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Firme en la tempestad

Cuando José deja la casa de los Hermanos de San Juan de Dios –verano de 1965– en Roma se está concluyendo el Concilio Vaticano II. En el agitado tiempo postconciliar Rivera será un ejemplo de estabilidad. Arraigado cada vez más en lo eterno, en lo inmutable, los vientos y las borrascas de la superficie no consiguen hacerlo tambalear. Fiel a lo esencial, gozoso en su soledad, anclado en la roca firme que es Cristo, descubrimos en él un baluarte que es presencia de Otro.

Se le puede aplicar un bello texto de Péguy, citado en un libro sobre el sacerdocio que publica Y. M. Congar en estas fechas:

«Todo cristiano es hoy un soldado, el soldado de Cristo… Nuestras fidelidades son fortalezas… Todos nosotros somos islotes batidos por una tempestad inmensa y nuestras casas son fortalezas en el mar… No hay nada tan bello como la fidelidad en la prueba, no hay nada tan bello como el valor en medio de la soledad, no hay nadie tan grande como aquel a quien se le confía el puesto de la soledad» (Y. M. CONGAR, A mis hermanos, Salamanca 1969, 237).


La primavera se hizo tempestad

A sus 39 años José regresa a Toledo, donde es nombrado vice-director de la casa de ejercicios, en la cual residirá durante una temporada.

En esta época, octubre de 1965, comienzan ya las convulsiones que agitarán durante años a la Iglesia, tomando como pretexto la aplicación del Concilio Vaticano II. Son años de desconcierto. Las inmensas esperanzas suscitadas en torno a la celebración del concilio se tradujeron en fuerzas auto-destructoras, en desorientación doctrinal y en pérdida de vitalidad apostólica. Muchos sufren por el desmoronamiento de la Iglesia. Muchos abandonan: comienza ahora el fenómeno de la secularización de numerosos sacerdotes.

José sufre, pero no pierde la alegría. Y tampoco se extraña. Ve en todo esto la providencia purificadora de Dios. Y constata que, en cierto modo, éstas son las consecuencias de la mediocridad que él había denunciado ya en sus tiempos de seminarista.

Predicando, por ejemplo, ejercicios espirituales en una diócesis de abundante clero, un sacerdote le había objetado: «Tú hablas como si vieras a Cristo vivo a tu lado». Don José había respondido: «Sin esa experiencia es imposible mantener el celibato y una vida sacerdotal gozosa y fecunda». No mucho tiempo después ese presbiterio, numeroso, empezó a desmoronarse y su seminario quedó prácticamente vacío.

Y es que donde no reina la santidad es inevitable que entre la corrupción.

La propia diócesis de Toledo, que vive en esta época el final del pontificado del Cardenal Pla y Deniel, comienza a asistir al progresivo y casi total vaciamiento de su seminario.

Especialmente llamativa es también la crisis de Acción Católica, hasta ahora instrumento de gran fecundidad en las diócesis españolas. Cuando tiempo después Rivera hable de las causas de esta crisis citará, entre otras, la ausencia de pobres militando en el movimiento y el no haberse apoyado descaradamente en medios pobres.

Con humor, también indicará la mediocridad episcopal como raíz de la crisis eclesial. El catecismo hablaba de pedir en la oración dones y mercedes. Y Don José, con sorna, subrayaba que a los obispos se les concedían las mercedes a través de Franco, en alusión al fastuoso vehículo que el jefe del Estado les daba a cada uno.

Frente a la ideologización que parecía querer invadirlo todo, él busca centrarse en lo esencial. Va experimentando la inutilidad de muchos medios y la necesidad de aplicar los más estrictamente sobrenaturales. Experiencia ésta que comentará de la siguiente manera años después, cuando la crisis persistía y se agravaba:

«En esos ambientes que ahora frecuentas, entre tirios y troyanos, quiero decir entre progresistas y conservadores, no hay cristiano apenas que crea en la Iglesia, ni en la Trinidad, ni que ame al prójimo, que sólo es prójimo por su relación con las Personas divinas, realizada en la Iglesia, de una u otra manera. Yo, que tanto casco [hablo], estoy cada vez más convencido de que en los tiempos especialmente difíciles hay que volver casi exclusivamente a lo esencial, y lo esencial interiormente es la fe, la esperanza y la caridad, y en cuanto a realizaciones concretas la oración y la cruz. Y todo lo demás viene a ser nada o poco más de nada, o puro daño –como creo que está siendo una buena parte de las cosas que se hacen hoy en el «apostolado» por una parte y por otra» (Cta. 8-III-1972).

Califica como excéntricos, descentrados, a estos «tirios y troyanos», es decir, a quienes viven desde una ideología:

«Excéntrico es el que se consagra a pensar cuál es la próxima novedad que va a realizar, y excéntrico es el que se anquilosa en las rutinas heredadas» (CEst. 23-V-1966).

El, por su parte, intenta vivir en el centro real: la persona de Jesucristo.

Mientras tanto la sociedad española va cambiando. Crece el despegue económico, se acrecienta la afluencia de turistas, prosigue el éxodo de los pueblos a las ciudades, los emigrantes continúan enviando divisas… Imperceptiblemente se va gestando un divorcio entre la mentalidad corriente y la mentalidad cristiana.


La luz del estudio

Para José Rivera una de las causas de la crisis post-conciliar está en la actitud superficial con que se afronta la realidad. Superficialidad que se alimenta con la ausencia de estudio serio y riguroso. Se asombrará de la facilidad y de la frecuencia con la que se repiten tópicos que son falsos o, cuando menos, parciales, insuficientes.

Frente a ello José redobla su dedicación al estudio. Ya le vimos desde pequeño sumergirse en los libros y no abandonarlos a lo largo de los años. Ahora esta tendencia parece acrecentarse. El ritmo es vertiginoso. Sólo leyendo sus cuadernos de estudio y su diario podemos atisbar, asombrados, la abundancia y amplitud de sus lecturas, que ponen de manifiesto la presencia de una personalidad egregia.

Desde finales de 1965 a finales de 1966 le encontramos leyendo (y muchas veces resumiendo y comentando esos libros) obras de Scheler, Otto, Ramsey, Berdiaeff, exégesis sobre el evangelio de san Juan, Guardini, Dostoyevski, clásicos como Ovidio, poetas como Hierro o los hermanos Machado, artículos de Balthasar… y, por supuesto, va reflexionando hondamente los documentos del concilio, a cuya lectura va incorporando también estudios relacionados con ella; por ejemplo, cuando lee Lumen Gentium acude a la vez a estudios de diversos teólogos sobre la Iglesia.

¿Cómo puede mantener este ritmo intelectual? En primer lugar por su capacidad para leer con mucha rapidez. Un ejemplo:

«Leyendo los textos conciliares, pensé que en la Iglesia estaba sucediendo hoy mucho de lo que Ortega llamaba la rebelión de las masas, y se me ocurre releer la obra. Anoche lo hice –todo de un tirón– y efectivamente, no he quedado defraudado» (CEst. 4-I-1966).

Una noche, un libro, y de la densidad del citado. Claro que este autor ya lo había leído a los catorce años.

