, elevado hasta el cielo, abraza a Dios con abrazos inefables; por ella nuestro espíritu espera el cumplimiento de sus propios anhelos, y recibe unos bienes que superan todo lo natural y visible... La oración viene a ser una venerable mensajera nuestra ante Dios; alegra nuestro espíritu, confirma nuestro ánimo» (Homilía 6 sobre la Oración).

–Por encima de todo, sobre las maquinaciones contra los justos, está la providencia de Dios, que los cuida y dirige. Esta seguridad es la que provoca en ellos una esperanza sólida, aun en medio de muchas y graves dificultades. No se ven defraudados jamás.

Dios les guía. Por eso hemos de abandonarnos en Él con absoluta confianza. A esto nos ayuda el Salmo 24: «A ti, Señor, levanto mi alma, Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado, que no triunfen de mí mis enemigos; pues los que esperan en ti no quedan defraudados, mientras que el fracaso malogra a los traidores. Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y salvador. Recuerda, Señor, que tu ternura y misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña sus camino a los humildes».

Años pares

–2 Timoteo 1,1-3,6-12: Aviva el fuego de la gracia de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos. Nuestra vocación no depende de las propias obras buenas, sino de los designios eternos de Dios, verificados en el misterio de Cristo. El sacerdocio, concretamente, es una dignidad altísima, que sobrepasa los límites de la naturaleza humana, y que solo puede ser recibido como don de Dios. Escribe San Juan Crisóstomo:

«El sacerdocio, si es cierto que se ejerce en la tierra, sin embargo, pertenece al orden de la instituciones celestes, y con mucha razón. Porque no fue un hombre, ni un ángel o arcángel, ni otra potestad creada, sino el Paráclito mismo quien consagró este ministerio e hizo que hombres, vestidos aún de carne, pudieran ejercer oficio de ángeles. Por lo cual el sacerdote ha de ser tan puro, como si se hallase en los cielos en medio de aquellas angélicas potestades.

«Cierto que lo que precedió a la economía de la gracia fueron cosas formidables... el humeral, la tiara, el turbante, las vestiduras elegantes, la lámina de oro, el santo de los santos... Pero si consideramos los misterios de la gracia, veremos qué poco vale todo aquel aparato del temor y espanto, y cómo aquí también se cumple lo que de la ley general dijo el Apóstol San Pablo: “aquello que fue glorioso en cierto aspecto ya no sigue siéndolo, en comparación con esta gloria preeminente” (2 Cor 3,10)» (Sobre el Sacerdocio 3,1-8).

–Desde lo más profundo de nuestra humildad, en medio de este mundo grandioso de la gracia, levantamos con el Salmo 122 los ojos al Señor, de quien viene todo auxilio: «A ti, Señor, levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos, fijos en las manos de sus señores; como están los ojos de la esclava, fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia».

–Marcos 12,18-27: Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Cristo siempre salió victorioso de las dificultades que le ponían sus enemigos. Ahora a los saduceos les da una gran lección sobre la resurrección. La esperanza en la resurrección es la verdadera fuerza capaz de ordenar todas las realidades humanas en una escala de valores eternos. San Juan Crisóstomo comenta:

«“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”. No es Dios –les dice– de quienes no existen, de quienes absolutamente han desaparecido y que no han de levantarse más. Porque no dijo: “Yo era”, sino: “Yo soy”, es Dios de quienes existen y viven. Porque a la manera que Adán, si bien estando vivo el día que come del árbol prohibido, muere por sentencia divina, así éstos, aun cuando han muerto, viven por la promesa de la resurrección... Y aún sabe el Señor de otra clase de muertos, sobre los que dice: “dejad que los muertos entierren a los muertos”.«Las gentes que lo oyeron quedaron maravilladas de su doctrina. Los saduceos, entonces, se retiran derrotados. Las muchedumbres, ajenas a todo partidismo, sacan fruto. Por tanto, ya que tal es la resurrección, hagamos todo lo posible a fin de obtener en ella los primeros puestos» (Homilía 70, 3, sobre San Mateo).

Jueves

Años impares

–Tobías 6,10-11; 7,9-17; 8,4-10: Os ha traído Dios a mi casa para que mi hija se case contigo. La grandeza del matrimonio ya se muestra en el Antiguo Testamento; pero es en el Nuevo donde el Verbo encarnado, «nacido de mujer» (Gál 4,4), va a darle la plenitud de su dignidad. Por su vida en Nazaret, en la sagrada Familia, consagra la familia tal como había sido preparada desde el comienzo del mundo. Pero nacido de Madre Virgen, y viviendo Él mismo en virginidad, da testimonio de un valor todavía superior al matrimonio. Tertuliano, hacia el 200, veía así la dignidad del matrimonio cristiano:

«No hay palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, que la oblación divina confirma, que la bendición consagra, que los ángeles registran y que el Padre ratifica. En la tierra no deben los hijos casarse sin el consentimiento de sus padres.

«¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos desavenencia alguna, ni de carne ni de espíritu. Verdaderamente “son dos en una misma carne”; y donde la carne es una, el espíritu es uno. Rezan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se animan el uno al otro, se soportan mutuamente.

«Son iguales en la Iglesia, iguales en el banquete de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones, las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehuyen la compañía mutua; jamás son causa de tristeza el uno para el otro... Cantan juntos los salmos e himnos. En lo único que rivalizan entre sí es en ver quién de los dos lo hace mejor.

«Cristo se regocija viendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está también Él presente; y donde está Él, el maligno no puede entrar» (Ad uxorem 2,8).

–A la lectura anterior conviene perfectamente el Salmo 127: «Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Tu mujer como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo alrededor de tu mesa. Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida».

Años pares

–2 Timoteo 2,8-15: La palabra de Dios no está encadenada. Si morimos con Él, viviremos con Él. San Pablo invita a Timoteo a recordar la Buena Nueva que de él mismo recibió, y a causa de la cual el Apóstol sufre cadenas. Hay que permanecer fieles a la verdad, que es única en medio de innumerables errores. Esta fidelidad no es posible sin cruz, como tampoco es posible participar de la cruz sin participar de la resurrección. Comenta San Agustín:

«Quienquiera que seas tú, que pones tu gloria más en el poder que en la humildad, recibe este consuelo, aduéñate de este gozo: el que fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato y fue sepultado, resucitó al tercer día de entre los muertos. Quizá también aquí te entren dudas, quizá tiembles. Cuando se te dijo: “cree que ha nacido, que padeció, que fue crucificado, muerto y sepultado”; como se trataba de un hombre, lo creíste más fácilmente. ¿Y dudas ahora, oh hombre, que se te dice: “resucitó de entre los muertos al tercer día”?

«Pongamos un ejemplo, entre tantos otros posibles. Piensa en Dios, considera que es todopoderoso, y no dudes. Si pudo hacerte a ti de la nada cuando aún no existías, ¿por qué no iba a poder resucitar de entre los muertos a un hombre que ya había hecho? Creed, pues, hermanos. Cuando está de por medio la fe, no se precisan muchas palabras.

«Ésta es la única creencia que distingue y separa a los cristianos de los demás hombres. Que murió y fue sepultado, hasta los paganos lo creen ahora; y a su tiempo lo presenciaron los judíos. En cambio, que resucitó de entre los muertos al tercer día, eso no lo admite ni el judío ni el pagano. Así, pues, la resurrección de los muertos distingue la vida que es nuestra fe de los muertos incrédulos. También el Apóstol Pablo, escribiendo a Timoteo, le dice: “acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos (2 Tim 2,8).

«Creamos, pues, hermanos, y esperemos que se cumpla en nosotros cuanto creemos que tuvo lugar en Jesucristo. Es Dios quien promete. Y Él no engaña» (Sermón 215).

–El Evangelio del Señor ha de transmitirse con toda fidelidad, gracias a la asistencia del Espíritu Santo. Pedimos esta fidelidad con el Salmo 24: «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes. Las sendas del Señor son misericordia y lealtad para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza».

–Marcos 12,28-34: Éste es el primer mandamiento. Y el segundo es semejante a éste. Jesús responde a una consulta que le hacen, y afirma la primacía de la ley del amor a Dios y al prójimo. El cumplimiento de estos mandatos supera todas las prácticas externas de religión. Este amor a Dios y al prójimo es el impulso fundamental de la vida cristiana. San Ireneo escribe:

«Que no era en la prolijidad de la ley, sino en la sencillez de la fe y el amor, como la humanidad debía ser salvada, lo dice Isaías (10,22-23). Y también el apóstol San Pablo: “el amor es la plenitud de la Ley” (Rom 13,10), porque el que ama a Dios ha cumplido la Ley. Pero, sobre todo es enseñanza del Señor (Mc 12,30). Así pues, gracias a la fe en Él ha aumentado nuestro amor a Dios y al prójimo, nos ha hecho piadosos, justos y buenos. Y así, en Él, se ha cumplido su palabra en el mundo» (Demostración de la predicación apostólica 87).

Viernes

Años impares

–Tobías 11,5-17: Si antes me castigaste, ahora me has salvado y puedo ver a mi hijo. Regresa el hijo de Tobías con su esposa. Sanación del padre. Acción de gracias. El hombre justo, que vive siempre alabando a Dios, proclama que es el Señor quien castiga y quien salva, y permanece en una continua acción de gracias. Escribe Casiano:

«Cuando el alma recuerda los beneficios que antaño recibió de Dios, y considera aquellas gracias de que la colma en el presente, o cuando dirige su mirada al porvenir, sobre la infinita recompensa que prepara el Señor a quienes le aman, le da gracias en medio de transportes de alegría» (Colaciones 9).

