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17 al 24 de Diciembre

17 de Diciembre

Comenzamos ya, con gran alegría, la semana preparatoria de Navidad. Y cantamos en la entrada: «Exulta, cielo; alégrate, tierra, porque viene el Señor y se compadecerá de los desamparados» (Is 49,33).

En la oración colecta (Rótulus de Rávena) pedimos a Dios creador y restaurador del hombre, que ha querido que su Hijo, Palabra eterna, se encarnara en el seno de María, siempre Virgen, que escuche nuestras súplicas, para que Cristo, su Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne, a imagen suya, transformarnos plenamente en hijos suyos.

–Génesis 49,2.8-10: No se apartará de Judá el Reino. La bendición de Jacob sobre sus hijos augura la supremacía de Judá hasta la llegada del Cristo que esperan las naciones. La perspectiva de la salvación se va definiendo poco a poco. Esta lectura es un bello poema. Recoge el oráculo de Jacob sobre la tribu de Judá, que destacará por su vigor, independencia y supremacía sobre las demás tribus.

David y Salomón eran del linaje de Judá, y con ellos el pueblo judío obtuvo un gran esplendor. Jerusalén está en el territorio de Judá. Toda la historia judía está en función de Cristo; así toda la historia humana, representada por Israel, está en función de la venida del Mesías. La verdadera preeminencia de Judá está, pues, en que de esta tribu había de nacer Cristo, Salvador del mundo.

Por eso no se le quitará a Judá el cetro, porque es un cetro que supera las vicisitudes históricas y políticas de un pueblo. Es el cetro de Dios. El único que no puede quitarse, porque nunca ha sido dado. Es intrínseco a Dios mismo. Es el signo de su poder, pero, sobre todo, de su amor, porque reinando Dios, sirve a sus siervos, a quienes hace amigos.

Por eso, decimos con la liturgia que Cristo es la Sabiduría de Dios, que llega de un confín a otro de la tierra, disponiendo todo con suavidad y energía. Lo que el mundo juzga estupidez, es elegido por Dios para confundir con ello a los sabios. La Sabiduría de Dios en el pesebre, en la pobreza, en el silencio, en la debilidad… La Sabiduría de Dios en la cruz.

–La bendición de Jacob sobre Judá se realiza plenamente en Cristo: su mano tendrá un cetro real, su Reino será la Iglesia, que camina hacia la Jerusalén celeste, llamada visión de paz. El Salmo 71 nos invita a la contemplación de esta Iglesia definitiva, de aquel Reino de Jesucristo en el que florecerán la justicia y la paz:

«Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Que los montes traigan la paz y los collados, la justicia. Que Él defienda a los humildes del pueblo y socorra a los hijos del pobre… Que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra. Que su nombre sea eterno…, que Él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra».

–Mateo 1,1-17: Genealogía de Jesucristo, hijo de David. El que es acogido por los justos y perseguido por su propio pueblo desde el comienzo. Cristo está vinculado estrechamente a su pueblo y a la humanidad entera. En su genealogía entran mujeres de origen no israelita. En la historia de la salvación Dios elige a veces caminos que pueden desconcertar a los hombres. De entre los hijos de Jacob elige a Judá, ni el primero ni el último.

Nuestra fe ha de habituarse a este paso de Dios, aunque nos parezca, a veces, desconcertante. Cristo es Dios y hombre. En cuanto hombre tiene una ascendencia. No es un mito. Es un ser histórico que se inserta en su pueblo de Israel. No sería hombre, si no fuera de este modo. De Cristo, Mesías de todas las naciones, se habría podido pasar por alto su origen histórico. Sin embargo, no ha sido así. El evangelista nos narra su origen humano con diligencia y detalladamente. San León Magno comenta:

«De nada sirve reconocer a nuestro Señor como hijo de la bienaventurada Virgen María y como hombre verdadero y perfecto, si no se le cree descendiente de aquella estirpe que en el Evangelio se le atribuye.

«Dice, en efecto, Mateo: “Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”; y a continuación viene el orden de su origen humano, hasta llegar a José, con quien se hallaba desposada la Madre del Señor.

«Lucas, por su parte, retrocede por los grados de ascendencia y se remonta hasta el mismo origen del linaje humano, con el fin de poner de relieve que el primer Adán y el últio Adán son de la misma naturaleza... Consustancial como era [Cristo] con el Padre, se dignó a su vez hacerse consustancial con su Madre, y siendo como era el único que se hallaba libre de pecado, unió consigo nuestra naturaleza... No hubiérsemos podido beneficiarnos de la victoria del triunfador, si su victoria se hubiera logrado al margen de nuestra naturaleza.

«Por esta admirable participación, ha brillado para nosotros el misterio de la regeneración, de tal manera que, gracias al mismo Espíritu por cuya virtud fue concebido Cristo, hemos nacido nosotros de nuevo de un origen espiritual» (Carta 31).

El infinito se alcanza pacientemente en el límite, aceptando ser lo que somos. Se supera solo lo que se acepta y se ama. La divina Sabiduría se revistió de naturaleza humana, tomó la forma frágil de un niño. Eligió la pequeñez, la pobreza, la obediencia, la sujeción a otro, la vida oculta. Lo que el mundo tiene por bajo y despreciable, lo que cree nulo es preferido por Dios, para aniquilar aquello que cree ser algo (1 Cor 1,20).