El fenómeno no es infrecuente: «Me he quedado estudiando toda la noche» (CEst. 30-IV-1966), anota en otro momento, y en muchas ocasiones habla de tiempo de sueño restringido para poder leer en la quietud nocturna.

Poco después, en 1972, descubre que tal vez da excesiva importancia al estudio, y decide, manteniendo la abundancia de éste, priorizar mucho más la oración.

Otra razón para que pueda mantener tan intensa vida intelectual es su vigor y su pasión por la realidad:

«Estos días no he dejado de escribir, pero sin fechar. Me siento con desaforado vigor. Apenas duermo, pero trabajo incesante e incansablemente; únicamente siento algo así como vértigo, pero no se llama vértigo, pues no es la sensación de quien se ve en la altura, sino de quien contempla amplísima extensión. Y le acosa el ansia de recorrerla. La simple exposición de las tareas de estos días, parecería abrumadora» (CEst. 2-VI-1966).

Igualmente su capacidad de concentración en circunstancias adversas le permite esta sobreabundancia de lecturas. De hecho, en esta época predica numerosas tandas de ejercicios espirituales y retiros:

«Realizo mi tarea intelectual… pero en qué condiciones! Esta noche sólo me he tumbado hora y media… Sigo con la misma idea: ¿por qué no me liberan de todo lo demás, y me permiten dedicarme a pensar?» (CEst. 28-IX-1966).

Su pequeño cuarto de la casa de ejercicios luce una biblioteca no muy numerosa (otros muchos ejemplares están en la casa familiar), pero sí muy variada: desde la correspondencia entre Gide y Claudel hasta exégesis bíblicas muy rigurosas, desde Santos Padres hasta poetas modernos y estudios literarios, desde psicología hasta místicos o autores clásicos o novelistas franceses o rusos…

Un día alguien que entró en su habitación le corrigió fraternalmente: tanta disparidad de lecturas no podrá generar un pensamiento claro y ordenado. El intenta explicar: su síntesis parte del contacto con la Realidad, las Personas divinas. Ahí va incorporando todo, porque todo, de un modo o de otro, es signo expresivo de esa realidad infinita.

Aunque la tarea pueda parecer ardua, incluso extenuante, a él le resulta un juego. Leamos cómo vive con actitud lúdica:

«Cuando leo alguna obra de talla, me parece como si todos hubieran fabricado materiales para mi visión gigantesca, infinita. Y todo esto lo realizo como jugando. Para mí la diferencia entre el virtuoso y el santo, en el campo de lo fundamental, entre el hombre inteligente y el genio, es que los primeros trabajan –con su seria conciencia de trabajadores– (y qué hombres tan respetables, tan dignos de veneración, de fama, de admiración!, pero también, qué hombres tan aburridos!, y tan cargantes!); y los segundos juegan, juegan simplemente como cuando eran niños. Lo psicológico está ya tan identificado con lo ontológico, que de su propia vitalidad brota la obra, la acción y el resultado tal como debe ser. Cierto, en todo ello está la incomprensible, la inefable actividad divina, la conducción del Espíritu, que, por lo demás, se ha definido también como un juego» (CEst. 21-IV-1966).

En su momento se preguntará si la misión que Dios le encomienda consistirá en aportar un enfoque original de la vida espiritual. Ello llevaría consigo oración y estudio, pero también conversaciones con los demás y dejarse iluminar por la realidad tal como la obediencia se la vaya ofreciendo.

Además del estudio, Rivera en esta época queda fascinado por la música. Para escucharla usa un magnetofón, que le han regalado, y la radio, en la que sintoniza una emisora que brinda programas de música clásica. José encuentra tiempo para escuchar y disfrutar:

«He escuchado música a grandes dosis. Siento viva curiosidad por conocer el funcionamiento interior de mi capacidad para la música» (CEst. 2-VI-1966).

Meses después anota su queja por no haber tenido acceso antes a este arte, del cual afirma no entender, pero sí sentirse arrebatado por él. He aquí su queja:

«Estoy escuchando la obertura nº 3 de Bach. En esta época, me ocurre frecuentemente el pensamiento de que me han ocultado –por supuesto, no a mala idea– las bellezas más intensas del mundo, que son al cabo, fuera de las sobrenaturales –pero en íntima conexión con ellas– las más claras y decisivamente manifestativas del amor del Padre. ¿Cómo he podido vivir tantos años sin gozar de la lectura de la Divina Comedia, la Eneida, Ovidio… O de la audición de Strawinsky o Bach? […] ¡Cuánto habría que cambiar en la educación!» (Estudios Bíblicos, 14-V-1967).


Anclado en lo esencial

Siguen transcurriendo los meses y la crisis eclesial parece arreciar cada vez más. «El ambiente –anota Rivera– se ofrece más bien oscuro. Los días pasados hemos celebrado los retiros de sacerdotes y la falta de fe es densísima» (CEst. 21-IV-1967). El desconcierto continúa.

En alguna ocasión será convocado para reuniones de planificación pastoral diocesana. El plantea lo que han de ser claves imprescindibles: santificación personal, oración, cruz… No es comprendido por sus hermanos sacerdotes, que se quedan en una actitud, más superficial, de mera distribución de cargos, mientras le miran a él como alguien un tanto ajeno a la realidad. De hecho en estos días se habla mucho de «partir de la realidad», a lo cual Rivera responderá siempre que sí, con tal de que no haya reduccionismos: la Realidad por antonomasia son las Personas Divinas. Incomprendido por muchos, éste será un tiempo de soledad interior para él. Algún año después anotará en su diario:

«El hombre aguanta poca profundidad; un pobre ser somero, un débil pájaro nocturno ante la luz. Como en la caverna del mito platoniano, el que anuncia la visión auténtica de las cosas, tal como se ofrecen a los ojos del iluminado por la luz, es tomado por loco, por extravagante, por exagerado […]

Todo el que asciende a la cumbre de la verdad, todo el que desciende a las insondables profundidades del propio corazón, donde aguarda la Trinidad, se va encontrando solo […] Quien intenta ascender o descender hacia la Realidad, hacia Dios, ése se encuentra, sobre la tierra, como un viajero indefectiblemente solo. Llegado a cierto punto del camino, dos pasos más, te sitúan en perfecta soledad. Pero están los santos. Cada vez me hallo más en amistad con ellos» (D. 28-VI-1972).

En octubre de 1966 comienza a impartir «Teología de la vocación» en el seminario diocesano, agitado por las ideologías del momento. Es nombrado también confesor de los seminaristas, algunos de los cuales, por ejemplo Demetrio Fernández, descubren en él un guía seguro y lo tomarán como director espiritual hasta su fallecimiento.

Sigue viviendo en la casa de ejercicios, donde da numerosas tandas, a la vez que sale también a pueblos y a otras diócesis a predicar retiros. Por supuesto, sigue con su ritmo de audiciones musicales y lecturas. Y aprovecha, cuando va al seminario, para visitar a sus padres, ya ancianos.

