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La presencia desmirriada de Dios

La realidad es Cristo. Todo lo demás es real en la medida en que participa de Él. José Rivera ha empeñado su vida en realizarse, es decir, en hacerse real, en pasar de las tinieblas a la luz. Por tanto, en configurarse con Cristo. Los últimos años este ardor se acrecienta. Busca ser uno con Él. Pero ahora su Señor se le hace aún más atractivo en la presencia desmirriada de los pobres. La belleza absoluta se le hace especialmente seductora en el Cristo que, en el pobre, aparece desfigurado. Los considerados despreciables por este mundo son el rostro adorable del Amado. José arde en pasión por los pobres porque en ellos vive un profundo desposorio con Jesucristo. Son un sagrario viviente. El Jesús adorado en la Eucaristía es el mismo buscado, amado, servido en el pobre.

«No podemos recibir las comunicaciones de Cristo si no las recibimos en todas las formas de comunicación; ahora bien, es evidente que una de ellas, situada posiblemente en la misma línea de la Eucaristía y después de ésta, es la presencia cuasi-sacramental en los pobres» (D. 15-XI-1989).


Una tendencia siempre presente y siempre insatisfecha

Hemos visto que, desde su ordenación, José Rivera ha querido ser un sacerdote pobre y cercano especialmente a los pobres.

Coadjutor en la parroquia de Santo Tomé, no cesa de visitar a los pobres que viven en cuevas junto al río. Pero, sujeto a la obediencia, tiene que vivir en la casa familiar, con las comodidades que ésta le ofrece. En Totanés sí pudo realizar su deseo de pobreza y de dar cuanto le llegaba a los necesitados. En sus años de formador en los diversos seminarios también se ha desprendido de todo, pero su vida no era tan pobre como deseaba y tampoco estaba dedicado a los más desvalidos.

En esta etapa final se acrecienta en él el espíritu de pobreza. Ya había hecho testamento para donar su cuerpo. Su biblioteca ha pasado al seminario de Santa Leocadia. De la casa familiar van desapareciendo día tras día los objetos que pudieran tener algún valor.

En ese afán por dar, por ayudar a los desvalidos, llega incluso a pequeños detalles: si ha recibido unos calcetines de invierno, no los usa, sino que pide a su hermana que los done a alguien. Una persona dirigida por él necesita un buen psicólogo y no se ve capaz de buscarlo: él mismo viaja a Madrid para buscarlo y comprometerse a pagar lo que cueste. Un gitano está preso a cientos de kilómetros de Toledo: Rivera viaja y le da el gusto de llevarle una guitarra.

Obsesionado por dar, por desprenderse, por hacerse pobre:

«Es preciso no tener, a no ser que me conste positivamente que Dios quiere que tenga. Es decir, es para tener para lo que hay normalmente que pensárselo dos veces o las que hagan falta… En cambio, para no tener, la tendencia debería funcionar más fácil y espontáneamente y también más confiadamente» (La caridad, Toledo 1992, 21).

Cuando los medios de comunicación dan a conocer hambrunas padecidas en ciertos países, Rivera parece rugir. Así, cuando se supo de la situación calamitosa de Etiopía, él incrementa sus ayunos, predica con fuerza enorme, clama para que los cristianos despierten. ¿Podremos salvarnos si dejamos morir de hambre a nuestros hermanos? En su despacho, en el que ya apenas queda una mesa y dos sillas, pone varias fotos de niños famélicos, recuerdo permanente de la pasión de Cristo y llamada a asumir su condición.

Se hace proverbial una frase repetida por él: «Si no puedo ir a la India, debo traer la India aquí». Si no se puede ejercitar la caridad estando con los más pobres, siempre será posible hacer propias las penurias que ellos sufren:

«Ya que no puedo dar de comer a todos, he de compartir sus hambres e insatisfacciones» (D. 21-IX-1989). «No se trata de ponerse del lado de los pobres, de los que sufren. Se trata de otra cosa: de sustituirlos, con otro estilo de pobreza y otro estilo de dolor, aunque la materialidad sea semejante […] Se trata de sustituirlos en la vida terrena, para alcanzarles la pureza eterna» (D. 10-II-1985).