18 de Diciembre

«El Mesías que Juan anunció como Cordero, vendrá como Rey», cantamos en la entrada de esta celebración. En la colecta (Gelasiano) pedimos al Señor que nos conceda a los que vivimos oprimidos por la antigua esclavitud del pecado, vernos definitivamente libres por el renovado misterio del Nacimiento de su Hijo.

–Jeremías 23,5-8: Suscitaré a David un vástago legítimo. El profeta anuncia la venida de un gran Rey, descendiente de David. Es el Mesías prometido, que traerá al mundo la salvación. «El Señor nuestra Justicia» es como un doblaje de la expresión «el Señor con nosotros», y equivale a Jesús: Dios salvador. Justicia es lo mismo que santidad.

El deseo de salir de las angustias presentes podría ser una forma de alienación, de evasión, de refugio psicológico, si aquellos días mesiánicos no fueran un ideal que hemos de alcanzar, un modelo que imitar; más aún, si aquellos días futuros no fuesen, en esta tensión, ya presentes.

En efecto, así como la vida eterna –de la que la era mesiánica es figura y con la que se confunde muchas veces proféticamente– está ya en parte vivida en el tiempo por anticipación, la espera no es refugio evasivo. En la espera tenemos ya una afirmación, una presencia. Se espera lo que ya se posee en parte, pero lo que se espera es algo que, en su inagotable riqueza, está aún por poseer, por buscar, por esperar. Sí, pero todavía no. Es decir: tenemos la realidad, pero no en su plenitud, que solo se puede alcanzar en la gloria futura.

Por eso pedimos en la liturgia de Adviento que el Salvador venga. Es el Dios fuerte. Fuerte en los prodigios que realiza, fuerte en el gobierno, en la conservación y en la propagación de la Iglesia. Fuerte en la redención y en la santificación de las almas, fuerte en su amor para con nosotros, indignos. Fuerte en su misericordia, fuerte en ayudarnos en todas nuestras necesidades:

«Oh Adonai, Dios fuerte, Dios omnipotente. Tú eres quien se apareció a Moisés en la zarza ardiente. Tú eres quien le dio la ley en el monte Sinaí. ¡Ven, alárganos tu mano y sálvanos», cantamos hoy en la antífona para el Magníficat en Vísperas.

–En el Salmo 71, el nuevo David, que Dios promete a los que han sido deportados a Babilonia, es figura de Jesucristo. Supliquemos, pues, con este Salmo que venga el Reino definitivo de Cristo, el nuevo David. Él «librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector. Él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas. Bendito por siempre su nombre glorioso, que su gloria llene la tierra. Amén, Amén... ¡Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente!».

–Mateo 1,18-24: Jesús es el Hijo de Dios. Escribiendo la genealogía ascendente hasta Abrahán, San Mateo (1,1-17) ha querido demostrar la verdadera humanidad de Jesús. Ahora bien, en el evangelio de hoy, se pone en claro el otro aspecto del Salvador: el de Hijo de Dios. Leemos en la Carta a Diogneto, carta muy antigua, hacia el año 200:

«Nadie pudo ver a Dios ni darle a conocer, sino Él mismo fue quien se reveló [en Jesucristo]. Y lo hizo mediante la fe, único medio de ver a Dios. Pues el Señor y Creador de todas las cosas, el que lo hizo todo y dispuso cada cosa en su propio orden, no solo amó a los hombres, sino que fue también paciente con ellos. Siempre fue, es y seguirá siendo benigno, bueno, incapaz de ira y veraz. Más aún, Él es el único bueno, y cuando concibió en su mente algo grande e inefable, lo comunicó únicamente con su Hijo» (Diogneto 8).

La figura de San José tal como aparece en el relato evangélico es elevada y dramática, esculpida con fe y humildad. No es que San José acepte venir a ser padre de Dios, no. Podría hacer eso con un desmedido orgullo o con una presuntuosa y falsa humildad. Lo que sí hace José es entregar toda su vida a Dios, seriamente, en una donación incondicional. Acepta ser conducido por Dios por caminos misteriosos; acepta recibir a su cuidado a la Virgen María, en toda su fragilidad femenina, que era verdadera, al igual que era verdadera la fragilidad infantil de Jesús niño. Para estas fragilidades poderosas, pero también débiles, José acepta hacer de escudo, con su debilidad de hombre ciertamente elegido por Dios, con altas gracias divinas y dones especiales.

San José acepta valientemente y con alegría cumplir la misión para la que el Señor le ha elegido. No cabe duda de que Dios le ha preparando especialísimamente, y que él siempre ha aceptado la voluntad de Dios, prestándose a colaborar en todo lo posible con la gracia divina. El Evangelio, dentro de su concisión, es muy explícito: José, «como era bueno». ¡Cuántas renuncias suponen esas palabras! Tenemos necesidad de su ejemplo y de su intercesión en estos tiempos en los que los hombres, siguiendo sus propios planes, quedan extenuados, vacíos y sin alma.

19 de Diciembre

El canto de entrada nos asegura que «el que ha de venir vendrá, y no tardará, y ya no habrá temor en nuestra tierra, porque Él es nuestro Salvador» (Hab 10,37). En la oración colecta (Rótulus de Rávena) pedimos al Señor, Dios nuestro, que, ya que en el parto de la Virgen María ha querido revelar al mundo entero el esplendor de su gloria, nos asista ahora con su gracia para que proclamemos con fe íntegra y celebremos con piedad sincera el misterio admirable de la Encarnación de su Hijo.

