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Asediado por la gracia

La relectura de su adolescencia convence a José Rivera de la fuerza de la gracia.

«Decía bien Péguy que la gracia acosa por donde puede, y que si la cerramos las puertas, entra por la ventana. Y bien he dicho yo siempre que mientras no se rompe la confianza, no hay nada fundamental perdido, y que todo consiste en estar a la espera del milagro, de la maravilla...» (D. 17-IV-1972).

Fascinado y acosado por la gracia, confiando en ella, veremos al joven Rivera dejar sus proyectos de sabiduría y amor humanos para entrar en el seminario, adonde llega con ansias de donarse sin reservas, dispuesto a cualquier sacrificio:

«En aquellos momentos experimenté una fe viviente que me fortaleció para dejarlo todo –el todo que yo entonces veía– y lanzarme a la aventura del seminario, tan contrario a mi estilo natural en todo. Aquella experiencia que pareció cegarme a tantas cosas para correr, como frenético, por medio de obstáculos insalvables a mi temperamento. Verdad es que al final caí enfermo. Verdad que a nadie recomiendo ciertas maneras de aquel frenesí, pero retocándolo un poco ¡cuánta belleza en aquellos tiempos!

Y en el conjunto de mi carrera, con sus extravíos conocidos e ignotos, ¡qué experiencia del perdón, de la ternura divina!» (D. ibid.).

Sabiendo que la vocación está enraizada en el sacrificio, se irá experimentando a sí mismo como alguien misericordiosamente levantado a un nivel más pleno, más real. En adelante, ya no mendigará el entendimiento y el amor limitados de una mujer: Cristo le ofrece, en relación esponsal, una comprensión y un afecto infinitos. La fecundidad soñada no quedará limitada a una paternidad natural, sino que adquiere una dimensión sobrenatural, eterna. Y su deseo de sabiduría quedará saciado en el saboreo de Dios. Contento, le deja a Él tomar la iniciativa: «A los 17 años elegí ser elegido» (D. 3-IV-1972).


Con un hombre de Dios

En el otoño de 1943 José parte de Toledo hacia tierras cántabras; va a ingresar en el seminario de Comillas.

A finales del siglo XIX, los jesuitas –con el apoyo decisivo de Antonio López, primer marqués de Comillas, y de su hijo, Claudio López Bru– habían fundado allí una universidad pontificia. Junto a ella se levantaron varios edificios para acoger seminaristas de toda España y de Hispanoamérica. Cuando José llega allí hay unos mil jóvenes aspirantes al sacerdocio. Las condiciones no son fáciles. Todavía se hacen sentir con fuerza las carencias de postguerra. Especialmente la alimentación no es abundante. Por el contrario, sí se siente un idealismo grande. La sangre de muchos católicos, derramada martirialmente en los años de contienda, está muy presente como modelo y acicate. Los jóvenes españoles vibran con el ideal católico. Por estos años unos 5.000 ingresan en los diversos seminarios de España. La mayoría proceden de Acción Católica, como es el caso de José Rivera. La afluencia de estos jóvenes contribuye a elevar el nivel de los seminarios. Aportan fervor apostólico, vida espiritual seria y un notable nivel intelectual. Entre ellos arde también el ideal misionero, enfocado principalmente hacia los pueblos hermanos de América.

En este ambiente José comienza el primer curso de humanidades. Ingresa en lo que se llamaba el grupo de «bachilleres», aquellos jóvenes que ya habían cursado algún tipo de estudios superiores antes de entrar en el seminario.

En Comillas encuentra un hombre de Dios, un hombre con fama de santidad: el padre Manuel García Nieto, S. J.

Natural de Macotera (Salamanca), donde nació en 1894, recibió la ordenación sacerdotal, como diocesano, en 1919. Tras dos años como coadjutor en la parroquia de Cantalapiedra, y cuatro de párroco en Sando, ingresó en la Compañía de Jesús. En ambas parroquias destacó por una intensa vida de oración, de pobreza y de celo pastoral por todos, especialmente por los más menesterosos. Su anhelo de santidad fue el resorte que le impulsó a pedir ser admitido como jesuita. Como tal, tuvo sólo un destino: director espiritual para los seminaristas de Comillas. Allí fue un testimonio ardiente de entrega a Jesucristo. Rezaba cada día muchas horas ante el sagrario. Dormía poco –y no en la cama, sino sentado en una silla o en un sillón– restando tiempo al sueño y ganándolo para la oración. Desprendido de todo, cada jueves y cada domingo iba a visitar a las familias más pobres de la zona, ofreciéndoles cuantos socorros podía. Se desgastaba por los seminaristas atendiéndoles personalmente en dirección espiritual (siempre había un grupo esperando a la puerta de su habitación), en confesiones, preocupándose de sus necesidades materiales... Cada noche les predicaba con ardor admirable. Dirigía innumerables tandas de ejercicios espirituales... Admirado y buscado por todos, él era el alma de aquella institución. Así lo resumía un alumno: «Lo mejor que tiene Comillas es el padre Nieto. En él, lo sobrenatural es natural».

José le recordará toda su vida. Muchas veces hará alusión a la gracia extraordinaria que ha sido para él el hecho de haber tratado con tres santos: Antonio Rivera, Manuel Aparici y el padre Nieto... Evidentemente se refería a ellos como «santos» con una convicción subjetiva, totalmente sujeta al juicio de la Iglesia. De los tres se introdujo el proceso de canonización. En el momento de escribirse estas páginas sus causas siguen en estudio.


Antes que nada, santificación

El testimonio del padre Nieto refuerza continuamente la aspiración intensa que José lleva en su alma: «Antes que nada, santificación», según el lema que su hermano Antonio había acuñado. Rivera reconocerá en muchas páginas de su diario que esta tendencia ha sido una pasión que, habiendo comenzado en edad muy temprana, ha recorrido toda su vida. Baste una cita, a modo de ejemplo:

«Una vez más se me saltan las lágrimas de mera ternura... Dios acabará su obra, ¡qué duda cabe! Y por algo, desde siempre, espero la santidad plena, la de los «grandes» santos con arrastre para convertir a muchos» (D. 20-V-1980).