Y San León Magno:

«El cielo y la tierra, el mar y todo cuanto hay en ellos, nos hablan de la bondad y omnipotencia del que los ha creado, y la admirable belleza de los elementos puestos a nuestro servicio exige de la criatura racional el justo tributo de la acción de gracias» (Sermón 44,1).

En la Santa Misa es donde se da a Dios por sus beneficios una acción de gracias de valor infinito y que a Él le complace.

–Sentimos diariamente el cuidado amoroso de Dios en nuestra vida. Esto despierta nuestra alma a una inefable alabanza, que ahora hacemos con el Salmo 145: «Alaba, alma mía, al Señor; alabaré al Señor mientras viva, tañeré para mi Dios mientras exista. Él mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos, el Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza los que se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda, y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad».

Años pares

–2 Timoteo 3,10-17: El que se propone vivir como buen cristiano será perseguido. San Pablo recuerda sus propios sufrimientos por Cristo, y exhorta una vez más a guardar fidelidad, buscando fuerza en la lectura de las Sagradas Escrituras. La vida cristiana ha de estar sellada con el signo de la cruz, que es su mayor garantía de autenticidad. Una vida que camina hacia la perfección pasará necesariamente por el trance de la persecución. Pero el yugo del Señor es suave y su carga ligera (Mt 11,30). Comenta San Agustín:

«Observen que los que aceptaron ese yugo con cerviz intrépida, y aceptaron esa carga con hombros magnánimos, se ven probados por tantas dificultades de este siglo, que no parecen llamados del trabajo al descanso, sino del descanso al trabajo. Por eso el Apóstol dice: “todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo, padecerán persecución” (2 Tim 3, 12). Dirá, pues, alguno: “¿y cómo entonces es suave el yugo y la carga leve, puesto que el llevar ese yugo y esa carga no es otra cosa que vivir piadosamente en Cristo?... Bajo ese yugo suave y esa carga leve, oímos decir al Apóstol: “en todo nos comportamos como ministros de Dios, con mucha paciencia, en tribulaciones, necesidades, angustias, golpes” (2 Cor 6,4).

«Pues bien, todas esas asperezas y quebrantos que cita las padeció con frecuencia y abundancia, pero le asistía el Espíritu Santo, y éste, en la corrupción del hombre exterior, renovaba al interior de día en día, y le daba a gustar el reposo espiritual en la abundancia de las delicias de Dios, suavizando todo lo presente en la esperanza de la bienaventuranza futura y aligerando todo lo pesado. He ahí cómo llevaba el suave yugo de Cristo y la carga leve» (Sermón 70,1-2).

–El Salmo 118 nos enseña que los mandatos del Señor son motivo de paz y de sosiego en medio de las tribulaciones: «Muchos son los enemigos que me persiguen, pero yo no me aparto de tus preceptos. El compendio de tu palabra es la verdad, y tus justos juicios son eternos. Los nobles me perseguían sin motivo, pero mi corazón respetaba tus palabras. Mucha paz tienen los que aman tus leyes y nada los hace tropezar. Aguardo tu salvación, Señor, y cumplo tus mandatos. Guardo tus decretos y tú tienes presentes mis caminos».

–Marcos 12,35-37: ¿Cómo dicen que el Mesías es hijo de David? Si Cristo está sentado a la derecha del Padre, eso significa que es divino, de la misma naturaleza del Padre. Y Cristo, en efecto, es Hijo de Dios, pues David en el Salmo 109 lo llama «su Señor». San León Magno dice:

El Verbo divino, «aunque hizo suya nuestra misma debilidad, no por esto se hizo partícipe de nuestros pecados. Tomó la condición de esclavo, pero libre de la malicia del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento suyo fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder. Por tanto, el mismo que, permaneciendo en su condición divina, hizo al hombre, es el mismo que se hace hombre, tomando la condición de esclavo» (Carta 28, 3-4).

Sábado

Años impares

–Tobías 12,1.5-15.20: Vuelvo al que me envió. Vosotros bendecid al Señor. Antes de retornar a Dios, el ángel Rafael exhorta a toda la familia de Tobías a que sigan siendo fieles a la oración y perseveren en las buenas obras. Finalmente, les da a conocer su propia identidad. Alabemos también nosotros al Señor, démosle gracias por el ministerio de sus ángeles, y proclamemos sus inmensas maravillas para con nosotros. Dice San Juan Crisóstomo:

«“Lo primero, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo” (Rom 1,8). Exordio propio de un alma dichosa, que puede ser útil a todos para ofrecer a Dios los comienzos de sus buenas obras y palabras; y no sólo las suyas, sino también las ajenas hechas rectamente. Acción de gracias que hace el alma limpia y libre de toda envidia. Y que atrae mayor benevolencia para los que muestran su gratitud...