En los inicios de 1967 es operado de hemorroides y poliposis rectal por el Dr. Torrecilla en la clínica Santa Lucía. El postoperatorio es muy doloroso y le lleva a tener que pedir analgésicos para poder paliarlo. Semiconsciente todavía, a causa de la anestesia, quienes le acompañaban le oyeron decir esa frase de Pío XII que él llevaba tan grabada en su corazón: «Misterio verdaderamente tremendo que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo Místico». Años después, recordándolo, él bromeaba a propósito de su reacción «tan devota», pero lo cierto es que quienes estaban con él en ese momento se impresionaron al percibir cuál era la actitud con la que estaba sufriendo y cuán profundamente la tenía arraigada.

Este mismo año de 1967, el 20 de mayo, le trae la muerte de su padre. Aunque consciente de los defectos de éste, José no duda de su salvación; por eso, su fallecimiento lo vive con esperanza; en todo momento reacciona de manera espontánea en clave de fe, descubriendo que en su padre ha acontecido el misterio pascual de Cristo. Anotamos una reflexión posterior que nos arroja luz sobre su personalidad:

«Y no olvidar que papá es el hombre a quien yo más me parezco. El que no logró hacerse querer, sino de quienes apenas le conocieron. O de quienes le conocimos mucho. Es, muy posiblemente, quien me ha marcado más que nadie en este mundo. Y no sólo porque me ha traído a él, pues ello no necesita reflexión; y no sólo porque al ser mi padre me ha transmitido un modo de ser, un estilo de vida; sino porque la convivencia con él me ha hecho, reflexiva o inconscientemente, reaccionar de peculiar manera, ante muchas cosas o acontecimientos. En primer lugar, esta convicción de que nadie, en convivencia continuada, podría quererme, lo mismo que a él no le quisieron. Acaso esta hambre, que yo pienso que él padeció toda su vida, de ternura, de comprensión, que yo comprendí dichosamente que sólo Dios –pero Él sí, pero Él sí podía y quería– era capaz de saciar, puesto que Él me la había puesto. Si alguna virtud me reconozco, es esta persistencia, esta facilidad, esta claridad en la fe. Y esta confianza, porque la fe es justamente fe en el Amor, en Dios que es Amor. Y no está, no, mal dicho, que la esperanza brota, muy a menudo, de la desesperación. En el plan de Dios, fue ciertamente necesario que yo pensara seriamente en el suicidio –¡hace ya tantos años!– para que en toda mi vida de adulto haya una seguridad tan desaforada, naturalmente hablando, en la vida» (CEst. 1-I-1969).

Las ocupaciones siguen aumentando. Además de las clases y las confesiones en el seminario, los numerosos retiros y ejercicios que predica suscitan en muchas personas el deseo de conversaciones particulares con él y rematan en una dirección espiritual formalmente llevada. En el verano de 1968, ante el crecimiento de toda esta actividad, se pregunta seriamente si no tendría que vivir su sacerdocio de otra manera, con menos ocupaciones exteriores y más dedicación al estudio y la oración. Y es que, en esta época, siente todavía como una interrupción aquello que son solicitaciones externas, pues su complacencia la encuentra en la soledad de la oración y el estudio:

«De verdad que yo sólo vivo cuando los demás duermen. En cuanto apunta el día comienza una cierta sensación de fin, como si hubiese acabado la vida auténtica. Ya puedo, en cualquier momento, sentirme requerido por alguien, tropezar personas que me interroguen, me hagan salir de mí. Hasta entonces es la paz perfecta; sólo Dios y yo en comunicación» (CEst. 15-V-1968).


Maestro espiritual

Durante el curso 1967-68 la crisis eclesial zarandea con fuerza el seminario diocesano. Es como un eco del famoso mayo del 68 francés. José, sin embargo, hace pocas alusiones a estos fenómenos. En alguna ocasión a algún interlocutor, preocupado por la situación, le insta a ver la realidad en toda su dimensión: aunque el mal pueda ser muy grave, la presencia de las Personas divinas es un bien tal que hace palidecer cualquier desgracia. Vive muy en el hondón de su alma, donde se desarrolla la existencia más verdadera. «Para mí –escribe– toda actividad hacia fuera es muy accidental» (CEst. 22-I-1969).

Desde ese interior vive la crisis que está padeciendo la Iglesia. Constata la imposibilidad de colaborar con quienes han adoptado otras claves, por ejemplo, las misioneras que en ese momento dirigen la casa de ejercicios, de la que es invitado a salir; pero también con sacerdotes que tienen responsabilidades importantes en la diócesis:

«No puedo afanarme en su tarea, que creo radicalmente –este vocablo es el preciso– equivocada. Su labor no tiene raíces en la realidad, pues se azacanean, y yo no dudo que con muy meritoria buena voluntad, en lograr frutos para Dios. Pero partiendo –como ellos gustan de repetir– de la realidad. Es decir, de la realidad visible: de la irrealidad» (CEst. 25-I-1968).

Entiende que la crisis es un viraje hacia la superficialidad, hacia el hacer aparente, hacia el paganismo. Ve que se queda solo en la lucha seria, profunda, en la que desea permanecer enfrentándose al misterio de iniquidad. Entresaquemos algunas frases de una página en la que reflexiona sobre esta situación:

«Yo contemplo entre asombrado, apenado y gozoso, este lento, pero ininterrumpido, viraje de la mayoría de los católicos hacia regiones paganas […]
Me siento solo […] Mi quehacer habrá de ser meramente interior. Cada vez más puramente interior.
Nunca, como ahora, he comprendido que si el grano de trigo no muere no fruta. Nunca había pensado, como ahora, que morir es mi tarea única […]
Me asfixio en determinados ambientes […]
Y no tengo, no tengo de ninguna manera, ganas de luchar con los hombres. Prefiero lidiar con el demonio a solas, ensayarme a cogerle a él mismo por los cuernos, con el peligro, indudable, del revolcón y la mortal herida. Pero con la gracia de Dios, con el impulso del Espíritu, con la ayuda de los ángeles y de los santos; no en la turbación indescriptible de la ciudad del mundo. Que me dejen, Señor. Si ellos no me desean; si los que podrían, los que deberían, ser mis camaradas de combate, prefieren alinearse en otras filas, o pelear de otra manera […] Pero que me dejen en paz. Con mi silencio, con mis libros, con mi soledad, con Dios, a luchar mis batallas interiores, más graves a lo mejor; pero más serias, verdaderas, reales… Es la mentira lo que no soporto» (CEst. 25-I-1968).

Durante ese curso, un grupo de seminaristas, cansados del desconcierto ambiental, y deseosos de encontrar luz en su formación, piden tener un año de espiritualidad, fuera del seminario, con Don José Rivera. El obispo se lo concede y en el otoño del 68 se instalan en la casa de ejercicios de Talavera de la Reina.

El objetivo de ese año era que cada seminarista pudiera ahondar serenamente en su experiencia de oración y estudio gratuito. En ese clima se proponía también una síntesis de Teología y un discernimiento de la vocación. Algunos se afianzaron en su certeza de la llamada al sacerdocio y otros descubrieron que su camino de santificación pasaba por el matrimonio. Todos concuerdan en que fue un año muy valioso para ellos, rico en experiencia de fe, en conocimiento de sí mismos, en claridad vocacional, en certezas fundamentales frente a la perplejidad generalizada. Y todos afirman la fuerza del testimonio de Don José, esperanzado y desbordante de alegría, estudioso, orante, mortificado, siempre proclive a la risa. Y muy libre.

