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La emanación vital

Desde esta comprensión de los grados de perfección de la escala de los entes, Santo Tomás ofreció una metafísica de la vida, que se encuentra expuesta sintéticamente en dos textos. En el primero, el capítulo 11 del libro IV de la Summa contra Gentiles, sitúa los distintos entes según la perfección de sus operaciones.

Para su profunda comprensión, es útil tener en cuenta esta observación sobre la bondad de la operación, señalada en el siguiente pasaje de la Suma:

«El primer ser de las cosas es el ser substancial por el que decimos que las cosas son entes en sentido absoluto y buenas de algún modo. En cambio, cuando se las considera en posesión de su último acto, decimos que son buenas en sentido absoluto y entes de alguna manera» (STh I, 5, 1, ad 1).

El ser substancial, por el que el ente es en acto, no confiere las últimas perfecciones del ente, que son accidentales. De ahí que el ente substancial no puede denominarse ente bueno de modo absoluto, sino de alguna manera, la de la substancia. En cambio, el ente finito puede denominarse bueno absolutamente en cuanto perfeccionado por los accidentes, actos últimos.

A esta perfección última, que se adquiere al obrar, se tiende por la propia naturaleza.

«De la forma se deriva la inclinación al fin, a la acción y a otras cosas, porque los entes que están en acto obran y tienden a lo que les es provechoso con arreglo a su forma» (STh I, 5, 5 in c.).

Estos agentes imperfectos obran en razón de su imperfección entitativa para remediarla. De manera que puede decirse, con el Aquinate, que

«hay algunos agentes que simultáneamente obran y reciben los cuales son agentes imperfectos. A estos les compete el que aún al obrar ellos intenten adquirir algo» (STh I, 44, 4 in c.).

Esta última indicación se explica, porque se concibe la operación en cuanto tal como ordenada a difundir la propia perfección. La imperfección de la criatura es la que hace que esté dirigida a la perfección propia del sujeto que obra. Por ello, advierte el Aquinate:

«La inclinación de las cosas naturales es doble: a ser movida y a obrar. La inclinación de su naturaleza a ser movida es inclinación encorvada en sí misma (...), pero la inclinación de su naturaleza a obrar no es encorvada en sí misma (...), sino que busca el bien de lo generado, que es su forma, y además el bien común, que es la conservación de la especie» (Quodlibet, I, q. 4, a. 8, ad 3).

En la inclinación al movimiento y a la acción, debe distinguirse entre la propia del ente en potencia en cuanto está en potencia, y la inclinación del ente en acto a difundir su propia perfección. De ahí que este último sentido de la acción no puede situarse en cuanto tal en una categoría de lo finito e imperfecto. La acción de las criaturas, que pertenece al orden categorial o predicamental, no es más que una limitación de la operación en cuanto tal. Esta reducción impide que la operación no sea absolutamente una efusión donante, propia del acto en cuanto tal, pues

«es de la naturaleza de cualquier acto el que se comunique a sí mismo según le es posible. Con lo cual todo agente obra según que es en acto. Y obrar no es otra cosa sino comunicar aquello por lo que el agente es en acto» (De Potentia, q. 2, a. 1, in c.).

En este texto sobre la gradación de los entes, ésta se hace según los grados de perfección de la operación, que se nota por el grado de intimidad del efecto que produce.

«Debemos tomar como punto de partida que en las cosas hay diversos modos de emanación correspondientes a la diversidad de naturalezas, y que, cuanto más alta es una naturaleza tanto más íntimo es lo que de ella emana»

Desde esta perspectiva se advierte:

«En todas las cosas, los cuerpos inanimados ocupan el último lugar, y en ellos no se dan otras emanaciones que las producidas por la acción de unos sobre otros. Así vemos que del fuego nace el fuego cuando éste altera un cuerpo extraño convirtiéndolo en su especie y cualidad».

Los entes sin vida ocupan el lugar inferior en la escala de los entes, por no poseer una unidad interior activa, que se despliegue en una acción inmanente. Sólo emana algo de ellos, por la acción transitiva de otro ente. En el modo de su actividad manifiesta una extroversión completa.

Los cuerpos animados siguen a los inanimados.

«Entre los cuerpos animados, el lugar próximo lo ocupan las plantas, en las cuales la emanación ya procede de dentro, puesto que el "humor" interno de la planta se convierte en semilla, y ésta confiada a la tierra, se desarrolla en planta. Esto es ya un primer grado de vida, pues son vivientes los entes que se mueven a sí mismos para obrar, en cambio, los que no tienen movimiento interno carecen en absoluto de vida. Y un indicio de vida en las plantas es que lo que hay en ellas tiende hacia una forma determinada».

En la vida vegetativa, el primer grado de vida, se da ya un primer indicio de interioridad. La planta genera la semilla, emanación que surge de su propia savia, y que asegurará la permanencia de su especie.