Ahora, en su vida de seminarista, se entrega con ardor a esta tarea de santificación, haciendo de ella el centro unificador de su vida. Intenta vivir todo en clave sobrenatural. Así le recuerda un compañero de estos años:

«Rivera era lo sobrenatural, pero lo sobrenatural encarnado. Esto se traducía en que se percibía en él una constante presencia de Dios, se le notaba en el silencio riguroso que vivía en el seminario, en sus conversaciones siempre sobrenaturales, su vida de oración muy intensa, de tal manera que Rivera hacía muchas horas de oración que supongo las sacaría del sueño; también en los recreos sacaba tiempo para la oración» (Positio, testigo 16).

Como vemos, no se conforma con el tiempo que el reglamento destina a la plegaria, sino que muchas veces busca los tiempos libres para ir a rezar a la capilla. Es feliz cuando queda alguna tarde de libre disposición, porque eso le permite dedicar varias horas a la oración. Y lo mismo en la noche: el tiempo que podría dedicar al descanso o al estudio, antes de que suene la hora de acostarse obligatoriamente, él lo emplea en el diálogo amoroso con Cristo en el sagrario. No transgrede la norma, pero sí araña segundos, siendo rápido en el dormitorio, para poder estar más tiempo con el Señor.

En su oración usa mucho la Biblia, muy marcada por él mismo con subrayados y anotaciones a lápiz. Se sirve también de diversos libros de espiritualidad y, sobre todo cuando comience la Teología, hace también del estudio materia de contemplación. Ora lo que estudia.

En esta época –según él mismo manifestó alguna vez– atraviesa tiempos de aridez. Sequedad en la oración que, sin embargo, se convierte en abundantes iluminaciones en el tiempo de estudio.

Pero no aspira sólo a tener ratos de oración. Busca vida de oración. Quiere que ésta sea continua, porque continua en el alma es la presencia de las Personas divinas. Así lo encontramos como propósito en sus ejercicios espirituales de 1944:

«Los propósitos principales son los siguientes: cuidado en la postura y mortificación de la vista en la capilla.

Evitar toda discusión, y no llevar la contraria: suavidad. No decir nada que pueda engendrar buen concepto de mí; no disculparme; no buscar las conversaciones que me interesan, sino lo que agrada a los demás.

Y sobre todo: oración continua» (Cta. 5-XI-1944).

Ya adulto, encontramos en su diario estas líneas reveladoras del trato familiar que tenía con Dios:

«Y entre todas las gracias, la primera que reconozco es esta facilidad, esta propensión, jamás perdida, para el contacto personal total, por mi parte, con las Personas divinas. Sin embargo, como sucedía en los tiempos del seminario, resulta casi imposible abandonar las horas de trato con Ellas, se me imponen casi siempre...» (D. 29-XI-1972).

Con esta vida de oración –como le dice a su madrina– busca formar un corazón que haga del Señor el centro y el fin de todo:

«Mi idea es el consuelo de Cristo sin pensar en mí [...] Buscar en todo la parte de Cristo [...]

Mi estado se reduce a pensar que tengo que consolar a Cristo y procurar hacerlo con toda sencillez, sin recetas espirituales, que aborrezco» (Cta. invierno 1945).

Junto a la oración, Rivera cultiva el silencio. No rehúye hoscamente el trato con sus compañeros, pero sí remarca la importancia del silencio como medio y fruto del encuentro con el Misterio. Y es libre frente al prejuicio según el cual la relación entre dos personas ha de estar marcada por la conversación. Así, un día, al terminar un tiempo obligatorio de silencio, un compañero le dice a José:

–Ya se puede hablar.
A lo que inmediatamente él responde:
–También se puede callar.

Otra virtud que cultiva con minuciosidad es la obediencia. Hasta tal punto que su padre, cuando lo reencuentra en las vacaciones, queda admirado: el adolescente díscolo –a quien pensó, incluso, ingresar en un correccional– es ahora un joven firme, pero manso. José actualiza continuamente la fe para descubrir a Cristo en la persona de quien está constituido como autoridad para él; este ejercicio –que ahora comienza a dar frutos visibles– viene haciéndolo desde hace algunos años:

«Eso hacía en tiempos con mi padre: cada vez que me llamaba o decía cosas que me molestaban, decía por dentro: “Te amo porque eres Cristo” y naturalmente acudía corriendo y no me enfadaba» (Cta. 56, finales 1952 o comienzos 1953).

Por lo demás, este actualizar la fe ante las diversas realidades para entenderlas en toda su hondura, fue quehacer permanente en él, tal como recuerda siendo sacerdote:

«Pienso que debo reiterar aquellas despaciosas reflexiones cristianas de mis tiempos de seminarista, cuando ante ocasiones muy diversas consideraba el sentido de la intervención divina, de la vanidad de las cosas naturales en sí» (D. 22-IX-1974).

Y se empeña en cuidar los detalles: aunque normalmente se despierta bastante antes de sonar la campana, y su ritmo psicológico le impulsa a levantarse para orar o leer, permanece sistemáticamente en la cama –aunque esto le genera cierta tensión– hasta la hora exacta. Igual que seguirá jugando en el patio, bajo la lluvia, porque el superior lo mandó y nadie ha revocado la orden.

Orante, amante del silencio, obediente, Rivera es consciente de que la cruz es ingrediente imprescindible en la tarea de la santificación. En estos años de Comillas se le manifiesta de diversas formas.

En primer lugar, tiene temporadas con dolores muy fuertes de columna, que le obligan a permanecer en cama y a sujetarse a tratamiento médico.