Durante este curso de espiritualidad él mismo, con la ayuda esporádica de José María Iraburu, se encarga de dar las introducciones a cada tratado teológico, para que después el seminarista estudie personalmente. También les explica temas de espiritualidad, en los que se muestra como experto maestro. Plantea a los seminaristas el ideal de terminar el año conociendo bien las obras de Santo Tomás de Aquino y de Santa Teresa de Jesús. Y elabora para ellos esquemas diversos que les ayudan tanto en el estudio teológico como en la vivencia del año litúrgico y en el conocimiento de sí mismos. Y se muestra siempre disponible para conversar en particular con cada uno.

Habitualmente, después de celebrar la Misa con los seminaristas, desayunaba con ellos y, al mediodía, les acompañaba en la comida. No siempre cenaba y, en todo caso, algún o algunos días no aparecía por el comedor. El ayuno se intensificó notablemente (imposible disimular en una comunidad tan reducida) cuando llegó la Cuaresma. A los testigos les falla la memoria y no consiguen concordar con exactitud cómo era su dieta, pero todos afirman que el ayuno fue muy riguroso. Una religiosa le llevaba a su cuarto agua, café y galletas; éstas no las cogía nunca, y el café dejó de tomarlo caliente; más aún, con frecuencia tomaba en una mano un poco de café soluble, se lo llevaba a la boca y después bebía del grifo… simplificación, mortificación del gusto… El café tenía como objeto ayudarle a dominar el sueño. En este punto los testigos son también unánimes: dormía muy poco. Si alguno iba en la noche a la capilla lo encontraba allí, en oración. Otras veces, siempre durante la noche, veían la luz de su habitación encendida… Un seminarista que sólo dormía cuatro o cinco horas afirma que en la noche siempre vio que estaba en la capilla o que estaba encendida la luz de su cuarto. La curiosidad les llevó a descubrir también que Don José usaba cilicio; pero, eso sí, no se le notaba ningún gesto que lo pudiese delatar.

Su vida intelectual prosigue con intensidad. Piensa que debe ahondar más en santo Tomás, pues hay matices de él que no aplica bien a la vida. Vuelve al estudio del hebreo, lee las obras de diversos literatos (Rilke, Calderón, Bloy, Bernanos, Bousoño, Aleixandre, etc.), de teólogos modernos (Chenu, De Lubac, Schillebeeck…), de filósofos como Ortega; profundiza en la Biblia, no sólo leyendo el texto, sino ayudándose de estudios especializados. Y todo esto procura hacerlo en el idioma original, pues domina bien el griego, el hebreo, el francés, el inglés, el italiano… Incluso cuando no domina una lengua intenta conocer la obra en su idioma propio; es el caso de Rilke: Don José se sumerge en su lectura en alemán, aunque tiene que ayudarse de la traducción castellana.

Periódicamente regresaba a Toledo, a la casa familiar. Indefectiblemente se le veía cargado con una maleta o una caja llena de libros leídos, que devolvía a la biblioteca sita en el hogar paterno, y que volvía a llenar con otros para leer en la temporada siguiente. Por supuesto, el trayecto que le separaba de la estación de autobuses, bastante largo, lo hacía andando, sin ahorrarse ninguna molestia, fuera cual fuera el clima. Evidentemente busca siempre el transporte público. Durante toda su vida se negó a poseer vehículo propio. Más aún, como ya hemos visto, buscaba siempre el transporte más incómodo. A las objeciones (con otros medios se puede llegar antes y más descansado) respondía, trayendo a colación el ejemplo de san Antonio María Claret: «Se llegará antes, pero ¿se llegará mejor?» Una cosa es la eficacia y otra el testimonio evangélico. En el sacerdote no se busca al hombre eficaz, sino al hombre fecundo, y la fecundidad pasa por el empleo de medios evangélicos.

Entre estos medios, él siempre valoró mucho la pobreza. Cada mes, tras recibir el dinero que la administración diocesana le había asignado para su sustento, continúa con la práctica de siempre: primero paga las deudas pendientes, después su estancia en la casa de ejercicios y, si queda algo, bien lo dona o bien compra algún libro. Y comienza el mes sin nada en su haber. Más de una vez tuvo que pedir a los mismos seminaristas para poder hacer un viaje.

Sigue también interesándose por los más desfavorecidos. Un ejemplo: la familia de uno de los seminaristas ha emigrado a Madrid. Los primeros tiempos son difíciles; tienen que alojarse en una casa de precarias condiciones, donde no hay luz eléctrica ni agua corriente. El seminarista lo comenta con Don José. Éste le dice que deben vivir en una casa digna e inmediatamente comienza a pedir dinero para poder conseguirla. Transcurrido poco tiempo, gracias a esta ayuda de Don José, esta familia puede adquirir una vivienda adecuada.

Durante este curso de espiritualidad, Toledo recibe a su nuevo obispo, Don Vicente Enrique Tarancón, que permanecerá en la diócesis cuatro años. Don José será siempre respetuoso y obediente, pero dista mucho de sintonizar con sus criterios y con los de sus colaboradores más inmediatos. Sufre, en medio de su permanente alegría, porque entiende que los planteamientos que se hacen en la cabeza de la diócesis no conducen a ésta por el camino correcto. Rivera tendrá siempre, al más puro estilo profético, una visión de la realidad no siempre coincidente con quienes tienen responsabilidades de gobierno. Y en esa tensión vivirá crucificado hasta el final de su vida.

En la primavera de 1969 su madre entra en situación de gravedad. José grabará para ella una hermosa reflexión sobre la inutilidad, en la que le recuerda que cuando Cristo ha querido redimirnos se ha hecho literalmente inútil. Por tanto toda inutilidad nuestra, vivida en Él, se convierte en la mejor colaboración para la salvación de los hombres.

Convencido siempre de la prioridad fontal de la Liturgia, procura inculcar esa convicción a los seminaristas. Este año la Semana Santa la celebran en un monasterio cisterciense. José les aporta el sentido hondo de lo que se celebra, y el contexto monástico les ayuda con su celebración solemne. Todo ello en un ambiente de recogimiento.

Sigue intensificando el cultivo de la dimensión estética. Escucha música abundantemente. Un ejemplo:

«Todo el tiempo música. Primero en el magnetófono, Strawinsky. He gustado de nuevo el Apolo, el Pájaro de fuego, el Beso del hada, Petruska. Se reitera el pensamiento de que estoy muy bien dotado para disfrutar de la vida» (CEst. 23-II-1969).

Además lee, escribe, traduce y graba poesía; tarea que le parece enormemente valiosa para abrirse más plenamente a la realidad. Otro ejemplo:

«Ayer me fui con Don Javier [Álvarez de Toledo] a Toledo. Noche muy aprovechada, escuchando música, grabando poemas propios y traducciones de Eliot. Esta labor tan útil y tan diferida» (CEst. 10-III-1969).