«Conviene que den gracias no sólo los ricos, sino también los pobres, no sólo los sanos, sino también los enfermos; no sólo los que tienen prosperidad, sino aquellos a quienes son adversas las cosas. Dar gracias a Dios cuando todo marcha bien no es de admirar, pero sí es admirable cuando peligra la nave y se levanta una tormenta. Por eso fue premiado Job y tapó la boca imprudente del diablo. Él mostró claramente que, cuando las cosas marchaban bien, no daba gracias a Dios por las riquezas, sino por el amor de Dios. Y mira tú por qué da gracias Pablo: no por el poder, ni por el imperio, ni por la gloria, pues todo esto no es digno de aprecio, sino por aquellas cosas que son realmente buenas: la fe, la libertad en el hablar» (Comentario a la Carta a los Romanos).

–Alabamos al Señor por tantos beneficios recibidos con el mismo himno del anciano Tobías: «Bendito sea Dios, que vive eternamente. El azota y se compadece, hunde hasta el abismo y saca de él, y no hay quien escape de su mano. Veréis lo que hará con vosotros, le daréis gracias a boca llena, bendeciréis al Señor de la justicia, y ensalzaréis al Rey de los siglos. Yo le doy gracias en mi cautiverio, anuncio su grandeza y su poder a un pueblo pecador. Convertíos, pecadores, obrad rectamente en su presencia: quizá os mostrará benevolencia y tendrá compasión»

Años pares

–2 Timoteo 4,1-8: Proclama la Palabra. Yo estoy a punto de ser sacrificado y el Señor me premiará con la corona merecida. El Apóstol, ya anciano, quiere que su colaborador sea fiel a su misión de evangelizador. Comenta San Agustín:

El Señor, «siendo justo, le dará como retribución la corona merecida (2 Tim 4,8), cosa que no hizo antes. Pues, oh Pablo, antes Saulo, si, cuando perseguías a los santos de Cristo, cuando guardabas los vestidos de los que lapidaron a Esteban, hubiera el Señor ejercitado sobre ti el juicio, ¿dónde estarías? ¿Qué lugar podría encontrarse en lo más hondo del infierno, proporcionado a la magnitud de tu pecado? Pero entonces no te retribuyó como merecías, para hacerlo ahora.

«En tu Carta hemos leído lo que dices acerca de tus primeras acciones. Gracias a ti las conocemos. Tú dijiste: “yo soy el último de los apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol”. No eras digno, pero Él te hizo serlo. No te retribuyó como merecías, puesto que concedió un honor a quien era indigno de Él, merecedor más bien del suplicio. “No soy digno, dice, de ser llamado apóstol”. ¿Por qué? “Porque perseguí a la Iglesia de Dios”. Y si perseguiste a la Iglesia de Dios, ¿cómo es que eres apóstol? “Por la gracia de Dios soy o que soy” (1 Cor 15,10). Yo no soy nada. Lo que soy, lo soy por la gracia de Dios» (Sermón 298,4).

–En la lectura anterior, Pablo suplica para el futuro, da gracias por el pasado y pone en el presente su confianza en Dios. La corona merecida es el futuro, el recuerdo del auxilio del Señor es su historia pasada, toda ella pura gracia. También nosotros, que tantos beneficios hemos recibido de Dios, le alabamos con el Salmo 70: «Llena estaba mi boca de tu alabanza y de tu gloria todo el día. No me rechaces ahora en la vejez; me van faltando las fuerzas, no me abandones. Yo seguiré esperando, redoblaré tus alabanzas, mi boca cantará tu auxilio y todo el día tu salvación. Cantaré tus proezas, Señor mío, narraré tu victoria toda entera. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas. Yo te daré gracias, Dios mío, con el arpa, por tu lealtad; tocaré para ti la cítara, Santo de Israel».

–Marcos 12,38-44: Esa pobre viuda ha echado más que nadie. De los mismos dones que el Señor nos ha dado, demos generosamente a Dios. Él es un buen pagador. Así nos lo asegura San Juan Crisóstomo:

«“El oro que piensas prestar, dámelo a Mí, que te pagaré con mayor rédito y más seguro. El cuerpo que piensas alistar a la milicia de otro, alístalo a la mía, porque yo soy superior a todos en la retribución”...

«Su amor es grande. Si deseas prestarle, Él está dispuesto. Si quieres sembrar, Él vende la semilla; si construir, Él está diciendo: “edifica en mis solares”. ¿Por qué corres tras los hombres, que nada pueden? Corre en pos de Dios que, por cosas pequeñas, te da otras que son grandes» (Homilía 76 sobre San Mateo).