Junto a esto, su carácter. Si bien se le ve gozoso y entusiasmado, a la vez se da en él una situación de tensión interior muy fuerte, de sufrimiento intenso, de angustia incluso. Vamos a limitarnos a transcribir unas líneas suyas. Anota en su diario: «Mis primeros años de seminarista produjeron un estado de angustia» (D. 26-IV-1972). Y en una carta que escribe en 1981 a una joven que sufre fuerte angustia le dice:

«Como yo he pasado por estos pisos, por donde tú andas. Con otros matices, claro, porque resulta que soy hombre y pertenezco al sexo fuerte; pero la sustancia es la misma y te advierto que mis arrebatos y mis desigualdades no eran menores, ni ignoro esos ímpetus que le llevan a uno a pensar que lo mejor es largarse de este mundo [...]

En aquella época en que yo tenía muy malos ratos [...] hace unos treinta y cinco años [en Comillas, en IIº de Filosofía], una vez escribí unos versos que terminaban así:

No importa que la débil barca cruja,
ni importa que en redor el mundo ruja,
ni que duerma el Señor sueño profundo;
en la fe sostenida, el alma espera,
un día, no sé cuándo, cuando El quiera,
la voz me salvará, que vence al mundo»

(Cartas I, Toledo 1994, 99-100).

De nuevo en su diario:

«En verdad, algo de experiencia poseo de la eficacia de la cruz. Los años del seminario, aunque no lo sintiera demasiado, fueron realmente crucificantes, puesto que salí psicológicamente destrozado, presa de angustia, incapaz de acción intelectual. Y, no obstante, siempre he reconocido que, gracias al quehacer de entonces, he podido mantenerme en esa “fidelidad esencial” tan citada en muchas páginas de mis apuntes» (D. 20-IV-1978).

Junto a los sufrimientos físicos y psicológicos, Rivera experimenta también la sequedad y la imposibilidad de descansar en lo creado. Así lo expresa en carta a su madrina:

«Te diré cuanto surja de mi vida actual, y lo primero es una cosa un poco nueva, iniciada ya con intensidad este verano: ese vacío del sentimiento que va siempre en busca de otra cosa y encuentra todo amargo. Esto es muy ordinario ahora, un no encontrar descanso en ninguna cosa [...] Sin embargo, no te imagines que llevo una vida triste, vivo casi tan contento como antes; esto viene a ser como si tuviera un dolor de cabeza continuo, ordinariamente no muy fuerte. El paciente hace su vida ordinaria y ríe y juega, etc., pero al fondo la cabeza sigue doliendo y a veces el dolor crece y el pobre enfermo chilla. Una cosa así viene a pasarme y si no siento más el dolor es precisamente por ese olvido que te decía, porque deliberadamente no me paro a pensarlo. Como ves, no puedo explicarlo muy bien, pues no significa ausencia de consuelos o gustos en la oración o donde sea, esa ausencia ha sido perpetua en mi vida y no sentía el vacío actual» (Cta. desde Comillas, s.f.; no sabemos si corresponde al tiempo de Humanidades o al de Filosofía. Pero en todo caso es de su primera etapa de seminarista).


El estímulo de un corazón ardiente

En Comillas –ya lo hemos dicho– el alma de toda la institución era el padre Nieto. No podía dedicar mucho tiempo a cada seminarista porque se dirigían con él aproximadamente trescientos. José, uno de ellos, buscaba el diálogo con aquel hombre de Dios. Diez minutos con él –comentaba después Rivera– te dejaban encendido, avivaban –¡y de qué modo!– el amor apasionado por Cristo. Aplicaba al padre Nieto aquella expresión del Evangelio referida a Jesús: «Salía de él una fuerza que sanaba». José hacía una lista de temas que quería conversar en dirección espiritual, aguardaba pacientemente su turno (siempre un grupo de seminaristas esperando a la puerta del padre), entraba, y entonces solía olvidar o no tratar lo que llevaba pensado. Confiesa él que lo mejor no eran las ideas que podía recibir, sino el fuerte impulso vital que experimentaba al encontrarse con este testigo de Jesucristo. Por lo demás, el Padre Nieto –que apreciaba mucho a Rivera– solía decirle: «Tú no necesitas venir».

Y no eran sólo los momentos de dirección espiritual. José recordará siempre las predicaciones cada noche en la capilla. Eran fuego que entusiasmaba a los seminaristas. Además estaba el testimonio personal: en una vida comunitaria terminan transluciéndose muchos detalles del estilo de cada uno. Todos conocían cómo eran las noches del padre: escasas de sueño, nunca en cama, abundantes de oración... Un hombre cuyo único deseo era estar con el Señor. Tanto que, cuando en una ocasión hubo de sufrir una intervención quirúrgica, al despertar, recuperándose de la anestesia, se decepcionó al constatar que todavía estaba en este mundo.

Estaban además las tardes de los jueves y los domingos. El padre Nieto las dedicaba a visitar enfermos y pobres. En aquella época de postguerra eran muchas las familias que padecían todo tipo de carencias. Él no permanecía indiferente a todo ese sufrimiento; buscó todo tipo de ayudas, sostenía comedores, proporcionaba medicinas... Era bien conocido en los hogares más humildes. En esas visitas solía ir acompañado por seminaristas. Rivera no faltaba. Y se le veía querer sintonizar con los necesitados: ya en esa época –comentan algunos de sus compañeros– se le veía muy desprendido y pobre en su manera de vestir. Ya entonces «era patente su amor a los pobres» (Positio, testigo 16).

Otro sacerdote jesuita que también le influye en este tiempo es Alonso Schökel, experto en lenguas y, posteriormente, gran biblista. Rivera disfruta con Schökel. Con él emerge el filólogo y el literato que lleva dentro. Según testimonio de algunos compañeros, el profesor consulta a veces a José, su alumno, algunas cuestiones lingüísticas. Rivera colabora gustosamente con él en la obra La formación del estilo, en la cual –según testimonio del mismo Schökel– hay una aportación importante del joven seminarista.