Vive la belleza como una vía privilegiada para acceder a Dios. He aquí sus sentimientos tras escribir una poesía:

«Es la enorme sensación de plenitud, de identificación con el universo, desde y hacia Dios, que voy experimentando cada día más intensa» (CEst. 9-III-1969).


Desarraigándose

Terminado el curso de espiritualidad, Rivera dedica los meses veraniegos a diversas tandas de ejercicios espirituales en los más diversos lugares de la geografía española. Le encontramos, primero, en Palma de Mallorca. Aunque admira desde su habitación el entorno natural, con el mar al fondo, no sale a pasear. Más bien, busca otro disfrute, el intelectual. Le regalan las obras de Ramón Llull, y él no duda en abordar su lectura en catalán. Durante este verano de 1969 intensifica el estudio de esta lengua. Y eso le permite conocer no sólo a Llull, sino a Maragall y Ausias March, siempre en su expresión original.

Después de Palma va a Galicia. En unas horas libres se sumerge en la ciudad de Santiago de Compostela, disfrutando de su belleza, paseando gratuitamente. Al terminar unos ejercicios espirituales para religiosas en Pontevedra, éstas le facilitan –y, contra su costumbre, él acepta– viajar en avión a Bilbao, para que desde allí pueda desplazarse hasta Pamplona. Por dificultades de horarios le encontramos pernoctando en una pensión pobre, en la que no encuentra luz suficiente que le permita leer. Pero, claro, si se trata de lecturas, Rivera encuentra soluciones: a las 10 de la noche se instala en un bar, pide un yogurt (no ha comido) y un café, y, para sorpresa nuestra, saca de su bolsa una gramática catalana y se dedica a estudiarla. No nos consta si se fue antes de que cerraran el establecimiento o si le tuvieron que invitar a salir de él para poder cerrarlo.

A sus 45 años –estamos en octubre de 1969– vuelve a vivir en la casa paterna. Nombrado capellán de las religiosas y del colegio de Terciarias, residirá por algún tiempo en el hogar familiar. Como de costumbre, sigue anclado en la interioridad, sin dejarse conmover por los vaivenes externos. Y eso le permite vivir instalado en un gozo sereno:

«A estas fechas parece que no existe desventura capaz de hacerme desventurado. Literalmente, estoy transido de serenidad, gozosa serenidad. Lo cual, pese a todo, atribuyo a Cristo. Y ese es el testimonio que puedo ofrecer al mundo, a este angustiado mundo que me rodea» (CEst. 27-XI-1969).

Para el Adviento de este año vuelve a sentir la necesidad de intensificar los tiempos de oración. Para ello se propone un retiro nocturno semanal de al menos cuatro horas, y otro día en medio de la semana. Estos propósitos los formula en un contexto en el que la oración está no sólo desvalorizada, sino incluso denostada. Y esto no es por el prurito de ir contracorriente, sino simplemente por coherencia consigo mismo, pues no se define desde los demás o desde las corrientes ideológicas, sino desde el proyecto de amor que Dios tiene sobre él. Eso le hace muy libre. Por ejemplo, en esta época, muchos sacerdotes abandonan el vestido clerical. Rivera no reacciona contra esa tendencia; simplemente se mantiene fiel a sí mismo, a sus convicciones, a lo que dispone la Iglesia, y sigue vistiendo su sotana, cosa que hará hasta el final de sus días. Eso sí, la suya será una sotana pobre. Y más pobre aún la ropa que queda escondida bajo ella, pues hasta el final de sus días usará prendas viejas, muchas veces donadas por otros.

A final de año, en un examen de conciencia, se plantea no comprar más libros, sino usar la biblioteca del seminario para sus estudios, pero finalmente constata que bastantes de las obras que le interesan no se encuentran en ella o no se encuentran en el idioma original, y por eso decide seguir comprando.

Eso sí, sigue percibiendo un cierto apego a la tarea intelectual y se propone purificar esa tendencia. Pasando el tiempo se reirá del afán de hacer del estudio un fin. Un día comenta esta anécdota: Menéndez Pidal, ya mayor, había dicho que era una pena tener que morir cuando quedaban tantos libros por leer. «¡Qué tontería! –dice Rivera. Estamos hechos para sumergirnos en la realidad y esto lo conseguimos infinitamente mejor a través de la muerte que a través de los libros».

Obviamente esto no significa menosprecio de la tarea intelectual. Basta con conocer el proyecto que se había planteado a comienzos de este año para darnos cuenta de su pasión por el estudio. Permítasenos una larga cita.

«Voy a indicar las sendas necesarias de mis quehaceres durante el 1969.

Y en primer lugar, en cuanto a materia, se impone, como estrictamente inexcusable, la terminación de asuntos ya emprendidos. Lo que lleva consigo un repaso a mis escritos anteriores. Muchas cuestiones meditadas no han frutado suficientemente por falta de remate. Debo releer los cuadernos anotando los temas no liquidados. Ciertamente hay problemas que son propiamente inacabables, sobre los cuales se ha de volver una y otra vez; pero en todo caso habrá que proseguir el camino ya hollado. Y aun dentro de los estudios acometidos, hay que exprimir lo más posible los libros leídos, las notas tomadas, y que a veces permanecen intactas, acaso ya apenas inteligibles por manuscritas, poco menos que estériles por defecto de meditación atenta y rigurosa.

Entre estos temas y estos libros podría, sólo con la memoria, señalar: Cristo Esposo, el sentido de la satisfacción de Cristo, y más anchamente, el sentido total del sacrificio de Jesús; el misterio de la Trinidad: Cristo como Verbo del Padre. (Los dos libros de Olegario). Caracteres de la mentalidad moderna: libros de López Quintás y de Mañero; obras de López-Ibor; algunos escritos sobre el teatro moderno ya acotados. Examen del pensamiento en la poesía lírica de Eliot. Lo que me resta de la poesía de Unamuno. Los clásicos latinos: continuar a partir de Virgilio, aun dejando incompleto el estudio de Cicerón. Teatro de Calderón, incluyendo, desde luego, un amplio repertorio de obras modernas sobre el asunto. La libertad humana. El sentido de lo jurídico: relación con lo moral, lo psicológico y lo ontológico… Pensamiento de Rilke: esperan análisis todavía las poesías. Lectura del segundo volumen de «La decadencia de Occidente». Lingüística, con el tema del signo…

Repaso de mis lecturas francesas, inglesas, italianas, griegas (Nuevo Testamento), hebreas. Asegurar los conocimientos de estos idiomas, hasta lograr leerlo todo al menos como el francés, y éste conseguir que no haya diferencia alguna, en cualquier clase de tema, con la lectura en castellano…

Todo ello me obliga a la pregonada, y no demasiado practicada, abstinencia mental respecto de nuevas materias. Que no me deje llevar, por Dios, de la tentación de estudiar árabe, chino, caldeo, o los lenguajes polinésicos. Tentación que no faltará durante el año…»1 (CEst. 1-I-1969).