Este modo de emanación no es perfecto.

«La vida de las plantas es imperfecta, porque, aunque la emanación proceda en ellas del interior, sin embargo, lo que emana saliendo poco a poco desde dentro, acaba por convertirse en algo totalmente extrínseco. Pues el humor del árbol, saliendo primeramente de él, se convierte en flor y después en fruto, separado de la corteza del árbol, pero sujeto a él; y llegando a su madurez, se separa totalmente del árbol y, cayendo en tierra, produce por su virtud seminal otra planta».

Esta generación, que se da también en los animales, es imperfecta todavía, porque, por una parte, el fruto de la planta se exterioriza; por otra, porque, «reflexionando atentamente, se verá que el principio de esta emanación proviene del exterior, puesto que el humor interno del árbol se toma mediante las raíces de la tierra, de la cual recibe la planta su nutrición». La exteriorización, en la generación vegetativa, se da en su inicio y en su fin.

Añade Santo Tomás:

«Hay otro grado de vida superior al de las plantas y correspondiente al alma sensitiva, cuya propia emanación, aunque comience en el exterior, termina interiormente y, a medida que avanza la emanación, penetra en lo más íntimo. Por ejemplo, lo sensible imprime exteriormente su forma en los sentidos externos, pasa de ellos a la imaginación y después al tesoro de la memoria».

La vida sensitiva muestra una menor exteriorización y, con ello, un progreso en la posesión de los principios internos, que posibilitan la emanación. Por esta menor dependencia de lo exterior, este grado inmediato de vida posee una mayor autonomía. Con la emanación propia de esta vida animal, el conocimiento sensible, se poseen otras formas, distintas de la propia, que condicionarán la acción. El ámbito vital se ampliará, no quedará limitado en un espacio como las plantas, ni a estar constreñido o arrinconado en el espacio.

Hay también con el conocimiento sensible una mayor interioridad. Aunque su fruto, las imágenes sensibles, se han constituido exteriormente, por originarse por un estímulo exterior, y no se perfeccionan ya en el exterior del animal, sino que se continuan en la imaginación, pasando, por último, a almacenarse en la memoria sensible. Se empieza así a vencer el espacio y el tiempo.

No obstante, tampoco la interiorización es completa.

«En cada proceso de esta emanación, el principio y el término obedecen a cosas diversas, pues ninguna potencia sensitiva vuelve sobre sí misma, luego, este grado de vida es tanto más alto que el de las plantas cuando más íntima es la operación vital; sin embargo, no es una vida enteramente perfecta, porque la emanación pasa siempre de uno a otro».

Hay más inmanencia o interioridad que en la vida vegetativa, pero, por ser distintos su principio y su fin, no es perfecta.

En la vida sensitiva no es posible, por ello, la reflexión de sus potencias sensitivas, de actuarse a sí mismas. Pero

«hay un grado supremo y perfecto de vida, que corresponde al entendimiento, porque éste vuelve sobre sí mismo y puede entenderse».

El modo más alto de vida, se manifiesta en la vida intelectual, que tiene, en cambio, el poder de reflexionar. El viviente, con él, adquiere el poder de ser dueño de su propio juicio, y, por tanto, de ser dueño de sus designios. Ahora, tanto la actividad y su perfección son interiores. La operación no está «alienada» con en todos los demás entes, que carecen de la perfección intelectual.

La vida intelectiva se desarrolla en el interior, en la intimidad. Sin embargo,

«en la vida intelectual hay también diversos grados. Pues, aunque el entendimiento humano pueda conocerse a sí mismo, toma sin embargo, del exterior, el punto de partida para su propio conocimiento, ya que es imposible entender sin contar con una representación sensible» (Suma Contra Gentiles, IV, c. 11).

Como explica Santo Tomás, en otro lugar,

«nuestro entendimiento no puede conocer nada en acto con anterioridad a la abstracción de las imágenes, ni puede tampoco poseer un conocimiento habitual de las cosas distintas de sí mismo, a saber, de las que no existen en él, antes de tal abstracción, pero su esencia le es presente e innata, de modo que no necesita recibirla de las imágenes (...) y así la mente, antes de que abstraiga de las imágenes, tiene conocimiento habitual de sí misma, por el que puede percibir que existe» (De veritate, q. 10. a. 8 ad 1).

En el alma humana hay una disposición para conocerse conscientemente, para poseer intelectualmente su ser, a modo de un hábito. Este conocimiento habitual no se refiere al concepto del alma, no pertenece a la línea de la esencia, sino a su existencia y singularidad.

Esta disposición se actualiza en el acto de pensar.

«Nadie puede pensar que él no existe, asintiendo a este juicio, pues en el acto mismo de pensar algo, percibe que existe» (De veritate, q. 10, a. 12, ad 7).