–Jueces 13,2-7.24-25: Un ángel anuncia el nacimiento de Sansón. Como en las narraciones evangélicas de la infancia, un ángel de Dios anuncia el nacimiento de Sansón, el libertador de Israel, que, en cuanto nazareo, tenía que llevar una vida de austeridad y privaciones. En ese pasaje escriturístico se nos muestra el proceder de Dios en la historia de la salvación. Es decir, nos muestra su bondad y su omnipotencia, que utiliza a las criaturas humanamente menos capaces para llevar a cabo su plan salvífico.

Estos prodigios evidencian una verdad, muchas veces olvidada. Cuando los instrumentos humanos actúan eficazmente, olvidamos con frecuencia que esa eficacia procede de Dios. Y así no reconocemos suficientemente la acción de Dios ni le tributamos el agradecimiento que merece.

El orgullo es el enemigo de la salvación de las almas, de la Iglesia, del cristianismo. Levanta soberbio su cabeza: quiere aniquilar la fe en Dios, la fe en Cristo, la religión cristiana. Los hombres vuelven la espalda y se alejan del verdadero Dios, buscando otros dioses que ellos mismos se fabrican. Quieren llegar así a una divinización total del pensamiento humano, a una divinización total de la vida del hombre. Del verdadero Dios, de su inmensa bondad en la creación y en la salvación, ni siquiera ha de hablarse. En cambio, todo lo que no sea Él puede consentirse, todo puede aceptarse, hasta los ideales y las aspiraciones más ridículas.

Por eso el Señor se lamenta: «Admiraos, cielos; espantaos, puertas celestes, dice el Señor. Dos errores ha cometido mi pueblo: me han abandonado a Mí, fuente de aguas vivas, y se han construido cisternas rotas, incapaces de contener agua» (Jer 2, 13). Es una gran advertencia para nosotros.

–Desamparado, pero no desesperado, el autor del Salmo 70, mientras medita las antiguas maravillas que Dios ha realizado en su favor, le pide ser salvado de todo enemigo. Estas maravillas de tiempos pasados el Espíritu nos las recuerda para infundirnos esperanza en nuestras dificultades presentes. Por eso exclamamos: «Llena estaba mi boca de tu alabanza y de tu gloria, todo el día. Sé Tú mi Roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi alcázar eres Tú. Dios mío, líbrame de la mano perversa. Porque Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. Cantaré tus proezas, Señor mío, narraré tu victoria, tuya entera. Dios mío, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas»

–Lucas 1,5-25: Anuncio del nacimiento de Juan el Bautista. En estos relatos de anunciaciones de nacimientos subyace la fe. Algunos de los protagonistas de estos anuncios prodigiosos tienen una adhesión profunda de fe, mientras que otros, como aquí Zacarías, se resisten a creer.

Son frecuentes los escepticismos en Israel, que siempre se ve confundido por Dios. También esa incredulidad llega hasta el apóstol Santo Tomás. Pero hay también en Israel una tradición formidable de fe, que llega a su culmen en la Virgen María. Aunque es la fe la mejor disposición para la acción de Dios –se diría que casi la condición natural para la manifestación del milagro–, Él, Dios, no se deja vencer por la incredulidad humana, como si el escepticismo de los hombres tuviese el poder de detenerlo. Y así, aunque el milagro puede ser un premio de la fe, también puede ser a veces un motivo para creer.

Por eso Dios castiga a Zacarías, pero no retira el milagro. Y San Agustín comenta:

« Zacarías, que ha de engendrar a la voz, ahora calla. Calla por no haber creído. Con razón enmudece hasta que nazca la voz» (Sermón 290,4).

La voz clamará en el desierto anunciando al Retoño de la raíz de Jesé, que se levantará enhiesto como una bandera, visible a todos los pueblos; ante Él enmudecen los reyes, a Él claman los pueblos infieles. Por eso hoy clama la liturgia: ¡Ven, Señor, no tardes más, sálvanos!. Establece tu reino entre nosotros: el reino de la verdad, de la justicia, del amor y de la paz. ¡Ven, Señor, no tardes más!

20 de Diciembre

Con el profeta Isaías cantamos en la entrada de esta celebración: «Saldrá un renuevo de la raíz de Jesé y la gloria del Señor llenará toda la tierra. Todos los hombres verán la salvación de Dios» (Is 11,1.40, 3). En la oración colecta (Rótulus de Rávena) se pide al Señor y Dios nuestro, a cuyo designio se sometió la Virgen Inmaculada, aceptando, al anunciárselo el ángel, encarnar en su seno a tu Hijo, que ya que Él la ha transformado, por el don del Espíritu Santo, en templo de la divinidad, nos conceda, siguiendo su ejemplo, la gracia de aceptar sus designios con humildad de corazón.

–Isaías 7,10-14: Ésta será la señal: la virgen concebirá un hijo. El profeta y el rey se hallan frente a frente. Acaz solicita la ayuda de Asiria para vencer a sus enemigos. Bajo una falsa religiosidad, oculta una absoluta falta de fe en la intervención divina. En esa coyuntura nacional, Isaías, el hombre de Dios y de la fe, le ofrece un signo: «La Virgen concibe y da a luz un hijo y le pone por nombre Dios-con-nosotros». Palabras tan grandiosas solo pueden decirse del Mesías, Jesucristo bendito, y así se dicen en el Evangelio (Mt 1,18-25). Él es el signo de la ayuda de Dios al mundo.