Con esa convicción, Don José se ha despojado de todo. Pero ahora quiere dar un paso más. En la casa familiar, donde vive, pasa frío, y hambre a causa de los ayunos, y tiene posibilidad de llevar una existencia muy austera. Pero hay casas peores. Pide a personas de su confianza que le encuentren una vivienda mucho más pobre. Tras una temporada de búsqueda le encuentran lo que desea. José está contento y decide trasladarse. Pero, mientras tanto, un sacerdote muy cercano a él le ha contado estas intenciones al Cardenal. Enterado éste, llama a Rivera y le prohíbe cambiar de vivienda. Don José, una vez más, obedece y continúa viviendo en la casa familiar.

Si no puede vivir en una casa peor, sí acrecienta un estilo de vida más duro, más consonante con el que millones de pobres llevan en el mundo. Más cilicio, más frío, más ayuno… No sufre vivir en mejores condiciones que la multitud de personas que carecen de lo necesario. Amar es dar bienes, pero más aún asumir los males que padece el otro. Si nunca pudo compatibilizar con la mediocridad, ahora menos. Tiene ansias de ser radical.

«Creo sinceramente —escribe en su Diario— que no hay más aportación posible a estas fechas que morir de hambre con los que mueren de hambre […] He de recomenzar, llevándola mucho más allá que hasta ahora, esta manera práctica de vivir. No aceptar convites, no aceptar regalos de comida sino en dosis de hambre real» (D. 28-XI-1989).


La caridad de Cristo nos urge

Durante los últimos siete u ocho años de su vida, la pasión de Rivera por los pobres le enardece superlativamente. Predica con vehemencia. Reflexiona, ora… Y actúa.

Traba contacto con numerosos gitanos, que viven en condiciones precarias, y mantiene con ellos relaciones cada vez más abundantes. Los acoge con afecto, los trata con sencillez y humildad, bromea con ellos… Y se involucra en sus necesidades materiales.

Empieza por ayudarles con limosnas para que puedan solucionar problemas inmediatos. Después va a más: quiere ayudarlos para que tengan medios que les permiten vivir de manera autónoma, sin depender de limosnas esporádicas; medios con los que puedan ganarse honradamente la vida y mantener dignamente sus familias.

Como muchos de ellos se dedican a la venta ambulante, Don José comienza a comprarles furgonetas y mercancía para que puedan negociar y mantener a sus familias por sí mismos.

Según pasan los meses, la demanda se acrecienta. Cada vez son más los gitanos que conocen a Don José y que le buscan en su casa. Cada vez son más los negocios económicos en que se embarca Rivera.

Obviamente no tiene dinero. Y sin embargo, se empeña en cantidades grandes. Su predicación y su testimonio mueven el bolsillo de muchas personas cercanas a él, unos dirigidos, otros simplemente conocidos. Ellos le dan de sus ahorros. Pero el dinero no alcanza. Rivera pide. A veces, verbalmente, a las personas que conoce y trata; otras, por carta, también a personas no conocidas sino indirectamente. Son muchas las que escribe. Las plantea siempre desde la fe: Jesucristo sufre en el pobre; a usted se le ofrece la gracia de poder acercarse a Él y servirle con su ayuda. El donante es el primer beneficiado.

Las personas que se dirigen con él ven mermar con rapidez sus ahorros. No cesan de escucharle las palabras de san Juan: «Si viendo a tu hermano pasar necesidad le cierras las entrañas, ¿cómo podrás decir que está en ti el amor de Dios?» (1Jn 3,17). Le oyen continuamente predicaciones contundentes, abrasadoras… y entregan sus bienes. Y no precisamente porque se sientan halagadas por él. Al contrario, como afirmaba una bienhechora: «Cuando hago una limosna a otras personas, por ejemplo, a unas religiosas de clausura, éstas me agradecen efusivamente el donativo. Incluso muestran esta gratitud con algún detalle. En cambio, cuando la limosna –en una cuantía mucho mayor– se la doy a Don José, la actitud de éste expresa algo así como: ¿No crees que tienes que dar más, puesto que todavía tienes ahorros en el banco?»

En cuanto a aquéllos a los que pide por carta, hay reacciones diversas. Unos agradecen que les haga caer en la cuenta de la necesidad de la limosna. Otros, en cambio, se sienten molestos. Tal vez, en algunos casos, por ese estilo tan contrario a la adulación. Finalmente, unos meses antes de morir, el obispo le prohibirá que escriba estas cartas y que atienda a los gitanos.

Su testimonio estimula a otras personas. Entre sus dirigidos, muchos se implican en esta colaboración con los gitanos. Surge un pequeño grupo –llamado Zaqueo– que se reúne periódicamente con él y asume un compromiso más intenso y más concreto para ayudar a los pobres, sean gitanos, drogadictos o personas con cualquier otro tipo de necesidad.