José, en lo intelectual, avanza enormemente. Le sigue apasionando la literatura, domina lenguas clásicas y modernas... Sus compañeros reconocen en él un joven de un nivel cultural superior, pero a la vez constatan la sencillez, la humildad con la que vive estas cualidades. Él, ante quien es la Sabiduría infinita, reconoce su nada.

El empeño por conocer y usar bien las lenguas le acompañará toda su vida. Ahora le vemos ya manejando latín, griego, hebreo, francés... En sus años adultos su diario constata lecturas en muchos idiomas: inglés, francés, italiano, catalán, gallego... se empeña en leer alemán... Y de vez en cuando, en medio de sus múltiples ocupaciones, le veremos repasar gramáticas de diversas lenguas.

Ahora, en Comillas, acabará Humanidades con calificaciones muy altas. En Filosofía serán más bajas: la nota final de licenciatura es 8. La verdad es que a él los exámenes y las calificaciones le importan muy poco. Estudiaba por amor a la verdad.

Si el padre Nieto es para él un testigo, referente importante en la vida espiritual, y Schökel un estímulo en lo intelectual, en esta época su madrina sigue siendo una confidente valiosa. Carmelina lo acompañó espiritualmente en los años de infancia y adolescencia, constituyendo para él una ayuda fundamental. Ahora, desde Comillas, él continúa abriéndole su corazón en las cartas que le escribe periódicamente. Es en esta época, mientras a los 20 años está cursando 2º de Filosofía, cuando Carmelina ingresa como carmelita en un convento fundado en Fuenterrabía en 1945. La relación epistolar de ambos hermanos es una fuente preciosa para conocer el alma del ahijado. Pero también en ella vemos una evolución interesante: poco a poco los papeles se invierten; José crece deprisa y termina siendo consejero y guía de la que, de algún modo, había sido su maestra en el espíritu. En todo caso, en estos años, la presencia de su madrina, aunque en lejanía física, es estímulo y ayuda para él. Leamos unas líneas que José le escribe a ella poco antes de ingresar en el Carmelo, tratando de expresarle su gratitud. De paso, recogemos un rasgo de su carácter: la timidez extrema a la hora de manifestar su intimidad:

«Querida madrina: Ya sabes de antiguo que cuando quiero contar alguna cosa íntima necesito hablar a oscuras. Esta excesiva timidez me hace seguramente quedar mal con muchas personas y en primer término con aquellas que me han favorecido [...]

Pienso que en todo el proceso de mi azarosa vida se ha dado una providencia especial de Dios; pienso en una aplicación singular de la Redención de Cristo, y me considero muy obligado a cuantos instrumentos ha escogido para tal obra. Principalmente me siento agradecido a D. Amado y a D. Anastasio, al ambiente general de casa y a la Acción Católica.

Pero entre todas las gracias recibidas, entre todos los instrumentos usados por Dios, creo que no ha habido nada mayor ni más abnegado, ni más eficaz que tú» (Cta. X-1946).

¿Y qué decir de la relación con sus compañeros? Daba la impresión de ser muy capaz de soledad e independencia; no obstante, tenía un pequeño grupo de amigos más cercanos, con quienes, sin embargo, nunca constituía un grupo cerrado. Más bien, con frecuencia, deja el gusto de compartir su tiempo con los más íntimos para ayudar a los que tienen alguna necesidad. Así lo expresa uno de ellos:

«Él amaba a todos, pero [...] en los recreos y paseos siempre se acercaba a seminaristas que necesitaban levantar su tono espiritual, de ahí que no abundaba en conversaciones espirituales con los que sentían lo mismo que él; renunciaba al gusto sensible de hablar con quien compartía sus inquietudes por transmitirlas a otros» (Positio, testigo 16).

En los paseos muchos empezaron a buscarlo para ir con él, pues en sus conversaciones intentaba ir a lo esencial, hablando de temas espirituales o intelectuales, que resultaban iluminadores y estimulantes para quienes participaban en esos diálogos.

Obviamente en otros momentos la relación era la común de un seminarista. Por ejemplo, se le veía jugando con frecuencia al frontón, al que tenía bastante afición.

Y un dato, notorio y laudable, que recoge uno de sus compañeros: «Nunca criticaba: la crítica para él no existía» (Positio, testigo 43).


Las vacaciones de un seminarista

Aunque más adelante hablaremos de su paso de Comillas a Salamanca para el estudio de la Teología, recogemos aquí algunos rasgos de ambos períodos, en lo que concierne a los tiempos de vacaciones. Ordinariamente estas temporadas las pasaba en Toledo, aunque durante ellas hubo también tiempos de estancia en otros lugares; por ejemplo, en el verano de 1947 lo encontramos, con su hermana, en Cuenca, descansando y reponiéndose de algunas dolencias.

Mientras estuvo en Comillas sólo salía de vacaciones en verano. El tiempo de Navidad y de Semana Santa los seminaristas lo vivían en el mismo seminario. En su última época, en Salamanca, comenzaron a ir a la casa familiar también en Navidad. Y ahí es notable la postura de Rivera: expresó su desacuerdo. Su razonamiento era bien sencillo: en los días en que celebramos la venida de Cristo, nosotros nos vamos adonde Él está menos presente. Es absurdo cambiar un lugar –el seminario– donde hay sagrario y posibilidad de mayor recogimiento, por otro –la familia– donde no hay presencia eucarística y sí más posibilidad de dispersión. Y remataba su argumento: la Navidad no es la fiesta de la familia (y menos para quienes están llamados a una condición celibataria), sino la celebración del Verbo que se hace hombre y viene a compartir su vida con nosotros. Si quiere estar con nosotros, busquemos estar con Él. Afloraba, una vez más, el Rivera instalado en lo sobrenatural. En todo caso, obediente, cuando se dio esta circunstancia (sólo una o dos veces) marchó tranquilamente al hogar familiar en Toledo.

Su hermana Ana María recuerda de los períodos estivales de vacación la imagen de un José alegre. «Todo lo echaba a broma», «sacaba chistes de donde menos lo esperabas», dice ella. A él, que no tenía dotes musicales, le recuerda cantando en casa, y comentando graciosamente: «Canto bien; lo que pasa es que la gente no entiende mi arte».