Tal vez hoy no se perciba en muchos casos la presencia de Dios en los acontecimientos de cada día, pues nos fiamos mucho del progreso. Pero, en realidad, ese progreso falla muchas veces. Aunque hay medicinas para todo, éstas a veces no curan, y los hombres se siguen muriendo. Tenemos necesidad del auxilio divino, incluso en la evolución del progreso. Todo lo debemos a Dios.

Además hemos de ver a Dios en los hombres, porque éstos son como sombras de Cristo, que continúa caminando en el paso del pobre, del necesitado, del fiel que está injertado en Él. Por eso todo hombre, y el cristiano de modo especial, es signo y transmisor de la presencia divina en el mundo.

«He aquí que una virgen concebirá». Con la sagrada liturgia, reconozcamos también nosotros a María, la Virgen Madre de Dios, en la santa Iglesia. Como aquella, también la Iglesia lleva en su seno a Cristo, la verdad, la salvación, la gracia. Solo en ella encontrará la humanidad a Cristo. Venid, subamos al monte del Señor –al monte Sión–, vayamos a la casa del Señor –al templo de Jerusalén, a la morada de Dios, a la Virgen María, a la Iglesia–. Allí nos enseñará Él sus caminos. Seamos fieles al Señor, a la Virgen María, a la santa Iglesia.

–Por la venida de Cristo todo el mundo se transformará en un templo de su presencia. Esto debe ser cada vez más explícito y manifiesto, por eso cantamos con el Salmo 23:

«Ya llega el Señor, Él es el Rey de la gloria. Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes. Él la fundó sobre los mares. Él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón. Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob».

Así cantamos nosotros, que en este Adviento nos preparamos para celebrar dignamente el Nacimiento del Salvador.

–Lucas 1,26-38: El Señor solicita por el ángel la aquiescencia de María. Dios tiene necesidad de la nada de su criatura abierta a Él. Las más grandes obras de Dios se realizan en el silencio y la oscuridad. En la Anunciación la Virgen María tiene una misión relevante. Ha llegado la plenitud de los tiempos, el tiempo mesiánico. Sus signos son sencillez, humildad, plenitud, alegría. María es la nueva Jerusalén, el nuevo Templo. La Gloria de Dios habita en Ella. San Bernardo, en el nombre de toda la humanidad, le habla así con inmensa devoción:

«Oiste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo. Oiste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo... También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, la palabra misericordiosa de tu respuesta. Se pone en tus manos el precio de nuestra salvación. En seguida seremos librados, si tú das tu consentimiento...

«Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso, con todos los antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte. Este te pide el mundo postrado a tus pies...

«Da pronto tu respuesta. Responde presto al ángel o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel. Responde una palabra y concibe la Palabra divina. Emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna...

«Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas a tu Creador. Mira que el Deseado de todas las naciones está llamando a tu puerta... Levántate, corre, ábrele. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.

«“Aquí está, dice la Virgen, la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”» (Homilía 4).

Así, con la fe de María comienza la nueva Alianza. Ella es elegida y preparada para ser signo de la presencia de Dios, y es signo tan transparente y eficaz, que se hace para nosotros como su tabernáculo viviente, una custodia viva, en la que mora plenamente el Señor.

Ante la propuesta divina, traída por el ángel, María no conoce más que una obediencia ciega, una entrega y un abandono absolutos: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». El Verbo entonces se hace carne en Ella por obra del Espíritu Santo. ¡Venid, adoremos! La Virgen de Nazaret es el Templo nuevo, la nueva Arca de la Alianza, en la que se acerca a nosotros el mismo Dios en persona.

«He aquí que una Virgen concebirá». ¡El alma virginal! La mujer llena de gracia, que vive enteramente de Dios y de Cristo. La fortaleza virginal clausurada, que abre sus puertas para que entre en ella el Rey de la gloria. Ella es la Virgen de corazón puro y de manos inmaculadas. Es la Virgen que no tiene más que una respuesta a la llamada divina: «He aquí la esclava del Señor». Con su poder el Redentor se acerca a la prisión donde el hombre, pobre y pecador, yace en las sombras de la muerte. Viene a él, miserable, por la Virgen María.

Por eso hoy la liturgia canta en Vísperas, en la antífona del Magníficat: «oh llave de David, y cetro de la casa de Israel. Tú abres y nadie puede cerrar; cierras y nadie puede abrir. Ven y libra al que yace aherrojado en la prisión, sentado en tinieblas y sombras de muerte».

21 de Diciembre

En la entrada de la Misa, con el profeta Isaías, proclamamos con fe y alegría: «Vendrá el Señor que domina los pueblos, y se llamará Emmanuel, porque tenemos a Dios con nosotros» (Is 7,14; 8,10). En la oración colecta (Gelasiano) pedimos al Señor: «escucha la oración de tu pueblo, alegre por la venida de tu Hijo en carne mortal, y haz que cuando vuelva en su gloria, al final de los tiempos, podamos alegrarnos de escuchar de sus labios la invitación a poseer el reino eterno».