A comienzos de año, el 22 de enero de 1970, es nombrado consiliario diocesano de maestros de Acción Católica, cargo en el que constata sus profundas divergencias con la orientación adoptada por este movimiento. La Providencia le poda uno de sus amores, arraigado en él desde niño.

En el mes de abril acaece la muerte de su madre. Puede asistirla en sus últimos momentos y queda profundamente sereno al verla morir cristianamente. Más adelante comentará que le duele más un pecado venial que esta muerte, acceso a la gloria. Durante la noche quiere quedarse velando el cadáver, pero el sueño le vence y duerme varias horas. Mientras tanto las religiosas lo han acompañado y él agradece el gesto.

En mayo, un nuevo desprendimiento: quien ha venido siendo su director espiritual, Don Anastasio Granados, obispo auxiliar, es nombrado ahora residencial de la diócesis de Palencia. Dios sigue cortando amarras, y él crece en libertad:

«Ya estoy desarraigado. Y en medio de la gente,
Que en necio torbellino se angustia y se fatiga
En el gesto excesivo o en la mínima intriga
Yo camino ligero, ya casi todo ausente.
Y cuando cese un día, definitivamente,
El mandato divino que a la tierra me liga,
No arrullará mi muerte ninguna voz amiga,
No cerrarán mis ojos, no besarán mi frente.
Solitario camino, ágil, libre, jocundo,
Abiertos a mis ojos senderos de otro mundo,
Cubriendo mi vereda del Señor al Señor.
Y cuando solitario mi hombre carnal sucumba
Acaso ni siquiera me den los hombres tumba,
Mas gozará mi espíritu la Verdad del Amor»
(Poemas del desarraigo, 1969-1973).

Y para ahondar más el desarraigo, se hace cada vez más patente la diferencia de criterios con su obispo y los inmediatos colaboradores de éste.

Rivera no se deja atrapar por lo accidental; se reconcentra, con intensidad creciente, en lo esencial, configurarse con Cristo:

«¿No es el mayor servicio al prójimo, a la Iglesia, la evolución armónica de una personalidad cristiana?» (D. 1-XII-1969).
«No hay más que una urgencia, la de ser santo» (D. 4-XII-1969).


Sus días en mis noches

Don Anastasio Granados, que conoce y estima a José Rivera, le propone marchar a la diócesis de Palencia para asumir la dirección espiritual del seminario mayor. José acepta y en septiembre le vemos incorporado al equipo de formadores. Ahí permanecerá desde 1970 hasta 1975. Cinco años en los que deja profunda huella en seminaristas y sacerdotes.

Digamos, en primer lugar, que su desarraigo le ha puesto más en Cristo, quien se convierte en su patria, su hogar, su descanso:

«Jamás, desde hace mucho tiempo, he hallado yo un solo árbol en que descansar. A la verdad no lo he echado nunca de menos. Para esto me ha bastado siempre Cristo y no he podido comprender, ni en mis peores momentos, esa proliferación de literatura sobre la soledad y la necesidad de apoyo en los sacerdotes. Que Cristo basta es para mí algo experimental y fuera de toda duda. Pero como no me encuentro de ninguna manera autosuficiente, ello ofrece al menos terreno fácil para sentir esta ternura temperamental, una vez tocada por la gracia, elevarse vertical hacia arriba […] una ternura que me hincha, que me llena, vigorosa, diría incluso, violentamente, cuando me siento en brazos de Él» (D. 5-IV-1972).

Tanto formadores como seminaristas advierten enseguida la personalidad singular del nuevo director espiritual. Su cuarto es austero, aunque bien abastado de libros. Su vestir es pobre, una sotana sencilla y gastada, con un jersey de lana, sobre ella, en invierno; prendas ambas que usa hasta que literalmente se rompen. Despreocupado de formalismos convencionales, salta a la vista que no cuida su imagen. Pronto captan que duerme poco y estudia y reza mucho. Fuma y toma café, estimulantes que le ayudan a prolongar el tiempo de vigilia, aunque se reconoce apegado al tabaco, con el que mantendrá una lucha –para disminuir su consumo– hasta el final de sus días. Eso sí, siempre comprará la marca más barata y, si le regalan una más cara, procura cambiarla en el estanco. Sencillo y humilde, oculta aquello que pudiera suponer prestigio. «Puedo decir –afirma uno de sus compañeros en el equipo de formación– que nunca presumió de su condición social familiar económicamente alta, ni de su formación teológica muy superior a la normal del clero de entonces» (Positio, testigo 45).

Ocupado durante el día, continúa su costumbre de orar en la noche:

«Poderoso de nuevo el sentido de intercesión. Gusto de estas vigilias en que me siento velando mientras duermen todos, o casi todos, los que me han sido confiados. Yo preparo sus días en mis noches» (D. 21-XII-1972).

Y escribiendo a su hermana le cuenta su ritmo de oración:

«Yo estoy muy centrado tanto en la dirección como en las clases, aunque, eso sí, sin tiempo para nada. Únicamente soy inflexible en dedicar a la oración el espacio que va del despertar hasta la hora de levantarse ellos [los seminaristas]; la mayor parte de los días 3 horas por lo menos, a veces más. Y de cuando en cuando cojo la noche entera» (Cta. 23-III-1973).

Los seminaristas descubrieron a alguien totalmente disponible para ellos. A cualquier hora del día o de la noche podían acceder a él para abrirle su alma. Jamás daba sensación de sentirse interrumpido o molesto, incluso aunque le buscasen a horas intempestivas. Alguno, que había estado conversando con él hasta altas hora de la noche, comentó, con otros, sentir vergüenza por robar horas de sueño al director espiritual. Sin embargo, lo que él anota en diversas ocasiones en su diario es que no siente que le roben sueño; su única contrariedad es que, al acostarse más tarde, no puede disfrutar más tiempo de la intimidad con Cristo en la madrugada. Esta actitud de acogida a los formandos, va, además, impregnada de buen humor, no faltando frases jocosas que ayudan a que el seminarista se sienta querido y distendido.

Y junto a la alegría, el respeto cuidadoso hacia cada persona. En el seminario palentino también se siente el zarandeo ideológico del momento y bastantes seminaristas se sienten desorientados, no faltando quien busca alimento ideológico en el marxismo o en otras corrientes de moda. José no critica, no se extraña del ansia de libertad de algunos o del deseo de encontrar formas nuevas de otros; no se sorprende de que éste o aquél alimente su vida intelectual con autores dudosos… Afianzado en la gracia, acoge a cada uno como es, no juzga, estimula, guía con paciencia, no encorseta en planes o métodos… Y les sorprende: un seminarista le habla de Marx y del valor de sus tesis para un avance de la justicia social. Don José le escucha. Para la siguiente entrevista ha leído, subrayado y pensado las obras de Marx. Él no habla desde impresiones o ideas de moda, sino desde el conocimiento reflexivo de lo que realmente un autor ha escrito.

En septiembre de 1972 se le encarga, también, la misión de profesor de Teología de la Gracia. Se revela como un maestro original. Da sus clases y permanece disponible para explicar, en cualquier momento, lo que los alumnos necesiten. Les suele regalar, también, un libro de texto para que puedan estudiar bien la materia. Y, por supuesto, su biblioteca está a disposición de todos. Nunca lleva control de los libros que presta y, si algunos no le son devueltos, no se preocupa ni los reclama. Años más tarde, hablando de su abundante biblioteca, dirá que se ha hecho a base de perder libros.