Don José sufre porque los pobres no son atendidos debidamente, pero a la vez le alegra ver que su testimonio despierta la conciencia de no pocas personas. Y espera que al incorporarse otros la caridad adquiera un aspecto más práctico, pues está convencido de que ésta debe ser vivida también de un modo más inteligente, de forma que el necesitado pueda recibir la ayuda más eficazmente. Ratificaba esta idea bromeando: «Hay que hacer adecuadamente las cosas. No estaría bien que alguien tuviera que decir: estuve desnudo… ¡y viniste a verme!»

Pero mientras se logran estos objetivos, él no cesa de dar impulsos, aun sabiendo que las concreciones deben ser mejoradas.

Los que están más cerca de él se contagian de ese entusiasmo. Al seminario de Santa Leocadia vienen frecuentemente gitanos buscando ayuda. Para Don José es claro que el encuentro con los pobres es un elemento necesario en la formación de los futuros sacerdotes.

En su vida se introducen elementos quizá poco acordes con su manera de ser, no muy práctica: tiene que visitar casas de ventas de automóviles, talleres de reparación, negociar con vendedores, ir a los bancos, asumir letras… Por ayudar a los necesitados contrae cuantiosas deudas que va sorteando como puede. Su humor, no obstante, continúa siendo muy alegre. Su aprovechamiento del tiempo, sorprendente. En medio de todo ese tráfago, continúa su ministerio de dirección espiritual, es fidelísimo en la oración y las vigilias y sigue leyendo mucho. Los apuros económicos no parecen inquietarle, ni tampoco el asedio continuo de los gitanos.

Su deseo se ensancha. No se trata de ayudar un poco a unos pocos, sino de solucionar todos los problemas económicos, culturales, etc. de muchos.

Y sorprende la paga que espera a cambio: «Dios me premiará mis cuidados a los que sufren dándome la capacidad de sufrir» (D. 7-I-1990).


Una madre se desgasta

La dedicación de Rivera a los pobres, particularmente a los gitanos, no pasa desapercibida. En la ciudad es un fenómeno notorio. Y a nivel de diócesis es conocido y comentado.

Las críticas comienzan a aparecer. Hay quienes piensan que está invadiendo un campo pastoral que no le corresponde, asumiendo tareas propias de las instituciones caritativas de la diócesis. Y además lo hace con criterios muy diferentes a los usados por estas organizaciones. A Rivera se le acusa de ser una especie de Cáritas paralela a la oficial, que deja a ésta en mal lugar. Otros piensan que estamos ante rarezas de este sacerdote, que siempre ha sido un tanto especial. Y, por supuesto, muchos piensan que está malgastando el dinero, que es un iluso del que algunos pícaros se aprovechan, y que este modo de hacer caridad es inútil.

Las críticas llegan hasta el obispo, que, como hemos visto, le mandará –algunos meses antes de fallecer– dedicarse sólo a las tareas encomendadas y le prohibirá seguir pidiendo dinero.

También algún vecino manifiesta su incomodidad, pues los gitanos a veces causan alborotos a la puerta de Don José. Alguno pensó incluso en denunciarlo alegando que estas personas lo dejan todo lleno de suciedad y de piojos.

Don José no parece afectado por las críticas. De hecho así lo registra en su Diario. Incluso a veces, bromeando, comenta: «¡No querrán pobres cultos, educados, agradecidos, bien aseados y que huelan bien…! Un pobre es un pobre, y se caracteriza por lo contrario».

Los gitanos, por su parte, tampoco le hacen fácil la vida. Insisten, le asedian a cualquier hora y en cualquier lugar, exigen… Y en algún caso con modos agresivos. Parecen querer conseguir de este hombre lo que no tiene. Parecen no entender que este sacerdote pide para ellos, que no cesan de reclamar ayudas a Don José como si éste, teniéndolas, se las estuviera negando.

Hay después todo un sector de personas que le apoyan. Muchos le admiran. Otros le dan cuantiosas limosnas. Pero unos y otros, en el fondo, le siguen de lejos, sin comprender del todo esta «locura de caridad» que se ha desatado en el corazón de Rivera. Él es consciente de este quedarse solo. Quizá ha subido muy alto y quienes le valoran y le quieren, simplemente no tienen capacidad de escalar esas cimas.