Junto a la alegría, destaca su empeño por agradar a sus padres, por hacerles felices en esas temporadas. En carta a Carmelina le explica cómo quiere consolar a Cristo en la persona de sus padres, y por ello planteará las vacaciones para agradarles a ellos, olvidándose de sí. En esa línea, le vemos respetando los horarios familiares o jugando a las cartas o al ajedrez con ellos. O dejándose corregir con paz por su padre cuando éste –viendo la rapidez con que come José– le insta a hacerlo más despacio.

Es en estas temporadas cuando Don José Rivera, el padre, se asombra al constatar la transformación de su hijo. La relación entre ellos dos siempre había sido tensa, problemática. Ahora Don José ve en Pepe una docilidad y un empeño en obedecer que resultan francamente llamativos, y que a veces llegan a detalles extremosos. Un día, por ejemplo, a Don José se le cae al suelo un alfiler de punta negra; le pide a su hijo que lo busque y se lo dé. Pepe se agachó y se puso a buscar, pero el alfiler no aparece... Un buen rato después, Don José, que ya se ha olvidado de ello (se trata simplemente de un alfiler) ve a Pepe por el suelo... «¿Qué haces ahí?», le pregunta extrañado. El seminarista Rivera –exquisito en su deseo de obedecer– le explica que sigue buscando el alfiler que le había mandado recoger. ¡Verdaderamente este muchacho ha cambiado!

Vive las vacaciones, también, como un tiempo privilegiado para la oración. Los horarios del seminario no posibilitan dedicar a esta actividad las horas que él desea. Ahora, libre, se entrega a ella con verdadera fruición. Su hermana, testigo de estas temporadas, constata la dedicación de mañanas enteras a orar. Y prácticamente todas las tardes –muchas veces acompañado por su madre– iba al convento de las Gaitanas, donde estaba el Santísimo expuesto, y allí permanecía dos horas en adoración.

Tampoco permitía que la vida hogareña relajase sus actitudes espirituales. Permanece vigilante y penitente. Es, de nuevo, su hermana quien observa el comportamiento de Pepe. Aunque en los tiempos de Comillas llevaba ya una vida muy austera, es, sobre todo, una vez comenzada la Teología, cuando se le ve con ansias de penitencia, que a veces concreta en detalles: procuraba no apoyar nunca la espalda cuando estaba sentado o buscaba –en los tórridos veranos toledanos– caminar siempre por donde más golpeaba el sol. Y, entrando en su habitación, Ana María ve disciplinas y cilicios, que con toda seguridad usaba regularmente.

Además, la Providencia le deparó también sufrimientos no buscados. Enfermo de pleuresía es enviado a casa de sus padres. Allí es tratado con todo esmero por el doctor Fando. Pero el tratamiento es doloroso; conlleva –entre otras cosas– que se le haya de pinchar el pulmón. Pepe sufre físicamente, pero con buen ánimo y... ¡con obediencia!: habiendo perdido el apetito se esfuerza en comer porque se lo manda el médico. Este verano, para reponerse del todo, irá, acompañado por su hermana, a Cuenca y Aranjuez. Allí pasea por los lugares menos frecuentados, escribe un trabajo sobre el Evangelio y come mucho... cuando le sirven algo que no le gusta.

Precisamente desde Cuenca escribe a su madrina, que ya ha tomado el hábito de carmelita, contándole cómo el voto privado de castidad que había hecho lo renueva ahora. Con toda sinceridad le comenta a ella, confidente de sus angustias adolescentes, la maravilla que es en su caso este triunfo de la gracia, que le permite esta vivencia serena y gozosa de la castidad:

«En mi carta anterior te hablaba de esta paz que hace unos dos años disfruto, y la otra noche ahondaba más y más en esta consideración y en el amor a Cristo, príncipe de la paz, que la ha ganado con sus sufrimientos y angustias.

El motivo fue la renovación del voto de castidad con un carácter casi definitivo. Digo casi, porque aunque mi idea era hacerlo hasta las órdenes en que quede oficialmente ligado, D. Anastasio [su director espiritual] no me lo permitió, y así lo hice por el mismo tiempo, es decir, por 4 años, de modo que enlace con las órdenes, pero quedando libre a los 4 años si por alguna causa no me ordenara.

De todos modos ante mí el voto es definitivo y me sirvió para crecer en el amor, porque la castidad significa paz abundante. Tú, que conoces aquella vida atormentada y tormentosa de mis 10 a mis 16 años, comprenderás lo que entraña todo esto y cuánto me mueve al amor la concesión de esta merced. Pero es preciso que roguéis por mí para que el Señor me confirme en esta gracia, porque si todos llevamos nuestro tesoro en frágil barro, tú bien sabes que el mío es super-frágil; bien que lo imposible para los hombres es posible para Dios, y su gracia me basta en cualquier peligro» (Cta. Cuenca, VIII-1947).

Otra de las gracias que trae consigo para él el tiempo de las vacaciones es la posibilidad de hablar largamente con su director espiritual. Mientas está en Comillas, el padre Nieto sólo le puede atender brevemente, y a veces se queda dormido, cosa que a Rivera le inspira ternura. Ahora, con Don Anastasio, puede abrir su alma con más calma.

Y no olvida su querida Acción Católica. Algunos veranos dedica también días a «salir de propaganda» con los jóvenes de este movimiento. Son días en los que se busca a jóvenes de otros pueblos para intentar acercarlos más a Cristo y constituir con ellos grupos vivos de militantes cristianos. Estas salidas le hacen sufrir a José y estimulan su sed evangelizadora: constata que en una sociedad supuestamente muy católica muchos jóvenes no viven en gracia, están alejados del Señor. Y además, en ocasiones, están como ovejas sin pastor: hay sacerdotes sin celo, que parecen sestear tranquilos mientras sus feligreses viven sin Dios. Sufrimiento y acicate. En el corazón de Rivera va cobrando fuerza la idea de Aparici: es preciso un impulso que renueve, que avive el afán por la santidad sacerdotal en el clero diocesano.