–Cantar 2,8-14: Ya viene mi Amado saltando por los montes. Ese Amado que viene a la humanidad no es otro que Cristo. Él se acerca hoy al encuentro de Juan. Pero también viene a nosotros, a todas las almas que lo esperan y desean. Cuando el amor de Dios, que viene, que vino, y que permanece como misterio vivo, afecta no solo a la fe y a la inteligencia, sino que invade todo el ser, entonces enciende el lenguaje incandescente del amor.

Es el amor que los místicos cristianos han vivido tan intensamente y que el profetismo del Antiguo Testamento ha descrito muchas veces para expresar las relaciones del alma con Dios. El Señor es el Amado, es el Enamorado que viene a los hombres, que nos lleva consigo al campo en flor, y que suscita en nosotros cantos únicos e inconfundibles.

Cuando Él se acerca, llega y entra en nuestras vidas, nosotros nos olvidamos de todo, del invierno que pasó y que volverá a venir… Más allá de las imágenes, estamos aquí, hemos llegado ya, al mundo de la era mesiánica que, a su vez, es signo de la escatología, de los nuevos cielos y de las nuevas tierras, que siempre florecerán, que siempre darán perfume de vida, porque siempre estarán habitadas por el Amor que viene cruzando los montes. Y nosotros, detrás de la ventana, lo esperamos, para que nos lleve a las viñas en flor.

Eramos tinieblas, noche, caos, aletargamiento, desfallecimiento, enfermedad y muerte. Nos faltaba la luz, nos faltaba el Sol de justicia. Abandonada a sí misma la pobre humanidad, se hunde irremisiblemente en las tinieblas y en la noche de la muerte. Se despeña en el abismo del error, de la continua y angustiosa duda. No tiene respuestas para los enigmas de una vida que se ha hecho mortal. Solo Dios da esas respuestas por medio de su Unigénito encarnado, cuyo Nacimiento anhelamos con esperanza renovada.

–Ante la Navidad que se acerca, ante el Señor que aparece a su Iglesia como el Esposo del Cantar de los Cantares, ante «los proyectos de su corazón», llenos de salvación y de amor, que se despliegan en la historia humana, nosotros, animados por el Espíritu Santo, estamos en condiciones de cantar con gozo la acción de gracias del Salmo 32:

«Dichosa la nación, cuyo Dios es el Señor. Aclamad, justos, al Señor, cantadle un cántico nuevo. Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando los vítores con bordones. El plan del Señor subsiste por siempre, los preceptos de su corazón de edad en edad. Nosotros aguardamos al Señor. Él es nuestro auxilio y escudo; con Él se alegra nuestro corazón, en su santo nombre confiamos».

–Lucas 1,39-45: ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? La Virgen María, llena de gracia y templo de Dios, abre a todos su corazón. La alegría mesiánica que la llena es difusiva, y tiende, como todo don de Dios, a la comunión. Por eso María sale de sí misma y camina hacia su pariente Isabel. Y ésta, «llena del Espíritu Santo», entiende los signos de Dios y la proclama «dichosa porque ha creído». Comenta San Ambrosio:

«El Ángel que anunciaba los misterios, para llevar a la fe mediante algún ejemplo, anunció a la Virgen María la maternidad de una mujer estéril, ya entrada en años, manifestando así que Dios puede hacer todo lo que le place.

«Desde que lo supo, María, no por falta de fe en la profecía, no por incertidumbre respecto al anuncio, sino con el gozo de su deseo, como quien cumple un piadoso deber, se dirigió a las montañas.

«Llena de Dios de ahora en adelante ¿cómo no iba a elevarse apresuradamente hacia las alturas? La lentitud en el esfuerzo es extraña a la gracia del Espíritu» (Comentario Evang. Lucas II,19).

María, por su «sí», hace que la obra de Dios, su plan de salvación, sea una realidad para nosotros. Dios viene y viene por María. Por Ella nos llega el Sol verdadero: Cristo, el Salvador a quien nosotros esperamos.

Cristo es realmente la luz del mundo; y lo es por la fe santa que Él enciende en las almas; por la doctrina con que nos instruye y educa; por el ejemplo que nos da en el pesebre de Belén, en Nazaret, en la Cruz, en el Sagrario; por la túnica luminosa de gracia con que envuelve nuestra alma; por la santa Iglesia que nos entrega como verdadera Madre. A la luz de este Sol todo aparece claro, transparente.

Y ese Sol lució y luce ante nuestros ojos por medio de la Virgen María. Ahora Dios se nos aparece como un tierno y solícito Padre, que nos mira y nos trata como a verdaderos hijos suyos y nos convida a participar y a gozar con Él de su eterna y dichosa vida. Esta luz nos hace ver la nulidad de todo lo meramente humano, de todo lo terreno, de los bienes y felicidades de este mundo.

Por eso hoy la liturgia canta en Vísperas esta antífona del Magníficat: «¡Oh Oriente, Resplandor de luz eterna, Sol de justicia! Ven e ilumina a los que estamos sepultados en las tinieblas y sombras de muerte».

22 de Diciembre

El Salmo 23,7 sigue hoy resonando en la entrada de la eucaristía: «¡Portones! alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas; va a entrar el Rey de la gloria». En la oración colecta (Bérgamo), pedimos al Señor nuestro Dios: tú, que «con la venida de tu Hijo has querido redimir al hombre, sentenciado a muerte; concede a los que van a adorarlo, hecho Niño en Belén, participar de los bienes de su redención».