Pocas semanas antes de su muerte anota en su diario esta realidad. Subraya que, aunque no le hace mella, es una cruz que sirve para vivificar a muchos:

«Y luego, en general, esta desaprobación general de casi todos mis modos de actuación, respetados, eso sí, por unos cuantos; pero compartidos… por nadie» (D. 10-II-1991).

Y en la última página que deja escrita:

«En cuanto menester de misión, creo que he sembrado ansia de cultura, y fervor de caridad, incluso respecto de los gitanos. Pero mis modos peculiares, no creo que los haya aceptado nadie, ni siquiera como punto de partida para realizarlos mejor» (D. 28-II-1991).

En su modo de afrontar la realidad de los pobres, particularmente de los gitanos, Rivera no deja indiferentes a los demás. Pero aún menos indiferente queda él ante esa realidad. Poco antes de su muerte constata progresos notables en su vida espiritual. Son, en buena parte, fruto de la oración, del estudio y de la mortificación. Pero, sobre todo, del trato con los pobres. En ellos reconoce una gracia particular de Dios:

«Pero lo fundamental en mi progreso es el trato con los gitanos, y la multitud y densidad de los «problemas» que me plantean en todos los niveles […] Ante todo, porque he esgrimido siempre, como criterio para discernir el influjo del Espíritu, la propia santificación. Ahora bien, la actitud hacia los pobres y el trato con ellos me estimula casi incesantemente a la confianza, a la mortificación, al entendimiento real de la pobreza, a la identificación con los pobres. Y esto último, ante todo, porque me obliga a moverme en su misma situación de inseguridad, de impotencia, de humillación» (D. 19-I-1991).

Frente a la objeción de la falta de eficacia en sus ayudas, él perfila su planteamiento afirmando que espera que, tras su impulso inicial, otros hagan posible, efectivamente, que la caridad resuelva de una manera más práctica las dificultades. Pero subraya que la primera intención es que los pobres, en este caso los gitanos, se sientan amados, experimenten que Cristo, a través de su Iglesia, los quiere. Ante todo, hacerles presente el Amor:

«Entiendo más y más, según pasa el tiempo, el amor a los pobres como actitud personal total del que ama, y total, en la realización. Y dirigida al más pobre y, desde luego, al «menos digno» de recibir ayuda. Por lo menos si se trata de misericordia y de testimonio. Con la salida en dilema: o, pese a su dureza, el pobre acaba en converso, y el testimonio vale particularmente por eficaz; o el pobre no muda de conducta, y el testimonio vale por la perseverancia del amor del amante» (D. 2-IV-1990).

Él sigue viendo en la madre la imagen más adecuada de lo que debe ser la caridad: una madre no da algo al hijo necesitado, sino que le da todo hasta quedarse ella sin nada; le da su vida; no quiere vivir bien mientras su hijo vive mal… Don José busca eso para él y para toda la Iglesia. Quiere vivir como los que de verdad no tienen recursos, que son muchedumbre.

«Toda madre genuinamente madre se desgasta por sus hijos» (D. 24-IX-1989). Así ha de ser de manera especial en el sacerdote. Y ciertamente a Rivera se le veía aviejado, gastado, buscando siempre cómo cargar más sobre sí el sufrimiento de los otros.

«Más y más –escribe– voy creciendo en la persuasión de que no existen sino dos términos de elección para una madre: o proporciono una manera de vida suficientemente digna y cómoda –así es lo humano– a mis hijos, o muero yo con ellos… Y no puedo admitir, salvo necesidad inmediata clara, ser tratado mejor que ellos…» (D. 15-XI-1989).

Piensa seriamente compartir la indigencia de los más necesitados. En los últimos años de su vida se plantea una huelga de hambre: rebajar las ya austeras dosis de comida hasta límites que no alcanzarían ni el nivel mínimo para vivir:

«La propia conservación merece poca atención. ¿Puedo plantear la vida de cara a morir de hambre, porque muchos mueren así? Los moralistas dicen que no. Pero sí que es una vocación cristiana posible» (La caridad, Toledo 1992, 28).

Él aduce el ejemplo del padre Kolbe, que voluntariamente pierde su vida por salvar a otro, y de Monseñor Kozal, que en el campo de concentración va repartiendo la mísera ración de comida que recibe para poder paliar el hambre de sus compañeros. ¿Y el mundo actual no es como un campo de concentración donde muchos perecen porque no reciben lo necesario?