Sigue siendo un tomista convencido. Con el Concilio Vaticano II, terminado pocos años antes, sigue pensando que los seminaristas han de tener a Santo Tomás de Aquino como maestro en sus estudios:

«Ya siento algo, y aun mucho, este deseo de que los muchachos [los seminaristas] comprendan la doctrina de santo Tomás. Pero debo percatarme del poder de intercesión de la Iglesia; pues es ella misma quien lo suplica, y sus ruegos son eficaces necesariamente. ¿Qué sería un grupo de 30 sacerdotes en esta diócesis, que hubieran entendido, comprendido, la doctrina tomista?» (D. 29-I-1973).

En estos años palentinos comienza a hacerse realidad otra iniciativa, en colaboración con José María Iraburu, profesor entonces en Burgos, en la Facultad de Teología. En medio de la desorientación ideológica del momento, ambos dan retiros, charlas, ejercicios espirituales, y no faltan personas que les piden tener esas ideas por escrito. Rivera elabora a veces esquemas y los entrega para que se puedan seguir mejor sus charlas, pero no es suficiente. Por eso, ahora comienzan a publicar una serie de cuadernos de espiritualidad, profundos y sencillos, no demasiado largos, sobre temas fundamentales: la santidad, la vocación, la oración, etc. Esta iniciativa culminará en un libro, Espiritualidad católica, que verá la luz en 1982, un libro de 1060 páginas, que en 1988 redujeron a la mitad en la Síntesis de Espiritualidad Católica. Ésta fue la primera obra publicada por la Fundación GRATIS DATE, que habían fundado ese año con un grupo de laicos. Iraburu nos cuenta cómo elaboraban estos escritos:

«El trabajo lo hacíamos así: yo preparaba un esquema sobre un tema de espiritualidad y se lo enviaba a Rivera; iba después donde él estuviera, y allí conversábamos durante varias horas, a veces más de un día, sobre el tema elegido, mientras yo tomaba notas. Posteriormente, elaboraba yo el tema, buscando citas, redactando, etc. Y por fin, él hacía una última lectura del texto, al que apenas solía hacer ya alguna observación pequeña. Con eso el escrito iba a la imprenta» (Positio, testigo 38).

Respecto de estas publicaciones, como en tantas otras cosas, José muestra una santa indiferencia. Para él, los artefactos son todos muy relativos; lo que importa es la construcción del hombre interior o, dicho con palabras de su diario: «La mejor manera de ayudar a cualquiera es santificarme yo» (D. 1-I-1974).

La santidad continúa siendo su pasión. Es el ideal que intenta inculcar a los seminaristas. La convicción con la que habla y vive, toca el corazón de muchos de ellos, que comienzan a ver horizontes nuevos. Alguno –José Luis Pérez de la Roza– se convertirá en estrecho colaborador y fiel dirigido hasta la muerte de Rivera.

Don José nunca rebaja el ideal; muy al contrario, propone la santidad heroica, la vivencia radical del Evangelio. Pero lo propone con esperanza, cierto de que «cualquier día puede ser ya la víspera del milagro» (D. 6-IV-1972).

Además de las mortificaciones tomadas voluntariamente, no le faltan, de manera continua, dolores diversos que, sin embargo, no le hacen perder su alegría:

«Realmente mi vida de cruz física, aunque sea en medida modesta, está segura, pues apenas se pasa un día en que no me acucien varios dolores, o al menos molestias y malestar diverso» (D. 1-IV-1972).

En la primavera de 1973 los sufrimientos no son tan modestos; reaparecen con intensidad los dolores de columna y se ve obligado a estar en cama varios meses. En esa situación continúa recibiendo con normalidad a los seminaristas para la dirección espiritual y, postrado en el lecho, les imparte las clases de teología.

Durante estos años palentinos, se dan, en la distancia física, algunos acontecimientos relevantes para él.

En primer lugar, el 29 de marzo de 1971 muere Basi, una señora que siempre trabajó en el hogar familiar, tanto en las tareas domésticas como en el cuidado de los niños. José sentía por ella gran afecto. Un testigo comenta cómo le vio sollozar ante esta muerte, aunque, paradójicamente, tenía plena certeza de su salvación. De ella, como de sus padres, tenía la idea de que no habían sido santos durante su peregrinación terrena, pero sí habían avanzado por las sendas de Cristo y esto les había posibilitado alcanzar la santidad en el acontecimiento de la muerte. De hecho se encomienda a ellos y en algún momento atribuye a su intercesión alguna gracia particular.

Otro hecho importante es el cambio de obispo en la sede toledana. Don Vicente Enrique Tarancón es trasladado a Madrid, y el 23 de enero de 1972, festividad de San Ildefonso, patrono de Toledo, toma posesión de la diócesis primada Don Marcelo González Martín. Con él se reorientará el rumbo de tareas e instituciones, especialmente del seminario; será él quien le confíe la misión de colaborar en el seminario toledano, tarea en la que permanecerá hasta su muerte.

El tercer hecho es la salida de Carmelina, su madrina, de las Carmelitas, y su posterior ingreso, tras un año de permanencia en casa, en las Clarisas.

Paulatinamente, las tareas fuera del seminario van aumentando. Esporádicamente le piden charlas o confesiones en parroquias; sacerdotes, congregaciones religiosas y laicos le solicitan retiros y ejercicios espirituales; y otros quieren beneficiarse de su dirección espiritual. Y no se interrumpe la correspondencia con personas que desde tiempos anteriores siguen su consejo desde la distancia física.

Como siempre, su experiencia interior durante estos años es muy honda, rica en matices, a veces paradójica… Aun a riesgo de caricaturizarla, anotemos algunas pinceladas.

Realista, humilde, reconoce los dones que Dios ha puesto en él y su crecimiento en la vida espiritual:

«Pese a todas las infidelidades de mi vida, lo que ciertamente avanza sin cesar es la visión sobrenatural. Sí, cada uno tiene su propio don, y sin duda el mío es este de ver. Apenas me dejo influir un poco por Él, mi facilidad, mi anchura y profundidad y longitud en las visiones adelanta» (D. 30-III-1972).

Sigue valorando la cruz, el sacrificio, como instrumento espiritual y pastoral fundamental:

«La cruz, por menuda que sea, y aun no siendo específicamente cristiana, contiene valores desmesurados respecto de nuestros medios pastorales, si la sabemos asumir» (D. 2-XII-1974).
«Toda cruz produce necesariamente comunicación del Espíritu Santo» (D. 4-IV-1972).

Cristo le resulta cada vez más arrebatador y más satisfactorio:

«Pues estoy hecho a su medida. Siento vivamente que para mi manera peculiar solo Él se presenta saciante. Pues está hecho para mí –vivió y murió y vive de nuevo resucitado para mí–, como yo estoy hecho para Él» (D. 5-IV-1972).