–1 Samuel 1,24-28: Ana agradece el nacimiento prodigioso de Samuel. Como antes la liturgia nos hizo contemplar los nacimientos prodigiosos de Sansón o de Juan, ahora nos recuerda el de Samuel. El cántico de Ana, su madre agradecida, prefigura el de la Virgen María: en uno y en otro caso se ensalza el poder de Dios que enaltece a los humildes.

Todo ello nos revela la acción misteriosa de Dios en la historia de la salvación. Para mostrar la potencia de su iniciativa en la redención de los hombres, Dios elige los instrumentos que a la luz del mundo parecen menos aptos. Él, que configura el interior de las personas, y que conoce el corazón de Ana, de Isabel y de la Virgen María, elige estos medios humildes para sus grandiosas acciones de salvación.

Hay dones que se nos dan porque, inspirados por Dios, los pedimos; y hay dones que nos vienen de un modo completamente gratuito e inesperado, previniendo toda petición e incluso todo deseo. En este segundo modo, nosotros escuchamos al Señor, que entra de pronto en nuestra vida, y nos colocamos a su disposición, según el don divino y su llamada.

Así es como Jesús es dado a la Virgen María, superando toda expectación y más allá de las leyes naturales. Así es dado Samuel a su estéril madre Ana, que lo había suplicado a Dios, contra toda esperanza. En realidad, todos nosotros somos también dones de Dios, dones de su gracia indebida y sobreabundante; hijos suyos por naturaleza y por redención.

¿Qué es el hombre? Creado por Dios en un principio, alejado de Él por el pecado, hecho así miserable, separado de la Fuente de la Verdad y de la verdadera Vida, condenado a la privación eterna de Dios, a las tinieblas y a la eterna desdicha.

Y sin embargo, ha sido el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Aletea todavía en él la llama del espíritu, con su impetuosa tendencia a la verdad, hacia la posesión de todo bien, hacia la felicidad y la paz, hacia Dios, su única plenitud posible. Y Dios en Cristo se compadeció de él. Oyó su clamor. Se acordó de su pobreza, de su debilidad, de su nada, de su ignorancia, de su propensión al mal, de sus errores, de sus pasiones desatadas… Y quiso salvarlo.

–Como miró el Señor la humillación de Ana, así ha mirado a nuestra desvalida humanidad, y por la Virgen María le ha dado la salvación. Por eso cantamos y bendecimos al Señor con el mismo cántico de Ana:

«Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con su salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan… El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria; pues del Señor son los pilares de la tierra, y sobre ellos afianzó el orbe» (1 Sam 2,1,4-5.6-7.8).

–Lucas 1,46-56: El Poderoso ha hecho obras grandes por mí. El Magníficat es, sin duda, la expresión más elevada de la Hija de Sión. Dios es alabado, porque miró la humildad de su Esclava. La misericordia de Dios se ha hecho realidad en Ella para beneficio de toda la humanidad. San Ambrosio dice:

«Que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor. Que en todos esté el espíritu de María para alegrarse en Dios. Porque si corporalmente no hay más que una Madre de Cristo, por la fe Cristo es fruto de todos; pues toda alma recibe la Palabra de Dios, a condición de que, sin mancha y preservada de los vicios, guarde castidad con una pureza intachable» (Comentario Evang. Lucas II,27).

Hay a veces una humildad hipócrita, que niega con obstinación los propios dones, y que no los agradece al Señor. Con frecuencia es una humildad precaria y combatida, que no resiste a la tentación de la propia dignidad y que, para sostenerse, tiene necesidad de humillarse. O a veces es un cálculo sagaz para provocar alabanzas. Pero la verdadera humildad ignora estos modos tortuosos. Sabe que las buenas cualidades son dones de Dios, y a Él le da la gloria con un corazón sencillo.

Así la Virgen María. Ella reconoce con gozo que el Poderoso ha hecho en Ella grandes cosas, lo agradece y, llena de alegría, lo alaba exultante. Y no duda en admitir que todos los pueblos la llamarán bienaventurada. Todo en Ella es gratitud y sentirse pequeña ante la magnitud de Dios y de su don. ¡Cuánto hemos de aprender de Ella!

Por eso hoy, en la liturgia de las Vísperas, cantamos la antífona del Magníficat: «Oh Rey de las naciones, Deseado de las gentes y Piedra angular donde se apoyan judíos y gentiles. Ven y salva al hombre que Tú formaste del limo de la tierra».

23 de Diciembre

Cantamos en la entrada, «Un niño nos va a nacer y su nombre es: Dios guerrero; Él será la bendición de todos los pueblos» (Is 9,6; Sal 71,17). En la colecta (Rótulus de Rávena), pedimos al Señor todopoderoso y eterno, al acercarnos a las fiestas de Navidad, que su Hijo, que se encarnó en las entrañas de la Virgen María y quiso vivir entre nosotros, nos haga partícipes de la abundancia de su misericordia.

–Malaquías 3,1-4; 4,5-6: Antes del día del Señor, os enviaré al profeta Elías. Contra el sacerdocio infiel, Malaquías anuncia el terrible Día de Yavé. El Señor vuelve a su templo para renovarlo mediante el fuego purificador y reinstaurar en él un sacerdocio santo y una oblación justa y aceptable. La venida del Señor la anunciará un mensajero, como los heraldos pregonaban la venida del emperador: será el profeta Elías, arrebatado al cielo.