Tampoco olvida a los que sufren, a quienes mira con fe y esperanza grandes, y a quienes procura dedicar también algún tiempo. Baste una anécdota. Frecuentemente va al Hospital del Rey. Allí vive un joven deforme, que no quería ver a nadie ni ser visto por nadie. José le habla con convicción amorosa, haciéndole ver que es un hijo de Dios, infinitamente valioso a sus ojos. El resultado es sorprendente: el que rehuía todo contacto humano se deja llevar por el joven Rivera, en una silla de ruedas, hasta la tumba de su hermano Antonio, atravesando la ciudad de Toledo, encontrándose con multitud de personas.

Muy capaz de aprovechar el tiempo, José dedica también horas a la lectura. Su hermana nos dice que «leía mucho en su cuarto», y que por la noche la luz de su habitación estaba encendida hasta altas horas.
Verdaderamente, para José, las vacaciones, muy llenas de oración y estudio, son un tiempo de gracia.


De Comillas a Salamanca

Rivera, hombre de ideales altos, es un joven lúcido; instintivamente contrasta la verdad que conoce con su realización. Durante los años en que estudia Filosofía, este espíritu crítico le llevará a tomar la decisión de cambiar de seminario.

En Comillas está entusiasmado con el testimonio del padre Nieto. Le fascina su radicalidad, el ardor con que habla de Jesucristo, su intensa vida de oración y penitencia... Es un referente sacerdotal de primer orden. Está igualmente contento con los estudios; sobre todo, ha disfrutado con las Humanidades, donde se ha reencontrado con las lenguas y la literatura. Y está contento de la relación que tiene con amigos y compañeros.

Pero tiene discrepancias.

En Comillas influye todavía un prejuicio: la vida religiosa es el verdadero estado de perfección; por tanto, el camino a la santidad pasaría normalmente por la pertenencia a una congregación. Por el contrario, del sacerdocio diocesano no se espera que sea una vía seria y segura hacia la santidad. De hecho, el padre Nieto dejó su condición de diocesano movido por sus ansias de perfección. Y como él, hubo otros. Recordemos, por ejemplo, a san José María Rubio. Rivera, por el contrario, se siente profundamente diocesano. Por instinto propio –y, tal vez, también por influencia de Aparici– reconoce en la vía diocesana la prolongación de la vida apostólica y, por tanto, ve que ella es camino fontal de santificación. En algunas cartas de esta época resalta incluso factores prácticos: normalmente los sacerdotes diocesanos son los que están en las parroquias, en medio de la gente; si ellos no son santos, ¿quién va a proponer esta vocación a los laicos?

Rivera piensa que Comillas no le oferta una formación adecuada al ideal de sacerdote diocesano santo. El mismo padre Nieto le ha sugerido pasar a la Compañía de Jesús. Rivera, firme en sus convicciones, no puede aceptar que el sacerdocio diocesano quede relegado a camino de simple bondad religiosa, que en el fondo equivaldría a mediocridad cristiana.

Alguna anécdota ilustra este sentir de nuestro seminarista. Él piensa que el reglamento del seminario establece poco tiempo para la oración, media hora. En desacuerdo con esta norma, pide entrevistarse con el rector, objetivo difícil porque en Comillas había unos 1.000 seminaristas. Cuando lo logra y expone sus ideas, queda decepcionado: él habla de ampliar el tiempo de oración; el rector le responde aludiendo a ciertos peligros de iluminismo... Rivera calla y constata que, en el mismo Comillas, al lado de los diocesanos, los formandos jesuitas tienen, obligatorio, el doble de tiempo de oración. José se afirma un poco más en una convicción que va tomando cuerpo en su interior: este tipo de formación lleva en sí el riesgo de la mediocridad. Y él, durante toda su vida, nunca pudo avenirse a un planteamiento mediocre.

Algo similar le ocurría con la Liturgia. Por esta época lee libros del movimiento litúrgico que le acrecientan la mentalidad litúrgica que ya tenía y que será, de modo creciente, una clave fundamental de su vida espiritual. Tampoco en este campo encuentra eco en la formación que se le ofrece en Comillas. No entiende, por ejemplo, que no se rece de manera ordinaria la Liturgia de las horas –al menos parte de ella– en el seminario. Esta oración queda relegada hasta el momento en que se hace obligatoria al recibir las Sagradas Ordenes. Sin embargo, con libertad y firmeza, él decide comprar, en 2º de Filosofía, el breviario y comenzar a rezar parte de él. Por influencia suya algunos de sus compañeros lo harán también.

Igualmente discrepa de un sentido un tanto rubricista, del que parecen estar imbuidas las celebraciones. No entendía, por ejemplo, por qué los domingos se celebraba una primera Misa de manera más sencilla, en la que todos comulgaban, y, unas horas después, otra, solemne, con participación de la schola, sin comunión, que parecía atender más a un cierto esteticismo religioso.

En fin, junto a estas discrepancias, está también la influencia de Aparici, que sueña precisamente con un seminario y un clero diocesanos planteados en clave de ardiente santidad. Aparici piensa en Rivera para ese posible seminario, y desea que vaya a estudiar a Roma para que, una vez ampliada su formación, pueda colaborar, como pieza fundamental, en este proyecto. Éste quedó en simple deseo nunca concretado; en parte porque el obispo de Toledo tenía otros planes para José.