Prudentemente consultó a un experto en moral y finalmente no llevó al extremo esa realización, pero sí intensificó sus ayunos, de manera que con cierta frecuencia sentía mareos, cuya causa era la escasez de alimentos. De hecho, con ocasión de una revisión médica, el diagnóstico y el tratamiento fue –en palabras del doctor Sancho– el siguiente:

«Hace relativamente poco tiempo –el doctor está hablando pocas semanas después del fallecimiento de Rivera– empezó a presentar unos edemas, es decir, unas hinchazones en párpados y maléolos, tobillos preferentemente; en esta ocasión se le hizo un completo reconocimiento, análisis incluidos; según me dijo uno de los médicos que le atendió, lo único que le encontraron fue hipoproteinemia, es decir, desnutrición, hambre, ayuno, en suma; y cuyo único tratamiento era hacer una comida caliente al día» (R. SANCHO DE SAN ROMÁN, Sesión académica en memoria de Don José Rivera Ramírez, Toledo 1991, 46).

En sus reflexiones responde también a otro comentario permanente en torno a él: los gitanos le engañan. Rivera afirmaba que Jesús hacía milagros sin preguntar previamente cómo iba a ser usada la salud recobrada. Tal vez el paralítico utilizase el brazo sanado para robar o abofetear a un hermano, tal vez la vista recobrada por el ciego sería instrumento de miradas lascivas… Jesús simplemente da:

«El amor disfruta con dar para que el otro haga lo que quiera. No es el arte de no dejarse engañar por los pobres. Ciertamente Cristo no actúa así con nosotros; Dios no ha convertido su amor para con nosotros en el arte de no dejarse engañar. Nos ha dado muchísimas cosas que hemos usado mal y Él lo sabía perfectamente» (La caridad, Toledo 1992, 20).

Igualmente su Diario responde a algo que esporádicamente ocurría: alguno de los gitanos que le visitaban se encolerizaba al no recibir la ayuda esperada y trataba con malos modos a Don José. Éste entiende que, como sacerdote, es también víctima que debe cargar sobre sí las consecuencias de los pecados propios y ajenos:

«Si N. me matara en uno de esos arrebatos de cólera […] se tomaría por su mano la justicia que el mundo le ha negado siempre –sus derechos desde niño a la educación, a la evangelización, a los bienes temporales que tantos disfrutan– eligiendo para particularizar tales justicias una persona que al cabo está destinada por Dios para cargar con las consecuencias de los pecados de la sociedad» (D. 29-XII-1989).


Una Iglesia pobre apoyada en los pobres

Rivera entiende que arder de amor a Jesús en el pobre es una actitud propia de toda la Iglesia, que, como esposa, quiere configurarse con su Señor. Piensa de manera especial en la Iglesia diocesana.

Madre, como fruto de ser esposa, la Iglesia ha de vivir en consonancia con lo que es. Y esto debe llevarla a gastar y a desgastarse por los hijos más necesitados.

La pretensión de Don José no es, por tanto, que sólo algunas personas, a modo individual, den limosnas a los pobres, sino que la Iglesia, como tal, recorra el camino de la pobreza y de la caridad extrema, haciendo realmente visible su opción preferencial por los pobres.

Don José constata que, si bien se hacen obras buenas, falta mucho para alcanzar una pasión maternal de la Iglesia por los más abandonados:

«La caridad se vive en caricatura, contra las expresas llamadas y ofrecimientos de la Palabra divina, oída hasta cierto punto, pero nunca escuchada, obedecida. Los pobres son continuamente degradados, escarnecidos. No se puede hacer una advertencia a un rico –quiero decir: una persona acomodada–, pero los pobres son tratados con desprecio, insultados, han de sufrir desplantes, advertencias, dilaciones en sus necesidades, ¡aun ficticias, si así lo quieren los acomodados!» (Reflexiones personales, 1990).

La pena que esta situación le produce le impulsa a actuar, a expresarse. No es sufrimiento paralizante, sino estimulante. Sus predicaciones, siempre ardientes, tienen también un tono de denuncia, que no es desamor contra nadie, sino deseo vehemente de que todos vivan la caridad tal como Cristo quiere. Anhela que la Iglesia sea un hogar de amor, que caldeará a unos, derretirá el hielo de otros y, en la oscuridad de este mundo, será luz para todos.