En el Nuevo Testamento, Jesús dice que su precursor, Juan Bautista, «es Elías, el que iba a venir» (Mt 11,14). También nosotros tenemos nuestro día. Hay muchos días en nuestra vida y también muchos «precursores» que nos lo anuncian y nos preparan para ese día concreto. Días concretos en los que Dios otorga sus dones y nos visita para provocar en nosotros una ascensión más en nuestro camino de perfección cristiana: unos misiones populares, unos ejercicios espirituales, una simple homilía… Hemos de acogerlos con un corazón abierto.

En todos esos días se hace más palpable la presencia del Emmanuel, es decir «Dios con nosotros». Él es el Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, de igual sustancia que el Padre. Él, por nuestra salvación, descendió de los cielos, se encarnó por obra y gracia del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, y se hizo hombre. ¡Dios con nosotros! Se hace pobre con nosotros, ora con nosotros, siente y padece con nosotros. ¡Dios con nosotros! Nos da su amor, su verdad, su Corazón, su gracia, su sangre y, con todo esto, su perdón. Reconozcamos siempre en nuestra vida el Día del Señor y aceptémoslo con gratitud y alegría desbordante.

–El Señor está ya a la puerta para salvar a la humanidad. Pidámosle con el Salmo 24 que nos enseñe sus caminos de purificación, de conversión, de perdón…, que lleguemos al conocimiento interno y sabroso de que «se acerca nuestra liberación». Digámosle confiadamente: «Señor, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad; enséñame, porque Tú eres mi Dios y Salvador. El Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes. Las sendas del Señor son misericordia y lealtad, para los que guardan su alianza y sus mandatos. El Señor se confía con sus fieles y les da a conocer su alianza». Es el Día del Señor. Recibamos con humildad sus dones.

–Lucas 1,57-66: Nacimiento del Bautista. Dios le ha dado un nombre: Juan, que significa «Dios se ha compadecido». Es el Precursor de la gran misericordia de Dios, la venida de Cristo. Dios en su nacimiento, una vez más, interviene en la historia humana y la convierte en historia de la salvación. Alegrémonos también nosotros en el nacimiento de Juan. Escribe San Ambrosio:

«Isabel dio a luz a un hijo, y sus vecinos se unieron en su alegría. El nacimiento de los santos es una alegría para muchos, pues es un bien común, ya que la justicia es una virtud social. En el nacimiento del justo se ven ya las señales de lo que será su vida, y el atractivo que tendrá su virtud está presagiado y significado en esa alegría de los vecinos» (Comentario Evang. Lucas II,30).

Acojamos el día de la visita de Dios. Son muchas las visitas que nos hace el Señor en nuestro caminar hacia el Padre. Dios grande y santo viene a nosotros, pecadores indignos. Viene no para aniquilarnos, como lo hizo en otro tiempo: diluvio, Sodoma, Gomorra…, sino para librarnos, para darnos sus dones y gracias con los cuales progresemos en la virtud, en la vida interior. No se contenta simplemente con ocupar nuestro lugar y con expiar nuestros pecados, abandonándonos después a nuestra suerte, sino que viene muchas veces con sus visitas, con sus dones y sus avisos. Quiere levantarnos hasta Él mismo, nos incorpora consigo, nos comunica su propia vida y nos vivifica… Emplea también a veces sus intermediarios, sus precursores…

La figura del Bautista, el precursor, en estas vísperas ya de la Navidad, sigue llamándonos a una conversión que abra nuestros corazones al Señor que viene, que quiere venir más dentro de nuestras vidas. Oigamos a San Juan Crisóstomo:

"Si Juan, siendo tan santo, «vivió entregado a una vida tan áspera, lejos de toda lujo y placer... ¿qué defensa habrá en nosotros que, después de tanta misericordia de Dios y tan grande carga de nuestros pecados, no mostramos ni la mínima parte de la penitencia del Bautista?... Apartémonos de la vida muelle y relajada, pues no hay modo de unir placer y penitencia» (Homilías sobre Evg. Mateo 10,4-5).

Reconociendo que somos pecadores, y que necesitamos absolutamente al Salvador, cantamos en Vísperas, en la antífona del Magníficat: «¡oh Emmanuel, Rey y Legislador nuestro, Expectación y Salvador de las gentes! Ven, a salvarnos, Señor, Dios nuestro».

24 de Diciembre

Con San Pablo exclamamos en la entrada de esta celebración: «Ya se cumple el tiempo en el que Dios envió a su Hijo a la tierra» (Gál 4,4). En la oración colecta (Veronense) pedimos al Señor Jesús que venga y no tarde, para que su venida consuele y fortalezca a los que esperan todo de su amor.

–2 Samuel 7,1-5.8-11.16: El trono de David durará para siempre. No será David el que edifique el templo del Señor. Pero el Señor le premia su buena intención, y le promete la perennidad de su dinastía. Por eso el Mesías será hijo de David y su reino será eterno. En el tierno Niño de Belén hemos de ver al fuerte y poderoso Rey divino, al Señor del universo, al Fundador del Reino de la Verdad y de la Vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia del amor y de la paz.