Las discrepancias con Comillas, la influencia de Aparici, el fuerte instinto diocesano de Rivera, y la providencial apertura del Colegio Mayor de Santiago, para vocaciones adultas, hacen que José decida trasladarse a Salamanca, para el estudio de la Teología, que cursará en la Universidad Pontificia de dicha ciudad. Así, pues, en el otoño de 1948, cuando va camino de 23 años de edad, Rivera se encuentra en un ambiente formativo distinto, que –al menos inicialmente– le resulta satisfactorio:

«El colegio me está pareciendo desde dentro lo que ya me parecía desde fuera. La orientación general de los superiores me satisface plenamente y en todos sentidos y creo que se busca en todo la parte de Dios y el enfoque amoroso [...] En conjunto estoy realmente satisfecho –aunque ya sabes que yo me entusiasmo difícilmente– pues los compañeros no me tirarán hacia atrás y los superiores sí me empujarán hacia adelante. Tengo ganas de que venga Aparici, de quien espero mucho para mí y para el Colegio» (Cta. Salamanca, 12-VIII-1948).

Eso sí, la sensación paradójica de vacío y de gozo, que experimentaba en Comillas, continúa:

«Ya te acordarás de lo que te decía el año pasado: normalmente me es imposible encontrar –quitando algunos ratos de estudio– algo en que pueda descansar mi sensibilidad; (en el estudio sencillamente se me olvidan las cosas) todo me punza. Pero estoy mucho más contento que nunca» (Cta. Salamanca, s. f.).

En la Universidad encontrará al padre Aldama, jesuita, hombre de gran profundidad teológica y de alta vida espiritual, que será para él un estímulo y un apoyo.

Rivera –que también experimenta ausencia de gusto en lecturas espirituales– se lanza con pasión al estudio de la Teología, que será para él una fuente de luz y de crecimiento enormes. La Teología le fascina. No la vive como un conjunto de ideas que han de ser aprendidas, sino como un trampolín que le lanza con renovado impulso hacia zonas más profundas de la realidad. La sequedad que experimenta en la oración se le torna luz en el estudio.

Normalmente estudia con el libro indicado por el profesor, pero, además, esa misma cuestión la estudia simultáneamente en santo Tomás de Aquino y, en muchas ocasiones, también en un teólogo moderno. Lee, reflexiona, busca las consecuencias espirituales y pastorales que conlleva cada tesis y, finalmente, intenta llevar el contenido de lo estudiado a la oración.

El atractivo por el tomismo es creciente para él durante estos años. Siente especial sintonía con el Aquinate. Tanto que le lleva a preguntarse el por qué de ella. Y se responde a sí mismo: porque yo soy de carácter muy lógico y el tomismo es así. Y a continuación, una reflexión interesante: no he de aceptar una verdad porque su formulación coincida con mis modos, sino que he de abrirme a toda verdad sean cuales sean los modos en que se me ofrezca.

Le gustaba y le ayudaba pensar que lo que Cristo le iluminaba en el estudio era para personas concretas, aún desconocidas para el joven seminarista, pero perfectamente conocidas e infinitamente amadas por el Señor, que un día querría pastorearlas a través de quien se convertiría en su sacerdote.

Seminarista en Salamanca, sigue creciendo en él la convicción de la santidad como única clave posible de vida cristiana, y la confianza en que el Señor puede obrar el milagro de la santificación de cada persona:

«La fe –escribe desde su colegio salmantino– consiste en saber que puede sucedernos todo, aunque la razón no lo vea [...]

Y de todos los demás asuntos, lo mismo; curas y frailes, monjas y seglares, todo subirá, todo se arreglará radicalmente aunque nosotros tengamos que sufrir mucho, unos antes y otros después. Yo no sé lo que me tocará hacer, quizás desear, orar y morir, pero da lo mismo. Lo que quiero es creer, creer en que Dios va a santificar el sacerdocio, va a renovar la Iglesia. Todo es posible al que cree. Todo sin límite alguno. Hoy leía en un libro de Bloy: «La santidad no es una cosa tan complicada. Es simplemente una inmensa confianza en Dios»» (Cta. Salamanca, II/II-1950).


Hacia el altar

El tiempo de Salamanca se convierte en la recta final hacia la ordenación sacerdotal. El 15 de abril de 1949 –está terminando su primer año de Teología– recibe la tonsura, de manos del obispo de Salamanca, Mons. Barbado Viejo, con las pertinentes letras dimisorias del Cardenal Pla y Deniel, arzobispo de Toledo. El año siguiente, en las témporas de Adviento, el 23 de diciembre, recibe las órdenes menores de lector y ostiario. Y el 24 de marzo de 1951, las de exorcista y acólito.

En todo este tiempo Rivera va creciendo en profundidad y en responsabilidad. Experimenta cada vez con mayor fuerza la hondura de la realidad en que ha sido introducido. Escribe por estas fechas:

«Es imposible que haya algún acto de poca importancia en la vida de un seminarista; yo al menos siento que grandes intereses divinos dependen precisamente de cada una de mis acciones» (Cta. primavera 1950).

Y unos meses después:

«Soy cada vez más consciente de la gravedad, de la inmensa locura que es una falta medianamente deliberada [...] Mis faltas, las faltas –deliberadas, claro– de estos seminaristas, son dolores inmensos sobre Cristo. Yo veo cada día en la vida del seminario jugarse la suerte de muchas almas que se van a salvar o van a condenarse según respondamos nosotros a las citas divinas» (Cta. 24-XI-1950).

Ese modo responsable que le caracteriza se traduce, entre otras cosas, en una actitud de obediencia exquisita y de fiel aprovechamiento del tiempo, hasta en los más pequeños detalles. Cuando, por ejemplo, en tiempo de estudio, se va la luz y los cuartos quedan a oscuras, los seminaristas salen al pasillo a conversar: ¿qué otra cosa se podría hacer? Rivera, en cambio, permanece en su habitación –es lo que está mandado– y busca unirse a Dios orando y reflexionando sobre el tema que estaba estudiando.

Y sigue con su estilo orante y mortificado. En una ciudad con temperaturas tan bajas como es Salamanca, él positivamente plantea la vida para no defenderse del frío.