En todo pensamiento en acto está implicada la percepción intelectual inmediata de la existencia del yo pensante, de la mente misma, la conciencia intelectual no objetiva de su propio ser. El juicio en que se afirma la existencia propia, aunque su negación no resulta algo incompatible con el principio de no contradicción, proporciona una evidencia privilegiada, porque constituye a la propia conciencia en acto.

El alma por ser una substancia inmaterial, por subsistir en sí misma y, por tanto, por tener un ser propio, no compartido con la materia, posee este ser de modo consciente, está presente a sí misma. Indica que

«volver a su esencia (redire ad essentiam) no significa otra cosa que el subsistir una cosa en sí misma. Pues la forma, en cuanto tiene ser en sí misma, se dice que vuelve sobre sí misma» (STh I, 14, 2 ad 1).

Sin embargo, por su emplazamiento límite en las substancias inmateriales, al igual que su intelectualidad, su inteligibilidad propia es imperfecta. No se manifiesta de un modo puramente espiritual.

Su entendimiento es potencial con respecto a los inteligibles, pero conserva cierta actualidad, la inteligibilidad en hábito. Por ello, puede decirse que «la mente misma es inteligible en acto, y según esto le compete el entendimiento agente que hace los inteligibles en acto» (De veritate, q. 10, a. 6 in c.). Esta inteligibilidad es la que fundamenta su intelectualidad.

Continua explicando Santo Tomás en este pasaje de la Suma contra gentiles:

«La vida intelectual de los ángeles, cuyo entendimiento no parte de algo exterior para conocerse, porque se conoce en sí mismo, es más perfecta. A pesar de ello, su vida no alcanza la última perfección, porque aunque el concepto sea en ellos totalmente intrínseco, sin embargo, no es su propia substancia, puesto que en ellos no se identifica el entender o concebir y el ser» (Summa contra gentiles VI, c.11).

En este segundo grado de vida intelectual, se da una mayor autonomía. Hay una más plena interioridad, porque la emanación de esta vida intelectual no procede ya del exterior. Desde el principio, el ángel goza de la plenitud de la sabiduría debida a su propia naturaleza. No obstante, no en un grado que se alcance la perfección total, ya que lo concebido o entendido, a pesar de su inmanencia perfecta, no es su misma substancia. En él, no se identifica el entender con su ser.

Concluye, por ello, el Aquinate:

«Luego, la última perfección de vida corresponde a Dios, en quien no se distinguen el entender y el ser, y así es preciso que en Dios se identifique el concepto con su divina esencia».

Con esta identificación, se llega al último y perfecto grado de vida, a la vida perfecta, en la que hay una plena unidad o una autonomía perfecta.

Precisa a continuación:

«Denomino concepto a lo que el entendimiento concibe en sí mismo acerca de la cosa entendida. Concepto que, en nosotros, ni se identifica con la cosa que entendemos, ni con la sustancia de nuestro entendimiento, sino que es una cierta semejanza de lo entendido concebida en el entendimiento y que la voz exterior significa; por eso, el concepto se llama verbo interior, que es significado por el verbo exterior»

La primera distinción la justifica así:

«Se ve ciertamente que dicha intención no se identifica en nosotros con la cosa entendida, porque no es lo mismo entender la cosa que entender su concepto, lo que hace el entendimiento cuando vuelve sobre su operación, de ahí que unas ciencias traten de las cosas y otras de las ideas entendidas».

La segunda, del siguiente modo:

«Y que el concepto tampoco se identifica con nuestro entendimiento, lo vemos porque el ser de ella consiste en el mismo entenderse, en cambio, el ser de nuestro entendimiento es distinto de su propio entender». En cambio, «como en Dios se identifican el ser y el entender, el concepto y el entendimiento son en Él una misma cosa. Y como el entendimiento y la cosa entendida se identifican también en Él, porque entendiéndose a sí, entiende todo los demás, resulta, pues, que en Dios, al entenderse a sí mismo, el entendimiento, la cosa que se entiende y el concepto son lo mismo».

Concluye finalmente, con esta exposición sintética:

«Dios se entiende a sí mismo. Más lo entendido, en cuanto tal, debe estar en quien lo entiende, porque entender es aprehender una cosa con el entendimiento. Por eso, incluso nuestro entendimiento al entenderse a sí mismo, existe no sólo como identificado con su esencia, sino también en el entendimiento aprehendido por él. Es necesario, pues, que Dios exista en sí mismo como lo entendido en el inteligente. Pero lo entendido en el inteligente es el concepto o el verbo. Así pues, en Dios, que se entiende a sí mismo, existe el Verbo de Dios a modo de Dios entendido: como la palabra de la piedra existe en el entendimiento como piedra entendida. Por esto se dice en Juan I, 1: "el Verbo era Dios"» (Summa contra Gentiles, IV, c. 11).