Este modo de predicar, tanto por los contenidos como por la vehemencia, despertó recelos, incomprensiones, críticas y denuncias ante el obispo. Pero no por eso cesa de hablar. Siente que el clamor de los pobres del mundo entero no encuentra eco adecuado en la Iglesia, cuyo rostro queda dañado precisamente por esa atención insuficiente a los más menesterosos. Así escribe dos meses antes de su muerte.

«La cachaza con que enfrontamos las desgracias y dolores enloquecedores de la humanidad circundante, constituye pecado gravísimo… y origina nuevas y más densas pesadumbres, que derrumban la Casa de Dios» (D. 8-I-1990).

Piensa que la Iglesia puede y debe solucionar muchos problemas de muchas personas. Una madre no queda indiferente ante los sufrimientos de sus hijos, sino que se implica en ellos con todo lo que es y lo que tiene. «¿Qué madre –decía Rivera– viendo sufrir necesidades a sus hijos, se limita a enviarle una limosna mientras ella continúa viviendo confortablemente?» Las personas y las instituciones eclesiales han de revisar sus posesiones desde la perspectiva de los pobres.

«Nuestra actividad caritativa no puede limitarse a proporcionar comida a un número de pobres, por alto que sea, sino que ha de dirigirse inmediatamente a solucionar todos sus problemas. El poder de la Iglesia, ahora mismo, es enorme […] Cuenta ya con medios de alcance casi indefinido. No tenemos que andar buscándolos… La Iglesia diocesana dispone de bienes muy sobrados, como he notado tantas veces, en “su patrimonio” –así se le llama: el patrimonio de la Iglesia– y en sus miembros. Y no puede dudarse, sin pecado, de que el Espíritu Santo les impulsa a su administración bajo el impulso de la caridad» (D. 3-XII-1989).

Para José Rivera es claro que la caridad no mira sólo a la solución de problemas alimenticios, habitacionales, laborales o culturales. Él piensa siempre en el bien integral: que los pobres –sintiéndose amados– sean evangelizados. Él mismo lo intentó, visitándolos en sus casas, enseñándoles a orar, celebrando bautismos… Pablo Jiménez, gitano, lo recuerda así:

«Él comía conmigo y me invitaba y enseñaba a rezar el Padrenuestro y otras oraciones a mí y a mis hijos. Nos trataba de educar… […] Para mí como si fuera del cielo» (Positio, testigo 5).

Además se preocupó de que algunas personas intentaran acercar a estos hermanos a la experiencia de Cristo y no dejó de pedir que a algún sacerdote se le nombrase capellán de gitanos para poder entenderles mejor y, en consecuencia, evangelizarles mejor.

Para él, evangelización y pobres son temas profundamente interrelacionados:
«El negocio de los pobres, con toda la extensión que yo lo contemplo, con mucha más aún, es ciertamente fundamental en la propagación del evangelio» (D. 2-III-1990).

Ellos no sólo son los destinatarios prioritarios de la evangelización, sino sus agentes más eficaces.

«Hemos de plantearnos cómo realizar la caridad, para que nos evangelicemos unos a otros. Y para que los pobres lleguen a evangelizar ellos mismos. ¿Me quema el que todavía los pobres no conozcan a Cristo? […] Hemos de invertir por completo los criterios con los que durante mucho tiempo se ha actuado en la Iglesia. Hay que evangelizar a los pobres: sólo así se convertirán también los ricos. Dios elige descaradamente la pobreza. Hay que cambiar la mentalidad que, en este aspecto, predomina en la Iglesia» (La caridad, Toledo 1992, 54).

Los pobres son los más aptos para acoger el Evangelio y para transmitirlo. «La evangelización comienza por «abajo»; es subversiva, son los pobres los que tiene que evangelizar a los acomodados, a los ricos, no viceversa» (Reflexiones personales, 1990).

Las cárceles, los hospitales, los centros para drogadictos o alcohólicos… han de ser puntos preferenciales de la acción pastoral de la Iglesia. Y a esos lugares deben ser destinados sacerdotes especialmente valiosos.

Rivera ve en los pobres a Jesús crucificado, de quien brota el río de vida que es el Espíritu Santo, alma de la evangelización. Por eso está persuadido de que son fundamentales en la Iglesia. No sólo destinatarios de la caridad de los cristianos, sino piedras vivas particularmente valiosas para la construcción de la Iglesia:

«Los pobres son –con el Obispo y la Liturgia– la base de la Iglesia. Deben ser ya evangelizados y evangelizadores, encontrarse en su casa en la Casa de Dios; porque lo es» (Reflexiones personales, 1990).