Continúa, también, aprovechando cualquier posibilidad, incluso pequeña, de vivir la caridad con los hermanos. En esta época comienza el fenómeno del cine en las ciudades españolas. Alguna vez van los seminaristas. Cuando van de paseo, siempre en grupo, Rivera, que acostumbra andar deprisa, suele ir entre los primeros. En cambio, para ir al cine, busca quedarse al final. ¿Va cansado o a disgusto? No: así, discretamente, ofrece a los demás la posibilidad de elegir los mejores sitios.

Tampoco ha perdido el sentido crítico. Acuciado por un altísimo ideal de santidad, anhela una respuesta radical por parte de todos los miembros de la Iglesia, especialmente por parte de los sacerdotes y de quienes aspiran a serlo. Y es libre y firme para expresar sus ideas. También con sus superiores. En una ocasión el rector del seminario anuncia que se van a conferir órdenes sagradas; explica que quienes vean que algún candidato no es idóneo para tan excelsa misión deben comunicarlo. Llueven los informes negativos. Nueva reunión. El rector intenta explicar que por falta de idoneidad debe entenderse algo grave, que no se debe ser tan exigente... Rivera, que no ha informado sobre ningún candidato, va a hablar en privado con el rector. Y en la conversación le hace ver su incoherencia: si afirma que es necesaria una vida espiritual de mucha altura, ¿por qué ahora se asusta y retrocede ante la avalancha de informes que denuncian la carencia de ella? ¿Por miedo al fracaso se va a rebajar el ideal? Rivera no juzga a la persona, pero no pacta con la mediocridad.

Este espíritu crítico, Rivera se lo aplica, ante todo, a sí mismo. Constata la desproporción entre el don del sacerdocio y la disposición que encuentra en su propia persona. Ya en Comillas había escrito:

«Veo ciertas deficiencias, v.gr., el espíritu de oración, y considero rematado disparate entrar así en la gran intimidad con Cristo que supone el sacerdocio, porque trato tan familiar, para el alma pura es continua ocasión de servirle y consolarle, para la impura de faltarle y entristecerle» (Cta. mayo 1947).

Mirándose con ojos sumamente críticos, en Salamanca percibe más intensamente su indignidad. Ese sentimiento le acompaña durante todo el tiempo del estudio de la Teología. Y llega a tal intensidad que le lleva a plantearse con seriedad elegir otro camino, de especial consagración, pero no de sacerdocio ministerial. No es que vea faltas morales graves, sino inadecuación enorme: el amor loco de Cristo encuentra en él un eco demasiado cuerdo:

«Dicen que yo exagero, pero en verdad lo único exagerado que yo veo en todas partes es el amor propio mío y ajeno... Todo mi temor consiste en que al cabo de 7 años [de formación en el seminario] me encuentro aún muy razonable, muy sujeto a normas humanas; y veo cada día más claro que mientras no haya un número bastante nutrido de sacerdotes y seglares a quienes las gentes honradas puedan llamar locos con razón, seguiremos en el ambiente actual de asfixia, muertos de asco si no nos hemos contagiado también nosotros» (Cta. II/III-1950).

El consejo de su director espiritual, Don Anastasio Granados, y del padre Aldama serán decisivos para él. Si el sentimiento de indignidad le impulsa hacia la decisión de no recibir la ordenación sacerdotal, la palabra de la Iglesia, expresada en estos dos hombres de Dios, le impulsa a fiarse de Otro, más que de la visión propia. Así, disipadas las dudas, después de conversar con estos dos sacerdotes, José recibe el subdiaconado el 6 de julio de 1952, y en el Adviento de ese mismo año, el 20 de diciembre, el diaconado. La duda se ha convertido en gozo: es totalmente de Cristo y sólo para Él.

El subdiaconado y el diaconado los ha recibido siendo ya alumno del Colegio San Carlos. Dada la afluencia de seminaristas se había decidido destinar el Colegio de Santiago sólo para filósofos, y para los teólogos el de San Carlos. Mientras tanto, al acabar el segundo curso, había obtenido el título de bachiller en Teología, con la máxima nota, 10, summa cum laude. Siguiendo la lógica académica corresponde ahora preparar la licenciatura. José lo piensa. Tiene alta capacidad intelectual; todo y todos le invitan a entrar por ese camino. Su decisión es otra. Preparar el examen de licenciatura (500 tesis, que requieren mucha memoria) condiciona el estudio de las asignaturas que aún faltan por estudiar. José cree que es mejor estudiar bien estos tratados dedicándoles el tiempo y las energías necesarios. Y además el título de licenciado puede suponer un cierto brillo humano, mientras que el no tenerlo le dejaría en condiciones más humildes. Sólo habría una razón para obtener el título, la obediencia al obispo. Por eso, le pregunta. Cuando éste dice que es igual, Rivera opta decididamente por lo que tiene menos brillo, la carencia de título.

Por lo demás, conviene subrayar que dos meses después de recibir las órdenes menores de exorcista y acólito –estamos en 1951– su hermana y madrina profesa solemnemente como carmelita.

Resaltemos también que al solicitar en 1952 el subdiaconado, el prelado toledano ha juzgado más prudente que sea ordenado «a título de patrimonio», según el canon 979. Es decir, quedando garantizado su sustento por las rentas del propio patrimonio; en este caso, por la donación que hacen sus padres de una parte de la casa familiar en favor del hijo seminarista.

José ha llegado a las sagradas órdenes bien dispuesto. Consciente de su insuficiencia, ardiendo en deseos de santidad, confiando en la gracia y en la Iglesia, que le nutre y orienta. Pasados unos meses como diácono recibirá, gozoso, el presbiterado.

Veinte años después, mirando hacia atrás, afirmará:

«Mis pasos por los senderos espirituales, durante los años del seminario, me capacitaron para recibir de Dios, que jamás quiso retirarlo de mí (pues Dios es pronto para dar y tardo, muy tardo, para sustraer sus dones) un desprendimiento suficiente de mi egoísmo, como para evitarme una gran parte de los sufrimientos en que se debaten los hombres en torno mío» (D. 17-IV-1972).