Goza cuando, en la noche, puede expansionarse a solas con Él, sin miedo a interrupciones; siente estos ratos como «el mayor gusto del día entero» (D. 21-IV-1972). En ellos descansa y se siente transformado:

«Esta presencia mutua de amigos; en que no temo dañar ni ser dañado, en que no temo posibles fisuras, en que me saboreo aceptado de todas maneras, mejorado, indeciblemente transformado…» (D. 21-IV-1972)

Profundiza y se acrecienta su afianzamiento en la esperanza, que no queda limitada al deseo de santificación personal, sino que tiene un talante apostólico, un ansia de fecundidad sobrenatural, no limitada ni por el tiempo ni por el espacio:

«¿No puedo yo, acaso, suscitar movimientos espirituales salvadores de muchedumbres? Así es, y no puedo dudar de que tal sea mi vocación. Solamente se requiere la condición de mi fidelidad» (D. 21-X-1972)

«Posibilidad de crear en torno mío corrientes inextinguibles de fe y amor. Procreación de vida sobrenatural. Esto sí me anima a cualquier desprendimiento. O mejor dicho, ello me despega sin más, pues todo lo demás se me torna inimportante» (D. 23-X-1972)

Una esperanza que brota de Dios, no de un optimismo ingenuo, pues bien conoce él que «es incalculable la resistencia que el hombre, el hombre medio, el llamado de buena voluntad, opone a la gracia» (D. 3-XI-1972). Pero, con certeza mayor, sabe que «las dificultades son la ocasión para el milagro» (D. 26-VI-1972), porque «lo peculiar de Dios es hacer maravillas y la tarea del hombre –glorificarle– consiste esencialmente en esperarlas de Él» (D. 1-V-1972).

Otro sentimiento le embarga en estos años: la aguda conciencia de infidelidad al amor de Cristo, y con ella la experiencia del fracaso de sus proyectos. Pero todo ello no lo vive ni con desánimo ni con amargura; ni siquiera con una sensación de culpabilidad angustiosa o paralizante, sino en la confianza serena y en la admiración gozosa de la misericordia divina. Escribirá con lúcida serenidad sobre sus respuestas a la gracia y sus proyectos personales:

«Todos son ruinas en torno mío y en mi propio interior» (D. 19-III-1972). «Como fondo a la historia del amor divino, yo escribiría con gusto mi vida: “historia de una cobarde resistencia”» (D. 28-IV-1972)

Pero subrayará, con intensidad mayor, la misericordia, recibida, gozada, agradecida:

«Algo muy letificante: dondequiera me revuelva encuentro esta ternura divina que me rodea.
Ayer, un tanto al azar, en uno de esos momentos en que estás «haciendo tiempo», tomé el libro “Dios les basta”, y lo abrí y topé con aquella frase –ya conocida– de Santa Teresa de Lisieux: “Hermana mía, Vd. quiere la justicia de Dios, y la tendrá. Porque el alma recibe exactamente de Dios lo que de Él espera”. Salí llorando, porque en unos momentos en que tengo tan presente mi fracaso, me asegura cabalmente el éxito. Pues, esto es cierto, siempre he esperado de Dios el amor sin más, y lo he esperado en circunstancias, diríamos desesperantes. Y por ello, estoy seguro de recibirlo. Exactamente eso, pero en abundancia infinitamente mayor» (D. 1-IV-1972)

Sus fracasos revelan al Dios rico en misericordia, y eso –porque es Él quien le importa– hace que su vida se le manifieste hermosa:

«Mi vida se me ofrece como una obra de belleza maravillosa. ¡Dios mío, nada hay más hermoso que el amor! ¡Dios, que es amor, es belleza! Y los 46 años ya pretéritos están apretadamente llenos de manifestaciones, de realizaciones del amor de Cristo. Y en Él, actuando sin cesar el Padre y el Espíritu» (D. 31-III-1972)

Añadamos una nota en este su paisaje interior: José siente ardiente hambre de Dios, de contemplación, de soledad. Y con ese hambre, la conciencia de que son los medios sobrenaturales (intercesión, sacrificio…) los que pueden frenar los males de la Iglesia y del mundo, y hacer renacer una poderosa corriente de vida espiritual. Eso le impulsa a tocar las puertas de la Cartuja. A sus 46 años piensa que Dios puede estar llamándole a esa soledad contemplativa. El 19 de marzo de 1972, José María Iraburu le recoge en el seminario de Palencia y le lleva en su coche a la Cartuja burgalesa de Miraflores. Dios habla a través de las circunstancias: las normas limitan la edad de admisión de candidatos; con 46 años ya no se puede ingresar… Su camino es la diócesis.

Mientras tanto, en el seminario las cosas no van bien del todo. Es verdad que los seminaristas son receptivos y en poco tiempo se ha realizado en ellos un cambio notable. Pero Rivera discrepa de la impronta general y, sobre todo, del estilo de los superiores. Los ve virtuosos, pero instalados en la mediocridad; él piensa que el formador es un pastor que convive y disfruta con los formandos, pero los superiores establecen un estilo de vida más propio de trabajadores, con su horario y su distancia respecto de los seminaristas, con sus comidas aparte –mejores y más abundantes–, con posibilidad de satisfacer gustos prohibidos a los muchachos (por ejemplo, ver la televisión cada día)… José no juzga, se duele y piensa que, en buena medida, esta situación es también responsabilidad suya. Dado a la soledad, ha de convivir con los superiores en interminables horas de conversación intranscendente y, a la vez, no encuentra un espacio donde pueda preservar su intimidad, su aislamiento, vital para él. Aunque vive en paz y alegría, a la vez experimenta una intensa tensión interior, que llega incluso a somatizar en vómitos y mayor abundancia de jaquecas.

Estos datos, más el deseo del nuevo arzobispo toledano, harán que en junio de 1975 Rivera abandone Palencia y regrese a Toledo. Le apena cambiar una casa, el seminario, donde está la presencia eucarística de Cristo, por otra, la vivienda familiar –a cuya propiedad ha renunciado–, carente de Eucaristía. Leemos en su diario:

«Probablemente, dentro de una semana exacta dejaré este seminario definitivamente…
Ya apunté, muy recientemente: en todas las líneas para mí hoy perceptibles, puedo señalar progresos, gracias divinas. Pero en todas, y consiguientemente en la totalidad, ¡inenarrable mediocridad, pobreza!

Y existe mi universo, tierra inmensa
apenas todavía roturada.
No flores, frutos no; sabor y aroma
aún ausentes de fronda enmarañada.
Mas sopla ya la brisa fecundante,
copiosa corre y cristalina el agua,
por mis huertos incultos, olvidados,
delicioso vergel en esperanza!
Estos versos –precisados por supuesto de pulimentos– indican bastante bien la sensación actual de mi interior.

Sigo esperando […]

Un sentimiento, que realmente me anima, es esta pena real que me acosa al cambiar el seminario, con la presencia eucarística de Cristo, por la casa de Ana María, huérfana de tal presencia […] Esta habitación en la misma casa de Cristo, me causaba un gozo apenas percibido… Pero cuya autenticidad se esclarece al abandonar la casa…» (D. 29-V-1975)