La fe debe hacernos contemplar la corona y el cetro que la vista corporal no alcanza a ver. El Padre eterno decreta: «Yo mismo he establecido a mi Rey en Sión» (Sal 2,6). Y Cristo, el nuevo Rey, lo proclama ante el mundo: «El Señor me ha dicho: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo y te daré en herencia las naciones y te haré dueño de todos los confines de la tierra» (7-8).

Nosotros creemos en su reinado, nos sometemos a su imperio, nos consideramos dichosos de ser conducidos, mandados y regidos por Él. Adoraremos al Rey en un pesebre, y lo veneraremos en su Ascensión a la derecha del Padre, cuando diga: «Se me ha dado todo poder sobre los cielos y sobre la tierra» (Mt 28,18). ¡Nos entregamos totalmente a su dominio! ¡Queremos servirle, vivir y morir en su santo servicio!

Ese reinado no se funda ni en la carne, ni en la sangre, ni en la raza, ni en el nacimiento, ni en las armas, ni en los ejércitos, ni en riquezas o grandes extensiones de tierra. No se funda tampoco en las dotes naturales del hombre: en su inteligencia, en sus ascendientes, ni en su influencia; tampoco en su cultura, en su renombre o en su perspicacia. Solo se funda en dos cosas: en la gracia divina y en la buena voluntad del hombre para recibir esa gracia. Abrámonos a esa gracia divina.

–Con el Salmo 88 cantamos eternamente las misericordias del Señor. Dios prometió a David un reino para siempre, un trono para la eternidad, y por eso su fidelidad permanece en todas las edades. En Navidad se renueva esa alianza maravillosa en favor de todos los hombres:

«Anunciaré Su fidelidad por todas las edades. Porque dije: “Tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad”. Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: “Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono por todas las edades”. Él me invocará: “Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora”. Le mantendré eternamente mi favor, mi alianza con él será estable». Solo en Cristo se ha realizado plenamente esta formidable promesa del Señor.

–Lucas 1,67-79: Nos visitará el Sol que nace de lo alto. Zacarías en el Benedictus descubre la misteriosa realidad escondida en aquellos niños, Juan y Jesús. En una hora de inspiración inefable, es profeta que declara y anuncia las obras de Dios, a quien alaba en el comienzo de la salvación. La fuerza de Dios se ha hecho presente en el seno de una Virgen. El Mesías viene a dar la libertad que es necesaria para servir a Dios con santidad y justicia. En el Mesías, el pueblo de Dios será regido por un Rey bueno, pacífico y salvador. Juan será el heraldo, la voz. Su grandeza está en preparar el camino del Señor, llevar al pueblo al conocimiento del Salvador. Oigamos a San Ambrosio:

«Considera qué bueno es Dios y qué pronto para perdonar los pecados. No solo le da a Zacarías lo que le había quitado, sino que le otorga también lo que no esperaba. Este hombre, después de largo tiempo mudo, profetiza; pues ésta es la máxima gracia de Dios, que aquellos que le habían negado le rindan homenaje.

«¡Que nadie pierda, pues, la confianza! Que nadie, con el recuerdo de sus faltas pasadas, desespere de las recompensas divinas. Dios sabrá modificar su sentencia, si tú sabes corregir tu falta» (Comentario Evang. Lucas II,33).

La misericordia de Dios, como ya había sido prometido a Abraham, ha hecho nacer de su descendencia el Sol que ilumina los pasos de los hombres por el camino de la paz, aunque muchas veces se obstinen en esconderse en las tinieblas del error y del pecado. «La luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la admitieron. Él vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,5.11). Oigamos a San Juan Crisóstomo, que nos exhorta a recibir a Cristo:

«Él se nos ofrece para todo. Y así nos dice: “si quieres embellecerte, toma mi hermosura. Si quieres amarte, mis armas. Si vestirte, mis vestidos. Si alimentarte, mi mesa. Si caminar, mi camino. Si heredar, mis heredades. Si entrar en la patria, yo soy el arquitecto de la ciudad...

«“Y no te pido pago alguno por lo que te doy, sino que yo mismo quiero ser tu deudor, por el mero hecho de que quieras recibir todo lo mío. Yo soy para ti padre, hermano, esposo; yo soy casa, alimento, vestido, raíz, fundamento, todo cuanto quieras soy yo; no te veas necesitado y carente de algo. Incluso yo te serviré, porque vine “para servir, y no para ser servido” (Mt 20,28). Yo soy amigo, hermano, hermana, madre; todo lo soy para ti, y solo quiero contigo intimidad. Yo soy pobre por ti, mendigo para ti, crucificado por ti, sepultado por ti. En el cielo estoy por ti ante Dios Padre; y en la tierra soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para mí, hermano y coheredero, amigo y miembro. ¿Qué más quieres? ¿Por qué rechazas al que te ama y trabajas en cambio para el mundo, echándolo todo en saco roto?”» (Homilía 76 sobre Evg. Mateo).
Dejémosle al Salvador nacer de nuevo en nuestros corazones. El hombre de buena voluntad, que hoy abre su corazón a la verdad y al bien, el que está dispuesto a recibir sencillamente y con rectitud la verdad y a practicar el bien, alcanzará la amistad de Cristo y la posesión del reino de Dios. ¡Tan amplios y universales y, al mismo tiempo, tan sencillos son sus fundamentos! Dejemos que el Sol que nace de lo alto ilumine nuestras tinieblas. Sometámonos al reinado de Cristo. En él encontraremos la verdad, la paz y la vida.